5. Intenciones desconocidas

Su presencia me atravesó igual que un dardo envenenado. De todo lo que podría haber sospechado que aparecería en aquellos segundos antes de verlo con claridad, nada se acercó a la verdad.

―Maldito Stone ―exclamé más que sorprendida, casi sin darme cuenta de que lo dije en voz alta.

Diego torció la boca como si lo hubiera interrumpido cuando estaba a punto de decir algo y, a pesar de que mi insulto lo tomara desprevenido, le causó gracia.

―A mí también me alegra verla ―respondió con un notorio sarcasmo.

―No puedo decir lo mismo.

―Qué pena.

―Lo es, considerando que usted está en mi cuarto.

―Muchas personas dirían lo contrario.

―Muchas personas han perdido la cabeza también.

Mientras Diego examinaba mi habitación, yo lo contemplaba con curiosidad. No estaba segura sobre cómo me sentía acerca de tenerlo aquí.

Estaba de pie cerca de la puerta, vistiendo una camisa con las mangas un poco arremangadas, lo que resaltaba sus brazos musculosos, y unos pantalones del color de su clan. Todo en aquel heredero resaltaba aquí, siendo el perfecto contraste entre lo que él significaba y lo que yo representaba, recordándome que estábamos destinados a ser enemigos hasta la muerte.

―De ser así, si yo quisiera estar en su cuarto, ¿cómo debería pedir permiso? ―preguntó Diego, conduciendo sus ojos diferentes y naturalmente intensos de vuelta hacia mí―. ¿Qué haría que me dejara entrar?

Desconfié de su disposición complaciente. Faltaba una hora para el toque de queda y yo desconocía sus intenciones.

Mi pecho se hundió al espirar y percibí el roce de mi vestido color lima que dejaba mis hombros desnudos, sosteniéndose con un par de tiras, y cubría el resto de mis brazos con sus mangas. Lo llevaba puesto desde que me cambié al concluir el entrenamiento físico y fue ligero. Lo raro era que en la actualidad se sentía bastante pesado sobre mí.

―Solo dígame qué quiere ―exigí saber, escéptica―. Porque debe querer algo para venir aquí.

La curiosidad revoloteó en mi interior como una mariposa capaz de causar un huracán.

―Deseaba preguntarle cómo estaba ―respondió Diego, adentrándose aún más en mi dormitorio.

Por más que me mantuve firme en mi postura, mi reacción interna fue diferente. Lo que me sacó de mi asombro fue que me preguntara cómo estaba. Había olvidado la última vez que alguien lo hizo.

Él mentía demasiado bien y yo desconfiaba de todos. No era una buena combinación.

La ironía era nuestra lengua común. Por consiguiente, dije:

―Bueno, sigo viva, si eso es lo que pregunta. ¿O vino a matarme mientras dormía?

―Apuesto a que, si uno de los dos consideró esa opción, fue usted.

―No lo voy a negar.

―No esperé que lo hiciera.

Un suave jadeo brotó de mí en vez de una sonrisa. Me quedé sin una respuesta para prevalecer en aquel juego de odio que se desarrollaba en las oportunidades que hablábamos.

—Eso no es una respuesta.

―Le prometo que estoy desarmado —aclaró Diego previo a alzar sus manos equipadas con un par de anillos.

Alcé ambas cejas. Él era un arma en sí.

―Los dos sabemos que es mentira.

―Bien ―repuso entre dientes, aceptando que yo tenía un punto―. No vine a pelear.

Mi reacción fue la misma.

―Estamos peleando en este preciso momento.

―¿Y no es divertido?

―No ―reí, mintiendo un poco.

Lo único divertido de esto era el deseo de ganarle.

―Quería averiguar cómo estaba después de lo que pasó en la práctica, ya que no tuvimos tiempo libre para discutirlo. Eso es todo, ¿de acuerdo? ―resumió Diego, revelando sus intenciones.

Aquello me arrastró más a la turbulenta e infame marea de la confusión.

—¿En serio? Clanes, pagaría millones por saber qué hay en su cabeza —expresé ante la interrogante en que se convirtió mi enemigo.

—Puedo decírselo gratis, pero me temo que no le fascinara oírlo.

En esa ocasión, fui yo la que avanzó hacia delante con suspicacia.

—¿Qué podría saber usted acerca de lo que me gusta?

—Le sorprendería —expuso él como si me invitara a averiguarlo.

—Lo dudo.

—Usted se lo pierde.

—Y estoy más que bien con ello.

Entrelacé mis manos detrás de mi espalda y Diego suspiró con dramatismo.

—Si lo dice con tanto fervor, no le creo.

—No me interesa lo que piensa.

—Los dos sabemos que es mentira —repitió él, haciendo que me mordiera la lengua.

—¿O es lo que quiere creer?

—¿O tal vez es lo que usted no quiere admitir?

Por supuesto que me interesaba. Si llegaba a entender cómo funcionaba su mente, sabría cómo derrotarlo. Mas, no confesaría mi estrategia con facilidad.

―Trato de entenderlo y no puedo ―suspiré, recelosa.

―¿Entender qué?

―A usted.

―Entonces, no trate de entender, acepte y respóndame.

Sus preguntas hablaban más que sus respuestas.

Otro se habría reído de mí o se jactaría de que perdí y ahí estaba él, preguntándome cómo me encontraba, como si ese pensamiento lo hubiera perseguido el día entero.

―Estaba bien ―aseguré e hice una pausa―, hasta que lo vi a usted y el resto es historia.

Sus ojos se entrecerraron.

―Usted puede ser bastante despiadada, ¿lo sabe?

Me deleité con el comentario.

―Es mi encanto.

―No funciona cómo cree.

―¿Y cómo funciona?

Diego soltó una pequeña risa de incredulidad y aquel sonido hizo eco en mí. Me dio una sensación peculiar, como si fuera capaz de generar un terremoto.

―Realmente me pregunto si sabe cómo tener una conversación sin pelear.

―Y yo, si sabe cómo cerrar la boca.

―No lo sé. ¿Por qué no me enseña?

Estuve tentada a hacer tantas cosas imperdonables tras aquella sugerencia irresistible que mi brújula moral casi se rompió.

―Cállese.

―Después de usted, belicosa.

Contuve mis ganas de estrangularlo. No que era posible que otro ser humano me molestara tanto con tan poco.

―Ha pasado todo el día y recién ahora lo pregunta, ¿puede decirme el motivo, Stone?

Vislumbré el atisbo de una sonrisa en su expresión circunspecta cuando mencioné su nombre.

―Dicen que las personas son más honestas de noche ―se encogió de hombros.

Aflojé los brazos a mis costados, lo que ocasionó que unos mechones sueltos recayeran en mi hombro derecho a pesar de que mi cabello estaba recogido en una coleta invertida.

―¿Solo honestas?

Aquello no vino acompañado de una pulla. Supuse que lo había asombrado lo suficiente para no responder de inmediato. Me sorprendió.

De pronto, él dio un paso en mi dirección. Mi piel vibró por una confianza confusa, mas mi astucia sospechaba de su malicia. Yo retrocedí de manera instintiva.

―Puedo odiarla de mil maneras, pero sepa que nunca será de esa forma.

—¿Y qué maneras son esas? ―farfullé, procurando medir la distancia entre nosotros.

—Use su imaginación —respondió Diego, desconociendo que mi capacidad inventiva iba a lugares oscuros.

―No es necesario. Lo que pasó hoy es un ejemplo de ello.

―¿A qué se refiere?

—¿No piensa que soy una traidora? ―cuestioné, tensando mi mandíbula.

—Yo no dije eso —negó él, laxo.

—En la reunión, cierta persona lo mencionó y usted me miró como si también lo creyese.

—¿Esa fue mi gran acusación?

Éramos entrenados en todos los aspectos, incluso en cómo expresábamos nuestro lenguaje corporal para no enviar el mensaje equivocado. Una sonrisa, una mala mirada o cualquier cosa del estilo que mostrara algún tipo de indicio podía causar una duda que al final se convertía en algo monumental y eso era un error que no nos permitíamos. De ahí mi pequeño planteo.

—¿Y por qué me miró?

—Yo miraba a la ventana y usted estaba bloqueándome el paisaje —se justificó en un ligero tono de broma.

Ni él se tragaba esa excusa.

—Discúlpeme, la próxima vez me correré para que no le moleste —respondí con sarcasmo.

—Se lo agradecería. Y para que conste, no me lo tome a mal, cualquiera puede ser un traidor.

—¿Incluido usted?

—¿Ahora quién inculpó a quién?

Touché.

—Sé que ambos haremos lo posible por ganar la competencia, sin embargo, le prometo que siempre seré brutalmente honesto con usted y le pido lo mismo.

Diego quería sinceridad. A cambio, yo le daría mis mejores mentiras.

—Le advierto que soy muy competitiva.

Una sonrisa sardónica se escabulló de sus labios carnosos.

—No lo noté.

—Lo hará pronto.

—No pensé que sería de otro modo.

Dudé. Sabía que no duraría mucho y que probablemente solo era parte de sus juegos retorcidos; de todos modos acepté con un asentimiento. Él esperaba que yo creyera que era honesto y que lo estuve juzgando mal. Mas sabía que no tenía que confiar. Ojalá sus promesas no sonasen tan reales.

―¿Esto nos pone de vuelta en la rivalidad?

―Justo donde empezamos.

―Y donde no espero que terminemos.

―¿Quién sabe?

―Es un inicio ―manifestó, distanciándose con la intención de irse.

Cegada por la necesidad de ser quien finalizara la conversación, avancé y me paré en el umbral de la salida para decir:

―No lo es. Pudo ser en sus sueños.

La brillante respuesta que obtuve fue una fugaz y rebelde mirada por parte de Diego antes de que desapareciera en su propio cuarto.

Necesité unos instantes para deshacerme del subidón corrosivo y volcánico que venía al activar mi sentido competitivo.

A continuación, volteé con el objetivo de retornar al interior.

―Mi lady ―saludó mi guardaespaldas con una reverencia corta.

Me detuve en seco. La información que Clara me brindó en la mañana resurgió en mi memoria. No podía guardármela por siempre a sabiendas de que él estaría al otro lado de las puertas de mi habitación.

―¿Puedes venir por un minuto? ―solicité, ya estando adentro.

―No lo sé ―respondió él sin mover sus pies―. La última vez dejaste bastante claro que no debo entrar.

―Bueno, la última vez estabas siendo impertinente.

―Amigable.

―No, estoy segura de que eras impertinente, justo como lo estás siendo ahora ―repuse ante su intento de corregirme―. Según lo que sé y eso es mucho, ¿no les enseñan los protocolos a los guardias?

―De hecho, sí. Hacen hincapié en eso.

―¿Entonces olvidaste a propósito la parte en la que se supone que no puedes hablar conmigo a menos que yo te autorice?

―Tal vez fue porque tú, en efecto, me estás hablando ―reveló mi guardaespaldas con timidez.

―¿Dices que es mi culpa?

―Bueno, tú eres la que me está poniendo nervioso con estas preguntas.

―¿Y cuánto tiempo piensas que va a seguir así?

Lo estudié con incredulidad. Aún veía candidez en su forma de pronunciar las palabras y desplegar una ojeada por mi espacio.

―Por más que me encantaría darte una respuesta concreta, no la tengo.

―En tal caso, ¿por qué no acatas mi orden y vienes? ―interpelé, ya me incomodaba que las puertas estuvieran abiertas.

El guardaespaldas reafirmó su postura.

―Me temo que me quedaré aquí.

Resoplé y decidí tomarme esto con humor.

―¿Por qué? ¿Insubordinación? ¿Un concurso con los otros guardias sobre quien logra permanecer quieto por más tiempo?

―No, porque desde aquí tengo una buena vista del perímetro. Así que, a menos que me despidas, me quedo aquí.

―Vaya, de repente eres prudente.

―Bueno, estoy en este lugar para impedir que te maten, uno daría por hecho que tú serías la que lo tomaría con más seriedad.

―Lo sé. También sé que la academia fue construida para ser prácticamente impenetrable, hay más de mil guardias rojos monitoreándola y he estado entrenando todo el día sobre cómo defenderme. Por lo tanto, dudo de que esta noche sea mi última a menos que hayas oído sobre un plan secreto para que lo sea. ¿Lo hiciste?

Negó con la cabeza sin miedo, esbozando una sonrisa a causa de mi discurso.

―No, mi lady. Pero...

Bufé, hastiada, y acepté la derrota en ese aspecto. Estaba muy cansada para alargar el asunto.

―Bien, me rindo. La verdad es que quería preguntarte algo.

―Tú haces las reglas. Te escucho ―dictaminó él, sosteniendo sus labios hacia arriba con afabilidad.

―No te asignaron a este puesto ―determiné directamente―. Pediste ser mi guardaespaldas en específico. ¿Por qué?

Ahí murió su sonrisa. La soledad nació en su mirada.

―Tu hermano era mi amigo y yo fui su guardaespaldas. Después de lo que ocurrió, decidí ser el tuyo en honor a él.

―¿Amigo?

De lo que dijo, todo lo que resonó y dejó una marca fue «era mi amigo». No un traidor o una pérdida para el clan. Aquello me asombró y, principalmente, me reconfortó. Era la primera vez que alguien que conoció a William decía algo bueno de él.

Aunque era una amistad improbable debido a que nos inculcaban que no deberían importarnos los nacionalistas, él nunca fue el tipo de persona que juzgara a alguien por su posición y por eso no dudé mucho. Podía ser cierto.

―Sí, aunque no te pareces mucho a él.

Sonreí con tristeza. A diferencia de mí, a William siempre le resultó fácil llevarse bien con la gente. Yo era un problema. Tendía a defenderme antes de que alguien siquiera me atacara porque crecí rodeada de amenazas y nada me asustaba más que los otros.

―Porque no soy particularmente amistosa.

No se trataba de una pregunta.

―Iba a decir que eres diferente por lo que vi y, para ser sincero, también eso ―destacó el guardaespaldas en un tono más gentil―. Por eso reaccioné raro el día de la ceremonia.

―Bueno, eso era lo que quería saber ―concluí con más serenidad―. Ya puedes cerrar la puerta.

En esa ocasión, obedeció. Apenas él se marchó, me deshice de los elementos del día y me fui a dormir.

Las pesadillas me perseguían ocasionalmente, impidiéndome descansar tranquila. Jamás conservaba unos retazos de lo que soñaba, y siempre despertaba de la misma manera: con las sábanas revueltas, el cuerpo tan agotado como si hubiera peleado y perdido, las mejillas húmedas y los ojos nublados por las lágrimas que derramaba dormida. Me odiaba a mí misma cada vez que abría los ojos y me encontraba tan débil. No se suponía que yo llorase, ni nadie más, así que no se lo conté a nadie. Tampoco tenía idea de por qué ocurría, solo ocurría y eso era lo peor. Si no estaba enterada del motivo, no sabía a qué me enfrentaba y, en consecuencia, tampoco cómo combatirlo.

Yo era mi propio terror nocturno. Siempre fui una persona que sentía las cosas con demasiada intensidad y eso era una maldición en este reino. Todo lo que escondía del exterior se hundía en mi interior igual que un cofre en el fondo del mar. Las emociones eran los dioses que no quería despertar.

Hice mi propio diagnóstico porque cualquier otro que se enterase me enviaría a prisión. Luego de las pesadillas, la sensación que tundía al despertar se parecía a una parálisis de sueño. Estaba despierta y dormida. Podía oír y ver mi habitación a oscuras. No podía moverme. Escuchaba mis propios gritos en mi cabeza, aturdiéndome los oídos de tal modo que no podía pensar. No veía con claridad qué estaba ahí, solamente que me acechaba una alucinación hecha tejida con los hilos de mis peores miedos. Aun así, un poderoso pavor se apoderaba de mi cuerpo tembloroso. Pese a que los episodios duraban minutos, todos parecían una eternidad tortuosa. El dolor y el terror no me abandonaban de inmediato. Sus residuos permanecían rondando tanto en mi mente como en mis venas por horas.

Mis días eran mis noches.

Me asustaba dormir.

A veces trataba de aguantar despierta para evitar vivir eso y mi cuerpo se había acostumbrado a esa rutina. Ni siquiera podía regresar a la cama sin que el pánico se aprovechara de mí.

Yo no quería que mis sueños se hicieran realidad. Simplemente anhelaba no tenerlos.

Me levanté de la cama con la respiración sollozante y me encaminé al baño. Ignoré el reflejo desastroso de una chica endeble que me devolvía el espejo, lavé mi rostro, procurando borrar la evidencia del llanto, cepillé mis dientes y arreglé un poco mi cabello. Al faltar más de una hora para el cese del toque de queda dentro de la academia, iba a sentarme a revisar algunos libros y empezar a trabajar sin romper la monotonía.

Cambié de opinión al percibir unos alaridos que provenían de los pasillos externos. Tragué grueso, titubeando acerca de mi próxima acción. Mientras me colocaba la bata de seda para cubrir mi fino pijama del mismo material, oí que alguien más se me adelantó.

Me quedé helada ante la repugnante escena. Maureen forcejeaba con un guardia rojo para evitar que corriera a los balcones.

Él estaba desorientado. Transpiraba como si estuviera escapando y murmuraba cosas sin sentido. Tenía unos treinta años, las mangas de su uniforme rasgadas y mojadas con un líquido que desprendía un aroma metálico mezclado con un olor que se asemejaba al de la pintura, los pies descalzos que dejaban manchas rojizas por donde transitaban, y moratones en sus tobillos similares a los que producirían unos grilletes. Por desgracia, había visto a prisioneros en el pasado, mas no de esa clase. No parecía humano. Era igual a un animal asustado que no distinguía nada a su alrededor.

Esto era una academia, no una prisión.

¿Qué hacía aquí? ¿Cómo terminó en aquel estado? ¿De dónde o de quién huía?

Las preguntas no obtuvieron respuestas inmediatas. Diego, quien había salido antes que yo, reaccionó deprisa en cuanto amenazó con venir en mi dirección. El guardia rojo no fue un gran contrincante en aquella condición y él pudo inmovilizarlo en pocos movimientos a pesar de que el hombre no paró de forcejear, casi como si estuviera poseído y todo lo que deseaba era morir.

El horror trepó por mis extremidades como arañas. Me estremecí. El golpeteo causado por lento movimiento de las cortinas de los balcones, el viento que se retorcía en los pasillos, y las corrientes heladas que me daban escalofríos, y el silencioso y de repente lúgubre desierto en el que transformó el pasillo durante esa oscuridad nebulosa previa al amanecer me pusieron la piel de gallina.

―¿Qué pasó?

―Si lo supiera, no estaríamos teniendo esta conversación ―contestó Diego, apretando la mandíbula, y pude apreciar con claridad cómo se tensaban sus otros músculos gracias a que carecía de una camiseta. Seguramente dormía sin una.

Tuve que actuar con normalidad. Esquivé mirarlo, detestando que fuera la primera persona con la que hablaba en el día, y murmuré lo siguiente:

―Arrogante.

Diego se mordió el labio superior, todavía asegurándose de que el desconocido no se escabullera.

―Bueno, este "arrogante" acaba de salvarla, así que de nada.

Era un juego. Las acciones y palabras de mi enemigo no eran nada comparadas con sus pensamientos. Ahí se encontraba la verdad. Diego Stone era como el sarcasmo: ingenioso, taimado y todo lo que hacía podía significar lo opuesto.

―Nunca le agradecí.

―Y eso no cambia los hechos.

―Bueno, eso podría valer algo si viniera de alguien más, pero como viene de usted, Stone, no lo hace, y eso sí cambia los hechos ―repliqué, caminando con precaución.

―No empiece ―retó Diego, ladeando la cabeza como si eso pudiera evitar que sonriera.

―Muy tarde.

Reí con disimulo. Él era como un golpe de adrenalina en la mañana de un día soleado: energético, volátil e impregnado con una diversión casi molesta.

Nunca estabas realmente preparado para él y te llenaba de energía, despertando tus sentidos y te hacía creer que podías hacer cualquier cosa. En ese caso, solo potenció mis deseos de pelear porque despejaba las nubes de estas circunstancias aterradoras.

La imagen del guardia rojo y los sonidos espeluznantes que derrochaba hicieron que quisiera retroceder en vez de ir hacia Diego. El heredero tampoco entendía la situación y me impresionó un poco cómo me respondió y manejó esta situación sacada de las pocas novelas de terror que me atreví a leer. Ninguno de nuestros guardaespaldas se hallaba cerca debido a que era un cambio de turno. Estábamos por nuestra cuenta.

Maureen se había pegado contra la pared, horrorizada, y bastó un vistazo para saber que ella no sabía qué sucedía con aquel hombre. Aun así, debía preguntar.

―Maureen, ¿qué ha ocurrido? ―inquirí, teniendo un mal presentimiento―. ¿Quién es?

―No lo sé. Estaba preparándome para empezar con mis labores del día y lo vi andar por el pasillo. Me pareció raro y lo seguí. Ahí fue que... ―balbuceó ella previo a tragar grueso.

Las dos rotamos al guardia rojo. Sus quejas fueron subiendo de volumen hasta ser gritos incoherentes y el hombre colapsó. Diego incrementó el uso de su fuerza por si acaso. Las puertas de los demás dormitorios no demoraron en abrirse y nuestros compañeros salieron uno por uno, alertando a mis latidos asustadizos.

―¿Estamos en guerra? ¿Qué está sucediendo? ―farfulló Cedric, cerrando los párpados al bostezar―. Más les vale que estemos en guerra porque no perdonaré a nadie por interrumpir mis queridas horas de dormir.

―¿Podría mirar lo que pasa a su alrededor antes de hablar? ―le sugirió Emery, observándolo con una incredulidad semejante a la del resto de nosotros.

―Por supuesto, Emy ―concedió él y pestañeé incrédula por el "Emy".

¿Me perdí algo?

Por la cara de Emery, asumí que no. Ella estaba más perpleja por ello que yo.

Cedric se agazapó junto a Finley apenas vislumbró al guardia rojo en ese estado. Prudence se quedó pasmada, analizando el rastro de huellas de sangre en el piso. Ivette avizoró el corredor entero y luego detrás de mí. Miré por encima de mi hombro y reparé en que los guardaespaldas retornaban con celeridad. También estaban atónitos.

―¡Al fin! ―se quejó Ivette, rezumando indignación―. ¿Dónde estaban? ¿Por qué no estaban haciendo sus trabajos?

Por mucho que no me agradara su tono, las preguntas eran válidas.

Ellos se limitaron a aceptar la queja en un mutismo absoluto y se encargaron de aprisionar al hombre. El castigo por hablar habría sido peor.

Finalmente, Diego pudo enderezarse para percatarse de que contenía vestigios de la sangre de él en sus manos. Aunque pretendió que no le afectó, noté la manera sutil en que influyó en su postura. De todos los presentes, lo más probable era que él fuera una de las personas que más brutalidad había visto. Me pregunté si alguna vez te acostumbrabas a eso. Lo dudaba.

―Nos disculpamos por las molestias. Ya pueden volver a sus cuartos ―anunció uno de los guardias rojos en simultáneo que los otros se llevaban a rastras al hombre que denominaron "las molestias".

Prudence realizó un asentimiento, medrosa, y se retiró con una expresión que sugería que no se recuperaba de haber presenciado aquel suceso. Ivette nos maldijo con una mirada de recelo e imitó su accionar.

―¿Y qué harán con él? ―me adelanté a preguntarle al guardia rojo que intervino.

Yo no me iría tan fácil y menos mi curiosidad.

―Nosotros lo escoltaremos y le informaré lo sucedido a la directora Cavanagh de inmediato. Ella tomará cartas en el asunto.

Dicho eso, Diego se dirigió de vuelta a su habitación. Fue algo que no pude predecir. Calmado, Finley gesticuló un «de acuerdo» y se esfumó tras los muros. Cedric les agradeció a los guardias por el servicio con un bostezo y se fue, comentándole algo a Emery que hizo que se internara más rápido en sus aposentos.

―Le recomiendo que usted también se vaya ―agregó el guardia rojo con ese tono condescendiente que me disgustaba aunque me dieran una "sugerencia" y continuó con su camino. No pertenecía al grupo conformado por nuestros guardaespaldas.

Oh, él no sabía que yo no aceptaba órdenes de nadie.

Me orienté en dirección a Maureen. Ella había permanecido en aquel rincón del balcón sin atreverse a interrumpirnos. Me dio la impresión de que estaba en un estado de shock. Tuve que aproximarme con cuidado.

―Oye, si quieres, aguarda aquí hasta que una de mis damas venga y te ayude a volver ―le ofrecí, guiándola a mi dormitorio.

―Gracias ―bisbiseó ella con pleitesía.

Yo no iba a entrar y descarté la idea por completo en cuanto Diego emergió de su habitación sin rastros de sangre en sus manos. Mis ojos se perdieron en él viendo cómo se colocaba una camiseta mientras se alejaba a través del pasillo con lentitud, como si esperara que yo lo alcanzara.

―¿Viene o no? ―preguntó él, adivinando lo que planeaba hacer.

―Por supuesto que voy ―respondí de mala gana y lo seguí.

Tenía que averiguar quién era aquel sujeto que apareció de la nada. Además, era obvio que requería atención médica. Dijeron que le comunicarían lo ocurrido a la directora y ahí íbamos a asegurarnos de ello.

Preferiría ir sola, no obstante, Diego ya estaba ahí e ignorando el hecho de que era mi enemigo mortal, ya no depositaba mi confianza total en esos corredores llenos de sombras y ahora extraños peligrosos en la noche. Así que, no me iba a quejar de su compañía.

―Entonces, ¿quién piensa que es? ¿Un prisionero secreto? ¿Un estudiante que nunca dejó el internado? ―inquirí una vez que estuvimos a la par.

―Sospechaba que era la primera posibilidad hasta que me espantó con la segunda ―respondió Diego, pausó para mirarme de refilón y la luz opaca de un amanecer nublado resaltó sus facciones como si fuera una imagen onírica.

—Lo siento.

―Creí que no le importaba lo que opinaba.

Entorné los ojos sin reducir la velocidad a la que nos desplazábamos. El movimiento y la charla hacían que la tensión se disolviera en mi interior como el oxígeno en la sangre.

―No lo hace. Intentaba probar que sí sé mantener una conversación sin pelear.

―¿Y cuánto duró esa charla? Cinco segundos.

―Igual lo conseguí. Es un gran logro.

―¿Y qué quiere que diga? ¿Felicidades por no amenazarme de muerte?

―Gracias, ha sido una de las cosas más difíciles que he hecho, considerando que usted es usted y yo no he tenido mi dosis diaria de cafeína y sarcasmo.

―Sí, pobre de usted ―rio Diego sin malicia―. A modo de recompensa, puedo ayudarla con el sarcasmo. El sarcasmo es un estilo de vida, junto con leer y odiar mi existencia, lo que hago de maravilla.

Quería reír, pero la verdad era que podía identificarme con eso.

―Adelante. Deme lo peor que tiene, Stone.

―No, le daré lo mejor. En mi experiencia, las mejores cosas tienden a terminar siendo las peores.

―De acuerdo.

―Diga lo que quiera y no responderé.

Acepté la concesión con humor.

―Lo desprecio desde lo profundo de mi alma. Y, sí, tengo alma.

―¿Se siente mejor?

―Sí ―respondí, sonriente.

No perduró. Me percaté de que, si bien el guardia rojo que habló sí iba al despacho privado de Luvia Cavanagh, los demás que cargaban al hombre inconsciente escogieron una trayectoria distinta al doblar para ir al lado del sector al que Maureen me prohibió ir. Mis cejas se hundieron enseguida. Diego se anticipó a mi pregunta:

―¿A dónde lo están llevando?

El hombre que iba en la delantera respondió con sequedad:

―No estoy autorizado a responder.

―Y, sin embargo, usas ese tono ―denoté con aspereza―. ¿A dónde lo están llevando?

―Cavanagh contestará eso.

Y así como así ya estábamos de nuevo frente a la entrada de la oficina de la directora. Esa vez no aguardamos a que nos dieran permiso, sino que entramos junto con el guardia rojo. Luvia Cavanagh yacía de pie, observando el cielo a través de su pequeña ventana, y no volteó hacia nosotros hasta que él nos rebasó en busca de comunicarle los acontecimientos mediante susurros y se fue sin más.

¿Por qué lo trataban como si fuera un secreto?

¿Qué ocultaban?

¿El desconocido era importante?

―No me gusta esto ―comentó Diego en voz baja.

―Por horrible que suene, concuerdo con usted ―murmuré sin apartar la vista.

Me callé apenas la directora aclaró su garganta.

―Díganme una cosa. ¿Les gusta mi oficina? Debe ser eso porque apenas ha pasado un día y ya han vuelto a visitarme.

―Bueno, tiene una buena vista ―contestó Diego, apuntando a la ventana sin extraviar su actitud relajada.

―Y hemos venido a preguntarle sobre lo que pasó ―terminé, esforzándome para no parecer intimidada.

Luvia Cavanagh era una muestra perfecta de rectitud. Su forma de hablar y pararse hacía que te sintieras pequeña y encorvada, incluso si eras una experta en lecciones de etiqueta y protocolo.

―¿Y qué les hace pensar que les voy a dar alguna respuesta?

―El hecho de que ella lo dijo con mucha amabilidad —formuló Diego.

―Y créame que eso no sucede a menudo ―destaqué, sinceramente.

La directora nos examinó y metió las manos en los bolsillos de su mono largo y negro.

―El hombre que vieron era un guardia rojo al que trasladaron aquí hace poco ―relató ella, mesurada―. Él estuvo en uno de los enfrentamientos con Destruidos y por más que aseguró que estaba en perfectas condiciones, su salud mental se fue deteriorando con el transcurso de los días.

Aunque la mayoría de los guardias pertenecieran a la Corte Roja controlada por el clan Stone, algunos eran seleccionados y enviados para servir a la Corte Real y ellos se transformaban en sus jefes.

―Eso no explica sus heridas. Reconozco a un prisionero cuando lo veo y esas heridas son causadas por cadenas ―replicó Diego con mayor seriedad.

―Lo hicimos por su propia seguridad.

―¿Y por qué nadie las ha estado tratando como corresponde? ―añadí, comedida.

―¿Qué? ¿Usted quiere hacerlo, señorita Aaline?

Me encogí de hombros. Mi instinto me decía que lo que ella dijo no era toda la verdad y que fingía que no era tan importante.

―¿Por qué no?

―No olvide que usted lo pidió ―accedió Luvia Cavanagh, mas su expresión lo hizo sonar como una reprimenda―. Lo llevaron a la enfermería. Después del entrenamiento, la primera clase se relaciona con su clan. Puede hacerlo entonces. Pero si él muere bajo su cuidado, ya no habrá más advertencias y una sanción quedará en su historial permanente.

Una tenue ola de arrepentimiento me sacudió y mis venas se convirtieron en témpanos de hielo. Yo reconocía una amenaza cuando la oía. Mierda. No me retracté y asentí, comprometiéndome a mantenerlo con vida para interrogarlo.

En esa ocasión, Luvia Cavanagh no me ordenó que me quedara, por el contrario, nos despidió a Diego y a mí por igual.

―¿Le creyó? ―me preguntó él tan pronto como salimos del despacho privado.

Negué con la cabeza de inmediato.

―Ni una palabra.

―Mírese, desafiando la autoridad. Un poco más y ya se parecerá a mí.

―Ni loca ―bufé a la vez que nos trasladábamos a nuestros cuartos y las esculturas presentes me dieron una idea―. Literalmente prefiero volverme de piedra.

―Eso se puede arreglar.

Las cejas de Diego se levantaron con diversión. Él tenía el extraño don de convertir cosas aterradoras en bromas. En otro momento habría odiado ese detalle, pero la información de Cavanagh y los recuerdos recientes de aquel hombre desorientado me inquietaban y los chistes de cierto rival me distraían de eso. Afortunadamente, no faltaba demasiado para llegar.

―¿Y qué planea hacer?

―¿Respecto a la persona que me atacó antes de que siquiera amaneciera o el guardia?

Claro, la persona era yo.

―Usted no es tan gracioso como piensa.

―No, soy mucho más gracioso ―afirmó él con arrogancia y solté una risita casi imperceptible―. Lo suficiente como para hacer a mi enemiga reír.

―No me estoy riendo.

―No, está negando lo obvio.

―¿Y qué es eso?

Para mi sorpresa, Diego detuvo sus pasos en aquel pasillo donde los rayos de sol naciente se infiltraban en la oscuridad entre nosotros, lo que me sacó de mi órbita y provocó que cayera en la influencia de la suya.

―Que se podría decir que disfruta pelear conmigo.

Frené mis movimientos y arqueé una de las esquinas de mis labios.

―Lo hago. ¿Sabe por qué? Siempre ganó.

―Oh, es adorable que crea eso.

―¿Qué está insinuando?

―Yo ni siquiera comencé a pelear.

Me llenó de odio que lo dijera así y más que mis labios se separaran por la revelación. Él no creía que valiera la pena pelear o, por lo menos, eso fue lo que entendí.

―¿No? Bueno, le daré una buena razón para empezar.

Una vez que pronuncié aquello, no avizoré su reacción y avancé sin mirar atrás.

―¿Cuál? ―consultó Diego, jovial, y sus pisadas me indicaron que también venía detrás de mí―. Dígame. No me puede dejar así.

Camuflé mi sonrisa al caminar de espaldas con tal de encararlo y comunicarle lo siguiente:

―Mire cómo lo hago.

Entonces, me percaté de que Diego entrecerró sus ojos diferentes y fehacientes y amenazó con acercarse a mí. Un rincón desasosegado dentro de mí se aquietó. Mordí mis labios con diversión y apuré mis pasos al punto de que acabé corriendo. Sin tardar, él se unió a mí con el objetivo de alcanzarme. El sonido de nuestras fuertes pisadas y las risas que se conectaban como el fin del invierno y el comienzo de la primavera hacían eco a través de los corredores y se desvanecían en el aire.

La combinación aceleró mis latidos. Mi corazón tuvo que cesar su galope. Nos topamos con el corredor de nuestras alcobas, donde descansaban nuestros compañeros y nos vigilaban los guardias rojos. Tanto Diego como yo reducimos la velocidad de nuestro andar e intercambiamos miradas. Yo jadeaba, deseando matar mi sonrisa y asesinar la suya, sin embargo, ambas se resistían a flaquear y fue energizante de algún modo.

Un minuto más tarde, entré a mi habitación por mi cuenta y recordé que Maureen se ubicaba allí. Parecía más calmada.

―¿Necesitas algo? ―inquirí con cortesía.

―No, gracias ―contestó ella a mi pregunta, levantándose nerviosa de la silla de mi escritorio―. ¿Puedo preguntarte qué pasó?

Diego apareció en el umbral de mi puerta solicitando ingresar.

Le concedí mi permiso.

―Ya se lo han llevado —informó él sin entrar en detalles.

―Y será atendido para que no se repita lo sucedido ―añadí para su seguridad.

―Oh ―murmuró ella, procesando los datos―. Puedo irme. No quiero seguir molestándolos.

Entendí a lo que se refería. Pese a nuestras buenas razones para salir e intervenir, violamos el toque de queda. Otra vez. Estábamos en una cuerda floja y no había nada de lo que agarrarse.

―¿Molestar? Tú no nos molestas. Lo que pasó, sí.

―No debo importunarlos con mis asuntos personales y... ―interrumpió Maureen, trémula.

Si existía algo más rápido que la luz, era yo enojándome.

―Nosotros seremos parte del gobierno algún día y los problemas del resto de la sociedad serán nuestros ―señaló Stone. Yo no lo habría dicho mejor.

―Yo solo soy una chica, hay millones como yo, y miles que no tuvieron la suerte que tuve hoy.

Las mujeres corrían más peligros de los que se podía imaginar desde que nacían. El mundo de por sí desbordaba crueldad, nosotras teníamos más valentía que él brutalidad y por eso nos despertábamos cada día, caminábamos por los pasillos y calles, y enfrentábamos lo que venía.

Y el peligro venía en mil formas y esta violencia al azar era un pequeño ejemplo.

―¡Oh, por todos los clanes! ―exclamó Clara, mi dama, corriendo hacia Maureen―. Perdón, ahora me encargaré yo.

Decidí confiar en el criterio de Clara.

—Bien, pueden irse.

Las dos salieron con una gentil reverencia.

―Por raro que suene, de verdad espero que tenga razón ―comentó Diego, ya estando solos.

―¿En qué?

―En que esto no se repita.

―¡Eso es injusto! ―manifesté indignada―. ¿Qué hubiera pasado si no nos despertábamos?

Un asentimiento de él fue más que suficiente. No había palabras.

—Algo peor.

Cielos, era terrible para consolar a la gente.

—¿Como que usted esté aquí?

―Por cierto, ¿qué hacía despierta? ―curioseó Diego para cambiar de tema.

―Me levanto temprano ―dije dudosa. Yo no tenía por qué darle explicaciones―. Puedo preguntarle lo mismo.

―Touché. ―Sus labios se curvaron en una sonrisa torcida.

No fue hasta ese instante en el que realmente me di cuenta de que ambos estábamos solos en mi cuarto fuera del horario permitido.

De repente sentí que la habitación era más pequeña y que no había espacio suficiente para los dos.

―¿Eso es todo?

―Por ahora.

Esa vez Diego se acercó, apoyándose en el dosel de la cama, y yo no retrocedí. Permanecí con mis pies plantados al piso sin que me molestara que él estuviera a mi derecha y ladeé la cabeza, descubriendo que siempre nos mirábamos directo a los ojos al conversar.

—¿Puede irse? ¿O acaso planea formar parte de la decoración?

—No lo sé, creo que puedo combinar bastante bien con las sábanas —bromeó él.

―Tiene suerte que no compartimos la misma habitación.

Uno de los hoyuelos de Diego se marcó en su rostro.

―¿Lo hago?

―Sí, porque si lo hiciéramos, lo mataría mientras duerme ―bramé sin vacilaciones.

―Sepa bien que, si usted y yo compartiéramos un cuarto, ninguno de los dos dormiría ―declaró él, torciendo su postura para aproximarse a mí y causar un mayor impacto―. Porque primero quemaría el lugar entero antes de que eso suceda.

―En ese caso, buena suerte quemándose en el infierno.

―No puedo. De seguro terminó con usted allí.

—Váyase —pedí sin atreverme a mirarle.

—La veo en un rato, mi más odiada enemiga —se despidió educadamente.

Lo odiaba.

―¡No estaré esperando ese momento!

En el desayuno, no cambié de parecer.

Todos estábamos uniformados para el entrenamiento y nos limitábamos a comer y beber lo que nos permitiría sobrellevarlo de aquella mesa colmada por el festín matutino.

Yo revisé mi correspondencia con tranquilidad. Leí las misivas del gobierno. Respondí las cartas que me enviaban nacionalistas de todas las edades en las que me contaban el modo en que afecté sus vidas con las fundaciones que dirigía, solicitaban donaciones o que los visitara, se quejaban de algunas de mis acciones a la hora de manejar el clan o me pedían casamiento por escrito.

Por supuesto, no llegaba a leerlas todas. Mis damas, quienes se ocupaban de filtrar el correo para mí, desechaban los mensajes que los ciudadanos les remitían porque yo no podía leer más de diez mil cartas al día. Igualmente, sus palabras, ya fueran cálidas o distantes, me hacían sentir menos sola en especial durante ese último año.

―¿Cuántas propuestas de matrimonio tiene hoy? ―interrogó Emery por lo bajo.

―Cinco, pero una de mis damas dijo que son cincuenta en total ―contesté, inclinándome un poco hacia ella―. ¿Y usted?

―Treinta y ocho ―susurró, risueña―. ¿Amenazas de muerte?

―La misma cantidad ―celebré con secretismo.

―Esa coincidencia merece una celebración.

―¿Cómo qué?

Emery se enderezó y se llevó unos arándanos azules a la boca.

―Esto.

Sonreí, apenada.

―No estoy segura de que merezca una celebración.

―Por supuesto que sí ―aseguró ella, siendo como un desintoxicante humano―. Es lo que las aliadas hacen, incluso con las cosas pequeñas. Ya aprenderá.

Ojalá.

Acto seguido, dejé el abrecartas sobre la pila de sobres para que Clara se marchara con la pequeña bandeja que me había traído. Me sorprendí al percibir cómo sus ojos se desviaban con discreción hacia Cedric. Lo pasé de alto y agarré el cuchillo para cortar un trozo de una de las manzanas que servían.

―Bueno, no me gustan los arándanos, pero espero que esto cuente ―argumentó y lo comí.

No hacía falta conocerla a profundidad para notar que Emery se singularizaba por ser la clase de persona que se alegraba por los demás y por sí misma sin ponerse celosa o derrochar altanería.

Por otro lado, Diego conversaba en el extremo opuesto con Cedric y Finley. Por lo que oí, Finley les había pedido consejos para mejorar su técnica de combate y Diego se las explicaba feliz porque no desperdiciaría la ocasión para presumir sus conocimientos mientras Cedric arrojaba anécdotas un poco graciosas sobre cómo había fallado las primeras veces que las intentó, lo que le daba esperanzas de mejorar a Finley.

Incluso Prudence charlaba con Ivette, ya que la rubia le comentó sobre una compra que planeaba hacer a su clan y eso le traería ingresos. Al igual que Finley ella se caracterizaba por comportarse reservada, aunque sospechaba que lo de él se relacionaba más con la timidez que con la posibilidad de ser observador. Me descolocó. Yo también había planificado incluir a Prudence en mi lista de posibles aliados. Tendría que hacer algo al respecto.

Aquello trajo a mi memoria lo que Diego dijo sobre que no había empezado a pelear. Ninguno lo había hecho, a menos no de verdad. Solo eran palabras. Y, todo eso, me intimidó. Si la calma era eso, no quería imaginar cómo sería la tormenta.

―¿Alguien sabe dónde está 433? ―consultó Ivette, dando por terminada su comida.

Diego y yo intercambiamos miradas, conservando en secreto lo acontecido.

―¿Por qué? ―pregunté, casual.

―¿Soy la única que recuerda lo que sucedió esta mañana? ―Ivette realizó una mueca―. ¿Acaso no van a hablar de ello? ¿Ni siquiera usted, señorita información?

De acuerdo, el apodo le molestó a Emery.

―Ese no es mi nombre. Si no puede recordarlo, no se merece decirlo ―farfulló ella, furibunda―. Sé tanto como ustedes. Nadie quiere mencionarlo.

Me moví incómoda en mi asiento. Lo descubrirían luego del entrenamiento.

―Era un guardia herido. Oí que estará presente en la primera clase de hoy. Así que, supongo que ahí vamos a hablar de ello. ¿No les parece apropiado? ―reveló Diego, liberándome de aquel horrible hilo de pensamientos que se enredó en mi cabeza.

Exhalé, calmada.

―Eso tiene sentido ―comentó Prudence, ojeando a Ivette―. ¿Para qué quería ver a 433?

―Es una petición privada y ella se encarga de esas cosas. Necesito lienzos para pintar ―objetó ella.

―¿Cuántos más necesita además de los que ya usa en clase de arte? ¿Puede decirme qué la trae tan inspirada? ―apostó Emery. No comprendí de qué hablaban; Gray se limitó a retirarse de la mesa sin más―. ¿Y ahora qué hice?

Otra vez sentí que me perdí de algo y esa vez en serio.

―Hay personas a las que no les gusta hablar de su vida privada ―inquirí, burlándome con gracia.

A Diego le brillaron los ojos como si hubiera recibido un cumplido.

Intrigante.

―No lo entiendo ―comentó Emery, genuinamente confundida―. Por ejemplo, si descubrieran que soy vegana, ¿por qué tendría un problema hablando de ello?

―¿Por qué es vegana, señorita Blue? ―quiso saber Cedric, matando el silencio.

―Por muchas razones.

La conversación se desvió del grupo. Él la escuchaba maravillado a pesar de que ella pasaba de enumerar los motivos que daban ternura a darle detalles muy gráficos y sangrientos.

El resto de la mañana transcurrió con normalidad absoluta al igual que el almuerzo. Al culminar el tiempo de comer y con la llegada del periodo libre, mis compañeros se dispersaron. Fui a mi dormitorio en busca de un segundo baño y vestirme con algo más que un uniforme.

—¿Esto es normal?

—¿Qué cosa, mi lady? —preguntó Clara, peinando mi cabello.

El contacto ocasional de sus dedos con mi cuero cabelludo se sintió como un masaje.

—Lo que sucedió hoy.

Las dos intercambiamos miradas a través del espejo.

—Sobre el incidente del guardia —añadí para darle más contexto—. Has vivido en la academia más tiempo que yo, supongo. Por eso te pregunto.

Clara abandonó el cepillo en el tocador frente a nosotras.

—No, no es normal. Por eso Maureen se asus... se alteró tanto.

Recordar la escena me dio escalofríos.

—¿Ella está bien?

Su asentimiento lo corroboró.

—Sí, la directora Cavanagh incluso le dio un par de horas libres para que se recuperara.

Separé los labios al percibir que las yemas de los dedos de la chica rozaban mi cuello al acomodar mi pelo hacia atrás, dándome cosquillas.

—Eso es muy lindo de su parte.

Las palmas de Clara descendieron hasta mis hombros para darles un pequeño apretón.

—Sí, igual que como quedó tu cabello —dijo ella, tonteando.

Un calor sorpresivo se acumuló en mis mejillas. Lo disimulé con severidad.

—¿Te gusta? Y no lo digas porque debes.

Ella se inclinó para que su cabeza estuviera a la altura de la mía.

—Me gusta. Tu cabello siempre es lindo.

Volteé a verla, aspirando su cercanía y la fragancia floral de su perfume.

—¿Siempre? ¿Incluso cuando despierto y parezco un espantapájaros? —bromeé, causando que sonriera. Ella no mostraba sus dientes al sonreír. Tenía una sonrisa tímida y escurridiza.

—Sí, porque yo soy la que lo peina.

Exhalé con incredulidad.

—Entonces si piensas que parezco un espantapájaros en las mañanas.

—Todos son un desastre al levantarse —defendió Clara sin sacar sus manos de su posición anterior—. Bueno, podrás espantar pájaros, pero no a mí.

Aunque ella comenzaba a caerme mejor que mis otras damas, me hice la difícil.

—Sé que tal vez crees que eso es un cumplido y no es así.

Tragué grueso en cuanto se acercó apenas unos centímetros a mi rostro.

—¿Quieres oír un cumplido?

—Sí, como tu jefa, te lo exijo —manifesté, divirtiéndome, y su dedo índice jugueteó con un mechón de mi pelo a la vez que soltaba un suspiro.

—Es como tocar seda con mis dedos.

Siendo un gesto habitual mío, arqueé una ceja.

—¿Le dijiste eso a todas las mujeres que tuviste que atender?

—No, tú eres la primera. —Los ojos de Clara se centraron en los míos, mirando uno y después el otro, hasta dejar de vacilar—. Me refiero a que eres la primera lady a la que me asignan.

Le devolví el favor, aproximándome un poco a ella.

—En ese caso, como eres nueva en esto, tendré que enseñarte un par de cosas.

De repente, la presión de su agarre se hizo más fuerte.

—¿Como cuáles?

—Usualmente, no te pones tan cerca de tu jefa —respondí solo para ponerla nerviosa.

Huyendo apabullada, la chica sacó sus manos de mis hombros.

—Perdón si me extralimite.

Le agarré una de las muñecas, evitando que se distanciara demasiado y comprobando su pulso.

—Como dije, usualmente.

—Ya estás lista —notificó Clara con un alivio que se tornó en nerviosismo—. Debería irme.

Tras eso, ella se fue y el aburrimiento me consumió. Yo deseaba visitar las instalaciones, en consecuencia, me aventuré a hacerlo sola.

No sabía muy bien qué buscaba o adónde iba. Seguí mi instinto y mi curiosidad. Los guardaespaldas de la zona de mi generación no me iban a dejar ir directo hacia el corredor cubierto por las cortinas y Luvia Cavanagh solo había accedido a que viera al hombre herido durante la siguiente clase. Por lo tanto, subí a través de las escaleras de la Torre de Construidos e ignoré el sector de los salones para ir a investigar los otros pisos.

Calculando la ubicación del corredor prohibido, anduve en sentido contrario a los dormitorios hasta llegar al final de un pasillo color crema que estaba custodiado con escasez por dos guardias rojos.

―Lo siento, no puede pasar ―advirtió uno de ellos.

Clanes, ¿cuál era el problema de los guardias rojos?

Bueno, en general, que pertenecían al clan Stone.

―¿Están seguros? ―inquirí con una ceja arqueada―. ¿Por qué no?

―Tenemos estrictas órdenes de no permitir que ningún estudiante entré ―respondió el otro.

Ayer hubiera aceptado eso. No hoy.

No después de lo que vi esta mañana, ya que nos enseñaban que no teníamos que desafiar a las autoridades, pero, ¿qué pasaba cuando te convertías en la autoridad?

―Bien. ―Di un paso adelante―. Porque no iba a pedir permiso de todos modos.

Tragué grueso cuando un oficial colocó su palma sobre la espada en su cinturón luego de que yo le preguntara el motivo. Probablemente no sabían quién era yo y la agresividad se destacaba por ser el elemento preferido de los de su clan, y antes de encargarme de decirles sentí unas manos cálidas depositarse en mis hombros.

―Señorita, ya le he dicho que mi habitación está a la derecha y que debe esperarme allí ―dijo el desconocido junto a mí. Aunque no le había visto jamás encontraba algo familiar en sus rasgos físicos, en el color de sus ojos azules, su piel bronceada y pelo dorado. La cosa resultó clara ante su vestimenta oscura. Pertenecía a una generación de Construidos―. Lo siento, oficiales. Esto no volverá a ocurrir, ¿no es cierto?

Debido a que existían ciertas ventajas que solo se daban cuando una estaba sola, él las había arruinado al aparecer. Decidí seguirle el juego, evitando otros problemas. No quería tener una sanción en mi historial, no obstante, obtenerlas era casi una costumbre.

Raramente, los delegados sí podían ser expulsados de la academia si portaban más de diez sanciones graves y perdían su oportunidad. Los Construidos, no. El problema yacía en que para algunos la reputación importaba más que la verdad y las sanciones manchaban nuestros nombres.

―No ―articulé, apretando los labios.

―Vámonos, está todo solucionado ―impuso él a medida que nos volteábamos y me susurró―. Camine y sígame la corriente.

Me esforcé por no fruncir el ceño.

―¿Y qué cree que estoy haciendo? ¿Admirando la arquitectura?

Recorrimos el corredor hasta alcanzar el pie de las escaleras. Ninguno había articulado palabra.

―Quite sus manos de encima, por favor ―le ordené apenas perdí de vista a los guardias.

Él enseguida sacó el brazo que había depositado en mi hombro para señalar los escalones y proclamó:

―Aquí termina nuestro recorrido.

Por supuesto, no iba a ir así como así. Mi curiosidad gobernante me lo prohibía.

―¿Por qué ha hecho eso?

―Fue gentileza. No es personal. Los guardias rojos no dejan pasar a nadie. Es una zona prohibida. Como todos, usted debería saber que las normas existen por algo, ¿cierto? —proclamó serio y relajado. Vaya ambigüedad.

Yo no era una doncella en apuros, así que no le agradecería y menos por algo que no pedí. Las normas podían besar mi elegante trasero. Yo las seguía para sobrevivir, no porque particularmente me fascinaran. Además, aborrecía que me las repitieran. Era la ironía de gobernar. Los líderes detestaban que les dieran órdenes.

―Sí ―bufé, imitando su tono de voz―. Y, como todos, usted debería saber que ya lo sé.

―¿Y cómo lo haría? ―repuso, sosteniendo su postura recta―. No me ha dicho su nombre.

―¿Por qué le interesa saberlo?

―Quiero averiguar a quién acabo de ayudar.

―Soy Kaysa Aaline ―me presenté sin muchos ánimos. Él susurró para sí algo que yo no alcancé a escuchar―. ¿Y usted?

―Dimitri Stone a sus servicios.

Su nombre cayó como una bomba.

Mierda, Stone tenía que ser.

Si bien poseía menos altura, las facciones no tan afiladas y un gusto por los protocolos, comprendí la ligera familiaridad. Era el hermano mayor de Diego.

Pese a que iba a irme sin decirle nada, una idea curiosa sacudió mi mente.

El juego que mantenía con Diego era peligroso, complejo y volcánico al punto de que me confundía de una manera titánica y sabía que no había marcha atrás.

¿Clanes, por qué estaba pensando en él?

Qué enervante.

Sin embargo, practicaría una táctica distinta y más falsa con el otro heredero.

Yo podía ser manipuladora o cándida, dependiendo de la ocasión. Usaría mi versatilidad con tal de estudiar las reacciones de ambos.

Yo no era la obra maestra que alguien más hizo. Era la jodida mente maestra que tenía al destino de rodillas.

―¿Esto es algún tipo de broma? ―argumenté con astucia.

―No, por desgracia, el sentido del humor no corre en mi familia, excepto por Diego ―respondió Dimitri y detecté un ligero resentimiento de su parte a la hora de pronunciar "Diego".

No podía preguntar directamente sobre el asunto, por ende, dije:

―Es una pena que diga eso.

―¿Por qué?

Curvé mis labios con falsedad.

―Hubiera preferido que fuera un chiste.

Dimitri me devolvió el gesto.

―Lamento decepcionarla.

―Estoy acostumbrada ―me encogí de hombros―. Además, debo decir que Diego nunca lo mencionó a usted.

―¿Habla seguido con él? ―curioseó Dimitri, hundiendo sus cejas rubias.

―Más de lo que planeé, para ser honesta.

―¿Y qué piensa de él?

Había un número infinito de formas de describirlo y ninguna pareció suficiente para definir a Diego Stone.

―Que es un arrogante con cero posibilidades de redención ―resumí, reduciendo mis opciones al mínimo.

De improviso, una carcajada singular y seca brotó del primogénito de los Stone.

―Entonces, debe conocerlo bien.

Por alguna razón, no me gustó cómo respondió. No me dio mala espina, me surtió toneladas de rosas llenas de espinas.

―No estoy segura de eso.

―Depende de su criterio ―expresó Dimitri con rigor―. Lo que me hace querer preguntarle por qué insistió en ir a esa zona. No es usual que los de las demás generaciones vengan por aquí.

Fingí inocencia.

―Me gusta dar un paseo de vez en cuando.

―¿Sola?

―¿Qué más le puedo decir?

No había nadie como yo para mí.

Me lo advirtieron. Solo podía confiar en mí y ni siquiera yo era tan fidedigna.

―Nada. Lo entiendo. Es cautelosa.

―Entre otras cosas.

Desinteresado, Dimitri se lo aceptó con un asentimiento.

―Sabia decisión.

―Indudablemente ―me jacté, pundonorosa.

―¿Qué hacen ustedes dos aquí? ―preguntó Luvia Cavanagh aproximándose a nosotros deprisa.

Vacilé, preguntándome qué habría pasado si hubiera conseguido entrar a la zona prohibida de donde ella venía.

―Le hablaba a la señorita acerca las primeras órdenes del rey Edmund y cómo ayudaron a crear la perfección de la sociedad ―mintió Dimitri con una rapidez que no me sorprendió.

Si mentir fuera un arte, los Stone se llevarían el premio mayor.

Tendría que tener cuidado con esos hermanos.

―Oh, es muy importante conocer la historia desde sus inicios, sin embargo, les recuerdo que no deben andar en los corredores como si nada ―nos regañó la directora y puso su atención intimidante en mí―. Falta poco para la siguiente clase. Imagino que no quieren llegar tarde.

Yo no podía creer que se lo haya creído.

―Claro, ahora mismo la escoltaré a su habitación ―soltó Dimitri, servicial, y yo le miré incrédula.

Está en los genes ser así, bufé en mi interior.

―Por supuesto ―agregué para certificar la mentira.

Asimismo, Luvia Cavanagh se fue por el camino de aquel pasillo custodiado del que habíamos huido, no sin antes comentarle algo a los guardias rojos. Deduje que ya no podría ir por ahí.

Tuve que regresar con Dimitri.

―Usted es un mentiroso ―dictaminé, entrecerrando los ojos brevemente.

―Si desea triunfar en esta academia, debería aprender a mentir para evitar algunas cosas como el exilio social ―aconsejó Dimitri e inferí por sus gestos que de verdad opinaba eso.

Curioso, su hermano tenía un punto de vista distinto.

―Bueno, hasta pronto ―puntualicé, descendiendo por los primeros escalones.

―He dicho que la llevaría hasta su habitación y eso haré. Yo no rompo mis promesas ―añadió, imitando mi acción.

―Jamás he dicho que lo aceptaría.

―Tampoco se ha negado.

Gracias a que Dimitri dijo que conocía un atajo, no tardamos mucho y llegamos al pasillo con los dormitorios de mi generación desde un anexo con unos peldaños extra.

Quise averiguar qué se traía entre manos. Los Stone eran peculiares, no como los rumores decían, quizá peores. Subimos juntos y transitamos hasta que Dimitri paró sus pasos en seco cuando observó a su hermano menor, quien estaba en uno de los balcones charlando con Cedric. El ambiente parecía congelarse de la tensión, ¿qué significaba?

Cedric me llamó con un ademán, solicitando que lo acompañara, entusiasmándose igual que con todos, y ahí Diego volteó hacia nosotros. Su expresión relajada sufrió una transformación cuando pasó de mirarme a mí a toparse con Dimitri y los músculos de su mandíbula se endurecieron de inmediato. Sentí como si estuviera en medio de un fuego cruzado.

―Espero verla otro día, señorita Aaline ―se despidió Dimitri con sencillez.

Una vez que desapareció, los labios de Diego amenazaron con esbozar una sonrisa y la escondió como que un secreto bajo llave en cuanto murmuré lo siguiente:

―Me temo que no diré lo mismo.

—Disculpen, necesito hacer algo —farfulló él en cuanto llegué.

Yendo por el camino que auspicié, fue detrás de Dimitri. No tendrían una charla amistosa y se notó.

―Eso fue raro ―opinó Cedric y sus cejas salvajes se elevaron.

Cedric y yo no conversábamos más allá de lo ordinario debido a que había tomado el lado de Diego, sin embargo, él era muy sociable y no tenía problemas para intentar conversar casualmente con cualquiera de los otros Construidos.

―¿Qué cosa? ―consulté, hundiendo las manos en los bolsillos de mis pantalones. Me gustaba usar trajes, especialmente con tacones.

―Stone.

―¿Cuál de los dos?

―Diego ―nombró Cedric y procedió a susurrar, como si temiera decirlo en voz alta―. Él sonrió.

―¿Qué tiene de raro? ―reí con incredulidad―. Lo he visto sonreír varias veces.

La expresión de Cedric fue de puro asombro.

―Es imposible. Creí que era él era incapaz, como las personas no pueden enarcar una ceja o algo así.

No le respondí con palabras instantáneas. Había sido despojada de ellas. El descubrimiento alteró mi percepción de mi enemigo. Fue como encontrar un nuevo poder. Pero no estaba segura de a cuál de los dos afectó más.

—¿En serio?

Cedric prosiguió, respondiendo algo que no tenía nada que ver con la pregunta que hice.

—Sí, tuve que practicar bastante para poder enarcar las cejas.

Le seguí la corriente.

—Bueno, es un arte muy complicado.

Me quedé con Cedric. Ignoré la partida de Diego para admirar el campo de visión que me regalaban los gigantescos muros alrededor de la Academia Black y sentir el aislamiento en su mayor esplendor.

―La vista es fenomenal, ¿no? ―comentó Cedric, señalando a lo que era prácticamente una muralla.

―Apuesto a que los prisioneros de la Cárcel Roja tienen una mejor.

―Hay una diferencia entre ellos y nosotros: podemos salir.

Del edificio sí, de esta vida no, pensé con pesar.

―¿Está seguro?

―Un ochenta por ciento ―calculó, cogitabundo.

―Ese veinte por ciento restante no me deja tranquila ―confesé, contemplando los guardias que iban y venían por las instalaciones igual que carceleros―. Clanes, este lugar luce como una prisión.

―Es posible que lo sea de alguna forma.

Revisé mi reloj de bolsillo con una leontina de oro. Había aprendido la lección de la primera noche en el internado y cargaba uno siempre que podía.

―Falta poco para la siguiente clase.

―Querrá decir para la tortura disfrazada de clase.

―¿No le agrada el internado?

―Prefiero la tortura real.

―Lamento informarle que esa opción no está disponible.

Nos dirigimos a nuestro destino sin más alternativas, no sin antes toparnos con Diego en el trayecto de ida. Aún se veía tenso. No me preocupé por eso. Debía concentrarme en lo que ocurriría en los siguientes minutos.

La profesora de treinta y cinco años, Erin Connolly, nos había esperado delante del sector de mi clan con la mirada relajada de sus ojos marrones y su cabello oscuro y rizado cayendo sobre el overol verde que traía puesto junto con unas botas de jardinería.

―A pesar de lo que mi apariencia les pueda sugerir, no van a trabajar con las plantas, sino que van a practicar sus habilidades en la medicina ―explicó ella luego de presentarse. El resto de los Construidos ya había llegado―. Deseo que nunca sea el caso, pero hay una posibilidad de algún día se encuentren solos y heridos, por lo que es sumamente importante que sepan cómo curarse o curar a otros. Por lo tanto, hoy se van a encargar de tratar las heridas de un guardia malherido. Me han contado que han tenido la mala suerte de verlo esta mañana, ¿cierto?

Íbamos a contestar. Resultó que era una pregunta retórica que Erin se ocupó de contestar ella misma.

―Lo sé. Debe haber sido terrible despertar con una escena semejante. Bueno, vengan conmigo.

Pese a que no me consideraba una fanática de los elementos de mi propia dinastía, a veces tenía que admitir que eran hermosos. Por ejemplo, el sector de mi clan destacaba por su belleza natural y la mejor parte era que ni siquiera entramos a la torre en sí. Eso lo dejaríamos para otro día. En cambio, iríamos a la enfermería y, con tal de darnos un pequeño recorrido, la profesora nos hizo atravesar el invernadero.

Era una construcción magnífica y cálida de cristal puro con un techo circular que le daba la bienvenida a la luz del sol para que la cantidad descomunal de helechos, plantas y flores de todos los colores la absorbieran con propiedad. Incluso había un par de árboles que crecían en el interior con unas enredaderas que trepaban por las paredes, regalándole un toque mágico.

Resultó deslumbrante, como si hubiera entrado a un cuadro. Desprendía un aroma terroso y dulce que me recordó a los días lluviosos. El predio se dividía en secciones y vi a lo lejos que todas marcaban un sendero claro a la puerta que separaba el invernadero de la enfermería.

Me distraje tanto oliendo una de las rosas que colgaban de un muro repleto de ellas que me sobresaltó oír un estornudo. Estuve tentada a reír de ternura al descubrir que le pertenecía a Diego, cosa que me hizo acordar de algo. Él era alérgico a las flores, por así decirlo. A simple vista parecía estar bien, sin embargo, su expresión de amargura reflejaba su odio mortal hacia las mismas.

―Tengo una pregunta para usted ―inicié con malicia.

Diego no siguió su camino y se quedó exclusivamente para escucharme, incluso en aquellas letales circunstancias.

―Pues, hágala. Estoy justo aquí.

No descifré si el momento era más entretenido o inaguantable porque la persona que me acompañaba era mi enemigo de antaño.

―Si le regalo esta rosa, ¿morirá?

―No y sé que adoraría que respondiera que sí ―respondió Diego, intercambiando su atención entre las rosas y yo.

Me encogí de hombros, animada.

―Bueno, valía la pena intentarlo. Si lo piensa, es bastante irónico.

―Sí, es casi como si fuera alérgico a usted.

―Sé que está tratando de molestarme, no obstante, en realidad sería fantástico si eso fuera cierto.

―¿Por qué?

Procedí a pararme frente a él mientras mi mente jugueteaba con la imagen que formábamos. El verde de mi atuendo y el fondo con los tallos y las hojas en contraste con su atuendo rojo y el color sangre de los pétalos, hacía que resaltaran nuestras notables diferencias.

―Podría matarlo simplemente estando así.

―No, eso no es suficiente ―suspiró Diego antes de tirar de mi corbata, provocando que trastabillara hacia delante, y terminé a pocos centímetros de distancia. Solo alcancé a depositar mi mano sobre su pecho, justo en la zona del corazón acelerado, para detener el avance―. Si quiere que muera de verdad, tiene que estar así de cerca de mí.

Aquello me arrebató el aliento por un segundo. Alcé la barbilla para encararlo, procurando que no fuera evidente.

―Qué pena que no sea cierto.

Él apretó los labios con diversión, ocasionando que su hoyuelo izquierdo resaltara, y jugó con mi corbata, deslizando despacio el pulgar y el índice hacia abajo.

―Sí, qué pena ―murmuró, soltando la tela.

Acomodé mi corbata, aflojándola un poco. Todos mis atuendos eran hechos a medida y me importaban por igual sin importar que el hecho de que podía comprar miles y desecharlos luego de un uso.

―Y cuidado con el traje.

―¿Por qué? ¿Lo tirará solo porque lo toqué?

―Me acaba de dar la idea.

Hubo silencio y también muchas palabras en sus ojos. Nuestra interacción fue breve. Alguien vino.

―Deberían apurarse. ―Cedric regresó sobre sus pasos, golpeando su cuello como si quisiera sacarse un insecto de encima―. Creo que una planta carnívora trató de comerme.

―No hay cosas letales aquí ―dije para que se serenara.

―Se lo dije ―le oí murmurar a Emery, retándolo, y él suspiró, aliviado, para finalmente irse sin nosotros.

―No hay cosas letales aquí, excepto usted, tal vez ―susurró Diego para que solo yo lo oyera.

―Bueno, lo soy, pero solo para usted ―repliqué, amenazante.

―No puedo imaginar por qué.

Le di una palmada en el brazo y me dispuse a caminar.

―Ya se le ocurrirán un par de razones.

―Oh, sí, ya lo tengo. ―Diego hizo una pausa para equiparar mi velocidad―. Los millones de motivos que ya me ha mencionado. Es bastante repetitiva, ¿lo ha notado?

―Usted no tiene modales, ¿lo ha notado?

―Para nada. Soy todo un caballero, o eso me han dicho.

Podía ver por qué. De cualquier modo, reí.

―¿Y quién se lo dijo? ¿Su ego?

Como siempre, mis provocaciones parecían darles vida a sus ojos, igual que si expresaran el sentimiento de alguien que descubría el paisaje real de una pintura.

―Para ser alguien que me acusa de no tener modales, usted puede ser algo soez.

―¿Disculpe? Soy una dama hecha y derecha. ―Crucé los brazos sobre mi pecho con dignidad―. Las damas pueden ser y hacer todo, incluso decir amenazas de muerte y, principalmente, cumplirlas sin perder ni una pizca de su elegancia.

―No lo dudo.

―Bien.

―De acuerdo.

Volteé, rompiendo nuestro contacto visual con dramatismo, y continuamos. El lugar aún me maravillaba con los diversos matices de las flores, la caída de las variedades de plantas, las líneas de los rayos de sol que se filtraban y el vago sonido de las fuentes de agua que estaban ocultas entre tanta vegetación y alimentaban al invernadero. Si los bosques descritos en los cuentos de hadas existieran en nuestra realidad, nosotros estábamos recorriendo uno.

―Debo mencionar que hace un rato tuve la oportunidad de conversar con Dimitri ―articulé para estudiar su reacción.

No obtuve nada más que puro desinterés en el tema.

―¿Y? ¿Se aburrió terriblemente? No puede culparme de eso. Soy libre de cargo y culpa. Acúseme de lo que se le venga en gana menos de ser aburrido.

―¿Por qué habla así? Es su hermano mayor.

―Pero no el mejor hermano ―destacó él con una confianza que rozaba la arrogancia.

―Claro, ese es usted ―suspiré, mordisqueando mi labio inferior.

―Lo ha dicho usted misma. Me ofende que lo haya dudado por un segundo.

―No lo hice.

―¿En serio?

―Lo mejor tiende a ser lo peor. Lo ha dicho esta mañana.

―Hablando de esta mañana, Cavanagh no bromeó. ¿De verdad se va a poner en riesgo solo para curar a un extraño? ―preguntó Diego tras una breve pausa para revisar nuestras cavilaciones.

Cambió de tema. Se refería a la posible y mítica expulsión que me respiraba en la nuca, siendo un eco de mis acciones.

―Por supuesto, es lo que hago ―respondí, sincera.

Absorto, Diego dejó caer sus hombros con una exhalación, contemplándome con gracia.

―Fascinante.

―¿Qué?

―Usted ―confesó él sin reparar en nada más.

Lo escudriñé con la curiosidad con la que otros estudiaban el universo y debí haberle pedido una explicación porque se apresuró a agregar lo siguiente:

―Y cómo es capaz de hacer eso para salvar una vida y, a la vez, es incapaz de desear otra cosa que no sea mi ruina.

―El secreto detrás de eso es simple: para saber cómo sanar tienes que conocer muchas formas de matar y viceversa ―argumenté, percatándome, de que el tramo que restaba se reducía.

―Lo puedo ver.

―¿De verdad? ¿No se supone que su clan se dedica profesionalmente a matar?

―Somos soldados, no asesinos ―recalcó Diego sin ser tan sarcástico. Toqué un punto sensible―. Defendemos y protegemos. Ese es nuestro trabajo.

―¿Y qué hay de la infinita cantidad de batallas en las que participaron? ¿El número de personas que salvaron siquiera se acerca al de gente que han asesinado? Porque mi clan es siempre el que tiene que suturar las heridas que el suyo causó.

El ejército rojo era probablemente uno de los más grandes de la historia y eso era lo que los hacía temibles. La mera posibilidad de que un día a los Stone se les diera por romper su juramento y reclamar el poder de los otros clanes con sus espadas y estrategias asustaba a muchos.

Mas, eso no pasó en ninguna de las décadas desde que Idrysa se fundó. Al parecer, su lealtad se mantenía intacta.

Además, todos teníamos un modo de hacer lo mismo. Mi clan podía elegir, envenenar al mundo entero y tener a todos rogando por un antídoto que solo nosotros sabíamos preparar. Bueno, existía la pequeña posibilidad de que esa siniestra idea se me ocurriera solo a mí.

Pero el punto era claro. Los líderes de las dinastías elegimos lo más cercano a la paz después de que el mundo cayera bajo el yugo de la humanidad misma. En cierto modo, era como si trabajáramos juntos.

―Y eso va a cambiar.

―¿Cuándo?

―Ya lo hizo y lo hará más cuando termina esta competencia.

Él quería cambios. Me hizo sentir como si hubiera sacado un as de la manga y ni lo notara.

―¿Es por eso que quiere ganar?

―Sí ―proclamó Diego, determinado―. ¿Y usted por qué?

―Lo mismo. ―Tragué―. Cambios.

La significativa autenticidad de las palabras fueron una tumba que nos sumió en un mutismo momentáneo.

Nuestros compañeros se encontraban atravesando la puerta que nos guiaba al otro lado y nos unimos a ellos.

―¿A esto hemos llegado? ―bufó Diego en un tono esperanzador―. Después de todo, no somos tan diferentes.

A menudo los enemigos tenían más cosas en común que los aliados. Por ejemplo, uno podría querer salvar al mundo y el otro, destruirlo. Pero los dos siempre querrían al mundo para su beneficio propio.

―No, lo somos, solo que no cómo esperamos ―aseveré y entramos a la enfermería que sí estaba conectada al edificio de mármol.

No tuve la paciencia para hacer un reconocimiento del perímetro. Diego inspiró y exhaló despacio, respirando en un ambiente que no estaba contaminado con las flores. Lo perdí de vista en cuanto vislumbré al hombre herido de esa mañana.

Él descansaba inconsciente sobre una de las camillas de sábanas blancas y en las exactas condiciones en las que lo vi por última vez. Lo habían aislado del resto con unas cortinas claras y lo ataron con una cuerda al respaldo de hierro forjado por precaución. No había más personal presente que Erin. Más que atípico era insólito.

Directa y sin anestesia, me dirigí hacia el hombre junto con mis compañeros y bastó un vistazo para afirmar una cosa: no le dieron primeros auxilios.

¿Acaso querían que muriera?

―A simple vista ―inició la profesora con una tonalidad entusiasta que parecía fuera de lugar―. ¿Cuál es el diagnóstico del guardia?

Yo lo sabía. No respondí de inmediato porque me intrigaban las respuestas ajenas.

―El resultado de una resaca terrible ―respondió Cedric, humorístico.

―O una espantosa elección de uniforme ―agregó Emery como si fuera la causante de una dolencia real.

―No ―descartó Erin el chiste de Cedric y procedió a contestarle a Emery―. Y un poco sí. Aunque no es a eso a lo que me refiero. ¿Alguien más?

Prudence y Finley alargaron el examen visual que le realizaban al hombre.

―No lo sé. Algunas lucen como autolesiones ―expuso Finley, levantando la mano para bajarla con rapidez.

―Y otras provocadas por alguien más ―formuló Ivette con la mordacidad con la que le contestaba a la mayoría.

―La primera es más o menos correcta y la segunda no lo es para nada ―corrigió la profesora, lo que molestó a Ivette―. Necesito que sean más específicos.

―Me parece un poco obvio ―argumenté, laxa. Lo que añadí fue un diagnóstico con lujo de detalles, agregando lo que ya lo había dicho en el despacho de Cavanagh.

―Y a mí me parece que no lo trataron en absoluto ―agregó Diego, cruzando los brazos sobre su pecho―. ¿Desde cuándo está aquí? ¿La extinción de los dinosaurios?

―Ustedes son un grupo interesante. Las otras generaciones no hacen tantos chistes o ninguno para variar ―denotó Erin, distrayéndose con facilidad del tema, ya fuera intencionalmente o no―. Y no, no ha recibido ningún tratamiento. Fue una orden especial de la señora Cavanagh.

―¿Y qué han hecho mientras lo dejaron moribundo? ¿Sentarse, comer unas galletitas y de paso leer un libro de moral y ética? ―inquirí con incredulidad.

―Bueno, si hubiéramos hecho algo, no tendría punto que estuviesen en esta clase ―repuso ella, franca y aplaudió de manera imperativa―. Pero ahora sí pueden actuar. Quiero ver cómo trabajan en conjunto.

Dicho eso, fui la primera en poner manos a la obra y los demás no se quedaron atrás. Aunque le pesara a Ivette y Diego hiciera comentarios plagados de su pecaminoso humor, como yo era la experta en esa área de todos nosotros, me pusieron a cargo para organizarnos. Fue igual en el entrenamiento de esa mañana. Diego tuvo el mando cuando tuvimos una misión similar para entrenar y de seguro sería de ese modo en las siguientes clases con los demás.

Debido a que tenía el pelo suelto, tuve que recogerlo en un rodete sin usar nada más que mi propio cabello, dejando mi flequillo en libertad, a la vez que me encaminaba concentrada hacia la mesa blanca con los utensilios.

Atrapé a Diego en el acto, siendo eclipsado por mi gesto, y miré a mis espaldas con tal de asegurarme de que no hubiera nada detrás de mí. No, él solo me contempló y lo disimuló a la brevedad y cambió de dirección para reanudar su labor.

¿Me veía tan mal?

—¿Qué? —le pregunté, entrecerrando los ojos, sospechando que quería decirme algo.

—Nada —comentó él, ignorando mi pregunta con nerviosismo—. Usted es la ganadora de las miradas asesinas.

—Es libre de agregar ese dato a mi expediente.

—Va a darme un infarto un día de estos.

—Ansío tener la oportunidad.

Y seguimos con lo que nos correspondía.

Si optaba por omitir las pequeñas objeciones que tuvimos que sobrepasar, no hicimos un mal trabajo y curamos sus heridas externas. No pude investigar mucho. La profesora Erin Connolly nos vigiló, reconoció que trabajamos bien, dio por concluida la lección y se retiró al invernadero. Mas eso no fue suficiente para que el hombre inconsciente abriera los ojos.

―¿Piensa que va a despertar pronto? ―me preguntó Prudence con timidez.

Mis compañeros también estaban preparándose para irse tras la finalización de nuestro deber en la enfermería.

―Eso espero. Me da curiosidad lo que puede llegar a decir ―respondí, terminando de lavarme las manos.

―Yo todavía estoy conmocionada por lo de esta mañana y creo que White también. No sé cómo usted y los demás no lo están.

Recordé cómo ella había visto las huellas que él había dejado en el suelo.

―¿No está acostumbrada a la sangre?

Prudence movió la cabeza con negación.

―No, lo más cerca que he estado de la sangre fue de niña, cuando mi hermana, Dolores, cortó inofensivamente la pierna jugando con una espada que casi la duplicaba en tamaño.

Me puse nostálgica.

Las prácticas de medicina de mi clan fueron brutales.

―Gracioso, una vez tuve que cortarle una pierna a un hombre por una cortadura que parecía inofensiva.

―Eso es terrible.

―No, apenas lo recuerdo.

Luego vi la cara de Prudence y me di cuenta de algo.

―Oh, se refería él. Sí, está bien, sin una pierna, pero bien.

―Tendré que tomarle la palabra ―rio Prudence.

El sonido del movimiento de las sábanas me alertó y avizoré cómo inesperadamente el hombre iba reaccionando.

Sin premeditarlo, abandoné la conversación con Prudence para corroborarlo. Estaba susurrando algo tan bajo que casi no se escuchaba. Me agaché para oírlo y se me helaron las venas sin una justificación racional.

―Pru... ―murmuró él con la boca seca, luchando para quitarse la cuerda que lo sujetaba―. Pruebas.

Su voz fue elevando su volumen, siendo sometido por un terror desconocido y llamando la atención de mis compañeros dispersos. Enderecé mi postura de golpe con la intención de proveerle algo para que se tranquilizara.

—¡Tranquilizantes, gente! —exclamé—. ¡Necesito un tranquilizante!

Gracias a que estaba más cerca, Diego fue el único que me contestó.

—¿Para usted?

Volteé por menos de quince segundos y fueron suficientes para hacerme sentir culpable por no prestarle atención al desconocido. Me estremecí apenas, el guardia rojo se calló de sopetón, inundando el recinto de un silencio espeluznante, y al girar vi que se había liberado de la cuerda con celeridad.

Maldije a mi manera.

—Me lleva un demonio.

—¿Esto es lo que quería? —farfulló Diego, lanzándome un frasco pequeño que debía contener el tranquilizante y lo agarré con torpeza.

No fuimos rápidos. La distancia y su desenfreno no colaboraron. El hombre de ojos con líneas rojas había agarrado unas filosas tijeras que no sabía de dónde carajos las sacó y se las clavó directo al cuello con la fuerza proveniente de la adrenalina.

Mis labios se separaron, permitiendo que un jadeo se fugara, y retrocedí un paso, chocando contra el torso sólido de Diego por accidente. Tragué saliva, percibiendo un nudo en mi garganta por las cosas que no pude decir.

La sangre comenzó a brotar de su herida a torrentes, provocando que el hombre produjera sonidos ahogados y fuera impregnando el predio de un aroma metálico intenso.

El cuerpo del guardia cayó desplomado, dejando un charco de aquel líquido espeso y carmín en el suelo.

La secuencia fue espantosa al punto de que a Prudence se le escapó una arcada y corrió hacia un balde para vomitar. Finley se tapó la boca, esquivando la escena sangrienta. Ivette se puso más pálida de lo usual. Emery se colocó junto a ella, consternada. Cedric, quien tendía a realizar chistes en todo momento, no pronunció ni un monosílabo.

Yo volteé, intercambiando una mirada silenciosa y preocupada con Diego, y no me di cuenta de que él había puesto una mano en mi hombro hasta que la quitó como si yo lo hubiera quemado.

—Lo siento.

Su disculpa quedó en el aire. No pude responder.

El regreso de la profesora tampoco fue muy alentador. Su shock duró unos ínfimos instantes. Terminó echándonos para que vinieran los ayudantes a limpiar y transportar el cadáver fresco a otro sitio. No nos dio ninguna explicación más que eran cosas que pasaban, adjudicándoselo al deterioro de la salud mental del hombre, y que debíamos continuar nuestro día con normalidad, como si no acabáramos de ver a un sujeto morir violentamente, para que lo olvidáramos. Después de todo, según ella, fue una clase más.

Pero supuse que ese era el punto. Sin emociones, no había imperfecciones. Podríamos cumplir nuestras tareas sin que nada se interpusiera en nuestro camino, ni siquiera eso.

Me repetí que debía dejar ir el asunto, entretanto, me trasladaba la siguiente cátedra. Aun así, el recuerdo permaneció grabado en mi mente igual que las marcas de esas cadenas en él y ese sentimiento macabro rondó por mi sistema como un vigilante. Era casi imposible que se fuera.

Además, Luvia Cavanagh me lo advirtió. Eso quedaría en mi historial permanente.

Apenas logré fijarme en la diversidad del sector de Lockwood en la academia. La estructura interna se asemejaba a la del clan Gray. La diferencia era que mostraba sin reparos parte de la construcción original y su ornamentación era la única que hacía referencia acerca de a qué dinastía iba dirigida.

La combinación de los suaves tonos lilas en las cortinas, el opaco violeta del que pintaron los pupitres y el escritorio del profesor del aula al que ingresé, y los detalles de un color berenjena en las decoraciones baladíes, hacía que todo pareciera estar hecho en un degradado casi perfecto. El aroma artificial a lavanda que lo acompañaba se convirtió en un calmante para mí. Lo necesitaba.

La cabeza empezó a dolerme durante las lecciones de economía.

Mis compañeros arribaron y el profesor vino detrás de ellos. Nos acomodamos en silencio. Prudence había tenido que irse a arreglarse antes de unirse a nosotros y los demás se encontraban tan dubitativos como yo, por lo que le sucedió al hombre que apenas vimos esa mañana.

La lección inició de inmediato. Me perdí a mí misma y a mi concentración. Tenía un problema. Mi corazón parecía gritar ahogado, hundiéndose en mi pecho con sus palpitaciones apagadas. Quería despejarme. Me despojé de mi saco, colgándolo en el respaldo de mi asiento, y barrí el lugar con la mirada, apoyando los codos sobre la mesa.

Había tantas cosas que no eran lo que parecían y personas que las manipulaban a su antojo.

Observé de soslayo a Diego situado al otro extremo del aula, con el ceño fruncido de la concentración extrema. Su clan se dedicaba a eso. Por lo que supuse que se sentía como un lobo en su guarida. Él se percató de mi mirada y me sonrió tan disimuladamente que nadie lo notó.

«Demonios»

Simulé que me rascaba la nuca y le entregué mi total atención al profesor.

―¿Quién es amante de las cifras aquí?

―A mí me gusta usar el dinero, no estudiarlo ―confesó sinceramente Cedric a Galido.

―Ese ha sido un claro ejemplo de por qué civilizaciones enteras han caído ―refutó Jack Galido, el profesor, un hombre calvo de mediana estatura y ojos del color de la madera vestido con ropaje violeta―. La Nación envía un presupuesto de dinero a cada país, y como Europa es uno de los más importantes, es de grandes cifras, por ende deben saber cómo invertirlo y controlarlo. Así que debe estudiarlo, quiera o no, señor Lockwood.

Cedric chasqueó la lengua en vez de responder. La formalidad lo rechazaba a él y él a ella.

―Además de los ejercicios en esa hoja, deseo que desarrollen un proyecto de inversión, según las condiciones actuales y las predicciones en dos años, con respecto al sector industrial ―ordenó, repartiendo los trabajos individuales.

Estaba segura de que Prudence festejó internamente.

―Ese sector es el que mejor estado posee, ¿cómo lo mejoraríamos? ―interrumpió Emery.

―Nunca será suficiente hasta alcanzar la perfección.

O el aburrimiento, murmuré en mi cabeza sin quitarle el crédito a la importancia de la lección.

Jamás sería específico.

Las horas pasaron desapercibidas. Una vez cerradas las puertas de mi dormitorio al final de las actividades, me encaminé directo para sentarme. Había algo extraño en mi escritorio. No se trataba de una carta que olvidé, sino de una nota que no me pertenecía y decía lo siguiente:

"Kaysa, ve a una hora antes de la medianoche a la oficina de la directora con precaución y en soledad. Necesitas saber cosas y ver lo que realmente sucede porque yo sé que no eres una conformista y tienes muchas preguntas. Me ocuparé de los guardias. No le informes a nadie de esta nota y quémala".

En la cara opuesta del trozo de papel había escrito algo más: instrucciones sobre por dónde debía ir luego de acceder a un pasadizo secreto escondido en mi cuarto que se conectaba con los demás de la academia. Eso no lo había mencionado nadie. Habían sido creados para entrar y salir sin ser visto.

Mi corazón dio un vuelco. Millones de preguntas se sumaron a los cientos que ya tenía. Estuve tentada a reportar la nota. No lo hice. La curiosidad me comía como una gran bestia a su presa. Sometida por el miedo, la incineré con la llama de una vela.

¿Era una broma de mal gusto? ¿O un informante anónimo? ¿Qué necesitaba saber?

Previo a que se hicieran las once de la noche y mis guardaespaldas cambiaran de turno, los minutos me resultaron una eternidad. Para cerciorarme de que no hubiera testigos, coloqué mi oído junto a la abertura de la puerta de mi cuarto, notando el total y completo silencio.

Marché por inercia hacia el ropero y ubiqué mis manos en el dorso para empujarlo. Era tremendamente pesado, por lo que gimoteé al emplear toda mi fuerza para moverlo sin que provocara ningún ruido. Fue un éxito.

Con los dedos temblorosos, detecté el lugar cercano a donde se había rasgado el tapiz que la nota me indicó, ejercí presión y el mecanismo inició. Solo escuché un clic, se deslizó igual que una puerta corrediza, y la entrada misteriosa se abrió, esparciendo rastros de polvo que provenían de lo profundo.

Mis latidos rebotaron dentro de mi pecho como una moneda que se lanzaba a la suerte. Los nervios se acumulaban en mi garganta. Entré con incertidumbre.

El camino oculto se iluminaba gracias a la pequeña lámpara de gas que traje. Eran de metros y metros de pura roca oscura, hilos de telarañas en los rincones y residuos de granito en el piso. Parecía ser aún más frío que los pabellones de la academia y la oscuridad le daba un aspecto lúgubre. Todo sugería que nadie cruzó por ahí en años o que esa era la fachada que pretendían mostrar.

A medida que más me alejaba de la abertura de mis aposentos, más sentía que me estaba metiendo en un pozo sin fondo y no estaba segura de que pudiera salir a la superficie.

Un céfiro helado me golpeó en la cara en cuanto giré a la izquierda y juré que sonó como susurro. Mis inquietudes me provocaron un escalofrío que subió por mi columna vertebral. Un hormigueo me sacudió los huesos. Volteé para comprobar que actuaba bajo mis locos impulsos y que ninguna persona me escoltaba en aquella oscuridad. Mi propia sombra era lo que me perseguía.

En efecto, verifiqué lo que había prometido el escritor anónimo.

Pasados unos metros, hallé una antorcha colgada en lo que ostentaba ser un callejón sin salida. Até los cabos con rapidez. Roté la empuñadura de la misma y un acceso se desplegó al igual que antes.

Resoplé, incrédula, tras vislumbrar el corredor que iba directo al despacho de la directora. Emergí a la luz, acomodé la antorcha que estaba en la misma posición que la del exterior y el pasaje se cerró. Si el edificio de la academia tenía tantos secretos, ¿cuántos poseían aquellos que la habitaban?

Agradecida por la ausencia de individuos, me orienté a la meta, entré y fui al escritorio por instinto. No llegué a ver mucho. Había una hoja que destacó al tener palabras trazadas con tinta que todavía estaba fresca. No se había ido hacía mucho y regresaría pronto. Estaba leyendo el inicio que decía «sujeto de prueba fallido» y oí anticipadamente voces que se aproximaban.

Corrí deprisa, abandonando el despacho para meterme de vuelta al pasadizo. Alerta, mi sentido auditivo fue superior por un momento. La impaciencia me gobernó en los cinco segundos en los que tardó en abrirse y cerrarse. La tensión de mi estómago se fue disolviendo. Agradecí que no me atraparon, mas desde adentro oí lo que decían las voces en el corredor.

―¡Esto es inaudito! ―espetó una mujer que reconocí sin problemas: Marlee Black.

―Es la verdad ―respondió la inconfundible voz de Cavanagh.

―¿Cuál? ¿La que me ocultas?

―Que no te reporte cada paso que doy, no implica que te esconda algo.

Aunque ellas formaban parte de la Corte Real y se conocían hacía décadas, había cierta intimidad en la forma en que se tuteaban al hablar.

En Idrysa, las personas con nuestro poderío tendían a tutearse entre sí solo si tenían confianza. Mucha confianza. A veces ni siquiera las personas casadas se trataban de informalmente.

Yo no me escabullí para escudriñar sus vidas personales, sino para obtener información valiosa y eso parecía importante.

―¿Qué les harás?

―Si te lo digo, me detendrás. Sabes que es necesario ―arguyó Luvia Cavanagh con convicción a pesar de que Marlee había suavizado su voz.

―¿Torturarlos? ¿Eso es imprescindible? ―farfulló ella, molesta―. ¡Son niños!

―No lo son, nunca lo fueron. Ninguno de nosotros lo fuimos.

―Aún tenemos otra alternativa. Puede ser diferente para ellos.

―Sí, la diferencia es que serán mejores y para progresar se deben hacer sacrificios.

―Tú no eres la que sufrirá las consecuencias.

―Y tú eres muy blanda para ver el futuro.

―¿Futuro? No habrá un mañana si los arrastras al pasado.

―Estas pruebas definirán qué son. Débiles o fuertes.

Pruebas. Eso fue lo dijo el hombre antes de morir.

¿Cómo se relacionaba él con esta conversación?

¿A qué pruebas se referían?

―¿Sus padres siquiera lo saben?

―Cuando me encargaron su educación, accedieron a cruzar cualquier límite.

Y entendí lo que sucedía. No fue tan difícil. Estaban discutiendo los Construidos y los exámenes que enfrentaríamos al final del trimestre.

―Los haré perfectos.

―Los romperás.

―¡No ves que estoy tratando de salvarlos! ―gritó Luvia Cavanagh y se le rompió la voz a mitad del grito.

―Y terminarás matándolos ―replicó Marlee, pausando para respirar―. ¿Me vas a explicar lo que pasó con ese sujeto hoy? ¿O vas a seguir dándome tus discursos?

―Creí que te gustaban mis discursos.

―Tal vez veinte años atrás. Ya no.

―Como digas. Si quieres saberlo, no puedo decírtelo. Es clasificado.

Hubo una pausa.

―No sé por qué esperaba que cambiaras de opinión ―suspiró Marlee en un tono impregnado de decepción y escuché unos pasos alejándose.

Luvia Cavanagh quedó sola y murmuró antes de ingresar a su despacho:

―Yo tampoco.

De pronto, oí más pisadas: los guardias. Hui tan pronto como pude a mi cuarto, pensando en qué diablos acababa de escuchar.

Quien fuera el que me mandó esa nota, no podía ser un simple informante.

Todos buscaban a los traidores, pero descubrí que uno de ellos me buscaba a mí.

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