4. POSESIÓN
Los días se fueron haciendo más largos y calurosos, la normalidad había regresado a nuestro castillo y, pese a que los rumores de guerra fueran más frecuentes, mi madre retomó los planes de buscar marido a Guiomar. Ella me pidió que encontrara la manera de retrasarlo, sin tener que recurrir de nuevo a enfermar a nuestros progenitores; sólo pedía un par de años en los que poder mejorar con los sellos que pudieran protegerla y tal vez perderle el miedo a lo que las sirvientas contaban. Yo por mi parte, comenzaba a pensar de forma diferente.
No era tan solo que pudieran alejar a mi hermana más preciada de mí y no pudiera optar a sus sellos siempre que quisiera, era un sentimiento de posesividad al que no sabía cómo reaccionar. Yo la había rescatado de la miseria y la ignorancia, yo le había dado un glorioso propósito en la vida, un futuro brillante. Mas no se limitaban a aquello mis sentimientos. Pensar en Guiomar desposada con otro, yaciendo en el lecho de otro, dedicando sus atenciones a otro, provocaban hostiles ideas en mí.
Un par de pretendientes tuvieron que sufrir las consecuencias para que mis progenitores recordaran que cierto fantasma con malos humos no quería que Guiomar se casara. Cuando, para su frustración, tuvieron que suspender los acuerdos, mi hermana acudió a darme uno de sus agradecidos abrazos y, sin pronunciar palabra, comenzó a investigar sobre un poderoso sello con el que compensarme.
El verano llegó y la guerra pasó de ser un rumor lejano a un hecho del que no distábamos a poco más de una semana de galope ligero. Mi padre insistía en que el rey, nuestro rey, no permitiría que el ejército enemigo se acercara tanto. Mas los días transcurrían, los hombres marchaban al frente para no regresar y la batalla reptaba hacia nuestro castillo. Mi corta edad me libró del reclutamiento, aunque el ser el primogénito el señor de aquellas tierras me hubiera procurado un puesto más alto que el de simple peón.
Mi mayor preocupación no era ser absorbidos por otro reino, ya que no guardaba ninguna lealtad ni estima a nuestro soberano, al que consideraba perezoso y estúpido; sino una transición fatal para mi pequeño reino. Había trabajado demasiado en los sistemas de irrigación como para que arrasaran los campos de cultivo y estaba logrando impulsar una comunidad próspera que quedaría destruida si incendiaban las aldeas y mataban a los habitantes, mis súbditos.
Le transmití a Guiomar mis cavilaciones y ella estuvo de acuerdo en que teníamos que lograr gestionar la situación lo más inteligentemente posible. Pero los hombres que tramaban aquella guerra eran partidarios de hacer correr la sangre ajena, sin importar la de los suyos, hasta que el contrario claudicase. En tal situación, ¿qué podrían hacer dos niños, un sirviente cojo y una anciana contra ejércitos que amaban el acero?
Las semanas de verano transcurrieron con nosotros acudiendo a menudo al sello de Poder que habíamos dibujado al norte del castillo. Era magnífico observar cómo la vegetación que crecía en sus líneas era de colores mucho más intensos, aunque morían con igual intensidad. Alrededor, la situación era más calmada, como si vivieran en un verano más propicio. A la sombra de un arbolillo que había crecido velozmente, discutimos y trabajamos en cantidad mientras Carolo y Abuela Savia tanteaban los poblado y sus tierras, buscando los puntos débiles, los idóneos para organizar emboscadas y qué se podía usar como arma disuasoria. Con la mayoría de hombres en el frente, las ideas surgidas eran fruto del ingenio y la desesperación, lo que me complacía.
En los días más calurosos, Guiomar gustaba de acercarse a la poza de un riachuelo y bañarse. En un principio me mostré indiferente, pero no tardé en fijarme e su pálida piel y sus formas gráciles que comenzaban a dar atisbos de dejar la niñez atrás.
–¿No tienes calor? –preguntó inocente.
Por supuesto que tenía calor, mas no veía adecuado desprenderme yo también de mis ropas y zambullirme en la misma poza estrecha con mi hermana, de la que empezaba a sentirme demasiado posesivo. Aunque aquellas reticencias poco me duraron, ya que, al fin y al cabo, consideraba mi persona como la única digna de tener una actitud íntima con Guiomar. Por otro lado, las frías aguas de montaña evitaron cualquier reacción inapropiada de mi cuerpo. Aun así, ella nunca se mostró pudorosa ante mí, lo que opino que alentó mi sentimiento de que, ciertamente, era mía.
Con la zona de conflicto cercana, no tardó en notarse la escasez de alimentos, encontrándonos en plena temporada estival, por lo que se auguraba un mal invierno. Por suerte, mi padre, o más bien su panza, captó el problema y comenzó a pensar que esperar a que el rey redujera al ejército enemigo no era tan buena idea como se había supuesto. Mas entonces optó por reclutar a todo varón mayor de catorce años para formar un pequeño contingente, con la estúpida esperanza de detener a un ejército entero.
–Tenemos arcos mejores gracias a ti, ¿no? –fue su alegato cuando traté de que tomara una decisión más inteligente.
–Ellos tienen catapultas –argumenté yo.
–Minucias, ¿qué pueden hacer esos trastos?
"¿Qué puede hacer esos trastos?" fue realmente lo que salió de su grasienta boca para referirse a una de las maquinarias de guerra más potentes de la época. Dejé su estupidez por imposible y fui a buscar a mi hermana, que había salido corriendo nada más tener idea de la terrible noticia. La hallé reunida con Abuela Savia, teniendo una enérgica discusión sobre sellos.
–¿Qué tramáis? –pregunté mostrando interés, sabía reconocer cuándo la mente de Guiomar bullía de ideas valiosas.
–Ya no quedan hombres adultos y en plenas facultades –contestó mi hermana–. Quien no es un anciano o un niño, está impedido como Carolo.
–¿Yo impedido? –gruñó él desde su rincón.
–Tu pierna no te permite correr, ni caminar por demasiado tiempo.
–Ni falta que hace, puedo apostarme en una posición ventajosa y obrar desde allí.
–¿Solo tú en un risco con un arco? –le reprochó su abuela.
–Tengo la confianza de que estos jóvenes tan avispados encontraran la forma de hacer de la minoría una ventaja –contestó Carolo metiéndose en la boca un puñado de sus hierbas–. Además, nosotros conocemos cada risco, ellos no.
Aquello me dio qué pensar, tendría que revisar mis diseños en busca de alguno útil para aquellas circunstancias. Mi propósito no era hacer frente a un ejército nosotros solos, mas sí provocar suficientes bajas como para que se plantearan la diplomacia.
–Podemos bordar sellos protectores en las ropas de los pobres desgraciados que envíe a esa carnicería –aportó Abuela Savia–. Tal vez los ayude a sobrevivir.
–El Señor no permitirá que se realicen lo que él considera dibujos demoníacos –recordó Carolo.
Hubo unos instantes de silencio al apercibirnos de ello, instantes en los que me afané en hallar el método de engañar a mi padre.
–Entonces... habré de minar su autoridad –murmuró Guiomar buscando entre sus faldas hasta dar con una tablilla de madera. A simple vista parecía uno más de sus sellos, aunque de aspecto inacabado.
–¿Qué tipo de brujería es ésa? –preguntó Abuela Savia al verla tallar unas muescas más en la tablilla para cerrar el sello, después se pinchó en el dedo para echar unas gotas de su sangre en los surcos.
–Lo siento, Abuela, contigo sólo he compartido los sellos beneficiosos a los que creo que podrás dar uso –se disculpó observando la tablilla con pesadumbre.
–¿Es una de tus ocurrencias de la temporada que estuviste tomando ese veneno? –preguntó la mujer.
Guiomar asintió y se sentó a esperar.
–Eso me recuerda que deberías ir preparando nuestra ración de esta noche –musitó con mirada gacha.
–Aún es pronto.
–Es mejor que nos encuentren haciendo algo justificable cuando acudan a buscarte.
La mujer se resignó a poner el puchero en el fuego y yo me senté junto a Guiomar, intrigado por su actitud.
–¿Vas a enfermar a padre?
–Ya debería estar enfermando.
–¿Cómo?
–La idea la saqué de las tablillas que te daba para llamarme cuando percibías que ibas a sufrir una de esas horribles noches. Tú la rompías y la que yo tenía ligada hacía otro tanto. Ello me hizo pensar en sellos inacabados que se pudieran cerrar a distancia en el momento adecuado –explicó y suspiró pesadamente–. Padre se sienta cada día sobre un sello inacabado que le mirará la salud prontamente una vez completado.
–De modo que, en este mismo instante, debería estar sintiendo las consecuencias.
–Sí. Es cuestión de tiempo que comprendan que no se trata de gases y acudan a buscar a Abuela Savia.
–Vosotros dos dais mucho miedo cuando actuáis así –opinó Carolo, adormecido por las hierbas.
–¿Has olvidado el respeto? –le espeté
–Desde el respeto, sus señorías provocan pavor cuando deciden apartar a alguien de su camino –contestó con ligereza.
Resoplé, no había forma de que el cojo me reverenciara, era demasiado inteligente para ello. Al menos sabía que contaba con su plena lealtad.
Tal y como había pronosticado Guiomar, los pasos apresurados no se demoraron mucho más y un sirviente conmocionado irrumpió en la estancia.
–Abuela Savia, se requiere de sus artes –farfulló antes que nada.
–¿No ves que estoy ocupada preparando la poción para los señoritos? –contestó ella, severamente inocente.
–Es el Señor, ha caído gravemente enfermo.
–¿Ha vuelto a comer en demasía? –suspiró dejando de trajinar con el fuego.
–No. Acababa de empezar. Una pata de cordero nada más.
Cuando Abuela Savia salió, no sin antes clavar la mirada en mi afectada hermana. Guiomar lanzó la tablilla al fuego y se encargó de que ardiera hasta no dejar rastro. Yo tenía demasiada curiosidad por de qué sufría nuestro padre, de modo que la arrastré pese a sus reticencias.
–¿No querías estar presente en los castigos? –le recordé tirando con fuerza de su frágil brazo–. Éste además lo has ejecutado tú por cuenta propia.
–No seas cruel –me reprochó sin regocijo alguno por su poder, casi parecía que la asqueara.
Nuestro padre había caído en el suelo del salón de banquetes y no habían sido capaces de trasladar al obeso doliente a sus aposentos, por lo que Abuela Savia estaba examinándolo allí mismo. A falta de una teoría mejor, diagnosticó una fuerte indigestión y actuó en consecuencia.
–¿Qué debería hacer para sanarlo? –pregunté intrigado.
–Lo desconozco. Es la primera vez que alguien enferma de este modo, ahora debería analizarlo para saber en qué le ha afectado –contestó Guiomar observando la escena desde una prudente distancia con gran seriedad–. Mas dudo que permitan tal cosa a una niña como yo –declaró encogiéndose de hombros y marchó a trabajar en los sellos con los que ayudar a los combatientes.
La semana que prosiguió fue intensa y extraña. Mientras Guiomar y Abuela Savia bordaban símbolos en las pobres ropas de mis súbditos, yo y Carolo aprovechamos la ausencia de mi padre para ocuparnos de sus asuntos. Mi plan era alcanzar la paz diplomática cuanto antes, pero sabía que debería demostrar al ejército contrario por qué les convenía pactar. Decidí que era hora de sacar a la luz mis diseños armamentísticos más innovadores, adelantados a mi época. En tiempos de guerra ningún combatiente en desventaja le hace ascos a una nueva arma, por muy extraña e inspirada por los demonios que le pareciera.
Salí con mi ayudante personal a cabalgar y comprender la magnitud de la amenaza. Alcanzamos la retaguardia en medio día de galope, vimos los heridos y el clima de desesperación general. Aquello era un desastre. Regresé al castillo y, sin saludar si quiera ni explicar mi ausencia, ordené a Guiomar que dejara los sellos bordados a Abuela Savia y se dedicara a una tarea de mayor utilidad, como armas que impidieran la carnicería que se avecinaba.
Mi hermana me dirigió la mirada hastiada que reservaba para cuando yo le exigía que dejara de hacer el Bien y se dedicara a la Muerte y el Miedo. Sin pronunciar palabra, plantó en el suelo una tablilla que tenía a mano y le lanzó una pelota de cuero que usaba para jugar con los perros. Uno de ellos quiso ir a por el objeto rodante, mas Guiomar lo retuvo. La pelota rodó a gran velocidad hasta alcanzar la tablilla, donde se detuvo en seco como si hubiera un fuerte pegamento sobre ella. Cuando iba a preguntar qué pretendía con aquello, la pelota echó a arder.
–Imagínate un sello que abarque todo el camino, en el que puedan entrar varios hombres –dijo con seguridad aprovechando que yo me había quedado boquiabierto–. ¿Contento? Ahora ve a buscar tablones sólidos en los que pueda tallarlo –añadió regresando a sus bordados beneficiosos.
Una parte de mí quiso abofetearla por tal insolencia, mientras que otra quiso besarla por la genialidad. Como Abuela Sabia y Carolo estaba presentes, y eran los únicos, finalmente no hice nada y salí a buscar los mejores tablones de los alrededores.
Durante aquella semana, mi madre insistió varias veces en trasladarse a la capital y dejar las tierras a su suerte. Por desgracia para ella, su marido seguía convaleciente bajo los cuidados de un torpe y atemorizado alquimista, que no quería contrariar al fantasma. Lo gracioso fue que mi padre adelgazó bastante en aquellos días.
El día en el que tendríamos que comenzar la batalla se acercaba inexorablemente y a mí me costaba pegar ojo con todos los preparativos que estaba llevando a cabo. El pueblo se hayaba desesperado, por lo que no fue difícil convencerlos de cavar socavones de un metro de profundidad y varios más de ancho para enterrar en ellos los enormes sellos de madera de Guiomar; habíamos hecho una demostración en la plaza y todos estaban deseando que los invasores ardieran antes de que pusieran un pie en sus calles. Yo por mi parte había diseñado una serie de arcos que se podían dejar tensados y ser accionados en el momento óptimo, una suerte de ballesta actual. Pero mi genialidad residía en disponerlos en filas de cinco o siete, ocultos a los lados del camino, pudiendo ser accionados de una sola vez. También aleccionamos a nuestro triste ejército para evitar el combate en campo abierto y frente a frente y, ya que la situación era tan desesperada y mi hermana una de las personas más activas en los preparativos, insté a las mujeres, niñas y ancianas, pero sobre todo a las esposas y madres cuyos hijos no habían regresado del frente, que no se escondieran por temor, sino que atacaran desde las sombras.
Hubo algunas quejas por parte de sirvientes leales a mi padre. Por lo visto, aquellas ideas eran una forma estúpida y deshonrosa de enfrentarse al enemigo, al que había que plantar cara con acero y sangre. El fantasma el castillo les hizo una poco agradable visita para dejarlos dóciles y después les asignamos un puesto en el que podrían enfrentarse al enemigo dando la cara, con sangre y acero, sobre todo con mucha sangre. Es decir, les dimos el puesto de carnaza. Ni siquiera Guiomar puso pegas a enviarlos a una muerte segura, pues ellos deseaban que quien derramara su sangre fuera el populacho, mientras ellos permanecían a salvo en el castillo junto a su convaleciente señor.
Estaba en una de aquellas noches de insomnio, cercana ya al día de la primera batalla, cuando la puerta de mi cuarto se abrió con suavidad y, con el mismo sigilo, Guiomar se subió a mi cama.
–¿Estás despierto? –preguntó con voz queda.
–¿Tienes miedo de la guerra? –contesté asumiendo que había acudido buscando un abrazo y consuelo.
–Lo que tengo es un nuevo sello.
–El tono de tu voz me desconcierta –reconocí–. No suena al esperanzado de cuando hayas un sanador, ni al resignado de cuando desarrollas uno destructivo. ¿Con qué vas a sorprenderme con la guerra a nuestras puertas?
–¿Recuerdas la extraña piedra que consiguió Carolo, la que se pega al metal?
–Sí, cómo olvidarlo.
–¿Y recueras las ocasiones en las que me has repetido que el ejército invasor tiene más armas de metal?
–Incluso corazas.
–¿No ves dónde quiero ir a parar? –exclamó extrañada.
–¿Pretendes lanzarles piedras que se peguen al metal y así ralentizar su paso? Tan sólo tenemos una.
–¿Es que no acabas de escucharme decir que he logrado un nuevo sello? –respondió escandalizada.
Pasé una mano por mi cara y resoplé, que estuviera despierto sin posibilidad de dormir no significaba que estuviera lúcido.
–¿Has hecho un sello con las propiedades de esa piedra?
Como contestación, Guiomar puso una tablilla en vertical ante mí, a ella había pegado firmemente un puñal. Lo tomé y tiré de él sólo para asegurarme de que no lo había clavado, tras un instante en el que el metal se resistió a abandonar la madera, logré liberarlo de su influjo. Guiomar rio ante mi estupefacción, colocó el sello bocabajo y me hizo depositar el arma de nuevo en la tablilla. El puñal cayó hacia arriba como si, en un par de centímetros alrededor de la tablilla, la gravedad obrara a la inversa.
–Imagínate sellos enormes, como los ígneos –me susurró y me estremecí de la emoción–. Si uno de los enemigos acorazados cayera, quedaría pegado al suelo y uno de los nuestros, en principio desprotegido y en desventaja, podría acercarse y... Bueno, eso te lo dejo a ti.
–Podría acercarse y golpearle con un mazo de madera en la cabeza. Por ejemplo –terminé yo con entusiasmo contenido.
Guiomar asintió. Aquel aspecto de la guerra no le gustaba lo más mínimo, pero yo no iba a reprochárselo mientras me trajera sellos tan poderosos e ingeniosos como aquél. De hecho, la abracé para agradecérselo y ella me correspondió encantada, pocas veces tenía tal privilegio, tenía que esforzarse mucho. Mas, en aquella ocasión, descubrí que abrazarla no resultaba ninguna carga, estaba realmente satisfecho con ella, era tan genial, tan maravillosa. La estreché fuerte contra mí, casi olvidando su frágil consistencia, y comencé a darle besos en el pelo, cuello y mejillas. Para cuando me di cuenta, ya estaba sobre sus labios y ella me miraba impactada.
–Me ha gustado tu idea, deberíamos ponernos a tallar los sellos ya –dije separándome de Guiomar. Sabía que el incesto estaba mal. Aunque me costaba recordarlo a todas horas.
–No hace falta que te levantes, descasa –me respondió apresurándose a salir de mi cama y mi cuarto.
A día de hoy, no sé si estaba repugnada, aturdida... o asustada por haber experimentado también atracción.
En un par de días hicimos más de veinte tablones capaces de mantener pegados a ellos objetos metálicos de todo tipo y peso considerable, atrayéndolos desde una distancia de un metro, lo que era suficiente para lo que nos proponíamos. Guiomar logró un sello que atraía desde los dos metros y del que era casi imposible despegar las armas. Los enterramos todos en un cuello de botella que habíamos creado al levantar muros en un paso donde el terreno ya había creado un profundo tajo de por sí.
Después hubo una noche más silenciosa de lo habitual. Fue a finales de verano y el calor era asfixiante, lo recuerdo bien porque permanecí alerta hasta el alba. Entonces me vestí con las topas a las que Guiomar había bordado más de diez sellos protectores. A primera vista parecía que una flecha podría atravesarme, la verdad no serían tan agradable para los enemigos. Sobre ella me coloqué un jubón de cuero que me daría mayor protección, aunque también más calor. Pertrechado de tal modo, bajé al patio a dar las últimas instrucciones a mi heterogéneo y penoso ejército de niños, ancianos, mujeres y tullidos de todo tipo. Aunque bien visto, eran personas que se rompían el espinazo de sol a sol, sobrevivían del sudor de su frente, apreciaban su tierra y habían perdido ya bastante en aquella guerra. No iba a encontrar gente más inquebrantable de espíritu. Además, como les dejé claro desde un principio, nuestro objetivo no era guerrear como héroes al pie del cañón para pretender aniquilar a un ejército que nos sobrepasaba por miles, ni aguantar estoicamente hasta que nuestro rey apareciera milagrosamente sobre un blanco corcel. Nuestro objetivo era segar suficientes vidas como para que el rey enemigo considerara que resultaría más provechoso ser nuestro amigo.
–¿Éstos son todos los hombres que tenemos? –gruñó mi padre saliendo del castillo y yo sentí un asco tremendo–. ¿Qué hacen mujeres ahí?
–Padre... –comencé, furioso de que se hubiera repuesto justo en aquel momento del mal que le había producido Guiomar.
–Veo que lo has intentado, hijo, pero a tu edad no tienes ni idea de estos asuntos –declaró acercándose con sus patazas ligeramente más delgadas por los días de ayuno–. Que las mujeres se dediquen a sus quehaceres –ordenó con desdén– y dejen esto a los hombres.
–Padre, hombres sólo quedan ancianos, niños e impedidos –señalé.
–Nos bastarán.
–Las mujeres son capaces –insistí.
–¿De cargar con una espada como los hombres? –cuestionó burlón realizando un gesto de la mano.
Yo me mordí la lengua, pues en su gesto había abarcado a un chaval más joven que yo que no dejaba de sorberse los mocos y a un viejo que apenas podía con su cayado, mientras que había mujeres que cargaban con kilos a diario. Pero había otro asunto más importante que sabía que resultaría problemático con el tarugo que tenía como progenitor.
–Con mi estrategia, más nos valdrá la agilidad y el conocimiento del terreno que la fuerza bruta.
Mi padre soltó una carcajada y se llevó una de las manos a su barriga de tonel.
–¿Acaso pretendes trepar como un gamo y lanzar piedras con una honda desde el palomar?
–Es un mal resumen, pero se ajusta en parte –contesté con seguridad–. Déjeme obrar así, padre, y al anochecer los caminos estarán empapados de sangre enemiga.
–Chiquillo, te he dejado jugar, pero estás rayando lo insolente y eso no te lo voy a permitir. Soy yo quien tiene experiencia en estos temas, tú quédate con tu madre y lanza piedras desde el palomar si te place, aunque te aseguro que ninguno llegará tan lejos.
–¿Experimentar? Tú jamás has estado en una guerra, tú lo único que conoces es dar caza a un animal asustado, sin acercarte demasiado además –acusé sin pensar–. ¡Fui yo quien remató aquel ciervo al que no os atrevíais a aproximaros!
El tortazo que me dio me hizo desear abrirlo en canal allí mismo. Estúpido cerdo, ya lo veía llevando a la muerte a los pocos hombres que quedaban, mientras las mujeres eran violadas, los poblados arrasados y seguramente él conseguiría un trato de favor por su posición. Aunque siempre quedaba la posibilidad de que lo mataran como el cerdo que era. Estaba fantaseando con aquella idea, aturdido por el dolor, cuando Guiomar entró en escena.
–Padre, se lo ruego, escúchelo. El plan es bueno, es lo único que nos salvará.
–¿Quién te ha mandado a ti hablar? –le espetó él–. ¿Y qué haces así vestida? ¿Es una broma?
Mi hermana llevaba pantalones de tela y jubón de cuero como yo, aunque con un montón de cuadrados de tela colgando del cinto y una bolsa en la que llevaría sus consabidas sus tablillas de madera como mínimo.
–No, no es una broma –contestó Guiomar con aplomo–. Voy a ir a la guerra para proteger nuestra tierra. Las mujeres vendrán con nosotros. Y cumpliremos con las estrategias que hemos ideado.
A ella el tortazo la tiró de espaldas al suelo. Mis ansias de degollarlo se redoblaron, pero acudí primero a comprobar cómo estaba mi bien más preciado.
–¿Hemos? ¿Es que habéis estado jugando juntos? –bramó nuestro padre y escupió con desprecio al suelo–. ¡Y, vosotros, poneos en fila, quiero ver cómo de patéticos sois! ¡Y las mujeres fuera!
Yo estaba sosteniendo a Guiomar, que tenía sangre en la boca, cuando ella se irguió con energía.
–¡Padre! –gritó a pleno pulmón y buscó en su bolsa.
El se giró con malas pulgas, dispuesto a patearla. Mi hermana sacó una tablilla de barro, la mostró como un trofeo y allí, a la vista de todos, la rompió. En los primeros segundos no ocurrió nada, mas repentinamente nuestro progenitor perdió fuelle, se dobló por la mitad y quedó tendido en el suelo, pálido como la cal. Yo, atónito y con la mandíbula desencajada de la impresión, no pude contener una risita maligna, aunque fuera desconcertante que mi dulce hermana hubiera atacado a nuestro padre ante todos, tomándome la delantera. También era verdad que Guiomar se preocupaba por nuestros penosos combatientes más allá de mi interés como gobernante.
–Tú... –murmuró iracundo el agonizante y fue incapaz de pronunciar más, debía de dolerle demasiado.
Uno de los fieles a nuestro padre se aproximó con malas intenciones. Yo desenfundé un cuchillo, ella sacó otra tablilla de barro. Los ojos asustados del hombre se deslizaron hacia la tablilla, su posible poder lo aterraba más que el frío acero en sus tripas.
–¿Ves esto de aquí atrás? –preguntó Guiomar señalando los trazos realizados en el reverso de la tablilla–. Es tu nombre. Ésta es para ti. Un paso más y la rompo.
–Llevaos a nuestro padre –ordené yo sin enfundar el puñal. Aquel día estaba decidido a hacer correr sangre, no me importaba empezar con la de enemigos externos o la de los internos.
El señor de aquellas tierras gemía en el suelo como si le hubieran colocado las tripas del revés. Ante la indecisión de los fieles y la sospecha de mi hermana de que esperarían a atacar a la menor oportunidad, Guiomar sacó tres tablillas más, una para cada fiel.
–Haced lo que ha dicho o las romperé todas –amenazó mi hermana luchando por mostrarse firme.
Mas yo leía en sus miradas que el odio por el descubrimiento podía llegar a superar al miedo a retorcerse en el suelo; al fin y al cabo, no era un poderoso y vengativo fantasma que pudiera arrastrarlos al infierno, sino tan sólo una niña que hacía dibujos extraños que daban dolor de estómago.
–No te creen. Hazlo –le ordené yo y la sentí dudar–. Hoy es el día en que vamos a enfrentarnos a un ejército que nos supera por mucho y al que sólo podemos hacer frente con astucia –le recordé–. Las técnicas anticuadas de padre y sus secuaces, en las que valen más el número de hombres, no tienen cabida aquí. Guiomar, si quieres que estas gentes tengan alguna posibilidad de llegar al anochecer, tenemos que apartar a todo aquel que nos entorpezca.
Mi hermana inspiró hondo y pulverizó las cuatro tablillas sin vacilación en sus movimientos. Instantes después, los fieles a nuestro padre cayeron al suelo entre gemidos agónicos, súplicas y juramentos malsonantes. Yo me desentendí de ellos, estreché un momento a Guiomar para recompensarla por lo que había hecho y me dirigí a nuestro heterogéneo y lamentable grupo de combatientes.
–Puede que el enemigo sea más grande y cuente con mayor fuerza –comencé con decisión abarcando con un gesto a mi padre y el resto de dolientes–. Puede que nos superen en números –me detuve para observar fijamente a mis súbditos–. Pero nosotros tenemos algo más poderoso y con lo que no cuentan –esbocé una sonrisa y contagié a la mitad de ellos–. Este saco de sebo –continué y pateé a mi progenitor– pretende llevaros a los hombres a una muerte miserable en campo abierto, donde os pasarían por encima y llegarían hasta aquí, arrasando, saqueando y violando a las mujeres que os dedicarais a vuestros quehaceres –proseguí con desdén–. Yo os ofrezco una batalla gloriosa en pos de proteger nuestra tierra, conscientes de que somos minoría, nada más que una piedrecita en su camino en la conquista... ¡Una piedra que se clavará hondo en los pies del enemigo hasta que no pueda caminar!
Me contestaron con un grito de guerra bastante uniforme.
–¡Así es como somos! ¡Les atacaremos por la espalda, desde lo alto, usaremos sellos que los hagan arder y peguen sus armas al suelo! Seremos astutos. Mataremos, mataremos, ¡mataremos! A todos los que hagan falta hasta que no les quede otra opción que pactar.
Hubo alguna queja velada de que no planearan matar a todos los que habían matado seguramente a los hombres de su familia, que habían ido a la guerra y no habían vuelto, pero fue rápidamente acallada por el resto.
–¿Qué vais a hacer ahora?
–Matar –respondieron más o menos a coro.
–¡¿Qué vais a hacer ahora?! –repetí con mayor ímpetu.
–¡Matar!
–¡¿QUÉ?!
–¡MATAR!
–¿Cómo? –me dirigí a Guiomar, que se sobresaltaba con cada bramido.
–Por la espalda, desde arriba, con sellos –contestó con voz queda, aún le sangraba la boca por el tortazo de nuestro padre.
–¡¿Cómo?! –repetí para mi pequeño ejército.
–¡Por la espalda, desde arriba, con sellos! –recitaron enardecidos, pero todavía podía calentarlos más.
–Dicen que hay un fantasma vengativo en este castillo, un demonio. ¡Hoy les demostraremos a esos –señalé la dirección por el que el ejército aparecería en algún momento– quiénes son los verdaderos demonios! ¡¿Quiénes?!
–¡Nosotros!
–¡¿Quiénes son los demonios?!
–¡NOSOTROS!
–¡¿Qué vais a hacer?!
–¡MATAR! –contestaron a una sola y terrible voz.
–¡Bien! ¡Ahora salid y demostradles lo mucho que pueden sangrar!
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