TERCERA PARTE - CAPITULO 25

El humo negro me abraza entre las sedosas sabanas de mi cama, caigo en las profundidades de un portal de mi cabeza vacía, deseo despertar pero mis ojos pesados se bloquean en reacción a un miedo.

La oscuridad llena mis cuatro paredes y en ellas veo ilusiones que me hacen perder la cordura, esa cordura que mantenía la poca paz residual que quedaba en mi. La única fuente de luz desaparece y todo en el cuarto da un giro hasta estar al revés, no puedo dejar de bloquear mi puerta y dejame salir; aborrezco la idea de enfrentar los temores que nunca pude soportar.

Escapo de mi tornado y me encuentro con un sentimiento de brazos desconocidos abrazándome contra la cama, de verdad quiero liberarme de las cadenas; el suave tacto se convierten en punzadas que contactan con la sensibilidad de mis cicatrices y mi respiración se va en un grito silencioso que nadie puede escuchar, ya no puedo reaccionar y la fuerza de mis pulmones se debilita cada vez más.

Al creer que ya no tengo oportunidad recupero el poder de mi cuerpo y con impresión siento los rastros de dolor, quiero descansar pero no te quiero volver a encontrar delante del espejo.

¿Sigues? ¿Aún seguís culpavilizándome? Como no estoy en vuestro rebaño, me culpavilizáis cuando "hago algo malo", pero los que son ovejas no son señalados. Idolatráis al "popular", al que está arriba de vuestra distopía, pero a mí no se me puede clasificar, por lo que en mi lado de la balanza se inclina la injusticia. Protestáis con ruido por lo que no os gusta y queréis cambiar, pero si lo hago yo se me replicará. HIPÓCRITAS. Se me va la cabeza, la ira baila con el hartazgo en mi mente, creando una melodía estrepitosa y dolorosa para los oídos, los cuales los tienen llenos de escuchar mentiras. Paranoia. ¿Están hablando de mí? Siento un peso inmaterial que aplasta mi alegría. Quiero que os afecten las consecuencias, quiero nadar en vuestras tripas y escupir dentro, como vosotros, parásitos, que os alimentáis de otros y los traicionáis al mismo tiempo. Quiero arrancaros el pelo y quemarlo en la hoguera, quiero que se me trate como alguien más, no que se me rechace y señale. No soy un insecto horrendo y venenoso, soy otro mamífero como vosotros, pero no un mono, sino un humano.

Heme aqui parado frente a un vidrio rectangular, observando con atención aquellos ojos cristalinos vivientes como el arder de la estrella más brillante de nuestra galaxia. Heme aqui parado, escuchando esa hermosa voz, cual cantar de el ángel más digno de ser amado por Díos, estirando mi mano para poder tocar aquel cabello tan sedosos y brillante como la seda más fina de oro.

Siento la palma de su mano sobre mi mejilla, su piel tan suave y blanquecina, envidiada hasta por la mujer que se hace llamar la más bella. Hoy me siento afortunado de ser su amado, este humilde y tonto trovador que lo único que puede ofrecer son fábulas y escritos, los cuales no son comprados o entendidos por lo maravilloso de tu ser, querido lector.

Lo único que puedo ofrecer son mis anhelos y un eterno amor que nos acompañará hasta el día de nuestra división, donde tú serás aquel ángel que me guíe a los cielos y el cual me será mi compañía en la mañana.

La soledad de esa falacia de la convivencia somos Rebeca y yo fingiendo que no pasa absolutamente nada, que los días discurren plácidos, sin sobresaltos, que yo estoy metido en mis pequeños asuntos periodísticos de poco interés y que ella está trabajando en su tesis, investigando, preparando clases. Qué quieres para cenar, he hecho compras, me gusta cómo tienes la barba, por qué no damos un paseo.

No hay duda: esto es la Cold War.

Empecé a pensarlo hace tiempo, cuando las acciones del Polo Fálico adquirieron una repercusión tan extraordinaria que resultaba absurdo, conociendo nuestra afición por hablar de todo y especialmente de cuestiones de género, no haberlo mencionado. Quizá fue un error por mi parte, pero no encontré la manera de sacarlo a relucir sin que mi participación activa quedara al descubierto: como siempre digo, ella es muy buena analizando textos, y yo mismo soy un texto, probablemente el más simple de cuantos ha leído. Aceptado mi desliz, había cuatro opciones posibles para interpretar su incómodo silencio:

A) Que no se hubiera enterado de lo que estábamos haciendo.

B) Que nuestro ataque directo contra ella la hubiera traumatizado.

C) Que sospechara que yo estaba detrás de todo.

D) Que tuviera su propia hoja de ruta.

Descarté la primera por una cuestión irrefutable: habíamos bloqueado algunos actos a los que sabía, con seguridad, que ella iba a acudir. Descarté, también, la segunda porque desde aquel día su carácter no había perdido un ápice de fuerza, ni la noté nunca abatida a la hora de enunciar sus opiniones; al contrario, parecía haberse endurecido para mal, como un soldado noble que pierde la honradez en su primer viaje, y deja de dormir, y se le llenan los ojos de zumbidos. Cabía la tercera opción, desde luego, pero había sido extremadamente cuidadoso con mis cosas y dudaba, hasta donde me lo permitía la conciencia, que un despiste por mi parte o un presentimiento por la suya la hubieran arrastrado a violar mi intimidad, es decir, mis aparatos electrónicos o mi correo. Quedaba, entonces, por eliminación, una sola variable.

—Te ha quedado fantástico el asado —me dice.

Mis sospechas aumentaron los últimos días, cuando respondimos al manifiesto de las Blancanieves y sus ataques espontáneos con nuestra habitual mesura: repintamos encima de todos sus grafitis enormes penes peludos sonrientes, publicamos vídeos de su bandera ardiendo, editados incluyendo canciones de películas de Disney para darles un toque infantil, menos agresivo, y escogimos para reventar, con inteligencia, actos pequeños que no estuvieran protegidos por sus colaboradoras. Ellas tardaron menos de un día en designarnos «el brazo armado del enemigo» y retar a todas las mujeres a buscarnos y apalearnos. No con esas palabras: «Les encaminamos a tomar las medidas necesarias para detener las actividades de ese grupo de fanáticos». Nosotros nos mantuvimos firmes, aunque aumentamos las medidas de seguridad y vigilancia, por si acaso. Las redes sociales y algunos medios de comunicación empezaron a tomarse en serio lo que estaba pasando, con artículos y reportajes, pero en casa reinaba una paz ridícula, edulcorada, merecedora de otros comediantes.

—El cordero estaba riquísimo también —respondo.

Mi análisis fue definitivo: la única razón por la que Rebeca no me había mencionado ni una sola vez a las Blancanieves debía de ser la misma por la que yo no le había mencionado ni una sola vez al Polo Fálico: ambos estábamos metidos hasta el fondo. Pura lógica.

De manera que aquí estamos, como novios inexpertos en primero de interpretación.

—¿Qué tal hoy en la facu?

Su celular no deja de vibrar sobre la mesa. Juraría que, cuando me mira, parpadea exageradamente, como en una película de dibujos animados.

—Todo tranquilo. Es un buen curso.

Mentira: esta mañana hemos desparramado díez kilos de basura en los pasillos de entrada de su facultad, con la ayuda de unos cuantos estudiantes de tercero. Mi teléfono suena. Lo agarro con una sonrisa, maldiciendo la persistencia inquisitiva de mi madre, y leo un mensaje de Vladimir:

«Hemos destrozado la camioneta de un grupo de Blancanieves. Sin heridos».

—Mi madre te manda recuerdos. Dice que a ver cuándo vas a comer con ella y habláis de vuestras cosas, que te echa de menos —improviso.

Ella mira su celular y frunce el ceño. Luego vuelve a sonreír.

—Dile que yo también la echo de menos. Y que le prometo que seguiremos superando el test de Bechdel.

—¿El qué?

—El test de Bechdel. ¿No lo conoces?

—Pues no. No me suena.

Me habla y escribe en su celular al mismo tiempo.

—Es un test que evalúa si una película o un libro cumplen con los requisitos para evitar la brecha de género. Te va a encantar, con lo que te gustan estos temas.

—Seguro que sí.

«Persecución. Casi agarran a Leyes. Han empezado a quemar basura.»

—Se basa en tres preguntas. La primera: ¿Aparecen al menos dos personajes femeninos? La segunda: ¿Esos personajes hablan la una con la otra en algún momento? La tercera: si efectivamente hablan entre sí, ¿lo hacen sobre algo que no sea un hombre?

—Vaya. Es fascinante.

—Lo es. Cuando tu madre y yo quedábamos al principio siempre hablábamos de ti o de tu padre.

Su teléfono sigue vibrando. Ella lo mira distraídamente entre sorbo y sorbo
de vino. Yo hago lo mismo.

—Mon amour, vosotras no sois personajes de ficción.

—Cierto. Pero es curioso aplicar el test a la vida real.

«He hablado con Twain. Han roto todos los escaparates del supermercado DIA.»

—En la vida real hablamos de todo —digo.

—Por supuesto. Pero tu madre, últimamente, está cambiada. Se lo noto hasta yo, que no la veo desde hace mucho. Y desde hace semanas hemos dejado de hablar de vosotros y hemos empezado a hablar de… otras cosas.

—¿Qué cosas?

Se ríe con la risa más falsa que he oído en mi vida.

—No lo sé, querido. De otras cosas. De la vida, del futuro… Ya sabes. No te lo puedo contar, traicionaría su confianza.

Levanta una ceja.

—Ya me gustaría verlas —digo.

—No puedes. De eso se trata.

Pienso en labios hinchados riéndose de mí.

—Claro, claro. Por favor, no voy a meterme. Además, me hace muy feliz que tengas esa complicidad con mi madre.

No te imaginas cuánto.

—Es una mujer increíble. Ha sido todo un descubrimiento. Disculpa, tengo que responder a este mensaje.

—Sí. Ya veo que estás muy ocupada.

—Es el grupo de profes. Son tan pesados…

«El centro está tomado por la policía. Disolvemos. Conrad está descontrolado.»

Siento náuseas. El piloto rojo vuelve a encenderse: hay algo profundamente indigno, equivocado, en lo que estoy haciendo. Empieza a ser una sensación recurrente, y quizá por eso llevo días comiendo sin hambre. Espero a que Rebeca termine de escribir y me sirvo otra copa de vino.

—¿Todo bien?

—Sí, sí —me dice—. Una boludez. Mañana hay una reunión y estamos preparando los argumentos para vencer a los opositores.

No me gusta nada lo que acaba de decir.

—¿Algo urgente?

—No, qué va. La típica reunión del departamento. Pero siempre hay alguien que rema en dirección contraria.

Había pasado mucho tiempo. Todos estábamos perdidos en el vacío, la oscuridad. La desesperación era el pan, el asesinato una rutina, y la muerte, rondando en cada esquina.

¿Lo has visto? Este es el decadente futuro de los humanos. Un mundo sin fé, sin ley, abandonado en la oscuridad y condenados a estarse matando como simples animales salvajes, y habría seguido de esa manera, si no fuese por ella.

Como un ángel de luz, descendió de pronto un día cualquiera en aquellas tinieblas, y la alumbró por primera vez en mucho tiempo con su divina calidez. Su presencia sola me hizo sentir abrigado, tranquilo, en paz. Una paz que ya no recordaba, y que todos los hombres del mundo sintieron lo mismo que yo alguna vez.

"Todo está bien" Habló, en mi mente, y pude apreciar una sonrisa repleta de amor y ternura en aquel rostro. Me pregunté,¿cómo? ¿Cómo podía algo tan bello aparecerse de pronto en un mundo así? No lo podía mencionar, no éra merecedor de su piedad, su compasión, su ayuda. Y aún así, ella llegó a mí, trayéndome la salvación.

"Yo estoy aquí" Su voz, tan suave y bella como su rostro, volvió a hablarme. Pensé por un momento que todos en el mundo dejaron de luchar, de odiar, de hacer sufrir. Bajamos las armas, y empezamos a llorar.

Nos arrodillamos ante ella, la Diosa de la Luz, suplicando su perdón y misericordia por nuestras viles acciones. Pero sus ojos del color del cielo no nos vieron con la más mínima pizca de odio, siguieron viéndonos de una manera serena y tranquila, como si nuestros pecados no le importaran. Aún me pregunto, cómo es posible que ella, a pesar de todo, nos tomara.

«Hemos tenido que separarnos. Son demasiadas. He contado más de cien.

Les da igual que las detenga la policía.»

—Bueno, entonces mañana será un día interesante.

Me mira a los ojos.

«Tenemos un puto problema.»

—No quepa duda —sonríe.

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