SEGUNDA PARTE - CAPÍTULO 13
En los espacios de reclutamiento me presento como Glez. Casi nadie pregunta el origen del nombre: entienden que pueda ser una abreviatura de González o una revisión de mi apellido, y cuando insisten en averiguar su procedencia me basta con señalar que «todos me llaman así». Esta falsa identidad me permite sortear la enorme brecha ética de mi tarea, porque el soldado no es el hombre, es alguien nuevo, es otro: una herramienta de carne al servicio de una causa, un mayordomo que nunca hace preguntas, la mirada indiferente de la naturaleza que desconoce el significado de la palabra instinto. Es decir: con Glez dejo de ser yo.
Glez selecciona lugares con alta concentración de testosterona, como gimnasios, discotecas a altas horas de la madrugada o restaurantes próximos a áreas de trabajo predominantemente masculinas: el juzgado, el banco, las obras de construcción de un edificio. No le valen los foros de internet ni las aplicaciones para conocer gente, porque necesita ver las caras reales de los futuros miembros de su grupo. Su vehemencia y su furia. Si esto es una guerra, necesita un ejército.
Se concentra en objetivos fuera de lo común, hombres extraordinarios capaces de sacrificar su tiempo y su seguridad por un mundo ideal donde sentirse cómodos. Hombres educados en una misoginia histórica superlativa, cargada de rencor y de fobia, de frustraciones y resentimiento. Hombres que exuden superioridad cada vez que una mujer se cruza en su camino, que intuyan al instante si merece la pena el esfuerzo de humillarla o no, y que en todos los casos dicho esfuerzo les suponga una recompensa con la que dormir felices, satisfechos. Estereotipos tan radicales que solo resultarían verosímiles en el mundo de la no ficción, como Donald Trump. Quiere que razonen desde una lógica predemocrática, no solo con la certeza de que hombres y mujeres son distintos, sino de que fue un error conceder derechos a ambos géneros en igualdad de condiciones: puesto que existe una jerarquía biológica que impugna esa tábula rosa, toda conquista femenina no es nada más que un fraude conseguido en sociedades con hombres timoratos, hijos del hambre, de la pandemia y la miseria, hippies politoxicómanos, soñadores ciegos a la realidad, perros doblegados a una constitución imaginaria, cobardes.
Glez es paciente y observa.
Vladimir es trabajador social y un comprometido militante antirracista. Garbo lo conoce en una choppería con poca luz, a las tres aeme, después de que una mujer le haya tirado bebida a la cara y él, relamiéndose, le haya preguntado si le gusta la eyaculación femenina.
-Vino al toque -dice Glez.
Vladimir lo mira con desconfianza, tratando de averiguar si está bromeando o flirteando. Glez le sonríe y miente:
-Yo lo he intentado antes. Esa mina no es fija, está mal de la redonda. De seguro le faltan los suplentes y el aguatero. ¿Quieres una fresca? Te invito, por solidaridad.
Cuando no está manifestándose por las minorías étnicas y enfrentándose a grupos neonazis que defienden la segregación, Vladimir se dedica a ver porno. No le pagan por ello, pero podrían hacerlo. Lo que más le gusta es la negrofilia, en especial las «chinonegras», como él las llama. Mezcla de africana y oriental. Grandes tetas y grandes labios, pero cinturas finas y un color suave de piel. Azúcar moreno, dice. Tiene un exceso de peso y un exceso de vello, pero eso no le impide vestir con camisetas ajustadas de manga corta. Rezuma seguridad en sí mismo. Para él, las mujeres son medias donde eyacular, y por ese motivo no tiene ningún reparo en explicarles lo que quiere hacer con ellas, de qué manera y durante cuánto tiempo, a los pocos segundos de presentarse. Es un experto en prácticas sexuales bizarras. Las relaciones de pareja le parecen una trampa, una estrategia de castración encubierta, y desde los dieciocho lleva la soltería con orgullo, como un símbolo de independencia. Su pene y semen, su bandera y escudo.
-Me hago cuatro o cinco pajas diarias. Todos los días -dice.
Glez lo emborracha. Utiliza las conversaciones con sus antiguos compañeros de piso como argumento de autoridad y gancho. Se inventa secretos pedófilos inconfesables. Anota meticulosamente direcciones web de la internet profunda, interesado. Vladimir siente que ha encontrado a su hermano gemelo. Antes de despedirse, intercambian los teléfonos y bromean con lo que le harían a la mujer que los ha rechazado si se la encontraran. Nada bueno.
A lo largo de los siguientes días mantienen una rutina de mensajes constantes, principalmente con enlaces a vídeos porno clásicos, de visión obligatoria para empezar a entenderse, y a páginas nuevas, con material inédito; pero también hablan de temas personales: el trabajo, las vacaciones, las virtudes de ser soltero. Vuelven a verse algunos fines de semana para hablar como viejos amigos. Una de esas noches, Glez le confiesa que está intentando montar un club.
-Un club, ¿para qué? -pregunta Vladimir.
-Para poner a las mujeres en su sitio.
A Vladimir la idea le emociona. Tiene una cabeza privilegiada, multitarea, fruto de años de experiencia manejando y compartiendo archivos en diferentes formatos, y se le ocurren cientos de acciones para llevar a cabo. Glez discute con él los métodos, las estrategias. Entre los dos plantean escenarios posibles y las consecuencias de una hipotética intervención. Toman notas, para no olvidar ningún detalle. Concluyen que el grupo necesita al menos otros cuatro miembros y deciden ponerse a trabajar en ello esa misma noche.
Cuando llega a casa, Glez se ducha con nitrógeno líquido.
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