FIN - CAPITULO 46
Rebeca da un paso al frente, descalza y con las medias destrozadas como si acabara de salir de un campo de batalla, viene desde el atentado con la misma ropa. Sus ojos no muestran rabia, sino una calma antinatural, como si ya supiera el final. Da vueltas alrededor de Twain, estudiándolo con una lentitud reptiliana. Ramsés, con su peluca torcida y su maquillaje corrido, parece un maniquí mal armado de una tienda de barrio en quiebra.
—Qué obra maestra —murmura Rebeca, casi para sí misma, antes de, con un movimiento seco, arrancarle el vestido.
Lo que queda de Twain es una caricatura grotesca: tetas de goma que se balancean como péndulos rotos, un calzoncillo amarillo por el sudor y unas piernas que parecen sacadas de una pintura renacentista... pero de esas que muestran el infierno. Tiembla como un flan mal cocido y, finalmente, cae de rodillas. Llora, pero no suena a llanto humano. Es un ruido hueco, como el de una cafetera rota.
Rebeca no le dedica más tiempo. Se acerca a un coche, agarra un megáfono y, con la naturalidad de una presentadora de teletienda, lanza su mensaje:
—Sabemos lo que han hecho. Sabemos que están ahí dentro, escondidos como cucarachas en un sótano. El Gobierno está informado, y esto será historia para la medianoche. No pueden escapar. Sabemos cuántos son.
Dentro del edificio, el pánico es absoluto. Conrad sigue pegado a las pantallas, viendo cómo los hashtags evolucionan: #PrincesasAsesinas pierde terreno frente a #RatasDeLaboratorio y #LosÚterosVencieron.
—¡Nos traicionaron! —grita alguien, lanzando una silla contra una pared.
—¡Twain es un cobarde! ¡Un bastardo! ¡Lo sabía!
—¡Twain nunca lo haría! —insiste otro, que suena menos seguro de lo que quisiera.
Glez, en un rincón, fuma como si estuviera en la pausa de una obra de teatro. Niega con la cabeza, más para sí mismo que para los demás. Twain no los traicionó. Ramsés es un mártir... aunque se parezca más a un chiste.
Fuera, Rebeca sigue hablando, su voz amplificada llenando cada rincón.
—No queremos más violencia. Todos hemos sufrido bastante, ustedes y nosotras, aunque claro, algunas ya estamos acostumbradas a que el sufrimiento sea parte del contrato social. Pero les damos una oportunidad: salir pacíficamente, de uno en uno. Nadie les hará daño. Prometemos que no vamos a dispararles como a cucarachas. Nuestra presencia es simbólica. Queremos demostrarles que son el vestigio de un pasado defectuoso, una especie que jamás funcionó correctamente.
Pausa para efecto dramático.
—Tenéis cinco minutos. Si no, entraremos y convertiremos esto en La Masacre de Texas.
Dentro, los hombres se miran unos a otros. Algunos balbucean ideas inútiles: entregarse, escapar por el tejado, hacerse fuertes como si el edificio fuera un castillo medieval y ellos los últimos caballeros templarios. Vladimir sigue maldiciendo a Twain entre dientes, su voz perdiéndose en el ruido general, mientras tanto, deja caer el cigarrillo y lo aplasta lentamente.
—Bueno, al menos ya somos historia. Solo falta decidir si queremos ser tragedia o comedia.
Glez se ajusta los auriculares con la misma parsimonia de un oficinista a punto de redactar un correo pasivo-agresivo. El equipo informático, un amasijo de cables mal encintados y carcasas abiertas, parpadea con luces RGB que iluminan la mugre del piso. Conrad conecta los altavoces al ordenador, creando un espectáculo tan técnico como decadente. La ventana abierta deja entrar el olor metálico de la tensión.
Glez habla:
—No negociamos con putas.
Rebeca, entrecierra los ojos al escuchar esa voz. Suena exactamente como lo recordaba: una mezcla entre un anuncio de radio barato y el zumbido de un ventilador averiado. Las memorias de una época anterior a la Tregua —cuando el caos no era orden, sino un frenesí descoordinado— le golpean como descargas eléctricas. Los fragmentos de textos, los vídeos, las amenazas, todo tenía su firma: giros lingüísticos deliberados, un eco de arrogancia y la forma en que sostenía la palabra "nosotros" como si fuera una fachada.
Ella echa de menos coger con él.
Mientras tanto, continúa, ahora con un tono profético y apocalíptico que haría sonrojar a cualquier predicador evangélico:
—Estamos fuertemente armados.
Los hombres a su alrededor alzan las cejas, revisando nerviosamente las armas que no tienen. Conrad, mientras tanto, sigue en su consola, monitoreando hashtags como si fueran pulsaciones de un paciente terminal. Glez, ignorante del pánico de sus hombres, prosigue su sermón:
—No vamos a entregarnos. Actuamos en nombre de todos los hombres que nunca se rendirán, aún sí no esclavizan.
La calle escucha en un silencio pesado, excepto por el leve crujido de piedras que empiezan a rodar bajo los pies de las Blancanieves. Rebeca, inexpresiva, parece más una estatua que un ser humano, aunque sus ojos brillan con algo entre la furia y la ironía.
—Vuestras ideas son un cáncer, del mismo producto que dejó la revolución industrial, un veneno que quiere destruir lo que hemos creado: la democracia, la estabilidad, la ley y el hombre. Todo lo que importa. ¡Nosotros construimos este mundo! ¿Y ustedes? Escondidas en casa, jugando a ser víctimas mientras nosotros sangrábamos en la línea del frente. Solamente pizan el mundo que hicimos, son cosecha de lo que hemos sembrado y venimos a re-cogerlas.
Una piedra vuela y golpea la fachada como un pájaro suicida. El runrún entre las Blancanieves crece. La tensión se transforma en una vibración que parece deformar el aire, como si estuvieran atrapados en un paisaje digital de Blade Runner. Las luces de los autos parpadean, tiñendo el ambiente de rojo y azul, mientras las máscaras se mueven al unísono como un glitch.
Glez, ajeno a todo, levanta la voz, una sinfonía de odio amplificada por los altavoces.
—Si salimos, saldremos a matar. Nos convertiremos en mártires, y todo el mundo verá lo que son. Toda esa farsa de bondad se caerá. ¡Putas asesinas!
Rebeca alza una mano, y el movimiento provoca un silencio absoluto, como si hubiera pausado el mundo con un clic. La multitud de máscaras se detiene, los cuerpos congelados, las piedras suspendidas en el aire. Glez, al verla, experimenta por un momento una chispa de reconocimiento, un eco de deseo enterrado bajo toneladas de odio ideológico.
Rebeca sonríe apenas.
—Hablas demasiado, Glez —dice. Su voz es suave, pero corta el aire como una katana en cámara lenta.
Es entonces cuando la primera Blancanieves se adelanta. Su máscara refleja las luces, impersonal y alienígena, como un soldado de un régimen que solo existe en pesadillas. Las demás la siguen, sincronizadas como un enjambre. La fachada del edificio tiembla bajo su marcha. Los hombres dentro empiezan a gritar, algunos con furia, otros con un terror demasiado familiar.
En el centro de todo, Rebeca permanece inmóvil. Observa a Glez desde la distancia como si ya estuviera escribiendo su epílogo.
La calle se transforma en un escenario de carne y caos donde el instinto suplanta cualquier atisbo de razón. Los hombres irrumpen como si fueran gladiadores de un videojuego de bajo presupuesto, mal renderizados, moviéndose a golpes. Algunos llevan faldas que les quedan demasiado apretadas, otros ondean perchas como espadas ceremoniales, y no falta quien agite un ratón de ordenador como si fuera un arma mágica capaz de conjurar la victoria.
Glez, desde la ventana, observa el espectáculo con una mezcla de orgullo y resignación, como un director de cine viendo cómo su película es destrozada por un montaje final que no controla.
—¡Adelante! —grita, aunque nadie le escucha realmente.
Las mujeres saltan el cordón de seguridad, transformando objetos mundanos en instrumentos de guerra. Una lima de uñas perfora un hombro como si estuviera diseñada para ello; un tacón de aguja se incrusta en un muslo, retorcido con la elegancia de una actriz. Llaves y bolígrafos trazan líneas de sangre en la piel, convirtiendo los cuerpos en lienzos.
Rebeca camina entre la multitud como si fuera un sueño lúcido. No corre, no grita, no golpea. Sus ojos buscan algo —o a alguien— en medio de la estampida. Las máscaras de las Blancanieves reflejan la locura a su alrededor, impasibles, como si fueran rostros divinos presenciando el juicio final de los mortales.
La estampida masculina choca contra la resistencia femenina con una violencia que desafía las leyes de la física. El impacto es tanto literal como abstracto, una colisión de mundos incompatibles. Las mujeres se hunden bajo el peso de los hombres, pero solo para levantarse de nuevo, como un oleaje que nunca cesa. Cada caída es una táctica; cada grito, una distracción; cada golpe, un mensaje.
Twain, en el epicentro del caos, se cubre la cabeza con las manos mientras el vestido desgarrado ondea como una bandera rota. Se balancea al borde, demasiado confundido para correr y demasiado asustado para quedarse quieto.
De repente, Rebeca lo ve. Su cuerpo parece estático entre la tormenta, pero en su mente ya ha trazado el camino hacia él. Camina despacio, como si el tiempo se hubiera ralentizado a su alrededor. Un hombre pasa corriendo junto a ella, sosteniendo una lata de cerveza en alto, y ella lo esquiva con un movimiento mínimo, casi sin moverse.
Glez, aún desde la ventana, grita:
—¡No retrocedan! ¡Sigan avanzando! ¡Esto es lo que quieren, pero no nos doblegarán, ellas no nos pueden derrotar!
Pero incluso su voz empieza a quebrarse. Desde su posición, ve cómo la melé se convierte en un marasmo de atrapados, una masa informe que no tiene principio ni fin, donde la libertad que habían soñado se desmorona bajo el peso de la realidad, el desenlace.
Rebeca se detiene frente a Twain. Lo mira desde arriba, su rostro impasible. Él levanta la vista, sus ojos llenos de miedo y tristeza, y en ese instante todo el ruido se desvanece.
—Levántate —le dice ella, tranquila, serena.
Twain duda, pero algo en su tono lo obliga a obedecer. Se pone de pie, tambaleándose, mientras Rebeca le ajusta los restos del vestido con un movimiento que parece tan maternal como irónico.
—Eres libre —le dice, con una sonrisa que no llega a sus ojos.
Y en ese momento, mientras asimila las palabras, una piedra lanzada desde la distancia golpea a Rebeca en la frente. Su cuerpo cae hacia atrás, como si la gravedad hubiera decidido cobrar una deuda pendiente. La multitud se detiene por un instante, como si el mundo hubiera dejado de girar.
En la ventana, Glez se lleva una mano a la boca, incapaz de articular palabra.
Rebeca parece una figura salida de un híbrido de furia y cables chispeantes mientras se levanta, como un espectro que se ha escapado de una red rota. Glez la observa acercarse, su andar torpe pero decidido, como si estuviera arrastrando no solo el cable, sino todo el peso de las voces que había amplificado minutos antes. Los ojos de Glez, por primera vez en mucho tiempo, se encuentran con los de ella. Y en ese momento, aunque ninguno lo diría en voz alta, ambos saben lo inevitable.
Rebeca se detiene frente a él, respirando con dificultad, el sudor mezclándose con la sangre que todavía gotea de su frente. El micrófono cuelga de su mano, inerte, como un arma sin munición. Glez no se mueve; su rostro, iluminado por una sonrisa apenas perceptible, parece el de alguien que está disfrutando lo que hace.
—¿Por qué lo hiciste? —pregunta ella, sin apartar la mirada. Su voz, apenas más fuerte que el viento.
Glez sonríe más ampliamente, como si la respuesta fuera tan obvia que resultara innecesaria. Lentamente, saca el objeto que escondía en su manga: una pequeña figura de plástico, un soldado de juguete, desgastado por el tiempo y cubierto de manchas de pintura desconchada. Lo sostiene en alto, como si fuera un trofeo.
—Por esto —responde, con un tono casi reverente.
Rebeca frunce el ceño, perpleja. Mira el juguete, luego a él, y finalmente a las ruinas humanas que los rodean. Los gritos se han convertido en un telón de fondo distante, irrelevante. En su cabeza, intenta encontrar la conexión, pero lo único que ve es un abismo.
—¿Por un puto juguete? —su voz ahora tiene más fuerza, un filo de incredulidad que corta el aire entre ambos.
—No es solo un juguete. Es... el recuerdo de una guerra que nunca terminé de ganar. Es la prueba de que, incluso en nuestra decadencia, podemos soñar con algo más grande. Con algo bueno.
Rebeca lo mira, helada, tratando de procesar las palabras. Pero no hay tiempo para filosofías, no cuando la guerra real, tangible, está sucediendo a sus pies. De repente, da un paso adelante, arrancándole el juguete de las manos con un movimiento rápido.
—Pues entonces esto termina ahora —dice ella, aplastándolo contra el suelo, lastimandose. El crujido del plástico bajo su peso resuena más fuerte que cualquier grito en la calle.
Glez la mira, primero sorprendido, luego derrotado. Su sonrisa desaparece, dejando en su lugar una expresión vacía, como si alguien hubiera apagado la última luz dentro de él.
—Eres tan predecible —murmura.
Ella le da una bofetada y el eco del golpe se funde con los gritos lejanos, las pisadas, los crujidos de huesos y ladrillos. La sonrisa de Rebeca, serena y enigmática, es una respuesta cargada de siglos de historia, de batallas ganadas y perdidas, de un amor que nunca fue ni será. Es una sonrisa que dice "te entiendo", incluso cuando no hay nada que entender.
Rebeca se inclina ligeramente hacia él, sus labios a punto de formar palabras que nunca llegan a pronunciarse. Sus ojos se encuentran, y en ellos hay algo que se parece peligrosamente a la paz. Luego, Glez cae al suelo, su cuerpo desplomándose como una marioneta sin hilos, y el ruido de su impacto se pierde entre los gritos que vuelven a llenar el aire.
El filo del cuchillo entra en su cuerpo con facilidad, un espectáculo clínico que deja un silencio absoluto en su estela. Glez no grita. No se queja. Solo cae de rodillas, con una calma casi sobrehumana.
Rebeca se endereza y retrocede, sus manos temblorosas pero firmes, su sonrisa desvaneciéndose mientras la realidad vuelve a instalarse.
Sus Blancanieves la rodean, sus rostros una mezcla de triunfo y horror. Nadie dice nada, porque no hay nada que decir. Lo único que queda es el cuerpo, tendido sobre el asfalto, el último testigo de una época que termina con él.
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