14. La casa de los placeres violentos
La entrada principal era un engaño. A simple vista daba la impresión de que el sitio era un hotel común y corriente y en realidad era lo opuesto.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Diego luego de que traspasamos el vestíbulo y cerraron las puertas detrás de nosotros a causa del toque de queda.
—Es una casa del placer —respondí tras guardar la llave del cuarto y analizar lo que nos rodeaba.
Diego no le prestó atención y me miró de soslayo con una mezcla de estupor y algo de carácter pecaminoso.
—¿Y tú cómo lo sabes?
Oscilé, dubitativa.
—Adiviné.
—Qué ocurrencias peculiares tienes.
—Igual que tú.
Idrysa era un reino peculiar.
Si bien tenía leyes que prohibían cosas como los sentimientos, sus costumbres eran bastante abiertas respecto al sexo. Por más que uno pensara que no dadas las otras costumbres, todos y absolutamente todos podíamos acostarnos con quién quisiéramos si así lo deseábamos. Daba igual si eran personas de otros clanes o no. Ninguna norma nos los impedía, ni siquiera a los Construidos.
La única condición era que debía ser un secreto. Jamás podrías salir en público con esa persona o decir que tenías una relación oficial.
¿Por qué?
Generaría sospechas de que podría ser amor y, a fin de cuentas, el amor mataba a más personas que una guerra.
Además, una vez que el gobierno eligiera con quién contraerías matrimonio, no habría vuelta atrás. Tenías el derecho de dormir con cualquiera, incluso si estabas comprometido, hasta que estuvieras oficialmente casado, ya que el adulterio estaba penado con la muerte.
Así que, yo podría acostarme con la mitad de mis pretendientes y nadie podría quejarse mientras no tuvieran pruebas de ello. Solo había una diferencia entre la nobleza y los nacionalistas: la reputación. No podía arriesgarme a que se corriera el rumor de que tenía encuentros con alguien como Diego, por ejemplo, o me quemaría en una hoguera igual que a una bruja. Me reté a mí misma por usarlo como ejemplo. Pero el punto quedó claro.
En consecuencia, la gente comenzó a crear lo que se denominaba una "casa del placer". No eran burdeles, sino establecimientos clandestinos específicamente hechos para uno fuera, se ocupara de sus asuntos privados y se marchara sin que nadie se enterase. O al menos eso oí que se rumoreaba. No creí que existiesen de verdad hasta que terminé atrapada en una.
Si salíamos, nos atraparían los guardias rojos que aseguraban que nadie quebrantara el toque de queda y estaríamos fritos si averiguaban quiénes éramos. Por otro lado, si nos quedábamos, solamente el destino sabría qué sería de nosotros. En conclusión, no teníamos escapatoria.
—Ahora que ya hemos alcanzado la hora máxima, ha llegado el inicio de la velada más esperada —anunció quien se había presentado como la dueña del hotel minutos atrás—. Como todas las noches, nos complace que ustedes sean complacidos. Por ende, hoy le daremos un toque especial a la noche.
Las instalaciones de la casa del placer no daban ni una pista de a qué clan pertenecía. El lugar se reducía a un edificio de forma rectangular construido con cemento y piedras que se limitaba a dos pisos de un tamaño regular con paredes que no tenían más decoraciones que apliques de madera y velas que generaban una atmósfera íntima para los individuos que aguardaban en aquella sala contigua. Para colmo, la fusión del calor de la primavera y la conglomeración de cuerpos calientes en un espacio reducido me subían la temperatura. Supuse que eso no era casualidad.
—¿A qué crees que se refiere con eso? —le susurré a Diego, manteniéndome cerca de él porque era la única persona que conocía.
—Probablemente, algo pecaminoso —contestó sin filtro alguno—. Tendremos que quedarnos para saberlo.
—En ese caso, no tengo la intención de averiguarlo.
No hubo resistencia de su parte y se puso en marcha.
—De acuerdo. Vamos a nuestro cuarto.
Mi corazón saltó. Tuve que detener a Diego.
—Pensándolo bien, sí me da curiosidad. Quedémonos.
—Si eso es lo quieres —se encogió de hombros.
Pese a las circunstancias, dormir en la misma cama que Diego Stone me ponía nerviosa y, si lo podía aplazar, lo haría.
—Lo es.
Los dos callamos para oír a la dueña de la casa del placer, quien volvió a hablar.
—Para aquellos que vinieron acompañados o en busca de compañía, tenemos una pequeña sorpresa —informó ella y unos sujetos enmascarados se pasearon por la sala distribuyendo unas vendas para los ojos. Diego y yo aceptamos una cada uno en silencio—. Es un juego a ciegas. La atracción no se basa solo en las apariencias, es algo que, por desgracia, se siente, si queremos decirlo así. En honor a eso, pónganse las vendas, no digan nada, y descubran si la persona con la que vinieron es la misma con la que se van. Después les diremos cuándo quitárselas y podrán retirarse a sus respectivas habitaciones.
Todos se emocionaron. A mí se me calentaron las mejillas.
—¿Qué dices? —consultó Diego antes de hacer nada—. ¿Vas a participar?
Fingí seguridad.
—¿Por qué no lo haría? ¿Aún estás molesto por el incidente del ladrón?
Lo negó con naturalidad.
—No, ¿por qué lo estaría? Eres libre de hacer lo que quieras.
—Nadie lo cuestiona —repliqué sin confiar en su negativa sobre el ladrón en su totalidad—. ¿Quieres hacer una apuesta?
Mi sugerencia lo intrigó de inmediato.
—¿Sobre qué?
—No será una suite lujosa, solamente habrá una cama en nuestro cuarto.
—Lo sé. —Diego esbozó una sonrisa—. Será una tortura para ti. No sé cómo harás para mantener tus manos lejos de mí.
Cerré mi puño, irritada.
—Yo tampoco. Estaré muy tentada a ahogarte con la almohada.
Él tragó grueso, quizás acordándose de la vez en la que le di un almohadazo.
—Créeme, si tú no lo haces, terminaré haciéndolo yo si debo dormir en el mismo sitio que tú.
Pasé de largo el comentario.
—Entonces, hagamos una apuesta. Si tú la ganas, te quedas con la cama y, si gano yo, duermes en el piso.
—Te escucho.
—Quien consiga a alguien para el final de este juego extraño, gana.
Accedió sin dar mucha pelea.
—Eso no será difícil.
—Tampoco para mí. —Levanté mi ceja izquierda—. ¿Por qué lo dijiste así? ¿Piensas que no lo lograré?
—No dije eso.
—Pero se te pasó por la cabeza.
—No tienes idea de qué sucede en mi cabeza —aseguró él, chocando mi hombro con su brazo de manera juguetona—. Ahora es tu turno de aprender cómo se seduce a alguien.
Amenacé con soltar una risa socarrona.
—Por favor, como si pudieras encontrar a alguien que esté dispuesto a ser seducido por ti.
Fue su turno de burlarse.
—¿Qué le ocurre, señorita Aaline? ¿Detecto celos en su tono de voz?
Lo ignoré. Anunciaron que iniciaría el juego y Diego se fue colocando la venda. Yo también cubrí mis ojos. Sería una apuesta interesante.
Perdí la vergüenza. El evento en sí era raro y extrañamente agradable. Todo era aterrador y potente y nuevo y emocionante. Mis sentidos se activaron mientras deambulaba entre la gente. Era casi artístico, como una danza.
Oí sus respiraciones, olí sus perfumes, y percibí la calidez de sus anatomías cuando chocábamos por accidente. Obtuve caricias pasajeras, suspiros y otras cosas, sin embargo, no sentí nada hasta que me topé con una persona misteriosa.
Despertó mi curiosidad. Desconocí el motivo. No tuve la necesidad de seguir buscando por el momento. Aunque todavía estaba en el epicentro de aquel juego casi erótico, decidí concentrarme en esa persona. La colisión no fue agresiva, sino lenta y cálida. No veía nada y eso lo hizo más intenso.
La persona yacía frente a mí, lo podía sentir, fue respetuosa y esperó a que yo realizara el primer movimiento.
Me gustó.
Lamí mis labios con anticipación y estiré las manos sin saber qué esperar. Mis dedos hicieron contacto con su abdomen a través de la tela de su ropa. Su torso era firme, cálido y marcado igual que una escultura. Lo tracé con suavidad. Traté de ser cuidadosa para respetar sus límites y no sobrepasarme. Además, portaba una fragancia sutil y masculina que me agradó. Sonreí con timidez en cuanto fue su turno de explorar.
A diferencia de mí, guio sus palmas a mis brazos, provocándome un jadeo ahogado al sorprenderme. Me dio un cosquilleo. Las yemas de sus dedos pasearon desde mis hombros hasta las puntas de mis dedos, dibujando líneas invisibles que dejaban un rastro de sensaciones. Las caricias en mi piel expuesta me propinaron varias corrientes que fueron directo a mis terminaciones nerviosas. Sabía lo que estaba haciendo.
En vez de apartarnos e ir en búsqueda de alguien más, elegimos continuar con nuestra exploración mutua y nos acercamos un paso, eliminando el espacio que nos separaba. La punta de sus zapatos chocó con la punta de los míos. Así lo supe. Solamente quedó la locura y el deseo naciente entre nosotros.
Era una expresión salvaje. No había pensamientos, solamente sensaciones. Carecía de una razón para resistirme y me resultó liberador poder tocar y ser tocada exclusivamente por la emoción que generaba. Repudiaba a las emociones en general, pero a veces se sentían de maravilla, incluso si luchaba para negarlo.
Tomando iniciativa, la persona sostuvo mis manos y las llevó a su rostro para darme el permiso de delinear sus facciones. Tuve que ponerme en puntas de pie para ello. Él debía ser alguien alto.
Por su lado, me soltó y cerró su brazo alrededor de mi cintura sin extralimitarse con la intención de ayudarme y aproximarse más a mí. Era alguien considerado y a la vez dominante. Si yo tuviera un tipo de personas que me atraían, sería ese.
No hubo una explicación racional para que el sonido de mis latidos golpeara contra mis oídos. La tensión se acumuló en la zona baja de mi estómago. Era extraordinario.
Separé los labios de manera inconsciente mientras acariciaba con suavidad e intentaba imaginar su rostro basándome en lo que tocaba. No fui capaz de hacerlo. Pero tuve el presentimiento de que se me hacía conocido.
Por otra parte, la persona fijó su agarre en mi cintura y subió su mano libre y grande, recorriendo la curvatura de mi espalda, hasta detenerse en mi cuello para hacer que tirara la cabeza para atrás y lo enfrentara incluso si no podía verlo.
Tuve problemas para respirar. Me estremecí. Fue placentero. Siempre me encantaba un buen desafío.
Entonces, acuné su cara como si fuera a besar a esa persona a la vez que me atraía hacia sí con una dolorosa y perversa lentitud que me incitaba más.
Sentí el borde de sus labios, rozando los míos y haciéndome cosquillas.
Iba a hacerlo. Juraba que lo besaría y justo en ese instante todo desapareció.
—Perdón por la interrupción, pero es hora de la verdad —intervino la dueña de la casa del placer, cortando todo lo bueno que se iba a venir—. ¡Abran los ojos y vean quién es la persona que desean más!
La persona y yo no nos despegamos de inmediato, sino que gozamos del último instante de misterio antes de separarnos y quitarnos las vendas como si nos estuviéramos desnudando.
Mi respiración turbulenta se serenó de sopetón. Los latidos alocados de mi corazón cesaron por el shock. Mi boca se cerró de golpe y retrocedí un paso. La sorpresa me arrastró a un sitio al que pensé que no iría. No podía ser posible. Me negué a aceptar la verdad por más de que estuviera frente a mis narices.
Era él.
Diego me contemplaba con sus ojos diferentes y suplicantes. Por alguna razón no lucía sorprendido o molesto por el hecho de que era yo. Parecía estar atrapado en un ciclo sin fin en donde el exterior desaparecía y solamente sobrevivimos los dos en la sala. No se atrevió a pronunciar nada y yo tampoco.
Fue así por un rato. Los individuos a nuestro alrededor comenzaron a irse a paso lento sin darnos una excusa para no conversar. La tensión entre nosotros creció. Lo peor era que todavía sentía los efectos de sus caricias en mí como un veneno para el que ni siquiera yo era capaz de crear un antídoto.
¿Cómo diablos nos habíamos encontrado a ciegas en una habitación llena de gente?
—Hola, belicosa —saludó Diego, ladeando la cabeza al sonreírme—. Cuando dijiste que no creías que nadie más lograría venir conmigo era porque secretamente planeabas elegirme tú, ¿no?
—¿De qué hablas? —bufé estando agradecida de que me sacara el nerviosismo y lo reemplazara con odio—. Estoy segura de que hiciste trampa y me buscaste a propósito para fastidiarme.
—Oye, podré ser muchas cosas, pero no soy un tramposo.
—Entonces, ¿qué? —farfullé con una sonrisa cruel—. ¿Debo creer que de verdad me deseas?
—Piensa lo que quieras —replicó él sin negarlo.
—Lo hago. ¡Se llama libre albedrío!
Y peleamos el resto del trayecto hacia nuestra habitación ubicada en el segundo piso. En realidad, nos servía para descargarnos. Supuse que ninguno de los dos estaba listo para admitir que por un instante efímero la atracción fue real.
Yo viviría y moriría mil veces antes de admitirlo en voz alta. Además, todo lo que sentía se fue al saber que era él.
—Dame la llave, por favor.
—¿Para qué?
—Para abrir un portal a otra dimensión —respondió Diego con sarcasmo—. ¿Para qué va a ser? Voy a abrir la puerta.
Le entregué con cara de pocos amigos y, en efecto, yo tenía muy pocos amigos.
—La otra dimensión sonaba mejor.
Entretanto él abría la puerta, vislumbré a las parejas que ingresaban acarameladas a sus cuartos. Las muestras de afecto en público me incomodaban y no lo disimulé con mi expresión.
A Diego siempre le daba risa cada vez que hacía esa cara. Ese hombre tenía un sentido del humor raro. Todo lo que hacía yo le provocaba ganas de sonreír.
Entramos sin más. Si bien sabía que la casa del placer era pequeña, la habitación parecía ser diminuta y desencadenaba en un baño ínfimo. La decoración del cuarto no era muy diferente a la de la sala en la primera planta. Lo especial que tenía se reducía a que había una ventana justo detrás de una cama matrimonial.
Una mecedora de madera se ubicaba en una esquina junto a una cómoda vieja con un candelero en la otra punta, y, por suerte, también había un sofá donde cabía alguien para dormir.
La suerte nos favoreció. Diego y yo intercambiamos una mirada, activando nuestro instinto competitivo, y corrimos a la cama para ver quién llegaba primero.
—¡Ja! —vociferé al ser la ganadora por haberme arrojado a la cama sin miramientos—. Espero que el sofá sea más incómodo y frío que el piso.
—Seguro será más cálido que tú —farfulló tras perder.
Apoyé los codos en el colchón, tirando mi cabello hacia atrás, con la intención de observarlo bien.
—Oh, Stone, eres un mal perdedor.
Él se cruzó de brazos, parándose frente a mí o, mejor dicho, frente a mis piernas.
—Y tú, Aaline, eres una vil ganadora.
Lo acepté como si fuera un cumplido y levanté las piernas para presionar mis tacones bajos contra su pecho.
—Pero una ganadora, ¿verdad?
A modo de respuesta, Diego tensó la mandíbula.
—No hagas eso.
Reí, acelerada, y fui subiendo desde el cinturón de su pantalón hasta sus pectorales como si caminara sobre él.
—¿Por qué no? ¿Te molesta?
Acto seguido, borró toda mi vileza al cerrar sus manos sobre mis tobillos para frenarme.
—Todo lo contrario.
No imaginé que haría lo siguiente. En un movimiento provocativo tomó el control de mis piernas, se metió entre ellas, y me atrajo hacia sí sin pudor alguno.
Otra vez me palpitó el corazón y mi cuerpo entero se despertó.
Resollé, azorada, estando al borde de la cama y expuesta, viendo cómo Diego se ponía de rodillas para estar a mi altura. Ninguno de los herederos se arrodillaba con tanta facilidad ante nadie. Hacerlo era un símbolo de respeto puro. Era algo histórico. Me dejó sin habla.
—Deberías saber que nunca nadie me tuvo de rodillas como tú. Deberías disfrutarlo.
Sin dejar que me intimidara, dije:
—Lo hago.
—Admítelo —suplicó él con la respiración agitada como la mía y sus palmas descansando sobre mis piernas separadas—. Por un segundo, aunque fuera por un bendito y maldito segundo, me deseaste.
Sin importar que mi vestido se volviera un desastre al igual que yo, me mantuve firme.
—¿Admitir qué? No tengo nada que admitir.
Trazó círculos sobre mis rodillas, jugando con las insinuaciones que largábamos.
—¿No? ¿Y qué hay de lo que sucedió esta noche?
Quise continuar por la ruta más fácil: el humor.
—¿Hablas del hecho de que te robaron? Eso fue lamentable, es decir, ¿cómo pudo sucederle eso a uno de los comandantes del ejército de Idrysa?
Le causó diversión acordarse de ello.
—Tenía mi atención puesta en otra parte.
Entrecerré los ojos.
—¿Dónde?
A pesar de que estaba arrodillado, fue como si hubiera estado sobre mí a la hora de responder.
—En ti.
No dije nada. Mi pecho bajó y subió con dramatismo.
Diego se preparó para agregar lo siguiente.
—Subestimas el poder que ejerces.
—¿Sobre qué? —indagué, desconfiando de cada cosa que salía de su boca.
—Yo.
La avaricia me gobernó y la revelación de Diego me dio un cosquilleo.
—¿Y qué te hago, Diego?
El rubio negó con la cabeza.
—Si te lo digo, sería admitir algo que tú no estás dispuesta a confesar.
A riesgo de ser repetitiva, me intrigó. Ser el producto del odio y el objeto del deseo de alguien era una bomba de tiempo y quería que explotara frente a Diego. Me cegó la idea de verlo vulnerable. El amor era una debilidad, pero el deseo era un arma y eso yo lo podía controlar.
—Lo haré si tú lo haces —respondí, inclinándome y conduciendo sus manos para que subieran más por mis muslos.
—Te olvidas de que yo también tengo mi orgullo.
La falda de mi vestido también fue subiendo.
—Y eso es todo lo que realmente te queda, ¿verdad?
—Tienes una boca muy grande para ser tan pequeña —sentenció él y su tono descarado me cobró factura.
—Y apuesto a que debes tener un pene bastante diminuto para andar compensándolo con ese ego.
Diego me apretó con fuerza para vengarse.
—No tengo nada que compensar. Mi ego es del tamaño apropiado, cariño. ¿Quieres evidencia?
La temperatura de mis mejillas escaló a pesar de que fui la que inició la pelea.
—Estás de manicomio.
Una suave caricia se extendió por mi piel. Diego me acechó con la mirada.
—¿Y tú? ¿Y qué haces pensando en mi pene? ¿Fantaseas con él? ¿Te enloquecen las cosas que podría hacerte? ¿Los problemas en los que podrías meterte? ¿Dónde está la inocencia de la que te jactas?
No quería sonar repetitiva, pero me estremecí, imaginando lo que describió.
—No te tocaría ni aunque fueras el último hombre en la tierra —aseguré instintivamente.
—Eso sería lindo. —La intervención de Diego retumbó en el cuarto y en mi corazón—. Pero, si tú y yo fuéramos las dos últimas personas que quedaran en el mundo, ya no tendrías excusas para pretender que eso no es cierto.
La vehemencia de su tacto hizo que hormigueara algo dentro de mí.
—No proyectes tus deseos en mí. Ese es tú.
Una mueca burlona se presentó en él a sabiendas del efecto que tuvo.
—Dices eso y tus piernas están temblando.
Se me puso la piel de gallina.
—Tengo frío.
—Estamos en primavera.
—¿Y qué? Soy una persona friolenta —me justifiqué, tomando aire—. Siempre necesito algo para dormir.
Sus dedos circularon sobre mí, adueñándose de las partes que tocaban.
—Me tienes a mí. ¿Quieres que te caliente?
La insinuación me descolocó.
—¡Diego!
—La cama —añadió, incisivo, estrellándome con las ansias de sus ojos—. ¿Quieres que te caliente la cama?
Eso no mejoró las condiciones en las que se encontraba mi mente.
—Qué amable de tu parte. Te diría que es muy considerado, pero si supiera con antelación que solo sobreviviríamos nosotros, me envenenaría a mí misma.
Diego replicó de la misma forma pérfida.
—Y si tú fueras la única persona que quedara en el mundo además de mí, me suicidaría.
—¡Te lo agradezco! —exclamé, fastidiada—. Dicen que es mejor estar sola que mal acompañada.
Se tomó muy en serio lo que dije.
—De acuerdo.
Lo detuve en cuanto amenazó con irse.
—¿Podemos volver a las confesiones? ¿No ibas a admitir algo?
Su atención se mantuvo fija en mi mirada a pesar de que, si yo fuera él, habría mirado en otras partes más voluptuosas de mí.
—Eres la persona más manipuladora, irritante y perversa que he conocido.
Vacilé, confundida.
—Vaya, sí que sabes cómo regalarle un cumplido a una chica.
Él continuó, armándose de valor.
—Pero también eres la más astuta, deslumbrante, y hermosa.
Su sinceridad me sonrojó en medio de esa oscuridad. La luz azulada que ingresaba desde la ventana era nuestra fuente de iluminación. Hacía que todo diera la impresión de ser prohibido y pecaminoso y lo era.
—Eso es de conocimiento público. No me estás diciendo nada nuevo.
Exhaló como si hubiera estado conteniéndose.
—¿Y qué quieres de mí, Kaysa?
Aparté sus manos de mí y lo contemplé con autoridad.
—Quiero que lo digas en voz alta y con tus palabras.
—¿Por qué? —curioseó Diego, analizándome—. Lo estás convirtiendo en una de tus competencias, ¿cierto? Nunca lo admitirás si yo no lo hago primero.
Traté de que no se me notara en la cara que acababa de descubrir mis verdaderas intenciones.
—¿Qué cosa?
Diego buscó que dijera que sí.
—No finjas que no sabes de lo que estamos hablando.
Yo no pretendía mostrar ningún signo de debilidad.
—No pretendas que no te pedí algo.
Se adelantó a corregirme.
—No fue un pedido, fue una orden.
Curvé mis labios.
—¿Y por qué no la cumples? Sé que te estás muriendo de ganas por hacerlo.
—¿Estás segura?
—Así es cómo podemos ver al otro en un momento de debilidad, casi al... —inquirí, retomando la antigua conversación, y él terminó la frase por mí.
—Desnudo.
Lo reté.
—Si estás imaginándome sin ropa, ya perdiste el juego de antemano.
Me desafió con sus orbes encantadores.
—Oh, no. Yo prefiero esperar a ver la versión real.
—¿Piensas que la verás algún día?
—Quizás. Sé que esto es un juego para ti y nadie juega conmigo a menos que yo así lo deseé —repuso Diego, detestándome con apremio y lo gocé.
Su honor se enfrentaba a mi orgullo.
—Bien que te gusta.
Él constriñó mis muslos, exaltándome.
—Te encanta competir conmigo, ¿no? ¿Por qué no lo convertimos en una lucha? Quien deje de resistirse, se rinda primero y admita que desea al otro, pierde. Así será mi guerra contigo.
La intriga me incineró la piel.
—¿Y qué ganaría?
Con la voz ronca, dijo:
—Ser mi debilidad.
Pese a que mi cuerpo estaba sensible y ni siquiera me había tocado, sonó como un triunfo para mí.
Era una cuestión de orgullo y deber. Ganar me pondría por encima de él y, por ende, me aseguraría de que él se rindiera.
Después de todo, yo no tenía que resistirme a nada.
—¿Y cómo sabes que eso me interesaría en primer lugar?
—Lo puedo ver en tus ojos —dijo Diego, elevándose un poco para acercarse a mí—. No tenemos muchas cosas en común, pero sí esto. A los dos nos gusta pelear, más de lo que debería probablemente, y esa cama es solo otro campo de batalla para nosotros.
Observé la cama y luego a él.
—Perderás.
Mi contestación lo impresionó.
—¿Cómo lo sabes?
Con el deseo a flor de piel, me aferré a sus antebrazos, me levanté un poco y terminé sentándome a horcajadas sobre Diego. Fue un movimiento rápido que se repitió en mi cabeza a causa de las sensaciones me sacudieron hasta el alma cuando me acomodé sobre él.
Lo arrinconé. No había un rincón suyo que no estuviera pegado al mío. Fue embriagador y eso que no habíamos tomado ni una gota de alcohol.
—Simplemente lo sé.
Solté un jadeo, perdiéndome en la mirada de mi enemigo, y arrastré mis dedos hasta su rostro para que no dejara de mirarme.
Eso es, dije en mi cabeza.
Vi anhelo y rencor en él. Me hipnotizó.
Sus latidos se volvieron míos junto con el calor que emanaba de su ser. Me derritió a mí y a mis barreras. Su aliento me generaba cosquillas en mis labios, causando que quisiera mordérmelos, y su boca acariciaba la mía. Me dejó hambrienta de algo que dudaba que pudiera ser saciado.
No se apartó. Sus músculos contraídos aumentaron la tensión en mi vientre. Temblé como resultado de lo satisfactorio que era. Aquella posición sería mi ruina y la adoraba.
—¿Cómo?
No me atreví a pasar los límites y subirme al bulto de su pantalón. Eso sería demasiado para ambos. Me mantuve sobre sus piernas. Pero, siendo sincera, su cuerpo contra el mío prendió un lado de mí que no sabía que existía. Una parte de mí quería moverse, olvidar que se trataba de mi enemigo, mas resistí.
¿Por qué?
Yo siempre ganaba.
—Estás condenado, Diego, y yo soy tu condena. Puedo sentirte. Es cierto. En verdad me deseas. Lo haces más de lo que imaginé y te está matando por dentro.
Diego apretó los músculos de la mandíbula.
—Tú no tienes ni idea de lo que dices.
Intenté fantasear con ello.
—¿No?
La punta de su nariz rozó con la mía. Me dio cosquillas.
—¿Y qué hay de ti?
—¿Yo? Yo podría follarte aquí mismo, dejar que tocaras cada parte de mi cuerpo, y, aun así, odiarte porque al final no importaría si te deseara desde lo profundo de mi alma, aún haré lo posible por destruirte —declaré contra su boca.
Él sonrió con lascivia al oírme ser tan directa, me rodeó con sus brazos musculosos, apretándome más contra sí y robándome un gemido que odié que se me escapara.
—Y, si estás tan segura de eso, ¿por qué te resistes a dejarte llevar? ¿Por qué no comprobamos que eso es cierto? —sugirió Diego, rozando sus labios contra los míos al hablar—. ¿O tienes miedo de que en realidad te olvides de que me odias y empieces a desearme de verdad?
Si bien mi voz ya no era tan firme, mis palabras sí lo fueron.
—Yo siempre te odiaré. No dudes de eso.
Su concentración bajó hasta mi boca y jadeó.
—Demuéstralo, Kaysa, y te creeré.
El placer se arremolinó en zonas ilícitas de mi cuerpo en cuanto presionó mi espalda y percibí la firmeza de su cuerpo con mayor intensidad. Jamás había sentido nada así.
Tuve que controlar mis impulsos de arrancarme todo y ceder a la lujuria.
—Digo lo mismo. Vamos. Prueba que me odias. Te lo ordeno —demandé con malicia y le gustó.
—Sabes, yo también puedo hacer todo eso.
Alcé mis cejas cobrizas.
—¿En serio?
—Puedo follarte aquí mismo y sin parar, tocar cada parte de tu cuerpo hasta que explotes de placer, y, aun así, ir a la guerra contigo porque no importaría si te quisiera con todo lo que tengo y soy, aún haría de todo para destrozarte —confesó Diego sin disimular el deseo en su mirar.
La promesa electrificó cada célula que tenía.
¿Respirar? ¿Pensar? ¿Qué diablos eran esas cosas? No tenía idea.
Algo prohibido comenzó a crecer en mis adentros, haciendo que fuera imposible negar algunas cosas, no obstante, me dije a mí misma que se debía a una reacción natural del cuerpo. Detestaba a Diego tanto que no me enfoqué en nada más.
—¿Y por qué no lo haces? Vamos, ríndete y ódiame como tú quieras.
Moví mis caderas sobre él para calmar las ansias atenuantes que crecían en mi interior, consumiendo todo lo que era. No escondí mi gemido al hacerlo. Lo liberé e incluso arqueé la espalda y tiré la cabeza para atrás, disfrutándolo, mientras enterraba mis dedos en su pelo. Me había olvidado lo que era el placer y me permití recordarlo.
Diego ahogó un sonido en su garganta, sintiéndolo también. La fuerza de su agarre incrementó, aumentando las sensaciones lujuriosas, y condujo una de sus manos sobre el corsé, acariciando lo poco de mis pechos que se veía en un gesto que me generó tanto goce como a él, y me agarró la nuca para que lo encarara. Descubrí que adoraba hacer eso y que a mí me prendía que lo hiciera.
—Te odio. Te odio tanto que es todo lo que sé en este momento —expresó, degustándome con su mirada—. Pero...
Logré pronunciar lo siguiente:
—¿Pero?
—Jamás me voy a rendir.
Solté una maldición entre jadeos. Clanes, me había reducido a puras sensaciones. Todo era placer y la búsqueda constante del mismo. Mas, no lo quería de cualquiera, lo quería de él, y eso era un pecado. Merecíamos cadena perpetua.
—¿No? ¿No lo harás? —bramé, rogando que se rindiera y me tocara de una vez porque dudaba de mi propia resistencia—. ¿Ni siquiera si sigo haciendo esto?
No sabía que repetir algo me maravillaría tanto hasta que lo hice. Volví a menear mis caderas hacia adelante y hacia atrás, provocándolo al punto de que los dos quisiéramos explotar. Fue tan fuerte que lo sentí rozar mi punto sensible y no paré.
Fui despacio. Lo torturé a él y a mí. Era un círculo vicioso. Me gustaba, me encantaba y me llenaba de algo más que adrenalina. Era orgásmico. A ese paso acabaríamos enredados en una guerra pecaminosa y ninguno de los dos lo admitiría.
Su mano libre se desplazó por mi espalda, mis muslos a través de la tela, y mi pelo sin limitarse a tocar una cosa. Tampoco tenía ningún interés en impedírselo. Su toque era dañino para mi salud. Era peligroso, adictivo, y enervante. Podía deleitarme con él por semanas.
Me embelesó. Temblé al tener sus labios carnosos estar a milímetros de los míos. Se rehusaban a romper las reglas y chocar con los míos. Fue irónico.
Clanes, la cercanía era tanta que incluso podía ver el pequeño corte en su labio inferior provocado por el golpe que recibió horas atrás.
—No —gimió él, suplicante, como si dijera "no te detengas" y eso fue todo lo que fue capaz de pronunciar.
Justo antes de acercarme siquiera a lo que anhelaba, bajé las manos y le clavé las uñas en los hombros, consiguiendo un gruñido de su parte. Mierda, no podía seguir por más que mi cuerpo me suplicara que lo hiciera. Tuve que parar.
—En ese caso, no queda más por decir. —Hice una pausa para respirar, ya que el calor, su cuerpo, y me devoraron como una fiera—. Buenas noches, señor Stone.
Con la necesidad aun floreciendo en mis adentros, tuve que hacer un esfuerzo, reprimir mis deseos egoístas, y alejarme para ponerme de pie. Sentí un vacío. No pude hacer nada al respecto y no fui la única que sufrió por el cambio. Diego me contempló con los labios entreabiertos y la vehemencia tatuada en sus facciones y tuvo que dejarme ir.
Dicho eso, prácticamente corrí al baño, cerré la puerta, y liberé el aire que se había atorado en mis pulmones. No podía creer que eso había sucedido. Aunque en realidad no había pasado nada, ¿o sí?
Él no me deseaba y yo tampoco. Fue una farsa, una prueba, algo nuevo para hacernos enojar mutuamente. Nada fue real. Era un juego.
Sí, tenía que ser eso.
Lo mejor sería pretender que no ocurrió nada.
Hice lo posible por serenarme. Me lavé la cara, deshaciéndome del maquillaje y buscando calmar los pensamientos impuros de mi cerebro.
El cosquilleo persistió. Quise tocarme. No me rendí. Incluso si él no se enteraba, no cedería. Podía manejarlo.
Mi cuerpo solamente reaccionaba a lo que aconteció, me repetí.
Se iría. Luché para que se fuera la necesidad y salí después de un rato largo.
No tenía idea de lo que le diría a Diego o cómo lo miraría a la cara cuando atravesé el estrecho pasillo de vuelta al dormitorio en sí. Por suerte él había cruzado el cuarto para prender la vela del candelero con unos fósforos que encontró por ahí y se agachó para colocarlo en la cómoda cercana al sofá en el que tendría que dormir. Todo habría sido perfecto si no hubiera reaccionado con una torpeza impropia de él al verme.
—Buenas noches, señorita Aaline —saludó con nerviosismo, enderezándose de golpe, y su brazo chocó con el candelero al hacerlo, provocando que ese cayera directo sobre el sofá.
Para mi sorpresa no se dio cuenta de inmediato. Mis ojos casi salieron de sus órbitas y los de él estaban muy ocupados mirándome que tardó en reaccionar cuando señalé el fuego que se propagó con una rapidez horrorosa.
—¡Deja de mirarme, idiota! ¡Hay fuego! ¡¿Estás ciego?!
Recién ahí volteó alarmado.
—Upsi.
Calificaba como una catástrofe. No alertamos a nadie por temor a que nos echaran a la calle. Minutos más tarde, los dos nos encontrábamos parados frente a los restos del sofá chamuscado y mojado por el agua que conseguimos del grifo y le arrojamos a toda prisa para cesar el fuego. Dormir allí ya no era una opción.
Estaba furiosa. Viré a ver a Diego.
—¿Te has vuelto loco?
Diego tragó grueso con culpabilidad.
—¡No lo hice a propósito! ¡Lo juro!
—Esto debería ser al revés —bramé—. ¿Cómo es que eres tú el que salió más veces y sobrevivió?
—Suerte, dinero, y un poco de encanto.
Asentí con aires burlones.
—Qué casualidad. Todo lo que te faltó hoy.
—Disculpa —se defendió alzando un dedo y lo bajó al instante—. Mi encanto se mantiene intacto.
Amagué con que iba a abalanzarme sobre él.
—Es lo único que te quedará intacto después de que te haga trizas.
Retrocedió, intimidado, y se enderezó, recuperando su valentía.
—Pido comprensión. Soy torpe cuando me pongo nervioso. Es mi único defecto.
¿Yo lo puse nervioso?
—Confía en mí. No lo es —refuté, girando sobre mi propio eje para distanciarme de él.
Me siguió.
—Dice la mujer con más paciencia en el mundo.
Solté una mezcla de un gruñido y una carcajada sin humor.
—¡Al menos no causé un incendio!
Fue osado. Diego consiguió ponerse frente a mí.
—Fue un incendio menor. Una llama pequeñita. Nada grave.
Me propuse utilizar un tono falso de cordialidad.
—Bien, si no es nada grave, ¿por qué no duermes en el sofá? Estoy segura de que el fuego lo ablandó.
Apretó los labios.
—De acuerdo. Tal vez sí es grave.
—Eso lo establecimos hace bastante.
—Así que... —Diego observó vacilante la cama—. ¿Puedo dormir contigo?
Carcajeé ante su desfachatez.
—¡De ninguna manera!
La esquina de sus labios bailó, amenazando con formar una sonrisa provocativa.
—¿Temes que la tentación sea demasiada para ti y caigas rendida a mis brazos?
El descaro de ese hombre era de otro mundo.
—Para nada —recalqué, cruzándome de brazos—. Ven. Duerme contigo. Es una invitación.
—Una que aceptaré con honor.
Mordí el interior de mi mejilla estudiando cómo Diego se dirigía a la cama más que contento.
Yo apenas respiraba, siendo seducida de nuevo por aquella tentación que mencionó, mientras iba al otro extremo del colchón.
Ninguno de los dos se acostó.
Probablemente no podríamos dormir en toda la noche.
—No te pongas muy cómodo. Tenemos que decidir de qué lado duerme quién.
Obtuve un encogimiento de hombros.
—Tú eliges. Usualmente, duermo en el medio.
—Yo también duermo en el medio —confesé de mala gana y él tomó ventaja de ello.
—Bueno, si quieres puedes dormir arriba de mí. Es una solución meramente práctica.
La sugerencia me escandalizó.
—Quédate donde estás. Estoy muy cansada para discutir.
Se limitó a ajustarse a mi idea.
—Como gustes.
Estaba ocupada corriendo mi cabello a un lado para llevar las manos a mi espalda y sacar las tiras del corsé cuando vi que Diego comenzaba a desabotonarse la camisa. No pude controlar mis ojos a tiempo.
—¿Estás disfrutando la vista? —consultó, alzando la vista al percatarse de que tenía mi atención.
Mis músculos se tensaron.
—Sí, la ventana tiene una vista espectacular.
Terminó con el último botón y su camisa quedó entreabierta, exhibiendo parte de su torso.
—Eso no es lo que estabas viendo, belicosa.
Dejé de insistir con mi corsé, frustrada.
—En mi defensa, ¿tienes que quitártela? ¿No puedes dormir con ella?
—¿Te incomoda? —inquirió Diego, apresurándose a cerrar su prenda—. Si lo hace, no me la quito. Es solo que la última vez dijiste que no lo hacía.
Me mojé los labios.
—No es eso. No tengo problemas con verte desnudo.
La perversidad se apoderó de él.
—¿No? ¿Debería quitarme el resto de la ropa?
—No. Sabes que eso no es lo que quise decir.
—¿Y qué es?
—Es raro —formulé, estudiando su porte—. Por alguna razón, supuse que eras la clase de persona que duerme desnuda.
A continuación, Diego se deshizo de su camisa en un movimiento audaz.
—¿Decepcionada? Puedo hacerlo a partir de ahora, si tú lo haces conmigo.
Aparté la mirada con una timidez que no había experimentado antes.
—No, gracias.
Retorné a mi tarea e intenté alcanzar las tiras del corsé. Era una misión imposible. Agotó mi paciencia más que Diego, lo que parecía una meta inalcanzable al principio. Fue un fiasco total.
Estuve tan enfrascada en mi exasperación que no fue hasta que me venció el corsé que noté que Diego me contemplaba y luego fingía que no en tanto depositaba su camisa sobre la silla para no arrugarla. Había presión en el aire. Esa era la explicación que le di a la sensación tensa que nos corroía.
—No te quedes ahí parado —articulé con impaciencia—. ¿Puedes ayudarme?
Fue obvio que eso era por lo que estuvo aguardando.
—Siempre tan gentil, mi estimada detractora —espetó, entretenido, y se encaminó en mi dirección—. Esperaba que me pidieras eso.
Volteé para que no viera que sonreí y reparé en que el cristal de la ventana enseñaba un débil reflejo de nosotros.
—Eres incorregible.
Vislumbré cómo venía desde atrás con una finalidad indecente y se detuvo.
—Y, sin embargo, estoy aquí, a punto de quitarte este vestido.
Miré por encima de mi hombro. Habíamos vuelto a estar cerca.
—¿Quién dijo que me voy a desvestir por completo? Solo quiero sacarme el corsé.
Su expresión reflejó decepción.
—Ese es el inicio. No sabes cómo pueden terminar las cosas.
Me enfoqué en la ventana. Él también estaba viendo la imagen que formábamos.
—Puedo imaginar algo.
Sonrió.
—Compláceme y dímelo, por favor.
Aclaré mi garganta.
—Por ejemplo, esto puede convertirse en la escena de un crimen si no dejas de coquetear conmigo.
Dio un paso adelante para reducir la distancia que nos separaba. No era un buen presagio, sino uno sugerente.
—¿Por qué? Técnicamente, según las leyes del reino, que tú y yo estemos juntos es un crimen.
No me convenció ni un poco.
—Por favor, tú no quieres estar conmigo.
Diego cogió las puntas de las tiras del corsé para tirar de mí con fuerza.
—¿Y qué quiero?
Ahogué un jadeo, conmocionada.
—Destrozarme. Tú lo dijiste. Así que, deja el acto. Lo de antes fue un juego. Tú no me deseas y yo no te deseo a ti. Fin de la historia.
Él suavizó su agarre y su voz.
—¿Fin de la historia o de la mentira?
La armadura que cargaba, es decir, el maquillaje que traía puesto se había ido y, por ende, se vio con claridad cómo subió la temperatura de mis mejillas.
—Solo continua con lo que haces.
—¿Con qué específicamente? ¿Pelear contigo o desvestirte? —preguntó Diego, inclinándose para hablarme al oído, lo que me robó escalofríos de placer—. Puedo hacer ambas. Te lo advierto.
Supliqué para que no se pudiera oír mi ritmo cardíaco y susurré:
—No lo sé. Hasta ahora no me has quitado ni una prenda.
No demoró en ponerse manos a la obra.
—Eso se puede arreglar.
Rápidamente fue jalando, desenredando, y quitando las tiras del corsé. No sabría decir si era un experto o no en ello. Me hizo preguntar cuántas veces lo hizo.
—¿Dónde aprendiste a hacer esto? —curioseé con una pizca diminuta de celos—. Contigo ya no necesito a nadie más. Tienes una auténtica habilidad para desvestirme.
Respondiendo a mis palabras, Diego jaló otra vez de mí, ocasionando que colisionara contra su cuerpo.
—Siempre estaré ahí cada vez que me pidas que te quite la ropa.
Me vi en la obligación de replicar.
—Oh, sí. La próxima vez será el diecisiete de mayo de nunca en tu vida.
Atisbé una sonrisa sardónica.
—Es una fecha ideal. Me aseguraré de no olvidarla.
El proceso siguió su curso.
—Hay algo que debo preguntar —inquirió él y prensé los dedos de los pies—. ¿Tienes dagas escondidas bajo tu vestido?
—Tal vez sí. Tal vez no —bufé, redundante—. ¿Quieres ver qué más hay debajo de mi vestido?
—¿Qué?
Aflojé los brazos.
—Cosas que no verás ni aunque me ruegues de rodillas.
—Caí directo en tu trampa, ¿no? —consultó sin molestarte y sonreí.
—Sí, y fue maravilloso.
A pesar de que me moría de ganas de arrancarme mi atuendo, permanecí firme, presenciando cómo Diego luchaba para liberarme del corsé.
Lo odiamos. Su respiración se divertía con las terminaciones nerviosas de mi cuello, enloqueciéndome. El empuje constante de mi cuerpo contra el suyo debido a las maniobras de Diego para deshacerse de las tiras activaba ese lado oscuro dentro de mí que no era racional, sino pasional. El martirio originado por el deseo regresó para vengarse de mí.
—Es oficial. ¡Le declaro la guerra a este vestido!
Alisé la falda del vestido con tal de evitar llevar mis manos hacia Diego.
—Creí que te gustaba cómo me quedaba este vestido —dije con mordacidad.
Sus manos descansaron sobre mis caderas a modo de rendición.
—Lo hacía hasta que me di cuenta lo difícil que es quitártelo.
Me animé a decir lo siguiente:
—Eres muy vanidoso todo el tiempo. ¿No se supone que has hecho esto con decenas de personas en el pasado?
—No me puedes engañar. Esos son celos —dictaminó Diego con un breve análisis—. ¿Qué quieres que te diga que esta es la primera vez que hago esto?
—Sí, eso es lo que quiero.
—Es la primera vez que hago esto.
Entré a territorio neutral. No pude descifrar si decía la verdad o no.
—Eso hace cosquillas —farfullé, soltando una risita al sentir un cosquilleo en el cuello a causa de su respiración.
—¿Y qué hace esto?
Entonces, depositó sus labios en la curvatura de mi cuello para darme un beso asesino que liquidó mis esperanzas de no jadear por ello y aceleró mi pulso a causa del placer.
—Nada.
—¿No? —objetó Diego ante mi mentira y se volvió a inclinar, pero esa vez arrastró sus dientes por mi piel y me dio un mordisco provocativo. Se me escapó un gemido delicado—. Tus gemidos dicen lo contrario.
Mi orgullo no me permitió flaquear.
—No son palabras, no significan nada.
En contraste, Diego se enderezó y continuó quitándome el corsé, desprendiéndome de la prenda y moviendo sus dedos con delicadeza como si, en efecto, estuviera acariciando mi alma.
—En eso te equivocas. Las palabras tienen su importancia, sí. Pero son las cosas que no dices las que hablan más de ti y lo que... sientes.
Nuestros latidos fueron todo lo que retumbó en la habitación.
—Yo no siento nada.
Moví la cabeza para atisbar la sutil desilusión en su faz.
—Es lo que me temía que dijeras.
Hubo un silencio atípico entre nosotros.
Volví sobre mi propio eje sin nada más que agregar. Diego se limitó a finalizar mi pedido y sostuvo las tiras en simultáneo que me ayudaba a aflojar el corsé de una vez por todas. Pude respirar sin tener la sensación de que se me comprimía el pecho. Qué bonito. Además, se fue un poco la molestia que tenía en mi abdomen a causa del golpe que me dio Koen.
Tuve que tomar coraje para enfrentar a Diego de nuevo.
—¿Y qué hay de ti? ¿Qué cosas no me estás diciendo?
Él estiró su mano para alcanzar la mía y jugar con mis dedos antes de alzar su cabeza.
—Yo tampoco siento nada.
Pero por alguna razón tuve la sensación de que lo que dijo significaba totalmente lo opuesto.
No prolongamos la charla. Él se alejó a pasos agigantados para desaparecer en el pasillo que daba al baño y yo me quedé batallando con mi vestido. No fue suficiente con el corsé. Me acerqué a la ventana con la esperanza de que una brisa se filtrara de la ventana. En mi defensa, hacía mucho calor. Era desesperante.
—Puedes dormir con mi camisa —sugirió Diego, regresando a la habitación.
Parpadeé sin comprender el motivo de su oferta.
—¿Por qué haría eso?
Recuperando su actitud libidinosa en tanto venía hacia mí.
—Porque es obvio que te estás muriendo de calor y yo estoy muriendo de ganas de verte usar mi ropa.
Mi yo de hacía unas semanas habría respondido «entonces, muere», pero en ese momento me sentía más benevolente y las altas temperaturas me ponían de mal humor. Aunque me gustaba la primavera y todo lo que florecía con ella, aborrecía el verano y cuando las temperaturas se elevaban.
—Bueno, sí estoy muriéndome de calor —admití con la frente en alto y fui a cambiarme de ropa una vez que Diego me entregó su camisa.
Las cosas bonitas no tenían la culpa de estar en las manos equivocadas. Era cómoda, costosa y tenía residuos del aroma de su dueño, lo que me agradó en secreto. Me quedaba grande, lo suficiente para cubrir parte de mis muslos, y rozaba mi piel, haciendo que imaginara que eran los dedos de Diego los que me acariciaban.
Me sentí más libre y también más expuesta. Literalmente solo tenía puesta su camisa y mi ropa interior normal cuando emergí del baño con las diversas partes de mi atuendo anterior en mano para depositarlas en la silla donde antes había estado la camisa de Diego.
Por su parte, él ya se encontraba acostado en la cama como si me esperara. Imaginé que soltaría un comentario pecaminoso, en cambio, su pecho se elevó y bajó como si planeara decir algo y todo lo que pudo hacer fue respirar. Sin duda esa noche no era lo que imaginé que sería.
Me encaminé callada a la cama, me descalcé, y con sumo cuidado me recosté sobre el colchón. Ni siquiera nos molestamos en correr las sábanas o tal vez ninguno de los dos recordó hacerlo.
Observé el techo al no saber a dónde mirar, fantaseando con que contemplaba el cielo nocturno desde un prado porque así me sentía. No estaba sucediendo nada y a la vez pasaba de todo. Había una vulnerabilidad en ello que sacudía mi corazón. No me asustaba, simplemente tenía la sensación de que cualquier cosa podía suceder.
Por su lado, Diego movió el brazo que antes descansaba bajo su cabeza, colocándolo a la par del mío, y eso alteró mi sensibilidad. Apreté la sábana casi de manera intencional. Contuvimos la respiración. Se escuchó con claridad.
Estábamos a centímetros de distancia, acostados uno al lado del otro, no obstante, parecía que nuestra cama era un mundo con ríos, desiertos, y volcanes que nos separaban y también formaban un puente. Todo era un caos. Por desgracia, le estaba tomando gusto al caos después de tantos años de orden.
Los dos volteamos a vernos por un instante y volvimos a mirar arriba sin decir nada. La tensión era palpable y pesada.
—Gracias —dije sin atreverme a afrontarlo.
—¿Por qué? ¿Prestarte mi ropa? —articuló Diego a mi lado—. Querida, soy yo el que debería darte las gracias. Luce mejor en ti. Todo luce mejor en ti.
Puse los ojos en blanco sin creer en su mentira.
Tuve que recuperar mi fuerza para hablar con más seriedad.
—No me refería a eso. Gracias por ayudarme esta mañana. No te lo dije antes.
Los ataques de pánico eran un tema sensible para mí.
Incluso si no vi la expresión de Diego, su voz me calmó al pronunciar:
—No hacía falta.
Liberé poco a poco la tela de la sábana que había agarrado. Progresamos.
—Nunca nadie me había visto en esas condiciones —expuse sin premeditarlo.
—Me alegra poder haber estado allí para hacerlo.
—¿Estabas diciendo la verdad cuando dijiste que también los tuviste?
—Sí —confesó él, sereno—. Yo no miento.
—¿Sabías por qué los tenías?
—Se podría decir que sí, pero me di cuenta de que no había nada que pudiera hacer al respecto. Al final simplemente empecé a tenerlos cada vez menos hasta que desaparecieron. ¿Tú sabes por qué?
Titubeé, repasando mi pasado y las pesadillas nocturnas.
—Más o menos y también sé que no hay nada que pueda hacer al respecto.
—Solo tenemos el futuro.
—Solo tenemos el futuro —repetí, saboreando la frase porque el presente tampoco era una fiesta.
El sonido de la noche llenó el vacío.
Yo estaba acostumbrada a la soledad. Siempre había estado sola en las madrugadas. Estar con alguien así, incluso si era él, parecía otra de mis fantasías. Pero sabía que eventualmente él y aquel momento desaparecerían igual que las estrellas con la llegada del sol.
—La gente vive diciendo que tenemos todo, entonces, ¿por qué no podemos ser felices?
—No lo sé —respondió Diego y sus palabras se esparcían por el cuarto como el humo de un fuego que solamente nosotros vimos—. Supongo que la felicidad no significa tenerlo todo.
—¿Y qué significa?
—Lo que tú quieras que signifique.
—¿Un libro? —inquirí, soltando las penas para concentrarme en las alegrías.
—Sí.
—¿El café?
Oí su risa.
—Sí.
—¿Una...?
—¿Una caricia? —añadió él, tragué grueso al notar que su mano rozó la mía, y fue mi turno de contestar.
—Sí.
Era extraño que él padeciera y disfrutara de lo mismo que yo.
Si yo era su veneno, ¿eso lo convertía en mi antídoto?
No, la vida no funcionaba así.
Era como nadar.
Por más que el agua limpiara y calmara alguna de tus heridas, si pasabas demasiado tiempo en ella, eventualmente te ahogarías.
—¿Y qué quieres tú para tu futuro?
La pregunta hizo eco en mí.
—Nada.
—¿Estás siendo completamente honesta? —curioseó Diego a sabiendas de que mentía.
—Querer cosas es algo peligroso. Lo más parecido a una debilidad. Si la gente sabe lo quiero, sabe lo que pienso, y dan por hecho que pueden usarlo en mi contra. Pero yo no quiero estar a merced de nadie.
—O tal vez, y esto una mera suposición, temes que alguien de verdad llegue a conocerte y que milagrosamente le gustes por quién eres. ¿Por qué? Porque ahí no sabrás qué hacer y, conociendo lo desconfiada que eres, traicionarás a esa persona porque das por hecho de que te traicionará.
Mi cuerpo se tensó. Tenía razón.
—Realmente piensas que me conoces, ¿no?
—Lo intento. Sé que te encanta el chocolate, que tienes gustos literarios parecidos a los míos, y que eres una buena persona a pesar de que te gusta que los demás crean que no.
—¿Yo? ¿Una buena persona? —exclamé consternada—. ¡Traté de quitarte la vida, por todos los clanes!
—Énfasis en «tratar». Y que a veces hagas cosas malas no significa que seas mala persona.
—¿No?
—Hiciste eso, sin embargo, no fue por egoísmo, sino porque estabas protegiendo a otros. Así que, puedo llegar a entenderlo. Verás, nada es blanco o negro. Hay un balance. Una zona gris. Tú estás en ella.
Reflexioné acerca de su punto de vista. Sería una interesante filosofía de vida. También juzgué a Diego con ese criterio. Aunque sus últimas acciones no fueron tan terribles como las de otras personas, eso no implicaba que dejaría de odiarlo. Como él dijo, era una zona neutral.
—En ese caso, tú tampoco eres una mala persona, solo la peor que yo he conocido.
—Kaysa, tienes que dejar de ser tan cruel conmigo y odiarme de ese modo o empezarás a gustarme de verdad —advirtió él con el propósito de sacar lo peor de mí y lo consiguió.
Rodé sobre el colchón para ponerme de lado y mirar a Diego. Se me desprendió el corazón.
—Te odio.
Él sonrió de manera silenciosa e imitó mi accionar. Sus ojos diferentes me domaron.
—Eso quisieras.
—No, eso es lo que tú no quieres —repliqué, apoyando la mano en la línea imaginaria que dividía a la cama para romperla y anular lo nos separaba—. ¿Por qué necesitas desesperadamente que yo admita en voz alta que te deseo? ¿Es porque quieres verme débil o porque eres tú quien me necesita desesperadamente?
Diego estiró sus dedos para encontrar los míos, motivando a mi cerebro a perder la capacidad de ser racional. Fue como si pavesas de fuego saltaran debido a nuestro contacto.
—Ninguna de las dos.
—¿Y qué puede...?
No terminé de hablar. Diego se encargó de despojarme de lo que fuera que iba a decir. Me desarmó por completo.
Con una sagacidad magnética él consiguió soltar mi mano para poder moverse sin interrumpir la conexión de nuestras miradas e inmiscuirse entre mis piernas desnudas. Las separé para recibirlo casi por instinto y no tardó en amoldarse a mi cuerpo tras sostenerse con sus brazos para mantenerse arriba de mí.
Los dos nos convertimos en una vorágine de emociones vehementes, jadeos fugaces y sensaciones deliciosas.
Ya lo había tenido cerca hacía un rato y no me bastó. Pude sentirlo otra vez. Su cuerpo era todo con lo que una podría fantasear y más, por ende, fue una maldición.
Encendía cada célula de mi ser tener su rostro a una distancia tan reducida, su abdomen sólido y descubierto chocando contra el mío, su pelvis ubicada entre mis muslos, y básicamente todo lo que formaba parte de él.
Mi odio brilló por su ausencia. El vestido ya no era una molestia y mi ropa actual le daba acceso a casi todo. Además, su espalda musculosa me tentaba a clavar mis uñas en ella al tener mis palmas depositadas en ella. No había impedimentos.
Era distinto. La vez anterior yo fui la que tuvo el control, ahora era su turno. Un rincón recóndito y hormonal de mí se ocupó de hacerme volar por las nubes. Me abrió a un mundo de posibilidades. Me intrigaba saber qué ocurriría. Siempre lo hacía.
Diego Stone era una mina de oro para satisfacer mi curiosidad y, bueno, otras cosas.
—Soy un hombre codicioso. No me gusta simplemente tomar la vida de mis enemigos y listo —declaró él y se atrevió a llevar su mano a mi rostro para acariciarme y luego ir descendiendo por mi clavícula, mi pecho, mi abdomen, mis caderas y finalmente mi pierna—. Quiero hacer mío su dolor, su felicidad, sus secretos, y todo aquello que les da placer.
Me transportó a otro sitio en el que la cordura se marchó para darle paso a la lujuria y su lumbre. Todo lo que tocó se convirtió en cenizas a causa de su toque de fuego. Él dejó sus huellas grabadas en mí y ya nada podía borrarlas. Tampoco pretendía hacerlo. Era un soneto que nadie escucharía más que yo.
—¿Eso es lo que me quieres hacer? —curioseé, jadeante, y presionó los dedos en la cara interna de mis muslos, haciendo que mis latidos se desbocaran.
—Quiero hacer de todo contigo y hacerte de todo a ti —manifestó Diego a medida que la luz en sus ojos se oscurecía.
Alcé la cabeza con la intención de acercarme a su rostro y provocarlo.
—Hazme una demostración.
La petición desató su osadía. Se inclinó hacia mí con lentitud mientras su palma subía hasta la curvatura de mi cintura para pegarme hacia sí.
—Primero quiero escucharte decir "por favor".
No me pude contener y rodeé el cuerpo de Diego con mis piernas, aferrándome más a él. Sentí todo lo que no debería sentir de un enemigo.
—Por favor —musité, estando en vilo.
Sin vergüenza alguna, Diego curvó una de las esquinas de su boca con su atención depositada en mis labios entreabiertos.
—Eso es todo lo que quería oír.
Arrastré mis palmas por su espalda con lentitud, alterando su sistema nervioso. Yo seguía adorando tener un efecto en él.
—¿Lo es?
Su sonrisa maliciosa fue reemplazada por una más suave y etérea.
—Pero no es lo que haré hoy.
Hundí mis cejas, confundida. No iba a rendirme. Había planeado hacer que él lo hiciera.
—¿Por qué no?
El cuerpo de Diego fue descendiendo hasta que se topó con mi abdomen y depositó su boca sobre la tela en la zona donde me dolía por el duelo que tuve.
—Hoy solo voy a besar tus heridas.
Sonreí, alejando el dolor durante un breve ínterin.
—¿Para qué me sienta mejor?
No respondió, al contrario, disfrutó de dejarme con las ganas de saber y se fue alejando de mí, manteniendo su actitud como si fuera algo que yo ya debería haber averiguado por mi cuenta.
Hice lo posible para no enojarme. No le mostraría cuanto me afectó. Vi con incredulidad cómo se acostaba de espaldas en su lado de la cama y me decía "buenas noches" otra vez. Qué odioso. Furibunda a causa de la adrenalina que inundaba a mi cuerpo, lo imité y me di vuelta. Mañana podría hacerlo sufrir. Esa noche me iría a dormir.
De pronto, dado que tardaba en dormirme, empecé a oír ruidos estruendosos en las habitaciones contiguas a la nuestra y tardé en darme cuenta de que eran gemidos.
—Por todos los clanes, ¿qué están haciendo? ¿Matándose entre sí?
—Por supuesto —bufó Diego al otro lado de la cama—. Tú oyes gritos y lo primero que piensas es en gente matándose.
—¿Y qué están haciendo? —gruñí con molestia.
Él suspiró como si fuera obvio.
—Un concurso de gritos. Es un juego muy popular en Inglaterra —dijo con sarcasmo—. Clanes, obviamente están follando.
La palabra chocó contra mis oídos.
Qué atropello.
—Ah.
Tras unos segundos, Diego volvió a hablar.
—Bueno, hay algo que podemos hacer al respecto.
Estuve atenta a cualquiera de sus ideas.
—¿Qué?
—Podríamos ganarles —sugirió casualmente.
Empecé a hablar y me quedé a medias al entender el doble sentido.
—¿Cómo?
—Si tanto te molesta el ruido, puedo hacer que te olvides de ellos y que lo único que escuches sean tus propios gritos.
—Hoy, no. Buenas noches —dije y fui quien acabó con la conversación en esa ocasión.
No hubo novedades. Descansé como un bebé. Gracias a que nos habíamos quedado hasta tarde, las últimas horas de la madrugada se fundieron y se fortalecieron para construir el amanecer. No tuve pesadillas, cosa que fue algo excepcional de lo que no me quejé. Hubo otras cosas en las que pensé.
Balbuceé algo entre sueños que reactivó mi cerebro. Fui despertando poco a poco en cuanto oí las campanadas de la ciudad que anunciaban la conclusión del toque de queda, sintiéndome cálida y cómoda, hasta que abrí los ojos y entré en pánico.
Ya no me encontraba a mi lado de la cama y tampoco lo estaba Diego.
Estábamos abrazados.
No era un chiste. Mi cabeza descansaba sobre su pecho, percibiendo el ritmo de su respiración y sus latidos, y su brazo me apretaba contra sí, rodeando mi cintura. Además de eso, su mano tomaba a la mía y yacía cerca de la zona de su corazón. La escena era armoniosa y catastrófica.
Anhelaba salir corriendo y quedarme a dormir un poco más. No solamente estaba envuelta en sus brazos, sino en un sentimiento épico de paz que parecía inapropiado dado que nos habíamos declarado la guerra.
Decidí no hacer nada y aguardar a que él despertara.
—¿Vas a parar de fingir que estás durmiendo o planeas abrazarme por el resto del día? —preguntó Diego con la voz ronca, sorprendiéndome.
Todos mis miembros se tensaron y me levanté de la cama de golpe, alejándome con torpeza hasta que estuve de pie y lejos de él.
—¿Desde hace cuánto estás despierto?
Me analizó desde su posición como si fuera una ensoñación.
—Cinco minutos. Te veías tan pacífica durmiendo en mi pecho.
—¿Y cómo me veo ahora? —farfullé, atravesando la habitación para ir en busca de mi ropa.
Los hoyuelos de Diego se acentuaron.
—Enojada. Pero hermosa.
Gruñí. Había acabado con mi limitada paciencia.
—¡Descarado!
—¿Sabías que hablas cuando duermes? —comentó él, carialegre, y puse mi usual cara de desagrado.
—No. ¿Qué dije? ¿"Comemierda"?
Su mirada se suavizó.
—Dijiste: "no me dejes sola". Así que lo hice. Me quedé contigo.
Mi ira bajó un par de decibeles. Fue como si mi corazón ya no estuviera dentro de mi pecho y fuera él quien lo sostuviera.
—Claro, dijiste eso y luego me pateaste porque también te mueves mucho mientras duermes.
—Maldito Stone —maldije ante sus últimos dichos y me fui.
Oí una risa profunda, mas no vi la reacción de Diego. Entré al baño, me arreglé como pude, y me vestí con un gran esfuerzo. Se me presentó el mismo problema que anoche: el corsé. Alguien tenía que ayudarme a ponérmelo. La situación lo ameritaba.
Tuve que salir, devolverle la camisa a Diego y aguardar a que terminara con sus asuntos para solicitar su ayuda. Durante la espera me distraje con la vida diurna de Londres porque no la vería con esa libertad y claridad en mucho tiempo. Me entristecí.
—No te pongas tan mal por irte o creeré que quieres pasar otra noche conmigo —articuló Diego a mis espaldas y puse los ojos en blanco.
—No, estoy mal porque pasé la noche contigo —mentí, doblando para enfrentarlo.
Él ya se había alistado. Teniendo en cuenta el desastre que vivimos, no lucía tan terrible. Era un fastidio. Nadie debería verse tan bien en las mañanas.
—Me leíste la mente. Yo iba a decir eso también.
Me sorprendí por sus dichos.
—Alguien está de mal humor.
El rubio carraspeó la garganta.
—Odio las mañanas.
Aproveché mi oportunidad para responder con maldad.
—Curioso, yo las adoro.
—La única mañana que me ha gustado hasta ahora es la de hoy —replicó Diego, viniendo en mi dirección.
—¿Por qué?
—Desperté contigo.
—Deja de pelear conmigo —bufé, suspicaz.
—Tú eres la que pelea conmigo. Yo estoy coqueteando.
Intenté ponerlo nervioso.
—¿No dijiste eso era lo mismo para nosotros?
Aquello le entretuvo.
—Estás aprendiendo.
Negué con la cabeza.
—No, estoy peleando.
Esbozó una expresión de burla.
—Detente o harás que me ruborice.
—Me detendré.
Habría continuado nuestra disputa de no ser porque necesitaba ayuda. Diego lo notó.
—¿Qué? ¿Necesitas algo?
Torcí la boca.
—Sabes que sí.
—Solo tienes que pedirlo —expuso él, deteniéndose frente a mí.
Me tragué los insultos que iba a decirle.
—¿Puedes ayudarme otra vez?
Hubo diversión en su expresión neutral.
—¿Eso es un sí o un no? —añadí, vacilante, y se apresuró a regalarme un asentimiento alegre.
—Es un sí. Yo te quité la ropa anoche. Lo correcto es que te ayude a vestirte en la mañana.
En vez de contestar, volteé para que iniciara con su labor. En esa ocasión, fue más rápido y fácil.
—Debo decir que me gusta cuando das órdenes —agregó Diego y solté un acezo cuando ajustó mi corsé con fuerza—. Pero cuando pides algo por favor es una delicia.
Lo tomé con ironía.
—Cállate, por favor.
Saboreó la réplica.
—Delicioso.
Después de que estuvimos listos nos despedimos de la habitación y los recuerdos que fueron olvidados en tanto salimos de allí.
Tuvimos que ser discretos para que no nos reconocieran a la luz del día. Carecíamos de la libertad de la noche. Evitamos las miradas ajenas, entregamos la llave del cuarto, y nos fuimos de la casa del placer. Por lo menos tendría una anécdota para mi diario íntimo.
El inicio de la jornada fue igual de mágico que el anochecer. Las personas empezaban a salir y pasear donde el mercado nocturno ya no estaba. Había una mezcla de los aromas deliciosos de las panaderías que abrían sus puertas y los olores metálicos de las fábricas cercanas. Los carruajes también transitaban sin restricciones. Me pregunté cómo se sentiría poder ir todos los días a los lugares que se te ocurrieran sin problemas. Debía ser una dicha impresionante.
Avanzamos sin medir nuestra velocidad, localizamos la entrada del pasadizo secreto y nos aventuramos a retornar a él sin ser vistos. Una vez que Diego cerró la puerta como la había abierto el día anterior, vislumbré el paisaje con nostalgia.
—Descuida, tendrás otra oportunidad de salir —aseguró Diego al darse cuenta de mi estado.
—¿Lo crees?
—Claro, ¿quién más va a aterrorizar una ciudad si no estás tú?
Su contestación me distrajo de la pesadumbre.
—Tú con tu cara.
El hecho de que no se enojara me hacía enojar más a mí.
—Tienes razón —dijo él y detecté un tono arrogante—. Debe darles miedo ver a alguien tan atractivo. No deben estar acostumbrados.
Chisté y nos introdujimos a toda prisa en el túnel para regresar. En unos minutos estuvimos en mi cuarto, lo que parecía imposible horas atrás, y chillé de alegría al reencontrarme con mis libros perfectos y mis vestidos preciosos y cómodos. Mi mundo tenía sus fallas y también sus ventajas. No era tonta. Hablando de tonterías, Diego tuvo que marcharse.
—Bueno, señorita Aaline, gracias por esta noche llena de placeres violentos.
Volvimos a la academia y volvimos a tratarnos con la formalidad correspondiente.
—De nada. No se repetirá, señor Stone.
Yo me cambié de ropa. Escogí mi camisón de seda. Diego tuvo la cortesía de aguardar en mi dormitorio para que pasara el cambio de turno de los guardias rojos y no notaran que salía de mi cuarto y se filtraran rumores atroces.
—Voy a extrañar verla usar mi color —confesó él apenas emergí de mi baño privado.
—Voy a extrañar poder insultarlo con insultos de verdad.
—Yo no.
Avancé en su dirección, viendo que estaba muy cómodo sentado en mi cama.
—Ahora salga de ahí. Esa es mi cama.
Me regaló una sonrisa torcida, poniéndose de pie.
—Si quiere, puede ser nuestra.
—Ni en un millón de años.
—Okay. —Me guiñó un ojo—. Nos vemos en un millón de años.
—Vamos, levántese. Está contaminando todo con su presencia.
—¿Contaminar? Si estoy haciendo algo, es aportar buen gusto a este cuarto.
—¿Dice que no tengo buen gusto?
—Me desprecia a mí.
—Porque tengo buen gusto —repliqué con la misma severidad.
Seguimos burlándonos hasta que le mostré la salida. No podía creer lo que vivimos y aún no lo procesaba.
Supuse que no hubiera tenido tantos problemas de no ser porque segundos después de que Diego pisó el corredor vacío, oímos un grito, volteamos hacia los balcones, y vimos cómo alguien caía desde las alturas. Corrimos a descubrir quién diablos era y el resultado me dejó en shock mientras contemplaba cómo su sangre se esparcía por el suelo acendrado del internado.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top