Confía en mí, soy aliade - CAPÍTULO 0

Si lo que sigue va a leerse como una novela, entonces conviene decir ya mismo que siendo heterosexual estaba usando mi carta magna: la sangre y el fuego.

Yo soy el hombre más feminista del mundo.

Sin embargo, tengo mis contradicciones. Ahora mismo, por ejemplo, mis cuatro compañeros y yo estamos tirando huevos sobre un grupo de mujeres desnudas o semidesnudas que se manifiestan delante de la municipalidad. Los dos primeros proyectiles han fallado el objetivo por exceso de fuerza, pero los siguientes han impactado perfectamente en la cara y las tetas de las que sostenían la pancarta principal. Veo volar nuestros huevos como a cámara lenta, describiendo una hermosa parábola de abajo arriba y de arriba abajo, hasta estallar y convertirse en una baba pegajosa, sin belleza, natural, y pienso en la honda de David y el dibujo que hizo la piedra en el aire antes de inflamar la carne y desmontar el cartílago del hueso de Goliat, y no puedo evitar darme la razón cuando digo que hay algo platónico en la violencia.

-La de argolla depilada está muy buena -me dice Gonzo.

No sabría definir con precisión cuál es el motivo de la protesta, porque llevo demasiadas semanas asistiendo a este tipo de actos y confundo los argumentos, y desde luego mis compañeros tampoco, así que no sé contra qué o contra quiénes estoy lanzando huevos. Podrían ser mi madre o mi tía. O mi hermana. Una de mis abuelas que está muerta. Los antidisturbios apostados entre la manifestación y la contramanifestación han empezado a ponerse nerviosos cuando trescientos gramos de yema han coloreado de naranja el pelo de una rubia, pero nos protege la muchedumbre y todavía tenemos una docena de granadas ovoides en los bolsillos, por lo tanto nos ceñimos al plan. «No vamos a parar hasta que se terminen», dijimos. Es cierto que lo de tirar huevos no es una idea original. Es incluso patética, si la confrontamos con otras formas de guerrilla urbana que se han puesto de moda en esta época, pero me resultó fácil convencer al equipo: los huevos son baratos, fáciles de conseguir y de esconder, no implican una ofensa lo suficientemente grave como para recibir una sanción penal y, sobre todo, representan la virilidad masculina. «No tienen huevos, ¿verdad? Pues aquí están los nuestros -creo que dije-. Ni uno menos.» Eso les encantó, sobre todo a Donato, cuya adicción a los anabolizantes lo ha convertido en ciento veinte kilos de niño obsesionado con sus genitales. Llamarlo niño es una broma privada: tiene treinta y cinco años. Pero todavía vive con sus padres.

-La de la izquierda, la pecosa, está buenarda -me dice Gonzo.

La tormenta de huevos ha encendido los ánimos. Algunas de las mujeres se han encarado con la policía y con un grupo de hombres que les recriminaban cosas: tápate, son unas putas, si yo fuera tu hermano, adónde vas con ese cuerpo, en mis tiempos. Los hombres [cualquier verbo conjugado en tercera persona del plural] cosas. Si algo he aprendido durante estos meses de continuada exposición al universo reivindicativo de las cuestiones feministas es que, sea cual sea la demanda de las participantes, siempre se les puede recriminar que sean mujeres. Esto puede sonar grotesco, pero funciona. Funciona tan bien que frente a una denuncia a priori irreprochable como «Nos queremos vivas» se puede responder, sin preámbulos ni matices, «Algo habrán hecho». No en redes sociales, desde luego, donde el agresor es inmediatamente deshonrado por la masa social que representa el espíritu de lo correcto, pero sí en la calle, protegido entre los muchos rostros de la consternación, como en un campo de fútbol. A este tipo de actos asisten hombres y mujeres de distintas edades, clases e ideologías, y es relativamente fácil gritar un improperio cualquiera, «Deberías estar cocinando», por ejemplo, y encontrar, poco después, una cara amiga que comparta la tesis, una sonrisa cómplice, un guiño. Tú sí que sabes, compañero. Así se habla. A los hombres también se nos da muy bien ser solidarios.

-La pelirroja está muy buena -me dice Gonzo.

La gorra ha sacado las macanas y la gente ha empezado a correr. Miro a mis compañeros y confirmo que no nos quedan huevos. Misión cumplida. Hemos desarrollado un poderoso lenguaje gestual con el que podemos informarnos unos a otros de cualquier incidencia durante la batalla, de manera que les propongo salir de la aglomeración y volver al auto, antes de que un despiste al correr o un cachiporrazo bailando al azar entre la multitud nos haga daño. No obstante, mientras me alejo rápidamente de la zona en la que dos policías intentan separar a varias manifestantes de un hombre mayor que alza su puño como un adolescente, observo cómo casi todas las mujeres empiezan a vestirse. No parecen satisfechas, y su expresión denota una tristeza trágica, la pura simplicidad de la derrota. Todas excepto una, aparentemente joven, que permanece desnuda en un rincón, desafiante. Nos mira huir de una forma que reconozco y le hago señas para que se fije en mí. Cuando lo hace, me bajo el trapo que me cubre la cara, le mando un beso y le enseño el dedo corazón.

-¡Puta! -le grito.

Ella ni nadie aún no lo sabe, pero está a punto de dar el paso.

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