2. Solo uno

Me había quedado sin palabras, lo que decía mucho de por sí.

Resultaba chocante. Desde que tenía memoria, pasé horas leyendo sobre el internado, fantaseando con cómo sería recorrer sus pasillos legendarios, y estar allí era incluso mejor.

El salón de entrada parecía agrandarse con cada paso que daba y era como caminar sobre historia. Honestamente, cabrían los estudiantes de todos los países y sus familias en él. Además, era tan silencioso que temí que mis pensamientos que se escaparan de mi mente y se escabulleran por los pabellones como susurros de fantasmas.

La ornamentación artística de la cúpula y las pinturas de laboriosas cinceladas que retrataban a las épocas antiguas del interior de la Academia Black causaron que me quedara embelesada. El edificio en sí era similar a los dibujos de templos clásicos que había estudiado, con sus simétricas columnas internas de granito. Mi grupo de Construidos yacía bajo la lujosa araña de cristal, aguardando las instrucciones.

―Como ya les he dicho, este sitio es denominado el gran salón. Aquí es donde se darán las galas a las que cada mes podrán asistir sus familiares, invitados especiales y principalmente algunos miembros del Consejo. Su propósito es prepararlos para el futuro, darse a conocer ante el mundo y aumentar sus habilidades diplomáticas como políticos ―mencionó Luvia Cavanagh con un tono de voz adusto y distinguido que solo se obtenía con lecciones de etiqueta.

Una joven rubia de cabello corto y semblante redondo que lucía un par de otoños mayor que yo se encaminó en dirección a Luvia. La chica iba vestida con un uniforme negro que tenía bordado en su delantal blanco el número 433, su distintivo. Las reglas indicaban que la servidumbre no se podía mezclar con los superiores y esa fue la razón de darles números en vez de nombres, se les consideraba tan poco que no valía la pena recordar su identidad. No concordaba con esa idea, no obstante, yo no podía eliminarla de todas las mentes del mundo, ni aunque quisiera. La señorita le susurró algo a la directora y se despidió a la brevedad, permitiendo que el recorrido de bienvenida continuara.

El gran salón tenía dos desembocaduras a sus costados. Por un lado, un pasillo con una colección de salas históricas que contenían objetos que tuvieron una importancia crucial durante la Gran Caída, siendo los pocos elementos de la época preguerra que conservaba nuestra sociedad para estudiar. Transitamos por los salones y sus diversas intersecciones en busca de adentrarnos más hasta que doblamos.

Y por el otro, había un largo y protegido pabellón sin aberturas que nos guiaba hacia un espacio abierto al aire libre. Fue muy notoria su finalidad: un campo de entrenamiento. Los terrenos de la academia eran varios, por lo que, olvidando los jardines y el bosque, cada clan y su respectiva generación contaba con uno aquí. Pero, nosotros, los Construidos de esa generación, entrenaríamos juntos.

―Obviamente, aquí tomarán sus clases de adiestramiento físico a diario. Y allí están los demás instrumentos necesarios para su rutina. ―Ella señaló una puerta con las palabras «sala de armas» marcadas.

Nos introdujimos de nuevo en el interior, nos desplazamos a través del atrio, y la caminata prosiguió hasta culminar frente a la imagen colosal del conjunto de las torres conectadas entre sí. A diferencia de los pocos edificios que vi en el trayecto desde mi casa, ninguna de ellas contaba con un color distintivo. Mostraban de lo que estaban hechas: piedra. Aun así, su encanto críptico producía la sensación de que eran más antiguas de lo que en realidad eran. Allí esperaba de manera silenciosa 433.

―Mañana inspeccionarán los edificios de sus clanes y las aulas donde estudiarán. Por ahora irán a la Torre de Construidos, un lugar exclusivo para ustedes y las demás generaciones. Maureen, es decir, 433 les enseñará sus respectivas habitaciones. Deseo que sean de su agrado. Volveremos a vernos durante la cena oficial ―se despidió la directora.

Sin más remedio, lo hicimos. La Torre de Construidos resaltaba entre las demás por ser más alta, clara y ubicarse en el centro. Nos acogió un vestíbulo sin más ornamentaciones que un par de antorchas para alumbrar en la noche y banderas con los blasones de las dinastías.

Los apellidos de los clanes no se relacionaban por el azar del destino, sino que los fundadores cambiaron los suyos a la hora de crear los clanes y cada uno seleccionó uno que representara a su dinastía junto con los emblemas.

Yo me adelanté y me concentré en las escaleras en espiral.

―Mientras que el primer piso es suyo, el resto es de sus hermanos. Les recomiendo que no los visiten tan a menudo. Puede que sean su familia, pero aquí también pueden convertirse en la competencia ―advirtió Maureen, 433, o como fuera.

Era cierto. Cada dinastía quería que su hijo fuera el líder de los líderes, pero, ¿qué pasaba cuando tenían más de un heredero?

El juego ya no era solo contra los otros, sino contra ti mismo.

Obedientes, subimos al segundo piso. La luz del sol proveniente de los balcones iluminaba el largo pasillo. Veloz, Maureen procedió a comunicarnos la ubicación de la recámara que le correspondía a cada uno. Evité la mirada de todos. Cuando el último desapareció, mi atención capturó un corredor alterno cuya entrada estaba cubierta por cortinas y aquel secretismo me incitó a averiguar el motivo.

―¿Qué hay allí? ―interrogué curiosa.

―No puedo decirle. Además, usted al igual que el resto de los herederos, tiene prohibido transitar por pasillos no autorizados sin compañía oficial. Lo siento ―respondió 433.

—No se disculpe. Siempre es lo mismo.

—No debería serlo.

Aquel comentario ligero me gustó. En teoría, no había regla que impidiera que perdiera la formalidad con los nacionalistas y proseguí.

—Oye, ¿está bien si te llamo Maureen? —le pregunté con recato.

Ella enmarcó el atisbo de una sonrisa afable, aceptando el trato informal.

No era necesario que los Construidos trataran de usted a los nacionalistas.

El suspiro que planeaba soltar se atoró en mi pecho al voltear a las puertas de mi alcoba. Dos guardias rojos estaban parados, protegiéndolas, y uno de ellos era el que me acompañó durante el juramento de sangre.

—Estos son tus guardaespaldas —presentó Maureen antes de que yo dijera algo—. No te preocupes, intervendrán si es exclusivamente necesario. No notarás que están por ahí.

Un poco tarde para eso.

Con ese pensamiento, me adentré allí una vez que me cedieron el paso.

Al recorrerla me pareció cómoda y simple. Carecía de una decoración particular. En el centro había una cama con dosel y dos muebles en las esquinas a juego. Las paredes estaban tapizadas de un color verde, sin embargo, el papel tapiz parecía estar rasgado en una parte casi invisible detrás del armario que se encontraba cerca de la puerta: una imperfección. Ignoré el detalle y abrí el ropero de madera oscura.

Antes de venir, mis progenitores enviaron los elementos personales que yo pudiera requerir de mi hogar, lo demás tan solo tenía que pedirlo. Dentro hallé varias prendas: vestidos verdes típicos del clan Aaline, atuendos blancos destinados a ceremonias y trajes de entrenamiento físico. Mi vestuario debía ser sobrio, aunque realmente no me importaba. En una semana habría otros atavíos.

Y ya no usaría un velo. En mi casa tuve el permiso de andar sin uno en presencia de mis familiares y uno o dos nacionalistas de confianza, pero el resto del tiempo oculté mi rostro tras varias versiones de velos desde temprana edad. Fue una maldición y la rompí. Tiré el último sin demoras. Lo bueno era que ahora las personas podían mirarme a la cara y contemplar mis fabulosas expresiones al decirles lo que merecían oír, y gozaría del sol o el viento sin culpa alguna.

Salí del baño privado luego de haberme curado la herida que originó el juramento. Fui directo al escritorio situado en el rincón derecho y leí los horarios a cumplir en la academia. La cena de presentación sería a las ocho y apenas eran las seis y media, según el reloj. Aburrida, decidí investigar la biblioteca que solicité anteriormente.

La lectura era algo que me apasionaba, lo que en teoría estaba mal. La escritura y la lectura por placer no formaban parte de los elementos de mi clan. No podía desarrollarlos a fondo y ser una escritora.

Pese a eso, mi padre me había regalado algunos ejemplares y yo prometí mantenerlos en secreto. Una tarde lo había atrapado leyéndolos en su estudio y me los obsequió igual que un tesoro maldito del que prefería deshacerse.

Mis libros favoritos pertenecían a las secciones prohibidas, como la edición restaurada de Historia de Dos Ciudades de Charles Dickens. Siendo honesta, me frustraba el hecho de que la mayoría de los escritos de la época fueran manuales de comportamiento, textos de política, y biografías narcisistas. Yo en serio detestaba la lectura obligatoria y quería más.

La literatura había sido censurada décadas atrás. Decían que la variedad de pensamientos dañaba a las personas, que existía un peligro en el arte de las letras que ningún otro podía igualar, y desde entonces nadie se atrevió a publicar ningún libro que no fuera aprobado por los lineamientos. Los demás se consideraban ilegales y leerlos era un acto punible.

No existían géneros literarios como las novelas juveniles, la comedia, el terror, ni mucho menos el romance o la poesía. Les denominaban basura. Eran categorizados como armas y repudiados por la sociedad, y mi gusto culposo y mi salvación.

¿Por qué soportar a la gente cuando existían los libros?

"Las fantasías son para débiles. Lo débil se destruye fácil. Las creencias, para inútiles. Nadie sobrevive a base de tonterías. Los sueños son para estúpidos. Enfrentar la realidad es la única opción. No puedes destruirte", las advertencias que me dijo Albert sobre ellos se repitieron en mi cabeza como un molesto eco.

Escuché un par de golpes en la puerta y tras ello ingresaron tres damas. 179, de unos treinta años y complexión robusta. 180, con la apariencia de una chica de veinte y baja estatura. 181, cuyos risos negros le enmarcaban el rostro y combinaban con sus ojos. Ellas se anunciaron con extrema parsimonia y esclarecieron asuntos no explícitos como las normas de convivencia.

Llegado el momento, me guiaron hacia el interior del comedor. La estancia era amplia, lo suficiente como para poseer una larga mesa en la que podrían sentarse alrededor de veinte personas pese a que éramos menos. Se encontraba adornada con un festín de comida, elegantes cubiertos de plata, copas de cristal y platos de porcelana fina. Candelabros y lámparas de gas nos alumbraban, y jarrones costosos y floreros con rosas negras decoraban el cuarto. Todo se remontaba al pasado.

Se decía que la situación fue distinta en épocas pasadas, pero tras la guerra cierta parte de la tecnología existente se desechó y el nuevo desarrollo de la misma se llevaba a cabo lentamente debido a que se creía un riesgo. Aparentemente, casi no había cosas seguras.

Al igual que la moda, la tecnología de Idrysa era una combinación de estilos y tiempos. Teníamos velas, espadas y corsés, pero también lámparas, medicina avanzada, y faldas cortas. El pasado y el futuro se fusionaba en el presente. No era muy complicado.

―Tomen asiento, por favor ―habló Maureen desde el umbral de la entrada―. Espero que tengan una buena velada.

Aún estábamos en el mismo nivel de la torre. Ese sería un evento privado. La presentación oficial se daría en cuanto los delegados arribaran. Por lo tanto, debería ser una cena inocua. Mentira. Lo mortífero tendía a perseguir a lo inocente.

Nos sentamos en orden. Cada silla tenía el símbolo de un clan, marcando nuestro lugar, el mío, al ser la hija del líder del Consejo, se ubicaba la cabecera. Sentado en el extremo opuesto de la mesa, estaba mi competencia directa, uno de los herederos de los clanes más poderosos del reino: Diego Stone.

No era como imaginé. Era peor, igual que el fin del mundo.

Como todas las cosas peligrosas, era monstruosamente seductor. Destilaba magnificencia como un guerrero alto y bien formado. El resplandor de la luz le daba un tono leonado a su pelo rubio y delineaba a la perfección sus facciones aristocráticas y angulosas que resultaban seductoras a la vista.

Además, tenía algo hipnotizante que parecía imposible de ignorar, sus ojos diferentes: uno azul como el cielo antes de que fuera medianoche y el otro poseía un color ámbar igual que un amanecer. Me sentí etérea cuando me devolvió la mirada. Era como un eclipse. Lo odiaba.

Alejándome de su apariencia atractiva, yo tenía las cosas muy claras. Previo a mi estancia en el internado, me dieron para estudiar los legajos y toda la información acerca de los legatarios. Conocía la vida de ese chico a causa de los datos que recolectaron.

Algunos detalles pasaban como básicos. Nació el dos de octubre de 2066. Sus padres eran Diógenes Stone y Matilde Farley, quien se runruneaba que sufría de una enfermedad desconocida. Dionisio, su hermano menor, apenas tenía ocho años, y Dimitri, su hermano mayor, había ingresado a la academia el otoño pasado. Ellos no me importaban más allá de la competencia. Con Diego el asunto era más personal.

Sus habilidades variaban. Tocaba el violín profesionalmente, tenía una extraordinaria capacidad para hablar casi todos los idiomas de manera fluida, y sus tutores consideraban que sería un soldado mortal en batalla. Disponía de una reputación de arrogante y sarcástico. No se mencionaba ninguna debilidad, lo que me enfureció, y no existían muchas notas de su vida privada gracias a la enemistad que nos unía.

La dinastía Stone tenía el mando supremo de las fuerzas armadas. Por eso, él vestía un traje rojo con detalles en oro al ser el único clan con dos colores. Los miembros de la Corte Roja se presentaban de un modo peculiar: un clan bastante voluble, que interactuaba con el resto de los linajes principales, como nuestra policía y ejército, sin colaboradores y sin enemigos, excepto por el mío.

En conclusión, el chico era tan hermoso como una espada y su mirada, como una puñalada. Pero lo más afilado era su mente.

No me costaba admitir sus habilidades. Los poco imaginativos atacaban a las debilidades de sus rivales, mientras los astutos de verdad vencían a sus enemigos en su propio juego.

Pasados unos interminables minutos, la cena llegó y mientras cenábamos ninguno dio ni un respingo. Al concluir nos fuimos a una pequeña sala anexa de descanso, donde el ambiente sería más relajado en teoría. Sorpresa, no lo fue. No nos conocíamos, ojeamos el reflejo del otro, pero no su verdadera cara. Bebí un largo sorbo del vino blanco que sirvieron en mi copa cuando la atención recayó sobre mí. Los más pudientes hablaban primero por costumbre.

―No tiene idea de qué decir, ¿verdad? ―expuso Emery, finalizando el incómodo silencio.

Podría articular «mátenme», pero temía que aceptarían mi sugerencia sin trepidar.

―Sinceramente, no ―confirmé, depositando mi bebida en su sitio.

Mis habilidades sociales apestaban

―Igual que todos ―murmuró Finley para mi sorpresa.

Finley White, el tercer hijo de Pablo White y Roxana Carson después de Matthew y Scarlett, nació un nueve de mayo. Portaba un traje blanco en contraste con su largo pelo del color del carbón, sus ojos negros y rasgados, y su boca con el labio inferior más marcado. Se destacaba por ser un gran nadador y su altura muy superior al metro noventa le ayudaba, sin embargo, su clan vigilaba el Territorio Blanco, es decir, las zonas donde Idrysa no ejercía su soberanía, un tema complicado que no pretendía profundizar en mis cavilaciones actuales. El legajo decía que tendía a ensimismarse tanto que no hablaba por días.

¿Era mentira o una estrategia para lucir inofensivo?

—Bueno, además dudo que haya algo que no sepamos, es decir, está en evidencia el hecho de que nos hemos investigado antes de venir.

―Sí, aun así, tenemos que romper el hielo con algo —objetó Emery, prosiguiendo con sus atrevimientos.

Por otro lado, a mi derecha se encontraba Emery Blue, hija de Morgan Blue y Bryce Miller, nacida en un treinta de enero. Hermana de dos: Tobías y Ximena. Logró realizar varias entrevistas de práctica en el pasado año y se decía que mostraba mayor interés en darlas que hacerlas. La curvilínea chica de piel morena vestía un apretado vestido de satén azul en combinación con el pelo ondulado y negro igual al óleo y sus grandes ojos celestes. En su expresión había una sonrisa. Me dio curiosidad saber en qué estaba pensando.

Su clan se ocupaba de la distribución de la información. Además de ser los guardianes de la historia y los datos preguerra, eran periodistas, escritores, críticos y maestros. Principalmente, manejaban el Libro Azul, el periódico escrito y editado por ellos que le brindaba las noticias a la población.

—¿Y qué sugiere? —consulté, entrelazando las manos sobre mi regazo.

Emery se relamió sus labios pintados con un labial perlado, pensativa, se dirigió a la mesa entera.

—¿Cuál fue la prueba que tuvieron que pasar para la ceremonia de su clan?

Un escalofrío instantáneo de horror viajó a través de mi cuerpo. Lo oculté bajo la superficie de mi rostro neutral.

La pregunta no me resultó estrambótica. Ella se refería a la ceremonia de honor y carácter que se realizaba a los dieciséis años para demostrar que merecíamos ser el legado. Si aprobábamos, obteníamos los tatuajes de nuestros emblemas que valían lo mismo que una identificación, porque solamente los herederos de los fundadores los acarreaban y era una flagrante marca de nuestra estirpe. Según mi opinión, nos hacía parecer ganado con su yerra individual.

Ninguno de los presentes se atrevió a responder con entusiasmo. No era una linda historia.

—De acuerdo, ya que no hay más voluntarios, yo iré primero —suspiró Cedric, aclarándose la garganta.

A la derecha de Diego se encontraba Cedric Lockwood rodeado de un aura de una diversión inexplicable al juguetear con la brillante cadena que colgaba de su cuello. Sin duda, le quedaba bien su traje morado con su rostro alargado, pelo corto y rizado, ojos avellana y piel oscura. Curiosamente, su cumpleaños era un día antes que el de Emery. Él provenía de una larga línea de personas que administraban el dinero de Idrysa. Eran economistas e inversionistas y a veces se dedicaban a invertir su dinero en los proyectos de los otros clanes.

Desde que leí su currículo me pareció interesante el hecho de que sus padres, Vera Loukas y Jensen Lockwood, se eligieron al momento de casarse. Los matrimonios de los Construidos se daban gracias a alianzas de conveniencia, no obstante, su caso fue una inusual y afortunada elección. Aun así, Cedric no fue el primogénito, ese era Leroy.

—No fue muy complicado. Solamente tuve que elegir una organización en la cual invertir —añadió Cedric. No sonó muy cruel.

—¿Y luego? —sondeó Emery.

—Ayudé a que la compañía creciera al punto de que el dueño visitó nuestra casa como si fuéramos amigos. Pero me obligaron a mandar a alguien encubierto para que simulara que le ofrecía comprarla a cambio de una compensación si rompía su trato con nosotros. Él aceptó a mis espaldas. Así que, no se dio cuenta de su error hasta que nos ocupamos de que se quedara sin nada —continuó Cedric revelando el par de golondrinas tatuadas en su brazo izquierdo—. La dramática lección que los instructores quisieron era simple. La confianza es un pedazo de papel, no tiene mucho valor así, mientras que la lealtad son los billetes que componen una fortuna. Solo hay que diferenciar cuál es cuál.

—Tiene sentido —comentó Emery con soltura a la vez que nos mostraba el tatuaje en el dorso de su muñeca: un trébol de cuatro hojas—. Me pasó algo similar. Tuve que publicar un artículo que arruinaría a uno de nuestros delegados más apreciados. Es el precio de la información. Saber demasiado puede matar. Tienes que asegurarte de que no seas tú el que muera.

—¿Y cómo haría eso? —intervino Ivette, torciendo la boca con desgano.

Ivette Gray yacía al lado de Cedric con su cabello rubio platinado acompañado de su tez clara y sus ojos del tamaño de dos almendras. Se veía muy bonita y grácil vistiendo un vestido rosa de seda. Ella nació un tres de enero, siendo hija de Lorraine Thierry y Oscar Gray, y hermana de George, Bellamy y Lydia. Pese a que su dinastía se especializaba en las variantes del arte, ya fuera arquitectura, baile, música, los tutores comentaban que tendía a pasar horas excesivas practicando ballet en busca de ser perfecta.

—Todavía no somos aliadas como para que se lo diga —respondió Emery, haciéndome acordar del artículo que los Blue publicaron, comentando sin reparos que el clan Gray era innecesario—. Lo que sí puede contarnos es su historia.

—No hay problema con eso —replicó Ivette, resaltando "eso" para dar entender que sí los había en otros aspectos. Su clan estaba en el puesto más bajo, lo que hacía que, para ella, todos fuéramos sus rivales—. Mi prueba fue bailar hasta que ya no pudiera.

—¿Y cuánto resistió?

A modo de respuesta, Ivette alzó sus cejas claras y cruzó las piernas, provocando que su vestido se subiera lo suficiente para enseñar el tatuaje plasmado en su pantorrilla derecha: un pentágono. Su prueba había sido de resistencia porque nadie podía derrotarnos si no nos rendíamos.

—Yo simplemente administré las compañías por un día para mostrar cómo lo haría en un futuro cercano —resumió Prudence en pocas palabras.

Junto a Emery se hallaba Prudence Diamond, descendiente de Meena Diamond y Connor Lindemann y hermana menor de Dolores. Su cumpleaños sería el dieciséis de septiembre, pronto, y su tatuaje de un diamante estaba a la vista, un poco más arriba del escote. Lucía nerviosa al estirar las mangas de su mono cubierto de pedrería que iba a juego con sus grandes ojos, su piel morena, y su cabello negro cayendo a cascadas por sus hombros.

Su historial académico demostraba la importancia que le brindaba al estudio de su clan, el encargado del desarrollo de las industrias. Dirigía las compañías que fabricaban artículos de lujo como piedras preciosas hasta los transportes y el resto de los elementos necesarios para el reino.

—¿Y qué le pareció? —tanteé.

—Abrumador.

—Me lo imagino —soltó Finley tras haber estado pensativo. Cuando giró ligeramente el cuello para hablar, noté el tatuaje de un círculo con una mitad pintada de negro—. Mi prueba fue seleccionar a los nacionalistas que serían enviados a Territorio Blanco. No fue agradable.

Finley no había perorado ni por accidente con anterioridad. Su disposición discreta no me había incomodado en absoluto. Por lo que vi, asentía o negaba con la cabeza, realizaba gestos con las manos o se limitaba a escuchar con atención. A su modo decía más que el grupo en general.

—Seguro que no —masculló Emery, quien debatió su atención entre Diego y yo. Solamente faltábamos nosotros y mis músculos se tensaron por la anticipación.

Me pregunté qué se diría de mí en los expedientes ajenos. Yo llevaba puesto un vestido verde hecho a base de seda y encaje, cuyo tono combinaba con mis ojos esmeralda y mi cabello rojizo y lacio, y enseñaba el tatuaje de un árbol con largas ramas que se esparcían a lo largo de mi espalda. Portaba un par de brazaletes de plata con formas de hojas, se enroscaban alrededor de cada uno de mis brazos. Además, nací el treinta y uno de diciembre durante la nevada más fuerte del invierno y era la última sucesora de mi clan.

Nosotros manteníamos con vida a todos. Nos dedicábamos a la medicina y la ciencia en cada una de sus ramas, dirigiendo hospitales, desarrollando tecnología en secreto y muchas cosas que me censuraban hasta que me graduara. A pesar de que esa era la ocupación principal, yo entrené para tratar de ser la mejor en todas las actividades de los clanes. La creatividad preponderaba entre mis especialidades.

—No —concordé, adelantándome para hablar primero, y observé a Diego, deseando que me escuchara con atención—. Yo no me di cuenta de que me estaban poniendo a prueba hasta el final. Verán, en este tiempo, sufrí un atentado de asesinato, ya sabrán cómo es, y uno de los guardianes me salvó la vida. Por lo tanto, me ofrecí para atender personalmente la herida que sufrió por eso en agradecimiento. Pasé semanas con él cuidándolo hasta que casi fuimos amigos. Resultó que era un espía de otro clan, pero no lo ejecutaron de inmediato. Tuve que sentarme a cenar con él, sabiendo que me había traicionado y que estaba comiendo un platillo envenenado. Supongo que también hay una lección dramática en eso, ¿no?

A menudo las cosas que uno más trataba de salvar eran las únicas que debíamos matar para avanzar.

Por eso odiaba a Diego Stone. Él planeó todo eso, lo que marcó un antes y un después e hizo que nuestra enemistad fuera algo más, algo que aún no descifraba y que planeaba entender a partir de este momento.

Por mucho tiempo fue como un villano en mis libros, alguien que aprendías a detestar porque solo podías ver su lado oscuro, un mito, y todo eso había cambiado ahora que estaba tan cerca.

Era fácil odiar a una persona que no conocías, pero, una vez que lo entendías, si era que lo llegabas a hacer, sabías que el odio era real y tras contemplar su expresión arrogante, comprendí que era más verdadero que muchas otras cosas en mi vida.

—Sí, creo que ya no voy a comer postre —resopló Cedric, teatral, y tragó saliva.

―Digan algo que no le hayan dicho a nadie ―propuso Emery de sopetón para aligerar la carga y protagonizó un monólogo con intenciones de generar una conversación cuando faltaba poco para finalizar la cena. Le ponía esfuerzo al asunto, había que reconocerlo.

―¿Algo como qué? ―indagó Cedric, quien cooperaba gustoso.

―Lo que sea. Por ejemplo, una vez rompí una escultura y aún se preguntan quién fue ―se encogió de hombros Emery.

―¿Y eso cómo ha sido posible? —inquirí―. Alguien tuvo que ser castigado.

―Tengo mis métodos y me encargué personalmente de que no ―aseguró ella, guiñándome un ojo―. Ahora usted.

―Es bastante extraño, tiempo atrás estuve tentada a tatuarme algo, una cita en particular ―confesé, tentando a la suerte voluntariamente.

Riesgo y recompensa. El resultado variaba.

—¿Cuál? ―quiso saber Prudence, parpadeando con intriga.

—"Confesaré que he tenido la debilidad, y tengo aún la franqueza de desear que usted conozca..." —cité una frase de Charles Dickens en Historia de Dos Ciudades en público sin darme cuenta de lo arriesgado que fue hasta que alguien me interrumpió y sorprendentemente continuó por mí.

—"La rapidez prodigiosa con que me ha transformado a mí, montón de cenizas extinguidas, en fuego vivo" —terminó de citar Diego como si supiera el libro de memoria.

Durante un breve instante permanecí anonadada.

Por fin posó su atención en mí. Me evaluó sin disimularlo y ocultó una expresión de sorpresa y satisfacción. Los demás pasaron a un segundo plano, ya que me abstrajo por completo. A pesar de que él se hallaba en la otra esquina de la habitación, sentí su presencia como si estuviera a tres centímetros de mí.

Oh, clanes. Su voz. Era el tipo de voz profunda y dominante que te hacía temblar si estabas en la oscuridad y usaba las palabras como estrellas para guiarte.

Todo lo que pude pensar fue en que deseaba que se callara de una vez.

¡Inaudito!

La primera cosa que mi enemigo me dijo fue una frase de mi personaje preferido de mi historia favorita.

Quise arrancarme las orejas.

—¿De qué libro es esa frase? No suena a los escritos populares —intervino Ivette, confundida.

Me tensé de inmediato.

—Posiblemente no, puede que haya sido de uno de esos relatos transmitidos de boca en boca —mintió Stone. Qué fácil le resultó.

—Me parece raro, no suena como un relato apropiado según el clan Blue —insistió Ivette, alzando sus cejas claras.

Debido a que mis compañeros no infringieron la ley, desconocían el tema. Pero no él.

Mierda, maldije para mis adentros.

—Quizá sea una casualidad —repliqué con la intención de liberarme de aquella pregunta.

―De hecho, a mí sí se me hace familiar y sé de lo que hablo ―formuló Emery, dispuesta a llevarle la contra a Ivette―. Es el turno de alguien más. Vamos, nadie gobierna con timidez.

Tras una breve evaluación, descubrí que ella no embaucaba con mentiras, tallaba la verdad para encubrir el secreto de su preferencia en la circunstancia adecuada.

―Yo me he tirado a una de mis profesoras ―expresó Cedric sin vergüenza. Quería olvidar la tiesura anterior―. ¿Algún voluntario para seguir? ¿Algún secreto guardado?

No vi venir eso. Todavía no descifraba si él fingía estar divirtiéndose o sabía algo que nosotros no.

―Yo no hablo de mi vida privada —aseguró Diego. La privacidad era un regalo, uno que nosotros nunca recibimos.

Levanté una ceja incrédula ante su negativa y proseguí sin pensar, atacando con oraciones:

―¿No quiere o no se atreve?

Me la había dejado servida en bandeja.

—En lo personal, prefiero guardar en secreto algunas cosas. Es una cuestión de interés.

Ladeé la cabeza con ligereza, desprendiendo curiosidad ante el uso de sus palabras. Aún no creía que estuviese hablando con él, sin embargo, no rehuí de ello.

—Entonces, ¿usted sugiere que la cantidad de secretos que una persona sea capaz de poseer le hacen interesante?

―Para nada, tan solo he dicho que si le diera las respuestas tan fácilmente perdería la gracia el descubrimiento del misterio, ¿no le parece? ―ratificó Stone.

Retracto lo dicho, reflexioné.

―En cuyo caso debo felicitarle por ser fiel a las creencias de su clan, aunque hay algunos misterios que tienden a ser tediosos después de un periodo de tiempo ―repuse, sin saber en dónde me metía—. Es solo un comentario.

Él asintió y sus ojos diferentes regresaron a los míos con intensidad.

—Tendré en cuenta su punto de vista.

Le molestó y eso me complació.

―Creo que la estadía aquí puede ser emocionante ―le oí murmurar a Cedric.

―¿Cómo lleva lo de su hermano? ―interrumpió Ivette, tomándome desprevenida.

William, mi hermano mayor, falleció unos meses atrás antes de ascender como el nuevo líder del clan. Pese a ello, su deceso era un tema muy reciente y delicado para mí.

Los Construidos no nos quedábamos estudiando únicamente mientras nuestros padres lideraban los clanes. Trabajábamos por nuestra cuenta ganando territorio, aumentando las ganancias, ayudando a evolucionar, lidiando con los nacionalistas y las pequeñas cortes, y sobrellevando decenas de responsabilidades.

Él había estado a punto de graduarse de la academia al faltarle un semestre, por lo que les empezaban a dar misiones especiales que les permitían salir fuera de los muros que nos protegían. Un incendio le provocó la muerte, dejando los restos irreconocibles de un chico de veintiún años. Supuestamente, sucedió en una batalla contra de Destruidos en uno de sus escondites.

Destruidos, un grupo rebelde que luchaba por destruir la corona y su gobierno. Atacaba en oleadas y se estimaba que prescindía de venir a la capital. Esa vez fue la excepción.

Nunca pude despedirme. Su recuerdo vivía latente en mi memoria. Él había tenido grandes diferencias con mis padres. Como hermana menor, a pesar de las peleas cotidianas e infantiles que compartimos, William había sido mi mejor amigo y la única persona que me trató como un verdadero ser humano y murió, dejándome sola en medio del desierto con buitres que era Idrysa.

Al final, la pérdida también generaba ganancia, solo que yo desearía no haber ganado el dolor que obtuve.

Tenía un secreto para eso: que aceptara mis emociones en mi interior, no implicaba que las fuera a mostrar al exterior, y que yo apreciara algo o supiera que me dolía, no implicaba que lo iba a demostrar en algún punto.

En eso se basaba la laguna legal del reino. Podía sentir, aunque no debería. Lo que no debía hacer era aceptar que lo hacía y bajo ninguna circunstancia realizar algo al respecto. Sentir tenía pena de muerte, literalmente.

―Dudo que ese sea un tema a tratar de ese modo ―puntualizó Prudence. Me agradó la forma en que lo dijo.

―¿No lo es? ―cuestionó Ivette, mordaz al mostrar acritud―. Se comenta que William es un traidor, que huyó y por ello sus padres le dieron por muerto. Hablando de mentiras, señorita Aaline, ¿cuántas oculta su familia para seguir en el poder?

Los susurros y rumores se oían más fuertes que los gritos y las protestas. Por eso ella pensó que podía convertirme en un blanco fácil. Se equivocó.

―Probablemente, menos que la suya, señorita Gray ―bramé sin inmutarme―. Nosotros no necesitamos mentir. Nosotros somos poderosos. ¿Puede decir lo mismo?

Ella no podía y eso era un hecho, por lo tanto, dijo:

―No lo sé. Tendría que preguntarles a mis hermanos.

Fue un golpe bajo.

Sus palabras se sintieron como cuando alguien movía un cuchillo en el interior de su víctima después de apuñalarla, solo para agregar más dolor, y eso me había gustado.

¿Por qué?

Probaba mi punto.

Sonreí y me dispuse a responder apropiadamente. No importaba si mi confianza desprendía falsedad, entretanto ellos no lo supieran.

―Mi hermano está muerto. Por ende, los comentarios que usted dice haber escuchado son tan solo rumores que crea la sociedad para cubrir necesidades propias insatisfechas de una posible realidad. Acusar a alguien de algo sin pruebas no sirve de nada. Pero gracias por su preocupación en el asunto.

―Tiendo a preocuparme por el bienestar de la gente ―aseguró, suspirando por un cansancio artificial.

Mejor que se preocupara por su propio bienestar, pensé y tuve que hacer un esfuerzo para controlar mi temperamento.

―Le daré un pequeño consejo. En vez de buscar las debilidades de los demás, debería concentrarse en consolidar sus fortalezas. O se encadenará antes de que pueda hacerle un rasguño a su oponente.

Ivette se mordió la lengua y prosiguió.

―Veo que le gusta dar consejos.

―¿Qué le puedo decir? Yo también tiendo a preocuparme por la gente ―dije y lo hacía, pero por aquellos que se lo merecían.

A pesar de que solo le di una ojeada rápida a la sala, podía jurar que vislumbré el atisbo de una sonrisa torcida, queriendo escabullirse a través de la expresión sólida de Diego mientras llevaba una copa de vino a sus labios carnosos. Tal vez fue mi imaginación.

De pronto, entró en la sala Maureen.

―¿Alguien desea algo más?

―No, ya hemos tenido suficiente por ahora ―declaré con entereza.

Y así sobreviví al día. Más o menos. Aún no se terminaba.

Transcurrida una hora desde el toque de queda nacional, se suponía que debía dormir. Sin embargo, no paraba de pensar en los dichos acerca de William. Manchaban su nombre y no les importaba en absoluto. Me indignó, ya que él no podía defenderse por obvias razones.

Ni siquiera me había cambiado. Tumbada sobre las sábanas de la cama de mi nueva alcoba, jugaba nerviosa con un cisne de papel que hice con los programas de la academia que aprendí de memoria. Yo probaba cualquier cosa con tal de evitar sobrecargarme de ansiedad. Hacía origami para combatir el estrés, me bañaba varias veces al día para relajarme, o me ponía a escribir lo que fuera. Salvo que a veces nada de eso funcionaba.

Una fuerte presión fue creciendo y se apoderó de mi pecho e hizo que fuera consciente hasta de la cantidad de veces que inhalaba y exhalaba. Era como si el peso del planeta entero descansara sobre mí. Agobiada por la sensación predominante, me puse de pie y caminé hacia la salida. Me conformé con el hecho de que no pasó frente a los demás.

Salí de mi dormitorio, violando el horario límite, y me sorprendió la ausencia de guardias custodiando los cuartos. Me dirigí al balcón más cercano. El viento fresco de la noche resultó gratificante. Descansé los párpados, disfrutando de la paz y la soledad hasta que mi tranquilidad se vio afectada a causa de un ruido. Abrí los ojos y volteé en dirección al balcón de al lado. Yo no estaba sola.

—¡Por todos los clanes! —exclamé viendo como la figura de Diego Stone se volvía nítida—. ¿Qué hace ahí?

Tardé en notar que sostenía un libro en la mano.

¿Era una guía para dar infartos?

Tal vez. No leí el título.

—Básicamente, existo —afirmó él, desganado―. ¿Y usted?

Se notaba a millas que yo no tenía un buen aspecto. No le concedería el placer de capturarme en un engaño barato. Elegí ser más o menos sincera. Nada podía sonar mal si decías las palabras adecuadas.

—Necesitaba respirar, no me sentía muy bien.

—Entiendo —asintió cordial—. ¿Se encuentra mejor?

—Depende su definición de mejor.

—Bueno, no parece que vaya a morir en los próximos cinco minutos, así que me atrevería a decir que sí, ¿cierto?

—Dudo que eso le importe a alguien como usted —bufé, recordando los dichos de mis informantes.

—¿Alguien como yo? —cuestionó sin comprender.

Un completo y total hijo de puta.

—Sí, alguien como usted. Un Stone.

Diego se mordió la punta de la lengua ante la forma en que dije su apellido.

—¿Y qué significa eso para usted?

Mi pecho subió al tomar aire para soltar lo siguiente:

—Lo sabe a la perfección.

—Tal vez necesito oírlo de su boca para confirmar mis sospechas —estableció, apretando los dientes levemente.

—¿Cuáles sospechas?

—Que me mira como si planeara mi asesinato.

Acertó y lo más raro era que él me contemplara como si le divirtiera ese hecho.

—Buen instinto —mascullé, proporcionándole su ansiada confirmación.

—Lo sé.

―No me agradezca. Le voy a recordar que existe algo llamado homicidio justificado que me permite matar a alguien si tengo una razón suficiente para ello.

―¿Y cuál es su excusa para matarme? —formuló Diego sin verse intimidado por ello.

―Que acaba de hablarme.

—Usted me hablo primero.

—Detalles.

—Es extraño. Juraría que estaba disfrutando de nuestra conversación —suspiró con un sarcasmo más que evidente.

—Jamás, Stone.

—Dice mi apellido como si fuera un insulto.

—¿No lo es?

Para mi clan lo era.

La odisea se repetía en las diferentes generaciones con algunos giros retorcidos y el ciclo permanecía intacto.

La historia dictaba que el fundador de su clan traicionó al del mío para ser concejal, pero que más tarde fue ejecutado como venganza de mi bisabuelo, quien entregó pruebas de sus crímenes a la Corte Roja. Los Stone traicionaban, los Aaline nos vengamos.

Luego le procedió la guerra de nuestros padres que empezó por los territorios de Idrysa, se cobró numerosas vidas, y culminó con un cese al fuego directo. Ellos ganaron esa batalla. Mis progenitores aún dirigían el Consejo de los Clanes. Fue un empate que hizo que me preguntara cómo terminaríamos nosotros.

Nada como el odio para hacernos sentir vivos. Odiarlo era todo lo que necesitaba para despertarme en las mañanas.

Aun así, no todo se remontaba a una disputa ancestral, yo poseía mis propias razones para odiarlo y sabía que él disfrutaba de las suyas para detestarme.

—Admito que en la cena no me pareció tan prejuiciosa —comentó decepcionado.

Me crucé de brazos, intrigada.

—¿Y cómo le parecí?

—Belicosa.

Había algo en la manera en que lo dijo que envió una corriente de electricidad a través de mi piel.

Las cosas nunca eran lo que parecían, siempre eran peores y yo también.

―¿Belicosa? ―repetí―. Me han dicho cosas peores.

― ¿Quién lo hizo? Suena agradable.

―En realidad, no lo es.

―Usted no se parece a nada de lo que imaginé ―manifestó Diego como si no tuviera suficiente de mí y se lo di.

―¿Lo dice por las cartas?

Él y yo habíamos intercambiado correspondencia, escribiéndonos cartas de odio a lo largo de los años.

Yo le envié la primera cuando éramos niños y él me mandó la última un mes antes de que viniéramos a la academia. El contenido varió entre insultos, novedades pesadas, y provocaciones que no hicieron más que empeorar mientras crecíamos.

Había gente que tenía amigos por correspondencia, yo tuve un enemigo y uno ávido.

Coleccioné cada carta que recibí de su parte, atesorándolas y estudiándolas, hasta que decidí quemarlas todas al acercarse nuestro encuentro en persona.

―No. Creí que había logrado conocerla un poco a través de nuestras cartas y me está probando lo contrario.

Yo también me decepcioné.

―Qué bien.

Si bien nunca nos vimos en persona, eso no implicaba que no nos enfrentamos en el pasado.

Desde que empezamos a entrenar, tuvimos el mismo objetivo y nos pusieron en igualdad de condiciones. Posiblemente, teníamos más en común que muchos aliados, lo que nos hacía más que simples rivales.

Cuando terminé de leer cada libro aceptado por los clanes y me consideraron una experta en medicina, Diego dominaba una cuantiosa cantidad de idiomas y podía vencer sin ayuda a un escuadrón entero en un minuto. Esos eran unos pocos ejemplos entre miles. Yo planificaba estrategias que nadie descodificaba. Él deducía los próximos movimientos de los otros antes de que siquiera se les ocurrieran. La pregunta correcta no sería si uno de los dos destruiría al otro, sino quién lo conseguiría primero.

Gracias a eso, recibimos dosieres sobre los progresos del otro y el deseo de superarnos se transformó en una necesidad vehemente. La rivalidad académica creció y echó raíces dentro de nosotros. En cambio, la enemistad personal se instauró dos años atrás y no paramos desde entonces. Por eso me sorprendía su actitud.

Él era el día, el sol y el dióxido de carbono. Yo, la noche, la luna y el oxígeno. Coexistíamos como los opuestos que se atraían para acercarse lo necesario para matarse mutuamente. En consecuencia, vivir juntos sería un reto para ambos.

―¿Y qué esperaba usted de mí? ―indagó, intrigado.

―Siendo honesta, usted superó mis expectativas.

―Como siempre.

―Esperaba que fuera molesto, pero usted es extraordinariamente irritante —me precipité a pronunciar ante el honor con el que aceptó mi declaración.

Aunque no esbozó una sonrisa, la cara de Diego reflejó diversión. Me cuestioné con seriedad qué era lo que él consideraba divertido.

―¿Irritante? Entonces, le enoja que le diga la verdad.

―¿Y qué verdad es esa?

―Que se aferra tanto a las ideas que ha formado en su cabeza acerca de los demás, incluyéndome, que ni siquiera se molesta en corroborar qué tan acertadas son ―dedujo, basándose en esa noche.

―Descuide, lo son. ¿O si no cómo podría saber que está tan sumido en su arrogancia que sonríe cada vez que alguien lo amenaza, porque seguramente su orgullo ya no le permite tomarlo en serio y le causa gracia? ―expuse, utilizando sus reacciones durante la velada como evidencia.

―Buena deducción.

―Gracias.

―Y no es del todo acertada.

―¿No?

―No sonrió solo porque lo encuentre interesante, lo hago porque me da la impresión de que usted lo disfruta más que yo y eso, Aaline, es lo divertido ―explicó él, diciendo mi apellido, no como si fuera un insulto, sino como una provocación.

Me descubrió. Torcí la boca ante el mínimo indicio de una sonrisa sincera y no sardónica. No iba a sonreír por algo que dijo mi enemigo, no sabiendo que quizás era la primera vez que sonreía de verdad en un largo tiempo y por algo tan sencillo.

—No hay nada de divertido en esto.

Mis ojos navegaron brevemente por el mapa de estrellas trazado en el cielo nocturno y recién ahí regresé mi mirada hacia Diego, quien le dio un golpecito al libro que sostenía.

―¿Qué pasaría si le digo honestamente que estaba leyendo porque estaba pensando en lo que mencionó hace rato?

―Le arrojaría el libro de no ser que temo romper sus páginas.

―Es bueno saber que tiene principios.

―Alguien tiene que tenerlos.

―Y eso es porque prefiero leer antes que conversar con personas ―suspiró él, tiró la cabeza para atrás por un segundo, causando que se le marcaran las venas del cuello, y volvió a erguirse al finalizar la oración.

―Pero está hablando conmigo ―remarqué con intriga.

―Sí.

Su respuesta ambigua me confundió y la cruda curiosidad dominó mis sentidos.

―Dijo que estaba pensando en lo que dije. ¿Acaso no me va a contar por qué?

―Causó una impresión en mí ―respondió Diego, pausando cuando una corriente de viento suave se entrometió.

—¿Le molestaría explayarse?

―Leer este tipo de cosas está prohibido, sin embargo, ahí estaba usted, citando una frase de este libro, uno de mis favoritos si me permite agregar, sin que le importara lo peligroso que fuera. No es lo que esperaba.

―Sea cuidadoso, suena un poco prejuicioso.

―Le concedo eso. No lo decía con esa intención. En mi defensa, se ha creado una reputación. Siempre sigue las normas. Nunca comete una infracción. Nadie creería que la perfecta y más que perfecta heredera de su clan cometería un crimen de esa clase.

Tuve que aceptar que no se alejaba tanto de la realidad. Trabajé muy duro para vanagloriarme de la reputación que fabriqué, a su vez, los otros Construidos también tenían las suyas.

―Quizás solo soy muy buena en salirme con la mía ―presumí con altivez.

―Como dije, impresionado.

―En cambio, usted le hace justicia a su reputación.

―¿Porque soy increíblemente encantador?

Clanes, él era la arrogancia personificada.

―No, solo es tan malo como lo hacen sonar.

―Que usted me considere malo, es un cumplido, significa que estoy haciendo algo bien ―se jactó con ingenio.

―Ahí lo tiene ―bufé.

―¿Qué?

—No soy prejuiciosa, solo no entiendo por qué es cortés conmigo. Ambos sabemos que nuestros clanes están en posiciones opuestas.

—Eso ya lo sé, señorita Aaline, pero no por eso seré irrespetuoso —masculló y me mordí la lengua―. No me conoce y yo no la conozco. Así que no me haga un antagonista. Si yo fuera su villano, usted no podría hablar o caminar apropiadamente para variar.

Su reacción me intrigó.

—¿Y cómo lograría eso?

—Le conviene no averiguarlo.

—Yo decido lo que me conviene.

—Como guste —suspiró él y su mirada cansina se perdió entre la noche—. Soy su villano, su peor enemigo y todo lo que quiera que sea. Nada de eso cambia lo que yo pienso de usted.

Me puse a rodar los ojos por su sarcasmo.

—¿Qué opina?

—A eso es a lo que voy. Lo descubriré a medida que la vaya conociendo.

—Le pido disculpas ―expresé diplomática, todavía dudando de sus intenciones―. Lo hecho, hecho está.

—Concédame la posibilidad de decirle que yo elijo no juzgar a las personas hasta haberlas conocido. Es más sensato —proclamó y con cada oración que ese chico decía, las enseñanzas que había aprendido sobre mantener nuestra enemistad se iban a la basura—. Me sucede algo similar con los libros.

Me inquieté. Conversar de literatura conmigo era como coquetear.

—¿Y qué?

—Creo que hay que tener la cabeza abierta, tener bases para criticar algo, y no he olvidado las normas, aunque no lo parezca —empezó a decir Stone—. No puedo hablarle en nombre de mi familia; pero me aseguraré personalmente de saber de usted en vez de prejuzgarla; espero que haga lo mismo.

—Sus palabras no van a cambiar sus acciones.

—¿Y qué tan grave fue lo que le hice?

Fue insólito que tuviera la desfachatez de preguntarlo.

—Mi prueba. El espía. ¿Fue usted? ¿Usted lo envió?

Tragó con dificultad y los músculos de su mandíbula se tensaron. Bastó ver su cara para confirmarlo. Pasó de pura diversión a arrepentimiento al instante.

—Sí, lo hice.

Mordí el interior de mejilla, lamentando tener razón.

—¡Lo sabía!

Tras su admisión, fue enderezándose.

—Y no fue por los motivos que supone. Fue parte de mi prueba. Entrené con él, era un soldado y mi amigo también y cometió un error. Fui el encargado de dar su sentencia. Tenía tres opciones: ejecutarlo yo mismo, mandarlo a la Corte Roja para que un desconocido lo hiciera o dejar que se convirtiera en un espía para nosotros. Elegí la que creí que lo mantendría vivo. No soy un asesino a sangre fría.

Él no. Pero yo sí.

Chasqueé la lengua.

Por más que fueron mis instructores quienes lo envenenaron y me obligaron a callar y ver cómo moría, pude haber hecho algo y no lo hice porque estaba más asustada de lo que ocurriría si decía algo que si no lo hacía. Sin embargo, no vi venir que fuera importante para Diego. Aunque los dos lo perdimos, aquello no me haría olvidar lo que sucedió.

—Lástima que su plan no funcionó —bramé con amargura.

—¿Sabe qué? Usted realmente está tratando de que la odie y la verdad es que se acerca a lograrlo cuando dice cosas así —declaró con un tono que me aseguró que iba en serio—. Estamos a mano.

—No, no lo estamos. Usó esa información en mi contra.

En ese tiempo, mi clan pretendía formar una alianza anticipada con uno de los delegados y fracasó a causa de lo que el clan Stone reveló acerca de las intenciones de mi familia al respecto. No era políticamente correcto que las alianzas se originaran antes de la competencia en el internado, ya que robaba las oportunidades de los demás y arruinaba la tradición. En lo personal, estuve un poco agradecida cuando se canceló aquella posibilidad de matrimonio. Mis padres, no. Ese era el problema. No podía ser egoísta y pensar que me hizo un favor.

—¿Y usted no habría hecho lo mismo?

—Sin siquiera dudar.

—Bueno, tenía que hacer algo para averiguar si iba a intentar liquidarme por milésima vez —se defendió Diego, aunque no sonaba enfadado por ello.

Lo analicé más que ofendida.

—Yo no hice tal cosa. Por otro lado, los mercenarios que envié, sí.

Después de la cuestión del espía, quedé un poco molesta y aquello fue el resultado.

—Espero que no haya gastado mucho dinero porque sigo vivo.

—Descuide, no sufrí ninguna pérdida.

—En ese caso, lo admite.

Arrugué la nariz, jocosa.

—Qué pena que no tenga testigos.

—Supongo que quedará entre usted y yo —dijo como si fuera algo que lo beneficiara.

—Y la tumba que cavara durante estos años en la academia.

—Si tanto desea asesinarme, me sorprende que no se tirara encima de mí y termine con esto.

—Eso no sería divertido —argumenté, disfrutando de la pelea.

—Yo difiero —aseguró él sin romper el contacto visual.

—Puedo enumerar miles de otras razones para tratarlo peor que la muerte.

—Adelante, yo puedo hacer esto toda la noche —replicó Diego con solidez.

—No me tiente.

—No me provoque. La diferencia entre nosotros es que yo sí sé separar los negocios del placer o del odio, mejor dicho.

La respuesta produjo una chispa en mi interior. Había esperado bastante para conocerlo y no me defraudó. Yo no le entregaría mi odio a cualquiera. Diego Stone se lo ganó por mérito propio. Lo odiaba y, clanes, lo odiaba.

―¿Me está amenazando?

Él pasó la lengua por los labios para humedecerlos y se jactó de lo siguiente:

―La pregunta me ofende. Si no se dio cuenta de ello desde que la vi, tal vez debería hacerlo más claro. Esto es una amenaza, mi belicosa enemiga.

Jadeé con incredulidad. Volteé por un segundo y ahí me percaté de algo.

—De todos modos, ¿no se supone que los guardias deberían estar aquí?

—He oído a los oficiales conversar. Tienen un descanso de treinta minutos y su cambio de turno es a las once de la noche y después a las seis de la mañana. Por eso he aprovechado para salir.

La información fue valiosa.

Idrysa había establecido un toque de queda hacía décadas en busca de reducir los delitos. Nadie podía abandonar sus hogares o el lugar en el que se encontraba en el momento a partir de las diez de la noche hasta las cinco de la mañana. Si circulaban por las calles fuera del horario permitido por más que fuera por una emergencia, el castigo era severo. Los únicos que sí podían eran los soldados de la Corte Roja que custodiaban el reino entero.

—Entonces, será mejor que me vaya —suspiré. Todavía existía un detalle que me consternó y me quedé. Era mi enemigo y me había ayudado—. Durante la cena, cuando yo mencioné una frase de Historia de Dos Ciudades y usted mintió cuando podría haberme acusado, ¿por qué motivo lo hizo?

—Tiene razón. No le he encontrado el sentido. Hemos cometido el mismo crimen y si nos hubieran descubierto probablemente compartiríamos una celda. Tengo que llevarme bien con mi compañera para prevenir cualquier conflicto. Se llama instinto de supervivencia ―se defendió. A pesar de la oscuridad que nos rodeaba, pude notar su sonrisa.

—¿Usted se está riendo de mí?

—No, solo soy honesto.

Claro que no le creí.

—La honestidad escasea en estos tiempos, permítame dudar.

—Estoy de acuerdo. Todos han dicho mentiras y he llegado a la conclusión de que hay dos clases de mentirosos: las personas de hoy en día que se dedican a mentirles a los otros y los que se mienten a sí mismos.

—Entonces, responda mi pregunta: ¿a qué clase pertenece usted? —pregunté abiertamente.

―Tendrá que averiguarlo.

―Lo lamento, pero soy muy inteligente como para caer en lo que sea que planeé.

―Tal vez no pretendo que caiga precisamente.

No tardaría en descifrar lo que buscaba. Podía leerlo como a un libro y la lectura era uno de mis pasatiempos favoritos.

—Así que usted está siguiendo al pie de la letra la famosa estrategia de "mantén a tus amigos cerca".

Diego procedió a caminar, apoyando los codos en el barandal y curvó sus labios hacia arriba con una amplia sonrisa.

—"Y a tus enemigos aún más cerca".

―Cuidado. Está muy al borde. Pensándolo mejor, hágame un favor y muera.

―Nunca. Si lo hiciera, su cara sería la última que viese. Qué triste sería para mí.

Antes de que tuviera la posibilidad de responderle, escuchamos unas pisadas ajenas y de inmediato un pánico apareció: eran los guardias volviendo a sus puestos. Había hablado durante media hora con él y tuve la sensación de que habían sido dos minutos. Me escondí detrás de las cortinas y él también. Los oficiales no podían vernos; si lo hacían tendríamos una sanción por violar el toque de queda el primer día.

Estaban lejos debido a que el pasillo era extenso y nos escuchaban por eso, aun así, no tenía idea de cómo regresaría a mi cuarto sin ser vista.

—¿Qué haremos ahora? —susurré, consternada.

No podía estar sucediendo eso.

—¿Por qué me pregunta a mí? ¿No me quería muerto? —bisbiseó en un tono burlón y suave.

—Engreído.

—Creo que tendremos una cita en la sala de castigos —contestó en voz baja. Yo rodé los ojos hacia el cielo. El brillo de la diversión en su mirada nunca se iba y no entendía cuál era su causa. ¿La situación? ¿Yo? ¿El mundo, quizá?—. Es un chiste.

—No es momento de bromas.

—Usted no es de sonreír mucho, ¿cierto?

—De hecho, sí lo hago. Solo que no encuentro nada interesante ni divertido por aquí.

—Tiene el corazón hecho de piedra —insinuó Stone, simulando que le había dolido mi comentario.

—¿De qué corazón me está hablando? —cuestioné, acercándome de manera inconsciente hacia él.

―Bueno, a diferencia de usted, yo tengo uno.

―Sí, ¿y para qué le sirve?

―Oh, usted no podría ni empezar a imaginarlo.

―Y no pretendo hacerlo.

―¿Sabe qué? Deseo que se enamore tan profundamente que será capaz de cualquier cosa por esa persona ―maldijo, el descarado.

Nuestro reino nos prohibía sentir, así que eso era considerado un improperio de la peor clase.

―¿Cómo se atreve? ―respondí ante su insulto.

―Así.

Y entonces, nos descubrieron. 

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