1. VIDA HOGAREÑA
He de suponer que todo comenzó con mi nacimiento, pero por aquel entonces yo no tenía la conciencia suficiente.
Aprendí pronto a caminar. Aprendí pronto a hablar. El hacerme entender fue seguido de conseguir aquello que deseaba. Nací en el seno de una familia noble y adinerada (aunque desgraciadamente inculta y baja en todos los aspectos humanos), por lo que no resultaba costoso que saciaran mis deseos. Por lo menos en el ámbito material.
Mi padre era un hombre obeso, continuamente aquejado de dolores que podría haber aliviado, incluso remediado, de haber tenido una pizca de sentido común. Pero prefería hacer caso a todos esos alquimistas que buscaban el elixir de la vida eterna en elementos claramente letales. Mi padre se creía un hombre grande, no sólo en términos físicos. Estaba al servicio de un rey, y cuidaba de nuestras tierras con la misma negligencia con la que trataba a su familia. Se creía grande porque celebraba banquetes, salía de cacería y tenía un puñado de mugrientos que besaban el suelo que pisaba. No tenía aspiraciones ni visión de futuro más allá de mancharse de grasa la ropa, que un grupo de bufones le riera las gracias y le insistieran en que sus tierras estaban brillantemente administradas.
Lo detestaba.
En realidad, en aquella época no, aún no. Con seis o siete años me sentía confuso. No veía necesidad de comer tanto ni de matar grandes animales por placer, no le encontraba la gracia a las grasientas soeces y no creía que las tierras marcharan brillantemente. Les hallaba mil fallos, pero, como es de esperar, nadie prestaba atención a un niño. Me gané crueles bofetadas de mi padre, hasta que aprendí que no valía la pena hacerle saber mis ideas. Necesité de dos ocasiones para que me quedara claro.
Mi madre era sumisa y estúpida, ni siquiera tenía una sensibilidad maternal loable. Se contentaba con derrochar las horas de su vida dando órdenes vanas al servicio, que ya conocía muy bien sus obligaciones. Le gustaba causarse jaquecas con detalles insignificantes como una mirada de un invitado o el grado de tueste de una pieza de pavo, seguramente creía que aquello daba sentido a su existencia.
Mi padre consideraba la cultura asunto de extranjeros e invertidos, prefería revolcarse en el lodo de su ignorancia, vanagloriándose de los pocos pensamientos interesantes que ocupaban su cerebro, que solían estar relacionados con la comida. Tenía ciertas reglas: si los campesinos no pagaban el diezmo convenido, los azotaban y humillaban públicamente; si alguien le llevaba la contraria, era azotado y humillado públicamente; si reincidía, era desterrado o ajusticiado sin miramientos.
Tenía ocho años cuando acompañé a mi madre a las tierras colindantes, alguien se casaba, no recuerdo quién. Mi memoria es fiable, pero en aquella ocasión tenía la mente en otro asunto más importante y no presté atención a la aburrida ceremonia. A pesar de que mi madre me lo prohibió, me asomé por el ventanuco del carro tirado por caballos que nos llevaba. Vi la miseria que rodeaba nuestro castillo, las casuchas en las que vivían, los harapos con los que vestían, cómo se deslomaban de sol a sol para conseguir sobrevivir un día más y pagar los diezmos.
No puedo afirmar que sintiera pena por ellos, pero sí rabia porque se les exigiera demasiado y se les castigara si no alcanzaban la cuota, sin ofrecérseles las herramientas necesarias. Permanecí pensativo los días que siguieron, ideando sistemas de regadío más eficientes, entre otras muchas fantasías. Mi padre comentó que yo tramaba algo y que eso lo inquietaba.
Dibujé algunos garabatos, pero tenía que hacer comprobaciones in situ. Sabía muy bien que no me permitirían salir del castillo, ya que me insistían a diario que los vasallos eran salvajes y violentos. Eso opinaba mi padre mientras destripaba cerdo grasiento con saña y disfrutaba de los azotes que planeaba dar a un sirviente torpe. Eso opinaba mi madre, que era capaz de apoyar cualquier idea, por absurda que fuera, si su amado marido la repetía con suficiente vehemencia. Por aquella época comenzaban a contrariarme.
Me hice con unas ropas raídas del servicio, me tizné la cara y, seguro de que mi disfraz era infalible, salí en busca de campos de cultivo y riachuelos. Transcurrí las horas organizando pequeñas presas, canalizando el agua, preguntándome cómo se moverían unas palas dependiendo del lugar… En mi cabeza bullían ideas y se me pasaron las horas en un intenso suspiro, se me olvidó comer, y para cuando regresé a casa, ya anochecía.
Me cayó una somanta de correazos. Lo que no había contado al preparar mi disfraz había sido que pudieran echar en falta mi presencia. Había pasado días sin cruzar palabra con mis padres porque estaban demasiado entretenidos con cacerías, banquetes y chismorreos, y yo con mis diseños de herramientas que mejorarían la vida de los vasallos. Pero tenía sirvientes vigilándome o, por lo menos, asegurándose de que seguía en el castillo a cada hora.
Hubo multitud de azotes para castigar a los sirvientes que me habían dejado escapar. Ni siquiera se molestaron en preguntarme qué había ido a hacer allí donde fui, asumieron que se había tratado de la travesura de un niño indómito, y mi padre se propuso domarme. Ordenó que me siguieran a todas partes y, al terminar cada día, preguntaba con aires de grandeza y magnanimidad si yo había hecho algo raro en las últimas horas. Le respondían que pasaba las horas garabateando en el suelo de tierra o tablas de madera y arcilla. Mi padre arrugaba la frente, molesto. Mi madre sugirió si alguna vieja del núcleo de casuchas de los vasallos, aquello sólo podía llamarse aldea con mucha generosidad, no me habría enseñado a tejer conjuros que trajeran la mala suerte. Yo intentaba, desde mi ignorancia e inexperiencia, idear planos de diversas máquinas que facilitaran la vida de los vasallos.
Nunca me ha gustado tener a alguien pendiente de mí, sobre todo si sus ojillos ignorantes se preguntan cada cierto tiempo qué demonios estaba haciendo un crío de ocho años. Por ello daba esquinazo a mis cuidadores y perfeccioné el arte de los escondrijos secretos. Había muchos azotes por tal motivo, independientemente de si conseguía salir del castillo o no. A mí no me preocupaba, que fuesen más inteligentes. Hubo una mujer avinagrada que optó por atarme como un perro y yo opté por quemarle el vestido. Hubo un mozo que me doblaba la edad que me amenazó con colgarme de los pulgares y yo le respondí encerrándole en la carbonera. Y así podría seguir durante numerosas páginas.
Con el paso de los meses, el trabajo de cuidador se convirtió en el más temido. Los sirvientes preferían desollarse las manos bajo una ventisca antes que tener la obligación de vigilarme. Pero hubo quien no tuvo opción, como un techador cojo al que le despuntaban las canas y las arrugas. Decían que no valía para nada y por ello le encomendaron seguirme allá donde fuera, a sabiendas de que sería su final. En principio me molestó como todos los demás, siempre cerca de mí, aunque tenía la decencia de no respirarme en la coronilla. Yo me dedicaba a mis asuntos y, cuando me aburría, me machaba a otra parte del castillo, con la esperanza de que su cojera le impidiera alcanzarme. Pero aquel hombre calmado siempre acababa dando conmigo, no se quejaba por el intento de despiste y, lo más importante de todo, le decía a mi padre lo que él quería oír.
Me acostumbré a su presencia, era sereno y siempre estaba mascando alguna hierba, como si no tuviera nada que hacer, tan sólo ver la vida pasar. Pero la veía pasar con mucho interés. Capté un par de miradas dirigidas a mis esbozos y le rehuí, no quería que fuera a mi padre contándole que me dedicaba a emular los garabatos de viejas chaladas que buscaban la mala suerte ajena.
-Te interesan las poleas –me dijo un día acercándose con su desigual caminar.
Oculté lo que había estado dibujando en el suelo de tierra y le miré con desconfianza.
-¿De qué me hablas? –le pregunté receloso.
-Lo que usan para levantar grandes pesos, una cuerda pasada por unas ruedas… -se detuvo a pocos pasos de mi cuerpo agazapado y escupió las hierbas masticadas a un lado.
-Ah, sí. Entre otras cosas –respondí con seguridad y nos quedamos en silencio unos incómodos segundos-. ¿Cómo has dicho que se llaman?
-Poleas –repitió y se acuclilló con dificultad junto a mí para dibujar unos trazos bastante rectos.
Los miré con extrañeza, aquellos palos no eran una polea, aunque sí que había una rueda. Tardé más tiempo del que me gustaría reconocer en darme cuenta de que era una palabra.
-¿Sabes escribir?
Él se encogió de hombros y se puso en pie con un gesto de dolor.
-Sí, pero no se lo digas al Señor.
Asentí, sabía muy bien lo que pensaría mi padre sobre alguien que tuviera la cabeza llena de letras y símbolos raros. Conjuros de viejas, hubiera añadido mi madre.
El techador cojo se alejó en silencio en dirección a las cocinas. Me quedé estupefacto, ya que normalmente era yo el que se marchaba sin dar explicaciones. Si mis cuidadores tenían que hacer algo, me obligaban a ir con ellos. Por lo que, en mi infantil ignorancia, asumí que el cojo me despreciaba por no saber escribir. Me sentí dolido y humillado, me había considerado más listo que los demás, hasta ese momento.
Más adelante supe que lo que necesitaba era más hierbas para mascar, a las que era tan adicto como mi padre a las adulaciones; que había confiado en que conseguiría dar conmigo más tarde, como siempre; y que, ya que yo nunca daba explicaciones a mis cuidadores, suponía que no querría conocer la vida de un cojo.
Pero en aquel momento no contaba con aquella información y había dado por supuesto que me despreciaba por mi ignorancia. Cuando regresó, tras unos minutos de colérico resentimiento, decidí que no quería ser un zopenco como mi padre, me armé de humildad y me acerqué a pedirle que me enseñara a leer y escribir, y todo lo que supiera sobre poleas.
-Tendremos que encontrar un lugar donde no llamemos la atención –fue su seca respuesta, aderezada por las hierbas que mascaba.
Primero le sugerí el palomar, pero él me hizo ver que con su cojera sería una tortura, con tantos escalones desvencijados, y que, además, las heces de las palomas traían enfermedades. Me apunté el lugar por si alguna vez tenía que escapar de él y continué proponiéndole mis escondites secretos.
-No sabes montar a caballo –me interrumpió de repente.
-Sí que sé –me defendí.
-Me refiero a hacerlo bien, y no correr el riesgo de partirte el cráneo, mozuelo.
-Pero yo ahora quiero aprender a escribir, no a montar a caballo –insistí, amenazando con sufrir una rabieta.
-Apuesto a que tu padre entenderá que un buen heredero de estas tierras ha de ser un diestro jinete. Para poder defenderla. Y para acompañarle a cazar cuando seas mayor.
Fruncí el ceño, sentía que se estaba burlando de mí, pero no veía muy claro cómo. Comprendí que aquel no era su verdadero plan, que ocultaba sus motivos.
Con el tiempo, me acostumbré a su forma de pensar retorcida y aviesa, empecé a admirarla cuando comprobé su utilidad y terminé emulándole antes de los nueve años.
Pero no adelantaré acontecimientos. Por lo pronto, el cojo techador consiguió que mi padre considerara suya la idea de que yo aprendiera a montar a caballo. Lo que significó que en pocas jornadas comenzamos a salir a dar cortos paseos en torno al castillo, en los que podíamos hablar con libertad de poleas, canales, molinos y cualquier aparato que fuera el foco de interés aquel día.
-Te interesa mucho el agua –comentó Carolo (por aquella época decidí que bien merecía aprenderme su nombre), tras explicarme lo mejor que podía cómo funcionaba un pozo.
-Creo que el agua encierra mucho poder –respondí con seguridad.
-¿Mágico?
-También. En parte. Me refiero a que, si a esta región se le quitase el agua, se moriría. Todo moriría. Las plantas. Los animales. Nosotros.
Carolo me dedicó una sonrisa amarillenta por las hierbas, una sonrisa que reservaba para cuando algo le parecía una buena idea. Me enorgulleció, él era la persona más inteligente que había conocido hasta el momento, y continué hablando con convicción.
-Por eso creo que hay que mejorar la administración de agua. Para que sus cosechas prosperen y puedan pagarnos lo que deben. Y menos latigazos, eso sólo asusta a la gente y la mata, no hace que crezca más grano.
-Y no se podrían enfermos –intervino él, con lo que se ganó una mirada extrañada por mi parte-. En el agua estancada hay enfermedades.
Carolo tenía ideas curiosas respecto a los males que afectaban a la población. Y cuando digo “curiosas” me refiero a “adelantadas a su tiempo” o, por lo menos, sí a aquella zona mugrienta de la tierra. No creía en pérfidas brujas duchas en artes oscuras que urdieran día y noche las plagas que asolaban los campos y a sus habitantes. Creía que, de alguna forma, las enfermedades estaban en cosas como las heces de paloma o las aguas estancadas. No sabía cómo, pero creía en ello.
-Cuando tu padre nos permita ir más lejos y no mande guardias a vigilar, te llevaré a ver a mi abuela –me prometió-. Ella te lo explicará mejor.
-¿Tu abuela es una vieja hechicera? –pregunté receloso.
-Sí, pero no como las considera tu madre –noté un punto de reproche en su voz-. Mi abuela sabe de la energía de la tierra, del flujo del agua y de la fuerza del viento –añadió solemne.
Asentí, considerando que sonaba lo suficientemente bien como para darle una oportunidad.
-De acuerdo. Y si me demostráis que hay enfermedades en las aguas estancadas, también me encargaré de que no las haya –prometí con dignidad.
Carolo sonrió, escupió a un lado, renovó la carga de hierbas para mascar y asintió conforme.
-Serás un buen Señor.
Las clases de equitación tenían muy contento a mi padre y, por consiguiente, a mi madre. Creían que la actividad física me mantendría alejado de mis extrañas ideas, sin caer en la cuenta de que me dejaba tiempo de sobra para pensar en ella, contrastarlas con Carolo y aprender a escribir. El método de enseñanza de mi cuidador era bastante caótico, un día se volcaba en un par de letras y al siguiente se dedicaba a deletrear todo objeto que encontraba. Pero yo era un rápido aprendiz y su estilo caótico me divertía, lo que cada vez era más complicado.
En cuanto pudimos, conocí a la abuela de Carolo. Por culpa de los chismorreos de mi madre me la imaginaba a un ser enjuto vestido de negro, con voz crepitante y arrugas marcadas por la maldad. Pero lo que encontré fue una anciana menuda pero llena de vitalidad, que vestía con retales de cualquier color, que contaba con una voz temblorosa pero agradable y sus arrugas estaban marcadas por las risas y enfados a partes iguales. Si vivía en una cabaña oscura como una gruta era porque, en aquel tiempo, los cristales en las ventanas eran caprichos de los ricos más pudientes, y porque encender demasiadas velas sin la debida supervisión podrían penderle fuego a las ristras y manojos de hierbas secas. Respecto a las luces mágicas, se quejaba de que estaba demasiado mayor para malgastar su energía iluminando cada recodo de su humilde hogar.
La llamaba Abuela, en la aldea dispersa a la que pertenecía la chabola la apodaban Savia. En un principio pensé que se debía a que sabía muchas cosas. Luego descubrí que era porque hacía pócimas y mejunjes con la savia de los árboles, algunos para gente adulta. Ya me entendéis.
En aquella cabaña fue donde supe que Carolo siempre estaba dispuesto a adquirir nuevos conocimientos y por ello había viajado unos treinta kilómetros a la redonda, lo que era un logro para la gente de allí. Aprendí que había hierbas que curaban ciertos males, que los ahuyentaban o que eliminaban el dolor, a pesar de que la afección permaneciera allí. Carolo cogía puñados del tercer montón.
Abuela Savia insistía en que tenía que escuchar a la naturaleza. Yo le hice caso, me fui un lugar donde los árboles no dejaban ver la cabaña y escuché. Fueron diez minutos muy aburridos, hasta que mi mente comenzó a divagar sobre el color de las flores, el juego de sombras de las hojas en el suelo tapizado de hierba y cómo allí no corría viento pese a que la colina donde se emplazaba mi castillo azotara una ventolera. Regresé veinte minutos más tarde, con el rostro serio y la firme convicción de asegurar que había escuchado con atención. De Carolo había aprendido que muchas veces lo más adecuado era decirle a la gente lo que quería oír y no la verdad.
-¿Y bien, te ha hablado la naturaleza? –me preguntó Abuela Savia con su voz temblorosa.
Yo asentí con fingida confianza.
-¿Y qué te ha dicho? –añadió con una sonrisilla burlona.
-Que las flores tienen esos colores, no para resultarnos bellas a nosotros, sino para que los bichos se acerquen a ellas –respondí sin mucha convicción-. Aunque no entiendo para qué quieren los bichos.
La sonrisa desapareció y yo temí haberla contrariado, que se hubiera ofendido por no haber escuchado. Abuela Savia se volvió hacia su nieto y él le devolvió una sonrisa ufana y amarillenta.
-Tengo que explicarte qué hacen esos “bichos” por la naturaleza –se dijo sentándose frente a mí en un taburete de tres patas-. ¿Qué más te ha dicho?
-Que una hoja es pequeña y traslucida, pero que muchas juntas proporcionan mucha sombra. Incluso pueden resguardar de la lluvia. Por un tiempo.
-La unión hace la fuerza –dictó Carolo desde el fondo y se rió.
Según qué hierba eligiera masticar, podía tener desde un aliento apestoso a perfumado, pasando por quedarse dormido en las esquinas o reírse por cualquier cosa.
-¿Algo más, hijo? –insistió Abuela Savia, que nos llamaba “hijo” a los dos y a cualquiera más joven que ella que valiera su afecto.
-Que los árboles resguardan del viento. En mi casa hacen falta mantas y fuego, pero aquí se está bien. Y con paredes más finas –dije esperando su aprobación.
Abuela Savia parpadeó estupefacta y sus ojos se tiñeron de asombro y adoración. Su nieto volvió a reírse.
-Me sorprende que seas hijo de ese gordo zopenco y la estúpida supersticiosa –murmuró yendo a remover sus pócimas.
-Quizás su madre se trajinó a espíritu sabio –Carolo soltó una carcajada soez, que le valió una colleja por parte de su abuela.
-Aunque no lo descarto –añadió ella meditándolo seriamente.
Aquel día aprendí que “escuchar” significaba “analizar” para mí, y que la paternidad del hombre gordo que presidía los banquetes en el castillo era discutible. Empecé a fantasear con un padre misterioso que se escondiera en los recovecos de las cosas y que me susurraba sabiduría a través de ellas. Lo vestí con una larga y raída capa negra que le ocultaba la cara con la capucha. Me dije que le gustaba la soledad, lejos de los vacuos cotilleos, porque disfrutaba meditando. Y que, si me había dejado con aquel atajo de inútiles que era mi familia, era porque yo tenía un gran destino, en alguna parte. Por lo menos me había enviado a Carolo y Abuela Savia.
Antes de los diez había aprendido a leer, escribir y cálculo básico, a montar a caballo como un jinete decente, a distinguir un buen puñado de hierbas y recitar sus cualidades, y a tragarme mi inteligencia superior y decirle a la gente lo que quería escuchar. La mayoría de las veces aquello era lo más inteligente. Me demostraron que las aguas estancadas y las heces de paloma, así como los cúmulos de desechos, eran la causa de muchos males del cuerpo; y que las cosas limpias y secas eran mucho más seguras. Cuando iba al castillo veía todo tipo de errores, pero nadie escucharía a un niño. Tenía que esperar.
-Lo que no entiendo es cómo el agua puede ser a la vez fuente de vida y de muerte –comenté un día que observábamos un fétido pozo pensando en cómo arreglarlo.
-Quizás la enfermedad sea un tipo de vida –me respondió Abuela Savia tras meditarlo unos minutos. Yo había aprendido a esperar a sus pensamientos, porque siempre eran buenos.
-Pero si mata –me quejé.
-Las moscas y gusanos –se limitó a decir Carolo, que aquel día debía de haber cambiado de hierbas, o las de la risa habían decidido darle sueño, por lo que corría el riesgo de quedarse tieso con el frío de comienzos de invierno.
-Cierto, cierto –coincidió la Abuela-. Las moscas y gusanos están vivos, ¿verdad?
Asentí despacio, intentando pensar rápido para llegar a la conclusión que ellos habían alcanzado y demostrarles que era inteligente.
-Pero al cadáver que comen no le hacen mucho bien, ¿verdad?
Negué con los ojos muy abiertos, empezaba a verlo claro.
-Hay moscas que te comen vivo si tienes heridas y estás débil –informó Carolo con un bostezo-. He oído hablar de ello en la ciudad.
-Y te matarían si no te las quitas, porque te comerían –exclamé entusiasmado-. Ellas viven matándote, como los lobos cuando comen ovejas, sólo que más pequeño –se me atropellaban las palabras por la emoción del descubrimiento-. Pero cuando estás enfermo, no se ven moscas ni gusanos ni nada. ¿Están dentro? ¿O son muy pequeños? ¿Pueden ser tan pequeños que no podamos verlos? Mi padre no ve las migas que se le caen en la barba.
-Eso es porque es un guarro –declaró Carolo con otro bostezo-. Un día vendrán las hormigas y las moscas a comérselas, y cuando se les acaben, se lo comerán a él. Pero tardarán años, porque está enorme.
Los tres reímos por la macabra visión y, entre Abuela Savia y yo nos lo llevamos a la cabaña para que entrara en calor y oliera unas sales que lo despertaran.
Cuando cumplí diez años caí en la cuenta, tras una profunda meditación, de que Carolo no era tan viejo como yo había dado por hecho hasta entonces. Rondaba los treinta, lo que triplicaba mi edad, pero cuando yo alcanzase la veintena, él contaría con tan sólo el doble. Por aquel entonces me gustaba hacer ese tipo de cálculos, cuando me era fácil encontrar a quien me duplicara o triplicara la edad. También me gustaba imaginarme dónde estaría a los quince años, a los veinte o cuando tuviera la edad de Carolo. Me convencí de que habría heredado las tierras y las administraría sabiamente, convirtiéndolas en un lugar próspero que atraería la admiración del Rey.
Y acerté en todo, más o menos, en otro orden y con dimensiones territoriales diferentes. Podría haber sido como yo soñaba por aquel entonces si mi padre no hubiera decidido que me llevaba demasiado bien con Carolo y que, con toda seguridad, escondía proyectos delirantes en mi cuarto.
De modo que deberíais agradecer el alzamiento del Rey de Reyes al estúpido y desmesurado celo de mi padre respecto a cualquier cosa que no comprendiera y no quisiese hacerlo. Es decir, todo lo que merecía la pena.
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