CAPÍTULO 6
Mi madre fuma como un condenado a muerte y esa es una de las pocas razones por las que vengo a visitarla de vez en cuando. Su casa es el último purgatorio que permite el humo, lo que está bien, pero su intensidad emocional y su olímpico talento para saltar de un tema a otro me perturban, lo que está menos bien.
Aquí se viene a escuchar y a rezar en silencio, como en misa.
—¿Has hablado últimamente con tu hermano? No sé qué espera de la vida, la verdad. Cada semana con una novia distinta. Bueno, los llamo «novias» por llamarlas de alguna manera, porque le duran tan poco que no sé si él mismo se acuerda de los nombres. ¡Con treinta años! Contigo ya he perdido la esperanza de que me hagas abuela, pero con él… ¿Qué tengo que hacer para que me haga abuela? Si yo me encargaría de todo, de los pañales, de la comida, de todo. Ah, eso sí: cuando quiera ponerse será demasiado tarde, y luego habrá que aguantarle. Porque un día querrá, de eso estoy segura, y entonces que no cuente conmigo, que no se atreva, porque mira que se lo he dicho por activa y por pasiva: búscate una novia, ten hijos pronto, que luego la vida se complica… Y nada, ni caso. Nunca me hace caso. Bueno, tú tampoco. Pero yo le doblo la edad y soy mujer y madre, algo sabré de cómo funcionan estas cosas. Y al pescador no le preguntes, que parece que le da todo igual, pero no es así. No habla mucho, pero no hace falta. Él también está preocupado.
El pescador es mi padre. Desde que se jubiló, se pasa los fines de semana en el río, con un par de colegas, pescando. O eso dice. Amén.
—No sabes cómo me tiene tu hermana. Resulta que ella y el genio de su marido se han puesto de clases de baile aquí al lado, tres días a la semana. No sé si bailes de salón o danza jazz o alguna estupidez así. Y claro, como yo estoy cerca y no tengo nada mejor que hacer, porque todo el mundo supone que no tengo nada mejor que hacer, me han pedido que esas tardes me quede con el niño. Las tres tardes. Y yo quiero mucho al niño, pero desde que camina es insoportable, corre por toda la casa, lo toca todo, lo rompe todo. Si no llueve, lo bajo al patio para que se tranquilice un poco y luego esté tranquilo, pero es lo mismo: no se queda quieto, es un demonio. Pega a los otros niños, y luego soy yo quien tiene que dar la cara. Y ni siquiera soy su madre. Me tiene harta. Cualquier día les digo que se metan al niño por el culo.
Conozco al hijo de mi hermana y es un niño normal. Por lo que me han contado, yo sí que era un peligro andante cuando tenía su edad, de esos que descubren el secreto placer de dar patadas en las espinillas de los adultos por debajo de la mesa y en las siestas; «terribles», nos llamaban. Pero supongo que mi madre no se acuerda, o no se quiere acordar. Amén.
—Y tu hermano ahora me dice que está pensando en irse un año a Brasil. A Brasil, te lo juro. ¿Qué hay en Brasil? ¡Si ya sabe alemán! ¡Y húngaro! Sigue viviendo como cuando tenía quince años, que todo era salir con los amigos y volver a casa de aquella manera. ¿Sabes qué hacía yo con quince años? Trabajar. Trabajar para ayudar en casa, y si sobraba algo, entonces sí, lo gastaba en salir. Pero solo los sábados, y solo hasta las diez, que si llegaba tarde, ya sabes, tu abuelo me esperaba con el cinturón. Ya lo conociste. Era bruto, pero bueno. Cuando quise estudiar enfermería su amigo médico le dijo que eso era muy difícil, que casi nadie lo lograba, y tu abuelo le dio la razón, y entre los dos me quitaron las ganas. Pero lo hizo por mí. Seguramente no habría valido para eso, y él mismo me encontró trabajo en la ferretería.
Siempre he querido saber qué habría sido de mi madre si, en lugar de un médico con discapacidad intelectual, se hubiera encontrado con alguien competente para ese puesto. Amén.
—Eso sí, menos mal que apareció tu padre, porque qué mal genio tenía tu abuelo, y qué poco le gustaban mis faldas. Fue como un rescate. ¿Qué necesidad tiene tu hermano de irse a Brasil? ¿No tiene amigos aquí? ¿No hay chicas lindas aquí? ¿No tiene trabajo aquí? Yo me fui a otra ciudad con diecinueve años, sí, es verdad, pero me fui porque me casé, y con veinte ya te tenía a ti, y con veinticuatro a tu hermano, y mientras tu padre trabajaba yo me ocupaba de la casa y de ustedes, y eso es todo, la casa y ustedes y el café con las amigas, hasta que tú te fuiste y tu hermano se fue, ay, qué mal lo pasé, y entonces qué, si no llega a estar tu padre, aunque algunas veces me habría gustado que no estuviera, entonces qué. Porque nunca me ha faltado de nada, eso que conste. Tu padre me ha hecho sentir segura. ¿Y qué espera tu hermano de la vida? ¿Quiere estar soltero cuando tenga mi edad? Porque ahora es fácil para él conocer a alguien, irse a la cama, disfrutar. Es joven y guapo. Es inteligente. Pero eso se termina. ¡Es casi demasiado mayor para tener hijos! ¿Cuándo pretende hacerme abuela? ¿Cuándo?
La ignorancia de mi madre despierta en mí el impulso de agarrarla del cuello de su remera y sacudirla hasta que se despierte. Antes, hace años, me parecía una mujer un poco triste, angustiada por una existencia sin ambiciones, aburrida de mirarse en el espejo. Ahora me parece una mujer enfadada. Malhumorada. A un paso de que la indignación se le convierta en anarquía. Y creo que, cuando hace examen de conciencia, no está segura del porqué. Aunque probablemente lo sospeche. Sospecha que su vida es un desastre de principio a fin; que nunca tuvo una oportunidad auténtica de hacer algo, lo que fuera, por sus propios méritos; que pasó de hija a esposa y madre a una velocidad inaudita, terrible, digna de su época. Eso lo sospecha. Lo que quizá no sabe es que la engañaron. Que le hicieron creer que ser madre y esposa y dueña de una casa era su sueño, que mi padre era su príncipe azul, que tenernos a nosotros era su razón de ser. Que eso era todo, y no llevaba en la sangre aspirar a ninguna otra cosa. La engañaron porque mitificó una vida que siempre la dejaría al margen, como un instrumento de un solo uso. Porque lo que importa nunca está en los márgenes, ¿no es cierto? Amén.
—Bueno, hijo. Perdona. Que me caliento. Cuéntame tú, cuéntame cosas. ¿Qué es de tu vida? ¿Cómo te va el trabajo?
Me pregunto qué debo hacer. ¿Le digo lo que pienso? No tengo ningún derecho. ¿Le digo que me parece que fue víctima de una estafa? ¿Le digo que en su caso tal vez ya es demasiado tarde, pero que no quiera para su hijo, para mi hermano, el mismo sermón que le vendieron a ella hace casi sesenta años? ¿O me callo? Ser un cobarde, un cómplice. Quizá es mejor así, vivir como un sonámbulo o como un inconsciente, no saber, no despertar. Mantener la inercia e inacción de seis décadas rodando en la misma dirección. Quizá es mejor persistir en el engaño, por si acaso la verdad es demasiado dura. La pastilla roja o la pastilla azul.
—¿Has visto Matrix, mamá? —le pregunto.
—No, vos nomás sabes. Esas películas le gustan a tu padre. Ya sabes que mi favorita es Esperando la carroza. Qué cómica es, y qué graciosa.
La puta vieja de mierda, en serio. Me va a estallar la cabeza.
Es toda una experiencia vivir con miedo, eso es lo que significa ser esclavo.
¿Qué haría un buen feminista?
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