3. Fácil de destruir
Sería el comienzo de una terrible enemistad.
Hacía tanto frío que no sentía mi piel y tampoco mi corazón. Recién me daba cuenta de que absorbí todas las corrientes heladas de la noche cuando estuve distraída en el balcón y no podía hacer más que acariciarme los brazos en busca de calor. Caminaba a través de los pasillos al lado de Diego, siendo escoltada por el guardia rojo que nos halló juntos fuera del horario permitido, y parecía que nos dirigíamos a ver a nuestro verdugo en vez de Luvia Cavanagh.
Por más que la academia fuera señorial y cálida de día, la noche reveló la energía críptica y gélida que supuse que tendría. Aun así, sus corredores tenían la misma cantidad de belleza épica en ambos momentos. Desearía ser capaz de admirar con mayor detenimiento las esculturas, las molduras decorativas y los secretos que escondían, de no ser por las cavilaciones nerviosas que desarrollé con el objetivo de fraguar una montaña de excusas.
Parte de mí planeaba culpar a Diego, sin embargo, yo sería responsable de mis propias acciones. Envidiaba lo sereno que él aparentaba estar a comparación de mí, como si estuviera acostumbrado y nada de lo que podría ocurrir le afectara.
Después del pequeño recorrido, tuvimos que bajar por una escalerilla de tres peldaños para toparnos con la puerta indicada previo a que el guardia rojo solicitara que aguardáramos fuera y desapareciera detrás de la misma. Me resultó curioso que estuviera pintada de negro. El despacho privado de la directora se encontraba en el ala opuesta de la nuestra, lo que me hizo deducir que los demás profesores descansaban en la Torre de Construidos. Por obvios motivos, no podíamos transitar por allí sin personal autorizado y tuve la impresión de que invadía propiedad privada.
―¿Es la primera vez que se mete en problemas? ―preguntó Diego, estudiándome con curiosidad.
―Tal vez sí o no ―respondí mientras yo me refugiaba cerca de una de las antorchas y su lumbre hizo que pareciera que mi cabello rojizo fulguraba―. La diferencia entre nosotros es que es obvio, que no es la primera vez que usted lo hace.
―¿Y qué me delató?
En vez de responder con un comentario audaz, dirigí mi atención a la colección de pinturas colgadas en las paredes que marcaban el camino desde el corredor al despacho. Si bien había cuadros que mostraban los grupos de los delegados de épocas antiguas, incluyendo a mi madre, ellos estaban divididos según los clanes a los que pertenecían. Los principales eran retratos colectivos de los Construidos de generaciones anteriores, es decir, nuestras familias.
Por alguna razón, me puse nostálgica al verlos. Mis abuelos murieron mucho antes de que yo naciera y mis otros antepasados se convirtieron en leyendas con el transcurso del tiempo, así que tendía a olvidar que su sangre corría por mis venas. Detuve mis pasos frente a uno en particular. Allí yacían los padres de mis compañeros actuales y el mío. Lucían tan jóvenes y libres de algún modo que uno imaginaría que pasaron siglos. El mundo ya no era el mismo y tampoco ellos.
―No voy a desaparecer porque me ignore, ¿lo sabe? ―farfulló Diego, apoyándose de costado al lado de la pintura que yo observaba.
Su presencia me ponía nerviosa, como el tipo de susurro en el oído que te hacía estremecer. Detestaba aquella sensación.
―Desearía que sí ―repliqué, mirándolo por el rabillo del ojo.
Por el contrario, él no se esfumó, en cambio, depositó la cabeza contra la pared y la llama de la antorcha se reflejó en sus ojos al contemplarme.
―Y, por mera curiosidad, ¿qué más desearía de mí?
―Que al menos guardara silencio.
―Es una pena ―comentó, resaltando la animadversión, y pausó para aclarar por qué―. Para usted. No me voy a callar.
―No me va a dejar en paz, ¿cierto? ―inquirí, elevando una de mis cejas.
―Usted prácticamente me declaró la guerra hace un rato. Así que, no. La respuesta es no.
―Es bueno saberlo ―farfullé, alejándome de allí para poner distancia entre nosotros y noté que me siguió con la vista.
Me recosté con suavidad en la pared de enfrente y pasé por alto el pequeño escalofrío que sufrí a causa del efecto frío que provenía de la misma. En consecuencia, Diego acomodó su espalda al otro lado del pasillo para encararme.
―¿Por qué?
Las personas no cambiaban, la opinión que teníamos sobre ellas lo hacía y yo me mantenía firme en la mía. Lo detestaba de una manera profunda y fuerte. Por lo tanto, incluso si la primera impresión que tenía respecto a él se transformaba, siempre sería en algo que odiara hasta los huesos.
―Para conocer las reglas.
Sus cejas se movieron hacia el centro de su frente, frunciendo su ceño por un instante, no obstante, Diego rezumaba aquella diversión que bailaba en su mirada a la hora de provocarme.
―¿Qué reglas?
―Vamos, incluso en la guerra hay leyes ―alegué, levantando mis brazos para cruzarlos sobre mi pecho.
―No en la nuestra.
Bien, si así era cómo quería jugar, yo jugaría, no para vencerlo, sino para eliminar su puto juego de una vez.
―¿Por qué no me sorprende?
Ante mi suspiro, él respondió:
―Porque aparentemente piensa que lo sabe todo.
―¿Me equivoco?
―Ya lo veremos.
―Clanes ―musité, descifrando sus intenciones―. ¿De verdad cree que va a ganar?
―Es un hecho ―aseguró como si no lo considerara una guerra porque, para que él ganara, debería existir la posibilidad de que perdiera y creía que no la había.
Rubio arrogante, maldije en mi mente.
¿Acaso no sabía de qué modo funcionaba el mundo? No había que dar nada por sentado, ni siquiera nuestras propias vidas.
―¿En serio es tan arrogante?
―Tengo mis razones ―justificó Diego con un encogimiento de hombros.
―¿Cuáles? No las encuentro.
―Yo puedo hacer que lo haga.
―No veo cómo.
―Lo hará si gano.
―Sobre mi perfecto y más que perfecto cadáver ―bramé, usando sus palabras anteriores en su contra.
Diego transigió mi contraataque con respeto, cerrando los ojos al asentir, y reanudó la conversación enervante.
―¿Sabe algo?
―Sé muchas cosas.
―Encuentro fascinante que se enfade con tanta facilidad.
―Bueno, es inevitable si se tiene algo exasperante frente a uno.
―Lo sé. Yo la tengo a usted ―rebatió con una osadía impresionante.
―Stone ―vociferé, declarando internamente que su apellido sería mi improperio predilecto.
―Aaline, continúe, por favor. Parece que olvida nuestros votos y que el enojo es una emoción.
La acusación severa no fue la gota que rebalsó el vaso, sino la que lo hizo explotar.
Sentir era morir. Era la ley suprema de Idrysa y lo que Diego sugirió provocó que mi sangre erupcionara igual que un volcán.
Relajé mis brazos a mis costados, exasperada, y avancé unos centímetros por impulso.
―Usted en serio no quiso decir eso.
―No, aunque admitiré que estoy tomándole el gusto a ver cómo se enoja ―contestó Diego y, por alguna extraña razón que no fui capaz de descifrar, solté una risa breve y sublime que hizo eco a lo largo de los pasillos.
Aquella confesión peculiar activó los mecanismos de mi desconfianza y el resultado fue una simple deducción.
Las palabras eran como espadas. No debías jugar con ellas a menos que quisieras cortarte. Por eso eran mi método favorito para pelear. Pero acababa de descubrir que él aplicaba uno diferente: acciones. Y, mientras las llevaba a cabo, empleaba todo tipo de trucos retorcidos y, para cuando te dabas cuenta, estabas en la palma de su mano y él jugueteaba contigo con sus dedos.
―Estaba jugando conmigo, ¿cierto? ―inferí y mis ojos brillaron con la misma diversión maliciosa.
―Y debo aceptar que ha sido lo mejor de esta noche.
Pese a que su respuesta directa me tomó desprevenida, hubo otra cosa que obnubiló mis pensamientos. Él sonrió, amplia y sinceramente, y al hacerlo se formaron dos pequeñas y encantadoras hendiduras cerca de su boca. Hoyuelos. El temible y sarcástico heredero que poseía un ejército bajo su comando tenía hoyuelos. Fue como si uno de sus secretos se revelara ante mí y, en vez de ayudarme a hacerlo pedazos, ocasionó que se convirtiera en un misterio aún mayor.
―Me entretuvo lo suficiente para que termináramos aquí a sabiendas de que sería muy tarde y los guardias ya habrían llegado ―expuse con una pizca bastante grande de desprecio. Él había tenido un reloj de bolsillo todo este tiempo y recién reparé en ello―. La pregunta es por qué. Está conmigo. Si yo caigo, usted también.
―Quería ver qué tan lejos llegaría ―reveló Diego, enderezándose para dar un paso adelante con un andar más calmado que el mío. Seguía confundiéndome que dijera la verdad sin rodeos―. Se lo dije en el balcón. "Conoce a tu enemigo". Eso es lo que pretendo. Además, solo hablamos como dos personas que casualmente desean destruirse mutuamente.
―Créame, no es por mera casualidad.
Incluso tenía una lista mental de razones para odiar a Diego Stone y era muy larga para enumerar los ítems uno por uno.
―Lo que no entiendo es que usted pudo irse en cualquier momento o en el preciso instante en el que le informé los horarios y eligió no hacerlo. ¿Por qué?
Me quedé sin habla. Carecía de una respuesta. No había reflexionado al respecto con tanta profundidad. Simplemente no me fui. Extraño.
El guardia rojo que nos trajo emergió del despacho de la directora, desintegrando la charla, y obtuvo mi eterna gratitud.
―Ya pueden entrar ―avisó, realizando una reverencia, y se desplazó al final del corredor para brindarnos espacio.
―Clanes, ¿por qué había tardado tanto? ―suspiré, maldiciendo por haber dicho eso en voz alta.
―¿Nerviosa, mi belicosa enemiga? ―cuestionó Diego, sumándose a mí en cuanto me puse en acción.
Titubeé. Ocultar las emociones era más difícil de lo que parecía.
―No.
―¿Y por qué está tan apurada por irse?
―Porque así podré deshacerme de usted.
―Tengo malas noticias. No es tan fácil deshacerse de mí y se lo haré mucho más difícil a usted ―notificó él, caminando a mi lado.
―Tal vez. Pero no es imposible ―logré pronunciar en los segundos previos a que atravesáramos el umbral de entrada de la oficina.
Mi opinión acerca de la misma fluctuó, entretanto, estudiaba el predio. No era demasiado pequeña ni demasiado grande, con un techo bajo y una ventanilla con vista al cielo. Refugiaba un mapa colgado detrás de su organizado y pulcro escritorio con la división de los territorios durante la época donde gobernaban los fundadores de los clanes, vitrinas que encerraban libros antiguos y se ubicaban a la izquierda, y un sofá de cuero negro a la derecha. Diego y yo nos detuvimos bajo la lámpara con una jaula de hierro. Luvia Cavanagh yacía sentada con los dos apoyados sobre el escritorio de madera oscura con una mueca de desaprobación. Presentí que habría una sanción en nuestro futuro.
―Buenas noches ―saludó Diego en un tono cortés y casual.
Estaba loco.
―Lo sería si no estuvieran aquí ―remató la directora y una chispa de orgullo brotó en mí por su contestación. Era algo que yo hubiera dicho.
Abrí la boca, planeando decir algo, y la cerré de inmediato.
―Ni se moleste, señorita ―retó la directora, reprendiéndome a mí también―. Cuando el guardia vino a informarme esto, creí que era un chiste de mal gusto y, sin embargo, aquí están, confirmándolo. Desconozco si se comportan así en sus respectivas residencias y no me interesa. Ahora están bajo mi régimen y van a obedecer las normas como el toque de queda, sea de su agrado o no, y eso va especialmente para usted, señor Stone.
―Gracias por la apreciación ―respondió Diego sin inmutarse.
―Tendrán una advertencia. La próxima vez visitarán las mazmorras estudiantiles. Siempre hay lugar para alguien más. ¿Quedó claro?
Pagaría una suma considerable de dinero por ver a Diego en su propia prisión.
―Sí ―me apresuré a decir y Luvia Cavanagh dijo que ya podíamos retirarnos.
Respiré. Mis músculos se aflojaron, agradecida por la liviandad del castigo. Estaba ansiosa de seguir a Diego hacia la salida y largarme de allí. Algo me lo impidió y contribuyó a que se me helaran las venas.
―Usted no.
Mis pies se bloquearon en el ínterin en el que procesaba aquella orden. Diego se alejó y exclusivamente se detuvo para mirarme por encima del hombro con una expresión más sensata antes de esfumarse por el corredor y que el guardia rojo cerrara la puerta. Me vi en la obligación de voltear y enfrentar a quien la dictó.
―Señora Cavanagh, si esto es por el incidente con él, le aseguro que...
―No vamos a discutir sobre el señor Stone ―cortó ella en seco―. Estoy consciente de su reputación. A pesar de su notable costumbre de romper ciertas reglas o la mayoría de ellas, es uno de los mejores.
Lo sabía y por eso aquello formaba parte de las razones por las que lo odiaba. Era tan bueno en lo que hacía que ni siquiera podía darme el lujo de negarlo.
―Justo como usted ―agregó la directora.
Una suave exhalación se escapó de mis labios. Me sentí honrada.
Ella era una mentora en toda la excelencia de la palabra y yo la admiraba un poco. Además de colaborar en la Corte Real y preparar durante años con una dedicación extrema el entrenamiento que los Construidos tendríamos por delante, a lo largo de su vida había publicado varios libros que me ayudaron a entender cómo funcionaba nuestra sociedad, ya que, en su pasado previo a ser una Black, fue una escritora del clan Blue.
―¿Realmente piensa así? ―consulté, reconstruyendo mi compostura.
Luvia Cavanagh asintió y se levantó de su asiento para rodear su escritorio con la intención de pararse delante del mismo.
―Ser el mejor no es lo mismo que ser perfecto. Por esa misma razón todos ustedes aquí.
Agaché la cabeza.
―Lo sé.
―Por desgracia, hay algo que la pone en una posición diferente que al resto de sus compañeros. Usted está sola ―prosiguió ella y la última frase retumbó en mi condenada mente―. No tiene familia o aliados aquí.
―Lo tengo claro. Cuando los delegados lleguen...
―Ellos juraron fidelidad a su clan. Pronto descubrirá que la fidelidad y la lealtad son cosas muy distintas. Si existiera la opción de matarla y poder ocupar su lugar, muchos no dudarán en hacerlo.
―Qué detalle de su parte ―murmuré con sarcasmo.
―Un ejemplo claro de ello es el intercambio de opiniones que tuvo con la señorita Gray. Sí, me enteré de eso. Las paredes no hablan. Las personas, demasiado. Nada ocurre en la academia sin que me entere. Acorde a lo que oí, fue un espectáculo interesante. Lástima que me lo perdí.
Lástima que lo viví, suspiré en mi interior.
―No fue para tanto.
―Por el momento, no. ¿Qué sucederá en el futuro? Empeorará si no corta de raíz el problema.
―¿A qué se refiere?
―Algunos piensan que usted es débil y fácil de destruir ―advirtió la directora con una seriedad brutal―. Ella no será la única que la desafíe. Van a intentar toda clase de cosas para eliminarla primero. ¿De verdad está lista para eso?
Contuve las ganas de tragar grueso.
―Lo estaré.
―No es suficiente.
Ofuscada, mi garganta, no, mi cuerpo se convirtió en un nudo.
―¿Y qué es?
―Nada, ni siquiera todo. Por ende, permítame darle una sugerencia. Si tiene la cantidad necesaria de aliados, no importará cuántos enemigos tenga, y recuerde el toque de queda, por favor ―bufó Luvia Cavanagh en un tono casi humorístico que apenas aligeró la carga sobre mis hombros.
―Gracias. Lo haré ―aseguré e hice una pausa, pensativa―. ¿Por qué me dijo todo esto?
―Mi deber no es solo juzgar, sino también enseñar.
Para determinados instructores, no. Por eso ella se ganó mi respeto.
―No le dijo nada a Stone.
―No se extralimite con las preguntas ―retó, poniéndome un límite, y retrocedí―. Regrese a su alcoba. Hoy ha sido un día largo y mañana lo será más.
Respetando la recomendación autoritaria, salí del despacho con una mezcolanza de pensamientos relacionados con la competencia.
Para mi sorpresa, el guardia rojo que nos había guiado a Diego y a mí se marchó y fue reemplazado por uno de mis guardaespaldas, el de la ceremonia, para escoltarme de vuelta a mi cuarto con un mutismo suscitado por el cansancio.
Por todos los clanes, me costó trabajo aceptar que la ceremonia apenas sucedió horas atrás.
Al final, me quité el vestido, las joyas y el maquillaje en soledad, deshaciéndome de la fachada que acompañó al conjunto, y fui a descansar con los recuerdos del día atormentándome como perros de caza.
Más tarde, en la mitad de la noche, oí mis propios gritos antes de abrir los ojos.
Aquel sonido crudo y seco fue disminuyendo su potencia a gran velocidad en cuanto desperté de golpe. Seguía en mi cama, vistiendo el pijama hecho a medida con el que dormí. Estaba envuelta con las sábanas, cubierta por una fina capa de sudor, y con la respiración entrecortada y una sensación de terror corrompiendo mi sistema nervioso.
El fragor de las puertas abriéndose y las pisadas de uno de mis guardaespaldas entrando con desesperación no ayudaron en nada a que me serenara. Parpadeé y él ya se hallaba cerca de mi cama con una palma sobre la empuñadura de la espada enfundada en su cinturón y una cara de preocupación inmensa.
Probablemente no por mí. A la mayoría de los guardias les daba igual si custodiaban un jarrón costoso o una persona de carne y hueso. Lo único que debían verificar era si estaba en una pieza y así era, por más grietas internas que yo tuviera.
Tuve que sentarme bruscamente. Temblorosa, coloqué la mano sobre mi pecho, percibiendo mis latidos acelerados. Maldije, anhelando que hubiera una forma de hacer que mi corazón se apagara. No la había.
―Mi lady ―articuló él, siendo una voz solitaria en la penumbrosa habitación alumbrada por unas velas que parecían pestañear―. Te escuché gritar. ¿Qué pasó?
―Una pesadilla ―susurré, más para mí que para él.
Odiaba la fragilidad, en especial la mía.
Alcé la vista, luchando contra lo pesados que estaban mis miembros, para encarar a mi guardaespaldas.
Con o sin luz, era la clase de persona que a simple vista te regalaba la sensación de seguridad por alguna razón inexplicable. Rondaba el metro ochenta y los veintidós años. Tenía los ojos suaves, del color de las nueces, el cabello castaño cortado con el estilo del militar que era, y una contextura física fornida, igual que los demás soldados. Pero aquel chico no portaba la mirada insensible que vi en muchos guardias por la crueldad que presenciaron. Apenas lo había notado antes de que me hablara esa noche. Había algo de humanidad en él.
―Fue solo una pesadilla ―repetí, tranquilizándome.
El guardaespaldas me examinó con un largo vistazo en simultáneo que aflojaba el agarre de su arma.
―¿Necesitas que te traiga algo? ―se adelantó a formular―. O si no quieres que lo traiga yo, puedo llamar a una de tus damas.
―No es necesario ―rechacé con frialdad.
No me gustaba verme en momentos de debilidad, mucho menos que alguien más lo hiciera.
―¿Segura?
Inquieta, pasé la mano sobre mi cabello desordenado. Entendía por qué había ingresado, mas estaba muy mareada para lidiar con eso.
―No te alarmes. Tengo pesadillas con frecuencia. Así que, la próxima vez no entres aquí.
Ignorando que la mayoría de ellas no eran tan ruidosas, era cierto y debía ponerlo al tanto de ello para que ese tipo de situaciones incómodas no se repitieran.
Él negó con la cabeza, impertinente.
―No voy a hacer eso. No voy a dejarte sola, no puedo.
Las clases de etiqueta a las que asistí en el pasado impidieron que me quejara, somnolienta. Aguanté las ganas crecientes de bostezar y viré un segundo para divisar la hora. Eran las cinco de la mañana. Mi paciencia rozaba el límite. Yo quería que se fuera y listo. Nada más.
Además, era extraño que me hablara. Mi reputación hacía que me temieran y por eso casi ningún nacionalista se atrevía a hablar conmigo. Por más que a veces tratara de hacer amigos, me evitaban, como los conejos a una víbora.
―No te pregunté si podías hacerlo o no. Te di una orden.
―Yo cumplo tus órdenes mientras no vayan en contra de mi juramento.
―¿Y cuál es tu juramento? Me encantaría oírlo en plena madrugada ―mascullé, irónica.
―"Mi vida, mi arma y mi honor son suyos. Así como tú eres mía para proteger" ―declaró él con una notoria profundidad al decirlo y mirarme como si fuera una promesa y no solo un juramento―. "Tus deseos son órdenes, sin importar cuáles son o las consecuencias de las mismas, y, si alguna vez te fallo, estoy en tus manos para hacer de mí lo que quieras."
―Verá, es muy contradictorio. Si mis deseos son órdenes y te pido que te vayas, ¿por qué sigues aquí?
―Olvidas la parte de proteger. Voy a cuidarte, incluso de pesadillas y ti misma.
No sonó imperativo, su tono de voz natural lo hacía sonar ligeramente introvertido.
―O tal vez eres entrometido.
Preferí al otro guardia. Era más discreto.
―En realidad, soy bastante adorable, pregúntale a cualquiera. Solo estás de mal humor ―balbuceó el guardaespaldas por lo bajo.
Chasqueé la lengua y amenacé con ponerme de pie.
―De acuerdo. Me iré ―agregó de inmediato, y retrocedió de espaldas hasta la salida―. Dulces sueños, mi lady.
―Los tendría si me dejaras dormir ―bufé, aunque él ya había desaparecido al otro lado de las puertas.
Asumí que se comprometía con su trabajo y, bueno, yo era su trabajo.
A continuación, traté de conciliar el sueño. Pasados varios minutos, gruñí, frustrada. Por más que me pesaban los párpados, no lo logré. Maldición. Restaba poco tiempo y deseaba reposar lo que alcanzara para rendir bien.
Mi cabeza dio vueltas, uniendo palabras con sus giros y así terminé teniendo una idea que necesitaba ser escrita o si no la olvidaría. Me levanté por un momento para anotar unos versos para un poema. Agarré el diario íntimo que ocultaba y un lápiz y comencé a escribir al ritmo de mi imaginación. Escribir poesía era mi único respiro del mundo.
Después retorné a mi cama e iba a darme por vencida y no lo hice gracias a que una de mis damas, 180, ingresó cargando una bandeja y la depositó sobre mi escritorio.
―Buenos días ―saludó la chica, animada.
Como apenas la había conocido hacía unas horas, dije:
―Puedo hacerte una pregunta. ¿Acaso cualquiera puede entrar a mi habitación?
La dama agachó la cabeza.
―¿Debo retirarme?
Me sentí culpable.
―No.
La analicé por completo. Tenía el pelo castaño rojizo ondulado y atado en una coleta, la nariz respingada, los ojos color caramelo y un cuerpo robusto junto con el uniforme de algodón negro que los demás nacionalistas usaban. Su nombre era Clara. Les había preguntado el nombre a todas mis damas de compañía y las otras dos se rehusaron a decírmelo por una cuestión de protocolo. Clara me agradó un poco más solo por decirlo.
―¿Qué es? ―consulté, confundida, y me enderecé en el colchón―. Yo no ordené nada.
―Es un té ―evidenció ella con amabilidad, trayéndome la taza caliente.
Tragué grueso, sedienta.
―Sé lo que es. Quiero saber para qué es.
Ella me miró por el rabillo del ojo.
―Te ayudará a dormir.
Acaricié mis rodillas con nerviosismo.
―¿Es una poción mágica?
―Solo si funciona ―respondió Clara, intrigándome.
―¿Cómo supiste que lo necesitaba?
―Uno de tus guardaespaldas me lo comentó cuando volvió de su turno. Por más que sus intenciones sean buenas, sé que puede ser algo metido. ¿Te molesta?
―No, está bien ―articulé, aceptando el té. No era culpa de Clara―. Hablas como si lo conocieras.
―Se podría decir que es mi amigo.
El aroma dulzón de la infusión inundó mis fosas nasales. No demoré mucho en beber un sorbo.
―Eso lo explica. ¿Hay algo qué deba saber de él?
Clara vaciló, rebuscando en su mente por información. Las damas eran mejores informantes que muchos soldados condecorados.
―Solicitó ser tu guardaespaldas.
Arrugué la frente.
―¿Por qué?
―Porque antes era el de tu hermano, William ―reveló Clara, consiguiendo que mis defensas bajaran por un segundo.
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