11. Cómo matar a Diego Stone
La decisión era mía.
Pero, ¿realmente lo era?
Me perdí en un laberinto de pensamientos, barajando las ofertas que recibí.
Matar o no matar, esa era la cuestión.
No rechacé o acepté la oferta de Dimitri. Él dijo que obtendría su respuesta si su hermano vivía o moría. No le preocupaba que yo pudiera contarle a alguien sobre su pedido porque nadie creería lo que un enemigo decía de otro enemigo. Por ende, aseguró que lo que sucediera a continuación estaba en mis manos.
Presioné el botiquín contra mi pecho al pensar en ello. En ese preciso instante iba hacia la habitación en la que yacía Diego. No pude parar de repasar la inmensa cantidad de años que invertí odiándolo, las cosas que dijo desde que llegamos a la academia, sus intenciones políticas respecto a Idrysa, y, por alguna razón incomprensible, en la intensidad de sus ojos.
No me sentía cómo alguien que fue enviado a la horca, me sentía como la persona que lo mandó a ejecutar y se dirigía a presenciar su muerte.
Debería querer matarlo y, siendo sincera, deseaba hacerlo, sin embargo, no estaba tan segura de ser capaz de llevar a cabo el asesinato como supuse que lo estaría si tenía la oportunidad.
¡¿Por qué no quería matarlo?!, gruñí en mi cabeza.
Pese a mi reputación barbárica, yo no era una asesina. Jamás había matado a alguien a propósito. Supuse que eso tenía que cambiar hoy.
Necesitaba ser racional.
No todos los días te ofrecían salir impune del asesinato de uno de tus rivales y eso sería muy beneficioso para mi clan. Con un Stone menos, existían más probabilidades de que me llevara el premio mayor y obtuviera el puesto de concejal. Además, las reacciones de los delegados secundaban la noción. La competencia era lo que antes llamaban ruleta rusa y, dadas las circunstancias, tenía que empezar a eliminar jugadores con tal de ganar.
En consecuencia, tuve que abandonar mis ideales para guiarme por aquello que sería mejor para los demás. No fue algo que tomé a la ligera. Lo medité con cuidado y llegué a la conclusión de que era lo correcto.
Así que solamente necesitaba averiguar algo: cómo matar a Diego Stone.
Podía usar mis dagas, permitir que el veneno hiciera lo suyo, utilizar una de las hierbas medicinales que traje para acelerar el proceso u otra infinidad de atrocidades. No importaba. Improvisaría. El resultado sería el mismo. De cualquier modo, sería emocionante.
Por otro lado, el guardia rojo al servicio de los Stone que me indicaba el camino, detuvo sus pasos y señaló a la puerta del cuarto bien custodiado de Diego y yo intenté que mi cara no gritara que estaba por cometer un asesinato a sangre fría.
―Quiero entrar sola ―informé, percatándome de que mis guardaespaldas y los guardias rojos pretendían entrar conmigo.
―Me temo que no puedo permitir eso sin una orden.
―Le estaba avisando, no solicitando su permiso.
―Aun así, debo insistir.
―Bien, si quiere una orden, tiene la mía. Voy a ir sola o no voy en absoluto.
Tras meditarlo, se rindieron ante mi razonamiento. Se les estaban agotando las opciones. Yo se las quité.
Dejando atrás todas las dudas, entré con la intención de llevar mi venganza a un nuevo extremo.
Estábamos a varios pisos de altura. Había dos ventanas en cada esquina de la estancia con vista al bosque que servían para iluminar aquel cuarto provisorio que fue acondicionado para Diego. Él se encontraba parado y leyendo el archivo de un fichero depositado sobre una solitaria mesa de madera de caoba en vez de descansar en la cama de sábanas del color de las grosellas rojas. Emití un resoplido de incredulidad y atravesé el suelo alfombrado con brocados dorados. La resistencia de ese hombre era sorprendente. Debería estar en su lecho de muerte, no así.
Debido a que estaba de espaldas, Diego giró sobre sus talones al oír mis pasos y guardó el archivo con prontitud para regalarme su atención.
Traté de no quedarme mirando e ignoré el hecho de que tenía el torso desnudo y podía ver el conjunto que conformaban sus brazos musculosos, sus pectorales, y sus abdominales marcados. Estaba sudando un poco. Quizás el veneno le subió la temperatura y tenía fiebre. Tendría que averiguarlo.
―Esperaba que fuera usted ―confesó él, alegrándose de que viniera.
―Solo terminemos con esto ―pedí, encaminándome hacia la cama.
―Esa es la actitud que me gusta ―dijo Diego con sarcasmo, siguiéndome.
―¿Seguía trabajando en estas condiciones? ―curioseé―. No sabía que tuviera una ética laboral tan estricta.
―Bueno, soy un hombre dedicado. ―Su voz se suavizó―. En todos los aspectos.
Conseguí poner el botiquín en una mesilla sobre la que ya había compresas sin usar y un recipiente con agua justo antes de observar a mi enemigo por el rabillo del ojo y percatarme de que se tambaleó un poco en el camino.
Mi primer instinto fue correr a ayudarlo para que se sostuviera por mí, colocando su brazo sobre mis hombros, y él se apoyó en mí sin inconvenientes. Adjudiqué aquel reflejo a mi profesión. A diferencia de él, mi plan de asesinarlo en los próximos quince minutos se mantenía en pie.
―¿Qué pasa, señorita Aaline? ―inquirió Diego, entrecortado, y bajó la cabeza para poder escudriñarme como alguien que miraba al cielo y pedía un deseo a las estrellas―. ¿Está preocupada por mí?
―Para nada.
Me enojé sin demoras y me aparté tan rápido como me acerqué. Si tan solo supiera lo que yo, no habría realizado esa pregunta.
―Usted es el que debería preocuparse ―bufé con desdén―. ¿Qué hacía de pie? ¿No debería estar descansando o, ya sabe, agonizando?
Él simuló estar conmovido.
―Y luego dice que yo no le preocupo.
Reí de manera maliciosa. Estaba tan equivocado que casi me hacía sentir culpable por lo que yo debía hacer.
―Porque no lo hace. Mientras usted esperaba que yo lo visitara, yo esperaba que muriera.
―Oh, pero ya morí en el momento en el que entró por esa puerta, luciendo así ―replicó Diego, irradiando indecencia, y le lancé una mirada asesina―. Ah, debo saber esto, ¿la crueldad es como una joya para usted? Porque hace que resalten sus ojos.
Estudié al individuo frente a mí. Seguía hablando como si nada.
―Cielos, usted debería estar muriendo.
―Debe saber que tengo mucha resistencia. Puedo luchar casi contra todo sin inconvenientes. Mi único problema es que no me puedo resistir a una pelirroja muy bonita, pero con muy mal carácter. Esa es mi única debilidad ―comunicó él como si hablara de un padecimiento real y yo fuera su medicina.
Aparentemente, aún iba a flirtear de mentira con la intención de molestarme. Por ende, no lo tomé en serio.
―Oh, sí. Debe ser tan duro para usted ―bramé, sardónica.
―Lo es. ¿Tiene algo que pueda ayudarme, doctora?
―Sí, un golpe de realidad o, mejor dicho, uno de mi parte. Deje de jugar. Los dos sabemos que está mintiendo.
―Continúa diciendo que estoy mintiendo como si deseara que lo hiciera ―dedujo Diego, tensando los músculos. Se notaba que él estaba sintiendo dolor y, aun así, resistía. Supuse que sí era un buen soldado o, tal vez, ya lo habían torturado antes―. ¿Qué pasaría si fuera cierto?
―Nada, porque no lo es.
―¿Segura?
Me limité a asentir.
―¿Acaso coquetear es una especie de mecanismo de defensa para usted?
La atención de Diego se desplegó por mí, dándome la sensación de que estaba tocando cada rincón que contempló antes de retornar a mi rostro con ingenuidad.
―Es que ese atuendo se siente como un ataque directo a mi buen juicio.
Tuve ganas de darle una lección para demostrarle qué era un verdadero ataque.
―No lo repetiré dos veces: venga aquí ―vociferé con autoridad.
―Estoy bajo sus órdenes ―dijo él como si eso fuera lo que quería que yo creyera.
Por desgracia, el cuarto era grande y el heredero solamente logró dar unos pasos con normalidad hasta que la potencia del veneno lo golpeó otra vez cuando estaba a menos de un metro de la cama y habría caído de no ser por mi prematura intervención. Esa vez no pude sostenerlo y él perdió el equilibrio, en consecuencia, tropezamos. Diego se desplomó de espaldas contra el colchón y yo aterricé sobre su cuerpo sólido y cálido. Jadeé y deseé volver en el tiempo para evitar que mi corazón se acelerara por ello. Pero por lo menos él parecía más nervioso que yo.
―No tan rápido, querida. No soy tan fácil. Si quiere llevarme a la cama, debe invitarme a una cita primero ―informó él con dramatismo a la vez que yo posaba las palmas en el colchón.
Gruñí, queriendo ahogarlo con la almohada. Ya no existía distancia entre nosotros y mi cuerpo lo sentía a la perfección.
―Si yo lo invitara a un sitio, sería a un funeral, no a una cita ―bramé, intentando acomodar mis piernas a sus costados, y mi cabello suelto descendió hacia delante.
Una sonrisa traviesa se dibujó en sus labios mientras los míos permanecían entreabiertos.
―¿Y por qué se arrojó a mis brazos así?
Abrí la boca por completo, ofendida.
―Yo no hice tal cosa.
Diego señaló la posición en la que nos encontrábamos.
―Yo creo que sí.
Le medí la fiebre simplemente con levantar una mano y tocar su frente.
―Es porque está alucinando. Eso le pasa.
Él había mantenido sus manos lejos de mí por respeto, no obstante, tras eso, ladeó la cabeza, analizándome con detenimiento, y las depositó en mi cintura con suavidad. Sentí que me estaba incinerando.
―¿Entonces eres es mi fantasía? ¿Un hermoso y profundo producto de mi dañada imaginación? ―preguntó él, apretándome contra sí en simultáneo que se enderezaba despacio con la intención de acercarse a mí y estar a mi altura―. Me pregunto qué pasaría si...
En cuanto noté que su atención se fijó en mi boca, entré en pánico, alcancé a agarrar una de las almohadas y le di un golpe que hizo eco por el impacto.
Solté la almohada y me llevé la mano a la boca con arrepentimiento al siguiente instante.
Los ojos de Diego se abrieron de par en par como si acabara de despertar de un sueño y estuviera procesando todo con incredulidad e hizo un gesto como si se acomodara la mandíbula.
La tensión se disipó y se convirtió en algo hilarante.
―Me dio un almohadazo ―murmuró él, confundido.
Tragué grueso, comprendiendo que no había tratado de hacer lo que supuse.
―Lo siento, pensé que...
―¿Qué? ―preguntó Diego sin saber a qué me refería y no tardó en entenderlo dadas las circunstancias―. ¡¿Pensó que iba a besarla?!
La vergüenza me carcomió y me alejé para ponerme de pie con torpeza.
―No lo diga así. Usted fue el que comenzó a tutearme de la nada y...
―No iba a besarla. Estaba tratando de ayudarla a que se siente allí y poder levantarme por separado ―explicó Diego, interrumpiéndome―. No se haga ilusiones.
Mi voz volvió aguda por un instante.
―¿Y por qué me tuteo?
―No fue intencional. Me disculpo por no seguir cada parte del protocolo. Hoy estoy un poco torpe. Se lo atribuyo al veneno. Me quita las inhibiciones.
Debería quitarte la vida, murmuré en mi mente.
―¿Realmente creyó que iba a besarla? ―curioseó él, intrigado, apoyando los brazos en la cama―. ¿Qué le hizo pensar eso?
A pesar de que yacíamos en una habitación grandísima, me sentí como si me hubiera puesto contra la pared. No estaba acostumbrada a que la gente se me acercara tanto si no estábamos peleando.
―No trate de enredarme ―reclamé―. Cualquiera hubiera pensado eso desde mi perspectiva.
―Claro.
―¡Es cierto!
―De acuerdo, pero tenga claro que, si voy a besar a alguien, no será así ―manifestó Diego, profundizando su voz inconscientemente.
―¿Cómo será?
―¿Por qué? ¿Quiere una demostración?
―No, gracias, opto por cocerme los labios ―declaré, irritada.
El heredero puso los ojos en blanco y fue obvio que buscó ser paciente.
―Lo que quiero decir es que soy sincero. Si quiero algo, lo digo.
Lo estudié con diversión.
―Con que se ha vuelto como un libro abierto.
―¡Sí! ―espetó él en busca de enervarme―. Y usted está llena de sorpresas, como la caja de Pandora.
Me crucé de brazos.
―Oh, sí, soy tan aterradora que he venido a salvar su vida.
Su sorpresa fue genuina.
En mi defensa, él no sabía que era mentira.
―¿En serio?
―Por supuesto, traje el antídoto como prometí. ¿Acaso cree que los demás me dejaron entrar porque sí?
―Les ordené que ni pensaran en acercarse a usted ―articuló, adusto.
―Bueno, algunos no le obedecieron, por así decirlo.
Una oscuridad brillante quedó atrapada en la mirada de Diego.
―¿Quiere que los castigue?
―¿Haría eso por mí? ―cuestioné, asombrada, y asintió, suavizando su semblante.
―Sí ―confesó él sin dudas.
Especular sobre sus razones para hacer eso no serviría de nada, por lo tanto, proseguí a decir lo siguiente:
―No importa. No lo necesito.
Una de las cejas cobrizas de Diego se alzó.
―Aun así, tengo el honor de conocerla un poco. Usted siempre viene preparada. ¿No vino armada o algo por el estilo?
―Bien, si debe saber, tengo una daga ―mentí, ya que tenía más de cinco escondidas.
Aquello despertó el interés de mi enemigo.
―¿Dónde?
Suspiré, tranquila.
―Está en mi corpiño.
Funcionó. Diego ni chistó, no se atrevió a hacer ningún comentario, y reparé en que se esforzaba para no bajar la mirada. Luego, estudié bien su rostro y sus mejillas se estaban tornando de un sutil color rojo. Reí, sorprendida.
―Señor Stone, ¿se está sonrojando?
Una carcajada nerviosa brotó de él.
―¿Sonrojarme? ¿Yo? Nunca.
―¿Está seguro? ―cuestioné y apunté a su rostro―. Yo veo...
―Yo no me sonrojé ―reiteró, corriendo mi mano con sutileza―. Tengo fiebre. Usted misma lo dijo. Ahora cambiemos de tema, por favor.
Accedí, sin embargo, me seguí riendo en mi interior. Por situaciones como esa, Diego Stone era difícil de descifrar.
―Si insiste en eso, yo debo insistir en que usted sepa que no le diré cómo curar a sus soldados hasta que esté firmado y sellado el convenio que haremos para dividir nuestros territorios. ¿Entendido?
No respondió.
―¿Entendido? ―pronuncié con severidad.
―Sí ―comunicó él, complaciente.
Me pasé la mano por el pelo, frenando luego de dar un paso.
―Y, por todos los clanes, ¿es completamente necesario que esté sin camiseta?
Diego humedeció sus labios para hablar.
―No parecía molestarle cuando me miraba descaradamente.
―¿Yo? ¿Mirarlo a usted? ―carcajeé―. Prefiero...
―Arrancarse los ojos, lo sé ―interrumpió él, conociéndome.
―Me alegra que estemos en la misma página.
―Bueno, si la incomoda, puedo ordenar que me traigan algo para ponerme.
Me serené. No me incomodaba, al contrario, y eso era lo que me ponía nerviosa.
―No, está bien ―farfullé, ya que no quería la intervención de nadie más―. Quédese así.
Ante mi pedido, Diego tapó su abdomen con los brazos de manera dramática.
―Deje de mirarme. Cuidado o pensaré que de verdad quiere verme desnudo.
Me mordí la lengua.
―Tranquilo, no me interesa verlo en general, así que mucho menos me interesaría verlo desnudo.
―Si usted lo dice ―resopló el heredero, dejando de cubrirse.
―Aclarado eso, ahora acuéstese. Tengo trabajo que hacer.
―Cielos, usted es tan autoritaria.
―¿Eso es una queja?
―Es un cumplido.
―Seguro ―bufé.
―No sabía que usted era mandona hasta en la cama.
―¿Es imposible que usted diga algo que no tenga doble sentido?
―Yo no diría imposible, es más bien un don natural ―aclaró, lacónico.
―Acuéstese. Ahora.
Dicho eso, me obedeció y yo fui a sentarme al borde de la cama para preparar el antídoto con los elementos que traje en el botiquín.
Diego se aclaró la garganta.
―Se ve tan dedicada haciendo eso que nadie podría deducir que usted fue la que me puso en estas condiciones.
―Escalofriante, ¿cierto? ―farfullé con malicia para espantarlo.
―Extraordinario, diría yo.
No dije nada y continué. Tal vez era verdad que el veneno le había quitado las inhibiciones. Parecía estar diciendo cada cosa que se le venía a la cabeza.
―¿Qué es eso? ―preguntó él, estirando el brazo igual que un niño pequeño en busca de alcanzar el extracto que agarré.
Le di un golpecito a su palma para que no arruinara lo que yo consideraba una obra de arte.
―¡No!
Se retiró con timidez.
―Lo siento.
Un segundo más tarde, volvió a preguntar lo mismo en cuanto tomé otro elemento de mi botiquín.
―¿Puede quedarse quieto o tengo que atarlo a la cama? ―gruñí sin paciencia.
―Doctora, no sabía que le gustaban ese tipo de cosas ―bromeó Diego y lo peor de todo fue que supe de inmediato a qué se refería.
―No tengo idea de qué está hablando ―dije, fingiendo inocencia.
―Está bien. Puedo mostrarle ―ofreció él sin demoras.
―Me basta con que se quede callado.
―No puedo.
Hice una pausa para reír.
―Hoy todo le da curiosidad, ¿no?
―Bueno, ahora sabe cómo me siento cuando usted me hace todas esas preguntas ―se defendió.
―Buen punto.
―Además, por lo que sé, podría estar envenenándome otra vez.
Tragué grueso, sabiendo que eso era precisamente lo que estaba haciendo.
―¿Y qué sentido tendría hacer eso? ―planteé para que no sospechara.
―Buen punto.
El silencio no perduró mucho entre nosotros. Diego pasó de analizar mis acciones a estudiarme como a un libro de historia.
―¿Qué?
―Ya no tiene veneno en la piel, ¿verdad? ―curioseó Diego, viéndome llevar a cabo mi tarea.
―Lo sabrá si muere ―bromeé, vacilando a la hora de medir la cantidad del líquido que, si bien formaba parte del veneno que él absorbió, también podía usarse para fabricar un antídoto si se ponía la cantidad correcta.
―Eso no es gracioso.
Se me escapó una pequeña risa de verdad.
―Lo es para mí.
Me esforcé para que mi pulso no temblara. Estaba vacilando sin darme cuenta. Podía matarlo si tan solo agregaba un mililitro más. ¿Lo hacía?
―Gracias ―dijo él, interrumpiéndome justo cuando había decidido matarlo.
Me sacó de mi eclipse. Pausé mi plan para voltear hacia Diego. Los colores diferentes de sus ojos siempre me sorprendían. Era como contemplar las puertas de un nuevo cosmos.
―¿Por qué?
―Por no ser quien creía que era.
Siendo honesta, no supe qué cosa detonó en mi interior con sus palabras, las cuales sonaron sinceras y apaciguaron mis latidos violentos, y terminé bajando el frasco de veneno luego de unos segundos de indecisión.
No iba a matarlo.
No podía matar a nadie de ese modo.
Además, Dimitri no era de fiar. Tenía que pensar a largo plazo.
¿Quién haría negocios con alguien que estaba dispuesto a pedirle a alguien más que se deshiciera de su hermano?
Yo no.
Así que, si debía elegir entre los herederos del clan Stone, Diego era el más tolerable. Era un monstruo, pero uno con un código de honor, como yo.
Mierda, ese día fue un desastre.
Enseguida me propuse elaborar el antídoto correspondiente, mezclándolo todo meticulosamente en el pocillo que guardé en el botiquín, y estuvo listo a la brevedad.
―Beba esto ―le ordené, neutral, pese a mis turbulentas cavilaciones.
Diego se recostó contra el cabecero de la cama y aceptó el pocillo con desconfianza.
―¿Siempre suena así de mandona?
Acababa de perdonarle la vida, no decir que repentinamente me caía bien.
―¿Siempre suena así de estúpido?
El heredero suspiró como si lo hubiera ultrajado.
―Tranquila, no hay razón para que seamos descorteses.
―¿No la hay? ―bramé, alterada por los acontecimientos, y me calmé de mala gana―. Bien, lo siento.
A modo de respuesta, Diego exhibió una diminuta y efímera sonrisa, aceptando mi disculpa malsonante. Aún me maravillaban sus sonrisas. Lo inusual que era verlas, las hacía dignas de coleccionar, como una pieza única, algo que un arqueólogo pasaría buscando por décadas.
Me estremecí al escuchar mis propios pensamientos.
Por todos los clanes, ¿qué estaba diciendo?
Su sonrisa era como la de cualquier otro. No, era peor. Tenía que borrarla de la cara antes de que volviera a pensar algo como aquel disparate.
―¿Qué está esperando? ―bramé, exasperada, notando que Diego observaba el pocillo con recelo y parecía rehusarse a llevárselo a los labios―. Hágalo de una vez o me culparán de su muerte.
―Eso sería divertido de ver ―rio él y desterré su diversión igual que a un criminal con mi expresión―. Era broma. Más o menos.
Me enderecé con indignación.
―Retracto mi disculpa.
―Seamos honestos. ¿A usted no le intriga saber qué diría la gente después de su muerte? ¿O quién realmente la extrañaría?
Me entristecí. Por más que busqué y busqué a alguien que sinceramente se sintiera mal por mi presunta muerte, no se me ocurría nadie. Todos se olvidaban de que yo era una persona más allá de ser la heredera de mi clan.
―No creo que nadie me extrañe, incluso si muero ―confesé a duras penas.
―Yo sí te extrañaría ―replicó Diego como si su confesión fuera algo que había intentado atrapar para que no se le escapara y acabara diciéndolo en voz alta.
Lo contemplé con ilusión y confusión.
―Otra vez con el tuteo, ¿eh?
La calidez de su voz me confundió.
―Me equivoqué de nuevo, ¿de acuerdo?
―Bien.
―Y me refería a que extrañaría a mi enemiga. Nadie estuvo tan cerca de lograr matarme. Usted es la única.
―Todavía puedo lograrlo ―amenacé con picardía.
―Supongo que eso estará por verse.
Sin embargo, no bebió el antídoto de inmediato. Estaba dudando. Si yo fuera él, también vacilaría. Pero Diego carecía de alternativa. En su mente, podía ser una trampa y si lo bebía, podría morir, y si no lo hacía, moriría de cualquier forma. Por eso era una ruleta rusa.
―Ojalá que sea cierto.
―¿Qué cosa?
―Que usted es mi antídoto ―dijo él antes de respirar hondo y tomar la bebida de un trago.
Me mordí los labios, esperando una reacción. Diego aguantó la respiración como si creyese que iba a morir al instante y, pues, no lo hizo. Fue decepcionante.
―¿Y qué tal?
―Bueno, estoy vivo ―comunicó con obviedad y abandonó el pocillo en la mesilla―. Y eso fue desagradable.
Chasqueé la lengua con desaprobación.
―¿Y qué imaginó? ¿Que el antídoto tendría sabor a manzana? Es ciencia, no magia. Se supone que le salve la vida, no que sea delicioso. Usted es tan quejumbroso.
―¿Yo soy quejumbroso? Usted acaba de quejarse de mí quejándome de eso.
Cegada por las corrientes de enojo, me puse de pie de sopetón.
―¡Debí matarlo cuando tuve la oportunidad!
Él también se enojó.
―¡Tal vez debería haberlo hecho! ¡Al menos estaría feliz por algo!
Apreté los dientes en un arranque de ira. Mis ojos se desviaron a las compresas y no se me ocurrió mejor idea que agarrar una, humedecerla, y lanzársela con brusquedad.
―Oh, pero soy feliz ―repliqué, acunando su rostro―. Tanto que estoy tan ocupada que debo irme. Encárguese usted mismo de cuidarse.
Acto seguido, me puse en marcha, dejando el botiquín, ya que los restos de los ingredientes que usé para el antídoto no me servían para nada más. Cumplí mi tarea y debía continuar con mis otros deberes.
Me habría ido de no ser porque Diego se levantó, saliendo de su estado de letargo, y vino detrás de mí para detenerme al colocar sus palmas en mi cintura.
―No se vaya, señorita Aaline ―pidió él, girándome con gran facilidad a la hora de tomarme por las caderas para que lo encarara―. ¿No lo ve? Soy su paciente. La necesito. Desesperadamente.
Entrecerré los ojos al ver los suyos, suplicantes.
―Usted probablemente cree que puede mirar a alguien con esos ojos y harán lo que usted les pida sin objeción.
Una risa suave y corta emanó del heredero.
―No a cualquiera. Solo a usted.
Me deshice de su agarre.
―¿Y qué le hace pensar que eso funcionará conmigo?
―Porque estoy terriblemente débil y en el fondo usted adora ver lo peor en la gente, ¿no?
Odiándome a mí misma por ello, cedí. Regresamos a nuestras posiciones anteriores y esa vez le puse la compresa con más delicadeza, lo que él agradeció. Mas, no nos dimos cuenta de que estuvimos solos más tiempo del prometido y los guardias rojos que custodiaban el cuarto entraron desesperados junto con mis guardaespaldas. Se sorprendieron al vernos dialogar con tranquilidad.
―¿Qué? ¿Imaginaron que lo estaba descuartizando o algo por el estilo? ―bramé, harta de que desconfiaran de mí, y sus caras revelaron la verdad―. ¡Por todos los clanes, eso es exactamente lo que estaban pensando!
―Algún día de estos las cosas que dice me darán pesadillas ―murmuró Diego, espantado.
Me alegré.
―De nada.
―Me estoy recuperando ―le comunicó él a los recién llegados para que se calmaran.
―Y yo me estoy yendo ―repuse, poniéndome de pie para irme con mis guardaespaldas.
Antes de que cerraran las puertas, miré de soslayo a Diego, quien estaba conversando con sus guardias, y me devolvió la mirada de todas formas, lo que misteriosamente hizo que yo me ruborizara como le sucedió a él.
Sin dilatar las cosas, fui a mi siguiente clase gracias a que me perdonaron la falta a la anterior por obvias razones. Por suerte, no me crucé con Dimitri. No quería enfrentar las consecuencias de mi decisión antes de tiempo. Además, mis delegados estaban tan satisfechos con la "victoria" que obtuvimos que se limitaron a respetar mi espacio mientras me trasladaba por la academia en busca de hallar el aula indicada.
―¿De qué me perdí? ―inquirí apenas me senté al lado de Emery en la clase de leyes, una de las cátedras más imponentes que incluía debates y juicios ensayados. En resumen, nos preparaban como si fuéramos a ser abogados, pidiéndonos que citáramos las leyes y sus artículos de memoria y las usáramos para beneficio propio. Me encantaba.
―Nada que valga la pena reportar ―respondió ella, decepcionada, y estudió mi ropa―. Excepto su atuendo. De camino aquí vi a un grupo de chicas cambiándose de ropa luego de ver que usted lo hizo. Tiene influencia. Sabe cómo marcar una tendencia, ¿lo ha notado?
Respondí con un movimiento de mi cabeza. Había estado perdida en mis propios pensamientos después de que me deshice de mi arsenal y lo escondí en mi cuarto previo a asistir a la clase.
―¿Eso es algo bueno o malo?
―Depende del uso que le dé.
Procesé sus dichos. Me gustaban mis vestidos, mis trajes, mis botas militares y mis tacones altos por igual. No era un secreto. Yo no tenía una musa. Yo era mi propia musa.
Mi mente daba vueltas cuando arribó Ivette en un supremo silencio. Imaginé que diría un comentario mordaz dadas las circunstancias actuales. No lo hizo. De hecho, se ubicó en el asiento más lejano.
―Eso fue raro ―comenté, sorprendida.
―No se preocupe. Seguramente, es por los rumores ―comunicó Emery en un tono consolador.
―¿Cuáles?
La chica se inclinó más en mi dirección para hablar con secretismo.
―Claro, no los ha oído. Por lo que ha estado pasando, la han estado llamando la "Asesina de Idrysa".
La miré con tristeza y mis labios se tensaron como si hiciera pucheros.
―¿A mí?
Ella asintió.
Eso explicaba por qué todos estaban tan divididos. Cedric estaba callado, lo que era inusual, Prudence y Finley conversando por lo bajo e Ivette temiendo que ella fuera mi siguiente víctima.
―¿Y usted no les cree? ―le pregunté a Emery.
―Yo no me asusto tan fácil ―respondió ella con afabilidad y valentía al atreverse a emplear la palabra «asusto».
Mi corazón se alegró. No sabía si era real o Emery solamente me estaba usando, sin embargo, se sintió bien oír que alguien creía en mí, aunque fuera un poco.
―Gracias.
―Además, mire su cara adorable. ―Emery acarició una de mis mejillas con delicadeza―. Usted no podría matar ni a una mosca, ¿cierto?
Reí con nerviosismo.
―Cierto.
El resto de la tarde me concentré en las clases hasta que Diego solicitó una reunión conmigo al concluir la última lección, lo que me dio a entender que se sentía mejor. Sin tardar más, fui a la sala de reuniones. Sería territorio neutral, por así decirlo. Allí había menos guardias y más privacidad que antes. Fue para mejor.
No me reprocharon ni intentaron detenerme a la hora de entrar, así que, conseguí ingresar sin ningún tipo de drama innecesario. Diego ya me esperaba allí arreglado y todo como si hubiera venido a una cita en vez de a una negociación.
―Esto es una encantadora sorpresa ―saludó el rubio, levantándose de su asiento solamente para darme la bienvenida.
―Usted tiene una definición rara de "encantadora", como de todo ―repliqué, yendo a la mesa redonda llena de lo que especulaba serían los documentos necesarios―. ¿Llama así a todas las cosas que son letales para usted?
Me sorprendí cuando tomó mi mano para besarme los nudillos. Estaba desconcertada y mis defensas se evaporaron como si hubiera sido una caricia de fuego.
―No, porque no todas son tan encantadoras como usted.
Clanes, denme la fuerza para concentrarme, rogué en mi interior.
―¿Seguimos con eso? ―reclamé al darme cuenta de que volvía a coquetear falsamente conmigo.
―Seguimos con eso ―confirmó Diego, liberándome sin despegar sus ojos de mí―. Y, si bien es usted letal para mí, también eligió salvarme la vida.
―Algo que claramente fue un error.
―Tal vez. Los errores son los que le dan un toque de placer a la vida, ¿no?
Crucé mis brazos sobre mi pecho.
―Permítame adivinar, ¿usted es "un toque de placer"?
―Ya establecimos que no soy solo un toque ―dijo con segundas, terceras y novenas intenciones.
―¿Usted sabe que no entiendo ni la mitad de las cosas que dice?
―¿No?
―No.
―Comprobemos algo. ¿Entiende esto? ―inquirió él y apoyó las manos en la mesa para inclinarse en mi dirección―. Jeg løy ikke for deg før. Du er knusende vakker.
"No te mentí antes. Eres devastadoramente hermosa."
Eso dijo en noruego.
―No, ¿qué significa? ―le pregunté a pesar de que yo hablaba más idiomas de los que podía contar y sabía perfectamente que acababa de decir.
―Dije que usted es increíblemente insoportable.
Una risa casi inaudible provocada por la confusión brotó de mí.
¿Por qué mintió esta vez?
¿Acaso de verdad fue sincero antes?
No, no era posible. Solamente intentaba jugar con mi cabeza. Era lo que los hermanos Stone hacían y les salía de maravilla al parecer.
No podía confiar en sus palabras. Para mí estaban protegidas con múltiples códigos en un idioma imposible de traducir.
―Tengo novedades: usted también ―objeté, fingiendo estar molesta―. Y también era más gracioso cuando rogaba por su vida.
―Me alegra que me encuentre divertido.
Maldije y me senté. Diego Stone tenía una facilidad natural para desconcentrarme. Tuve que retomar a lo que había venido.
―¿Podemos ponernos a trabajar de una vez?
―Sí, pero, ¿dónde estaría la diversión en eso? ―suspiró él, acomodándose en el asiento junto a mí.
―No hay diversión, sin embargo, habrá más posibilidades de que usted salga de esta sala con vida.
―Después de hoy, comienzo a distinguir cuando dice un chiste y cuando dice algo en serio.
Deposité un codo en la mesa y apoyé mi barbilla en mi palma para contemplar a mi enemigo.
―¿Y qué dije recién?
Diego me entregó el primer documento que debíamos revisar.
―Por mi supervivencia, espero que haya sido una broma.
―Lo fue ―manifesté para serenar sus nervios―. Ahora concentrémonos en lo que importa.
En vez de obedecerme, Diego se dedicó a contemplarme.
―¿Qué? Me pidió que me enfocara en lo que importa. Es lo que hago.
Me enderecé y esquivé su mirada para que no se percatara de que cierto calor había subido a mis mejillas.
―¿Acaso no puede tomar nada con seriedad?
Dicho eso, él tomó mi mano sin previo aviso, lo que envió una corriente por mi cuerpo.
―Sí puedo.
No aparté la mano de inmediato, en cambio, volteé para analizar sus ojos diferentes.
―Usted está buscando que...
―¿Qué? ¿Qué estoy buscando? ―articuló Diego, torciendo su postura para estar a la altura de mis ojos.
Estábamos cerca. Podía sentir la intensidad de sus pensamientos, la textura de su piel, la calidez de su anatomía y el modo en que nuestras rodillas casi se tocaban bajo de la mesa.
Mentiría si dijera que no me puse nerviosa.
Pero, siendo sincera, todo tipo de contacto físico me ponía nerviosa.
Así que, Diego no era especial para mí en ese aspecto, ¿verdad?
―No lo sé. Dígame usted. ¿Por qué sigue coqueteando conmigo? ¿Es porque quiere molestarme como dijo? ¿O es porque alberga la esperanza de que haga algo al respecto?
―¿Algo como qué?
―Esto ―formulé, agarrando su mano como alguien que devolvía un beso, y eso solo pareció alterar su sistema nervioso.
Él podía jugar conmigo todo lo que quisiera. A fin de cuentas, yo era la que tenía el control.
―Es la primera opción, ¿de acuerdo? ―comunicó tras aclararse la garganta y soltar mi agarre con timidez―. Usted tenía razón. Debemos ponernos a trabajar.
Sin más preámbulo, nos entregamos a nuestro deber. No hubo más chistes, bueno, hubo un par porque era imposible charlar con él sin que él dijera uno, mas lo hicimos después de un largo tiempo. Dijimos nuestras intenciones políticas, hicimos propuestas, peleamos, nos arreglamos, dividimos los territorios de manera que los dos estuvimos satisfechos con el convenio, y finalmente redactamos un tratado con cláusulas de las que no nos podíamos retractar una vez que lo firmáramos. No se trataba de una muestra de paz ni nada por el estilo, sino meros negocios.
Los dos sujetamos nuestras plumas en cuanto terminamos con el tratado. Faltaban nuestras firmas.
―¿Está listo?
―Solo si usted lo está ―declaró Diego.
Y los problemas de aquella odisea se acabaron cuando firmamos y sellamos el documento y sus respectivas copias. Pude respirar tranquila. Nos pusimos de pie para organizar los papeles.
―Al final, esto no fue tan difícil, ¿no?
―No, simplemente necesito que yo casi muriera envenenado.
―Entonces, concuerda conmigo ―bromeé y él reaccionó como si lo hubiera envenenado otra vez―. ¿Vio? Yo también puedo ser graciosa.
―Sí, me muero de la risa.
No lo pude evitar. Reí ante la ironía.
―¿Le puedo hacer una pregunta?
―Adelante. Presiento que la hará de todas formas ―adivinó Diego con franqueza.
―Lo haré. ―Hice una pausa―. Yo tenía la oportunidad. ¿Cómo estaba tan seguro de que no lo iba a dejar morir?
En esa ocasión, fue él quien vaciló.
―No lo estaba. Simplemente...
Mi respiración se tornó suave.
―¿Confió en mí?
―Se podría decir que sí ―confirmó a diferencia de mí.
―¿Por qué?
―Le dije que juego a largo plazo. Quería ver qué pasaría.
Estaba desconcertada.
―¿A qué se refiere?
―Mi hermano le pidió que me asesinara, ¿no? ―preguntó Diego, neutral. No lo dijo como una suposición, sino como un hecho―. Por su reacción, sí lo hizo. Impresionante, no creí que se atrevería.
Me sacó de mi eje y se me heló la sangre.
―¿De qué está hablando? ¿Lo sabía? ¿Por qué está tan tranquilo?
―Me disculpo, señorita Aaline. Me temo que quedó metida en algo que no la involucra. Supongo que desea una explicación.
Apreté los dientes.
―Sí, sería de gran utilidad.
―No es algo que pretendo ocultar. Usted está al tanto de que no tengo una relación particularmente amistosa con mi hermano, ¿no?
No lo negué. Me encogí de hombros. Su hermano no se parecía en nada al mío. Era horrible que le diera igual si vivías o morías alguien con quien creciste. No quería imaginar qué se sentía eso porque en el fondo yo también lo sentía con mis padres.
―Lo deduje después de que me pidió que lo matara a usted.
Diego lo tomó con humor.
―Eso debió ser una pista bastante clara.
―Sí ―dije con redundancia.
―Bueno, por más que lo intenté, nuestra relación está muy dañada para ser arreglada. Pero no pensé que llegaría a este extremo. Qué decepcionante ―confesó con pesar. Estuve tentada a empatizar con él y luego me reté a mí misma por ello―. Y lo mismo sucede con nuestras aspiraciones políticas. Todo se volvió bastante obvio con la llegada de los delegados. Mi clan está dividido. Algunos me apoyan a mí y otros a Dimitri porque es una copia directa de mi padre, lo que no es un cumplido. Por ende, hoy fue una prueba que no planeé.
Escudriñé al heredero como si fuera un crucigrama, sospechando que había planificado que esa serie de eventos desafortunados sucediera. Era una locura y a la vez tenía sentido igual que cada cosa que Diego Stone hacía.
―Increíble. Usted deseaba que esto pasará. ¿Por qué?
―Quería ver qué tan lejos estaba mi familia dispuesta a llegar por algo tan voluble como el poder y también me daba curiosidad qué tanto me odiaba usted.
Me recosté cerca del ventanal que iluminaba la sala.
―¿Y a qué conclusión llegó?
Para acercarse a mí de otro modo, Diego vino conmigo.
―No es tan mala como creí que sería.
―Eso es porque no me conoce tan bien ―dictaminé, formando una sonrisa fugaz.
―Yo no estaría tan seguro si fuera usted.
―De acuerdo. En ese caso, si tanto me conoce, dígame por qué no aproveché las circunstancias para deshacerme de usted.
Él me analizó por unos instantes y respondió.
―Cualquiera lo habría hecho si hubiera estado en su posición, pero usted no es cualquiera, no para mí. Pienso que usted sí estuvo tentada a hacerlo en un principio y algo cambió a la mitad de todo.
―¿Qué?
―Creo que usted es capaz de cualquier cosa, incluso matar, si se lo propone, no obstante, tiene que ser porque usted realmente lo quiere y sí, es completamente necesario. No se iba a dejar influenciar por las tradiciones o lo que deseaban los demás. Usted quiere ganar el juego, no ser la única que quedé viva. Por eso, sé que me odia, lo ha dicho, sin embargo, en el fondo le gusta odiarme.
Enarqué una ceja, escuchando atenta sus dichos.
―¿Lo hace?
―Sí. No hay nada más vigorizante que pelear por lo que uno desea y, según tengo entendido, nosotros queremos cosas parecidas. Lo probamos con el trato que hicimos.
Odié que acertara en cada cosa que dijo.
―¿Y?
―Nadie en su sano juicio confiaría en alguien que enviaría a otro a matar a su familia porque, si le hace eso a los que están de su lado, ¿qué hará con sus enemigos?
No se equivocaba. Hacer negocios con alguien como Dimitri no sería fructífero a la larga.
―Algo que no tengo ningún interés en descubrir.
―Además, usted no querría privar al mundo de mi presencia. Soy muy atractivo para morir tan pronto ―añadió Diego con arrogancia.
Me rasqué la nuca.
―No voy a hacer comentarios.
El heredero sonrió con orgullo.
―¿Qué? ¿La dejé sin habla?
No contesté.
―Entonces, ¿adiviné?
―Más o menos. Usted se ganó mi respeto. Solamente le faltó una razón más.
Pareció estar encantado cuando le dije que se ganó mi respeto.
―¿Cuál?
―Mi gato.
Las cejas cobrizas de Diego se hundieron.
―¿Su gato?
―Sí. Mientras usted fue bueno con mi gato y hasta lo acarició a pesar de lo que sucedía, Dimitri le faltó el respeto y nadie le falta el resto a mi gato. Fue un factor importante a la hora de tomar una decisión ―informé con seriedad.
Diego me observó como si le diera ternura.
Yo no daba ternura, ¿o sí?
―Tengo que mandarle una carta de agradecimiento a ese gato.
Asentí.
―Él prefiere obsequios. Cuanto más caros, mejor. Él nota la diferencia.
―Anotado ―expresó Diego, cordial―. Dicho eso, necesito el antídoto para mis soldados. Lo prometió.
Titubeé, dudando si decirle lo siguiente o no.
―No lo necesita.
―¿Qué?
―No lo necesita. Nunca los envenené ―expuse, tranquila.
La confusión que vi en Diego fue cómica.
―¿De qué habla?
―No soy un monstruo. Jamás heriría a inocentes.
―Necesitaré que me diga más que eso.
―Sus soldados no tienen la culpa de ser del clan Stone. Simplemente, les di una dosis de un elixir prácticamente inofensivo que causa síntomas parecidos al envenenamiento. En realidad, el efecto se les pasará rápido y será como un resfriado.
Diego se disculpó y volvió a sentarse de nuevo.
―¿Me está diciendo que nunca estuvieron en peligro?
―Nunca estuvieron en peligro. ―Arrugué la nariz―. Pero si sirve de ayuda, a usted sí lo envenené.
―Qué alivio ―murmuró Diego entre dientes.
―Siendo honesta, debería haber muerto en el acto. Es una pena. Tendré que ajustar mi receta. Por cierto, usted se ve pálido. ¿Quiere que le dé un poco de agua?
―No, gracias ―rechazó con temor y tardó un instante en recuperar su seguridad―. Entonces, ¿todo esto fue para nada?
―Oh, no. Los dos conseguimos lo que queríamos, ¿verdad? ―expuse, caminando para pararme frente a él, quien me miró desde su asiento como si estuviera arrodillado―. Usted jugó conmigo. Yo jugué con usted. Es lo justo.
―Lo es ―respondió Diego, levantándose para estrecharme la mano y la acepté hasta que noté un brillo malicioso en sus ojos antes de que tirara de mí para acercarme a él―. Pero no es el fin del juego.
Me robó la respiración como un ladrón experimentado que saqueaba una bóveda. No retrocedí. Lo enfrenté al punto de que su rostro estaba a una escasa distancia del mío y dije algo similar a una cosa que él me dijo hacía tiempo.
―¿Está molesto? ―le pregunté, ya que había logrado engañarlo.
―Estoy impresionado ―confesó él y detecté admiración de su parte―. Usted bien podría ser mi ruina.
―Esa es la intención.
La perversidad se dibujó en su expresión como si fuera un trazo más de una pintura.
―Pero yo también quiero ser la suya.
No me asustó. Me complació que dijera eso.
―¿Qué es eso que detecto en su voz? ¿Enojo? Cuidado, eso es una emoción. Usted no querría...
Vi furia en él, del tipo que hacía que te hirviera la sangre y tenía un gusto más dulce que la miel, justo como la que yo sentía.
―¿Romper las reglas? Esa es la diferencia entre usted y yo, belicosa, yo no tengo problemas en quebrantar algunas normas.
Curvé la esquina izquierda de mi boca hacia arriba.
―¿Y qué? ¿Va a romper nuestro acuerdo?
―No iré a la guerra con su clan. Ni siquiera intentaré cancelar nuestro acuerdo. Los negocios son negocios. Esto es personal.
―¿Entonces qué? ―cuestioné, intrigada.
―Esta guerra se queda entre usted y yo ―proclamó Diego, dando un paso atrás sin soltarme.
―Me parece bien. Veamos quién resiste mejor.
Ya habíamos firmado un convenio, sin embargo, en ese momento sellamos una promesa irresistible.
Decían que no había nada que no pudiera derrotar el manejo de su espada. Pero la pluma era más poderosa que la espada y la mía estaba hecha de oro, era más afilada, y servía perfectamente para apuñalar. Así que, habría que ver quién de los dos triunfaría.
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