PRIMERA PARTE - CAPÍTULO 1
Esto de llamar «puta» a una total desconocida que reivindica sus derechos empieza cuando conozco a Rebeca en una conferencia de Dora Barrancos. La sala está abarrotada de gente, sobre todo mujeres, sobre todo mujeres jóvenes. Yo no entiendo mucho de lo que se dice, en parte porque la neurobiología no es mi área y en parte porque no he leído ninguno de sus panfletos, pero debo reconocer que los temas que expone la mujer de Alberto Moretti, como la llaman la mayoría de los medios de comunicación, me interesan, o al menos me provocan curiosidad. La ronda de preguntas es esperpéntica, algo habitual en estos casos: personas (mujeres) intentando demostrar que saben tanto o más que la conferenciante; personas (mujeres) aprovechando la coyuntura para contar sus dramas íntimos no resueltos; personas (mujeres) dando gracias a Dora por existir. Parece un rito ceremonial africano celebrando la llegada de las lluvias. O su contrario: una banda de ilustres ciudadanos estadounidenses disparando a un huracán para alejarlo. Ni un solo hombre pregunta nada, pero tampoco disparan. Yo, por supuesto, no lo hago. Rebeca es la única persona (mujer) que, en el turno de preguntas, inquiere a Dora por sus contradicciones y la pone contra las cuerdas. Quizá exagero. Le hace un par de preguntas inteligentes, complejas, sin darse aires de académica instruida. Es justo señalar que Rebeca tiene todo el aspecto de joven altamente cualificada, es decir, lleva anteojos. Cuando termina el acto y los asistentes acuden al escenario para que Ms. Barrancos les firme uno o varios libros, observo que la chica de gafas se dirige a la puerta de salida, así que la interrumpo para hablar con ella. Eso es lo que hacemos los hombres.
-Me han gustado tus preguntas -le digo.
Ella me mira con desprecio.
-Lo digo en serio -le insisto-. No estoy intentando chamuyar contigo. No he entendido casi nada de la conferencia, pero sí lo que tú has preguntado.
-No has leído sus libros, ¿no?
-No. No creo que pueda pasar del prólogo. ¿Sabes si tiene versión para niños?
-Me tengo que ir.
-Bueno. Pero recomiéndame alguna lectura. Perdóname. Con esto te dejo en paz.
-¿Alguna lectura sobre qué?
-Sobre feminismo. Para empezar a entender algo. La neurobiología la dejo para más adelante.
-Mira en Google. Busca «Feminismo».
-Ya lo he hecho. Hasta la entrada de Wikipedia me parece difícil. ¿Hay algo de la tipa Mary Wollstonecraft para vindicación pero sobre esto?
Es la primera vez que la veo sonreír. Anoto mentalmente: «Wollstonecraft».
-¿Tienes para anotar? -me pregunta.
Saco el celular y abro el bloc de notas. Ella me dicta Madre feminista, de Agnieszka Graff, y Feminismo para dummies, de Nadia Khalil Tolosa. A pesar de mi formación en letras, no sé quiénes son.
-Gracias -me despido.
Asiente con media sonrisa, cansada de mí por el otro lado de la boca, y se marcha.
Yo voy directo a la biblioteca, que cierra a las diez, para solicitar los libros que me ha recomendado. En la zona de préstamos me atiende una mujer, y empiezo a sentirme un poco agobiado por algo que solo podría definir como un exceso de estrógenos medioambientales, como la nube tóxica de las fotografías de Ciudad de Pekín. Dora, sus fans, Rebeca, la bibliotecaria. La sensación se reafirma cuando me llama mi madre y me detalla la última ofensa de su madre, mi abuela viva, que se ha molestado porque no voy a visitarla tanto como debería, al tiempo que la bibliotecaria acude con una sonrisa extraordinaria y con los libros. Y mientras salgo de ahí y finjo que escucho a mi madre me pregunto por qué las mujeres sonríen tanto: por qué sonríen cuando son casi las diez de la noche y siguen trabajando, por qué sonríen cuando alguien las persigue después de una conferencia, por qué sonríen cuando alguien les dice algo impertinente delante de terceros, yo qué sé, por qué mantienen esa inercia impúdica, y trato de imaginarme a mí mismo sonriendo igual, a todas horas, siendo complaciente con una flema estoica, y no me siento cómodo. Quiero decir: yo no podría. Todas esas sonrisas me confunden, y en una metonimia que haría las delicias de un psicoanalista imagino que sus conchas también sonríen siempre, carialegres, lo cual me parece un esfuerzo muscular agotador, digno de un gimnasio de élite, y me parece estúpido. La naturaleza cándida de las mujeres es uno de sus puntos débiles.
Al llegar a casa recuerdo el motivo por el que he ido a la conferencia.
Sujeto A: treinta y pocos. No sé a qué se dedica. Hace nueve meses que vivo con él. Sus etiquetas favoritas son «Mete-saca» y «Nacido para matar». Tiene un iPhone 7 Plus. Los fines de semana sale a correr en bicicleta con un grupo de montaña. Apenas bebe alcohol, pero le gusta la marihuana. Nunca baja la tapa del váter.
Sujeto B: veintimuchos. No sé a qué se dedica. Hace seis meses que vivo con él. Sus etiquetas favoritas son «Dolor de culo» y «Cuando las armas hablan, las leyes callan». Tiene un teléfono Huawei con una gran cámara. Sale todos los días. Es generoso con el alcohol y la comida, pero no con la cocaína. Nunca limpia sus pelos púbicos del borde del inodoro.
Al principio era divertido. Tres sujetos en un sofá hablando de la vida, de sexo, de política. No les hablaba de mi trabajo, porque tampoco tenía mucho que contar. A cada chiste cruel le seguía un chiste aún más cruel. Todas las mujeres de la televisión eran sometidas a un exhaustivo análisis de sus atributos femeninos. O eres de tetas, o eres de culos. Nos contábamos cosas: la primera vez que oí la palabra gamba para referirse a una chica fea fue por boca de un profesor de lengua y literatura, a los trece años: «Quita la cabeza y te comes el cuerpo». A todos los alumnos nos pareció graciosísimo. Por mi decimoquinto cumpleaños, mi primera novia me dejó tocarle las tetas. Me pareció verla llorar, y recuerdo pensar que había apretado demasiado. No tardé ni cinco minutos en contárselo a mi mejor amigo, después de masturbarme. La primera vez que me hicieron una mamada, a los dieciocho, no se me levantó, por la impresión de verme en una situación que solo había contemplado a través de una pantalla. Yo le dije a la chica que tal vez podríamos besarnos primero. Ella me dijo que para qué, si aquello era lo que les gustaba a los que les faltan un par de jugadores. Esas cosas.
Compartíamos fotos de nuestras amigas solteras. Deletreábamos nombres de actrices. Poníamos un cartel como de hotel (No molestar) en la puerta de nuestra habitación cuando estábamos acompañados. Nos mandábamos vídeos porno. Teníamos una sana relación entre hombres adultos.
Mi ánimo corporativo empezó a torcerse cuando el Sujeto A nos envió un vídeo dirigido por él mismo. Se deducía claramente que había sido grabado sin el consentimiento de la protagonista: la cámara estaba situada en un rincón de la habitación, entre la ropa, con poca luz, y en ningún momento la mujer mira directamente al objetivo. Él sí: en el minuto 12.24 la pone a cuatro patas, con el culo hacia el espectador, y antes de proceder se vuelve, guiña un ojo y levanta el pulgar de su mano derecha en señal de victoria. Luego le da una cachetada en la nalga izquierda y ella suspira como un gato feliz. El vídeo completo dura 16.45 minutos, calidad HD.
Aquello me molestó, y se lo dije. Al principio intentando mostrarme moderado, razonable, un buen compañero de piso que entiende los vicios, pero también las virtudes, de su interlocutor.
-No le des importancia -me dijo.
Argumenté que grabarlo era una traición a la confianza de aquella mujer, pero que enviárnoslo era probablemente un delito.
-Ya no me acuerdo ni de su nombre, así que no me preocupa traicionarla. Y no es delito si no se entera la cana -me dijo.
Argumenté que no le gustaría que se lo hicieran a su hermana. Yo tengo una hermana. Argumenté que estas cosas pueden hacerse virales y acabar en internet.
-¿A ti qué mierda te pasa? -me dijo.
La discusión subió de tono. El Sujeto B se puso del lado del Sujeto A y yo perdí los papeles. Cuando reventaron todas mis explicaciones, si es que esgrimir «¿Estás seguro de que te gustan las mujeres?» es una forma razonable de contraargumentar en un debate, me puse agresivo.
-Son unos hijos de mil puta -empecé mi discurso.
Etcétera. A partir de ese día ya no nos saludábamos cuando coincidíamos en el living o la cocina, y desde luego dejaron de contar conmigo para sus reuniones caseras. A mí no me importó: tenía una idea sólida en la cabeza acerca de lo que estaba bien y de lo que estaba mal, y un par de inconscientes no iban a obligarme a replanteármela. No me gustaría que una amante ocasional nos grabara en la cama y se lo enseñara a todas sus amigas; que vieran cómo me muevo, lo que digo, cómo me cambia la cara en el último momento, cuánto resoplo. Que vieran el tamaño de mis genitales. Que me visionaran a cámara lenta. Que añadieran subtítulos sarcásticos. Me ahogo solo de pensarlo.
Por suerte, las mujeres son distintas a nosotros.
Con el paso de las semanas y la acumulación de pequeñas disputas domésticas (lavar los platos, limpiar el baño, pagar a tiempo los gastos de internet y de electricidad), la tensión latente fue transformándose en inquina, y la inquina, en rabia, de manera que en lugar de llamarnos por nuestros nombres utilizábamos vocativos amables de uso cotidiano.
-Eh, vo', conchudo.
-Déjame de joder, pelotudo.
-Paga lo que debes, gato.
Nunca me tomé en serio aquellos impropios. Hasta que hace dos meses me los encontré en el living, delante de la televisión, comentando un partido de fútbol. Cuando pasé a su lado, ignorándolos de la forma más elegante posible, el Sujeto B dijo:
-Ojea cómo huye el feminista.
Y al ver mi cara descubrieron que habían pulsado un nervio adecuado, el trigémino escrotal, y desde entonces solo se dirigen a mí como «el feminista». Reconozco que me sorprende, porque emplean de forma peyorativa un adjetivo que siempre interpreté de forma positiva, aunque no puedo decir que me halague. De hecho, en el fondo, por alguna razón, me molesta.
Feminista, tu puta madre, pienso. Y es algo que me sale de forma espontánea.
Pero cuando lo pienso veo a mi hermana y a mi madre y me obligo a recordar que, hasta donde abarca mi conocimiento, el feminismo busca la igualdad entre hombres y mujeres, ¿no? Qué se puede criticar de esa intención. Y sin embargo hay algo en la palabra feminista que no me gusta, que insulta mi virilidad, como cuando de niño te llamaban «niña» por el color de unas botas de agua o la fachada de una mochila, y entonces me doy cuenta de mi incoherencia y duermo mal, con sueños terribles, espantosos, que influyen en mi rendimiento del día siguiente. Aunque en mi trabajo nadie valore mi rendimiento.
Mi pesadilla recurrente es que me despierto transformado en mujer.
En fin. Esa es la razón por la que he acudido hoy a la conferencia de Dora. Porque quiero averiguar de dónde nace esta paradoja, esta absurda dialéctica conmigo mismo. Quizá sumergiéndome de forma controlada en ese universo descubra que no tengo motivos para sentirme incómodo. O al revés: que debería tener miedo, en efecto, porque al monstruo se le teme.
-Buenas noches, feminista -me dice el Sujeto A.
Ya no hablo con mis compañeros de piso. Lo último que les anuncié antes de romper toda relación con ellos, a través de un mensaje de texto, es que no se preocuparan. Que había borrado el vídeo, pero nunca los denunciaría a la policía. Que no soy un traidor.
Feminista, tu puta madre, pienso.
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