CAPÍTULO 45

He subido los mejores vídeos a internet, con más producción que un reality de bajo presupuesto y una narrativa digna de un mal guion de thriller. En ellos, desfilan imágenes que podrían titularse "La venganza de las Princesas", mostrando a mujeres enmascaradas repartiendo justicia improvisada con la precisión de un video grabado con un Nokia de los años 2000. Entre los "pacíficos manifestantes", los padres modelo de revistas y los abuelos de publicidad de banco, los planos parecen orquestados por un director que cobra por pixel perdido, asegurándose de que la identidad de las agresoras sea un misterio... pero no tanto como para que la paranoia no haga el resto del trabajo.

El audio es un concierto de gritos, sollozos y lo que podría ser una banda sonora sacada de un documental de guerra. Por los suelos, se aprecian restos de dignidad: zapatos desparejados, bolsos abandonados y una silla de ruedas patas arriba, como si su dueño hubiera decidido que era mejor salir corriendo. Las heridas, monstruosas y exageradas, parecerían obra de un maquillador con ínfulas de Oscar: ojos hinchados cual caracoles mutantes, narices que parecen haber pedido un cambio de domicilio y un hombre con la oreja colgando, preguntándose si arrancarla del todo podría ser más eficiente que seguir sosteniéndola.

Por supuesto, todo esto cuidadosamente editado por mis hijos, antes compañeros de armas, quienes, entre sus identidades falsas y sus ojos para el drama, bien podrían haberse dedicado al cine de acción, pero han decidido que la conspiración viral es más rentable, formar parte de la crónica que uso y que ni siquiera recuerdo el nombre.

La repercusión es inmediata, un delirio algorítmico como si el propio caos se hubiera puesto a tuitear.
#Homicidas
#Putas
#AtentadoFeminarquísta: trending topics que gotean bilis digital en la pantalla, bañando el mundo en un frenesí de gifs violentos y argumentos mal escritos. Yo, el titiritero de este circo de glitches y odio, ejecuta su bot lobotomizado, inundando la red de perfiles falsos: mujeres que no existen, avatares de rostro vacío que declaran la guerra desde párrafos prefabricados.
#Muerte
#GuerraTotal
#FinDelCapitalismo: hashtags que suenan más a títulos de discos industriales que a movimientos sociales.

Los vídeos, un buffet libre de violencia, aterrizan en los diarios como meteoritos en un ecosistema ya extinto. Las tertuliansas, esa fauna híbrida entre vendedor de coches usados y filósofo de sobremesa, se retuercen en sus sillas giratorias, intentando parecer más impactados de lo que en realidad están. «Esto es el fin», murmura una con cara de haber cenado fabada. «Un nuevo modelo terrorista», proclama otro, con el fervor de un profeta barato. Mientras tanto, los platós se llenan de trajes, corbatas y testosterona: hombres de pitos espesos y pechos gigantes que debaten como si la solución a todo fuera un PowerPoint en Comic Sans. Las mujeres, relegadas al rincón de la pantalla, aparecen bajo el sobretítulo «Directo», como si fueran comentaristas de un partido de fútbol que no están entendiendo.

-¡Es un éxito, Pérez! -grité, con la euforia de quien acaba de descubrir que su pan lactal cayendo tiene más likes que el vídeo de un perro comiendo cereal con cuchara.

-Soy Conrad.

-Si, eso dije -realmente no.

Los soldados, un zoológico de testosterona mal canalizada, beben cerveza y se ríen mientras el hedor a pies y metal llena la habitación, la humedad de muchos cuerpos sudorosos. Es una especie de ritual, una fiesta de vestuario después de un partido de fútbol. Ramsés se besa con otro en un rincón, un romance de sudor y nihilismo que nadie parece notar o que todos fingen no ver, demasiado ocupados recordando sus mejores momentos violentos como si fueran anécdotas de campamento.

Vladimir, el antihéroe de este circo, se mantiene al margen, fumando cigarrillos como si fueran monedas de cambio para la cordura y la tranquilidad. Cada felicitación lo hace retroceder un paso más hacia el fondo de la habitación, el humilde guerrero que, en el vacío, sabe que todo esto apesta a mentira. Leyes lo aparta, como un entrenador nervioso a punto de perder la cabeza.

-Falta Twain -dice, con la misma gravedad que alguien anunciando que se ha acabado la salsa en un restaurante de comida rápida.

-Lo sé.

-¿No estás preocupado?

-Twain es... adaptable. Si lo han atrapado, siempre puede decir que se traviste. Lo de la peluca le queda bien.

El grupo estalla en aplausos antes de que Leyes pueda replicar, exigiendo un discurso mío, el héroe incómodo. Levanto las manos, apaciguando, como un mesías consciente de que su evangelio está escrito en servilletas de papel sucias.

-Les agradezco. Gracias, mis niños -dice Glez con una sonrisa tensa, como si la gloria fuera una camisa dos tallas más pequeña. Los aplausos lo rodean como una ola que amenaza con ahogarlo, pero él alza la voz, imponiendo el tono mesiánico de quien se cree un hombre en un púlpito de escombros.

-Al comienzo, antes de la irradiación de energía que dió a luz este mundo, algunos de ustedes se extrañaron. Lo entiendo. Atacar a otros hombres, hombres como nosotros, para hombres y con hombres, parecía una traición. Pero el contexto cambia, y cuando cambia el contexto, cambian los objetivos. Había que demostrarle al mundo que las mujeres no pueden controlarse, que son una fuerza destructiva, débil. Toda mujer lleva en el cerebro una especie de... menstruación permanente, un útero rebelde, roto que solo crea odio y envidia. Son manipuladoras por naturaleza, crean maldad. Esos hombres que heristeis no eran hombres de verdad, eran perros, las mujeres que lastimaron, un puto simio patético. Perros domesticados, tibios seducidos por una ilusión, un mundo valioso. Hoy les hemos abierto los ojos. Les hemos dado sangre como símbolo, sangre que los devolverá al camino correcto...

En ese momento, un vigilante se acerca apresurado y me murmura algo al oído. Su rostro, antes rígido como el de una estatua, se descompensó en un gesto breve, apenas perceptible, pero que lanza una bomba sobre el grupo.

-¿Qué ocurre? -pregunta uno de los hombres, rompiendo el incómodo silencio.

Sin responder, Glez camina hacia la ventana, apartando las tablas para mirar afuera. Y allí está Twain, con una máscara, vestido con ropa de mujer que ondea ligeramente en el aire estancado de la calle. Lo que debería parecer ridículo resulta inquietante, porque no está solo. Detrás de él, en filas perfectamente calculadas, un centenar de mujeres con máscaras idénticas lo rodean como piezas de un tablero de ajedrez a punto de ser movidas, máscaras blancas con sonrisas rojas que huelen menstrual.

Más allá, coches bloquean la calle con las luces encendidas, como si fueran la orquesta preparando un crescendo. Cordones policiales dibujan músculos de contención, pero no parece que a las mujeres les importe. Por los callejones, más de ellas emergen, ajustándose las máscaras como si fuera un ritual, aterrador.

Dentro del edificio, el pánico comienza a filtrarse como un gas lacrimógeno.

-¡Por detrás! -grita otra vigilanta desde el fondo, mientras los hombres se agitan como animales acorralados, chocando entre sí en su prisa por entender lo que sucede.

-¡Silencio! -ordena Glez, su voz cortando el caos. Su tono tiene la calma forzada de un capitán que sabe que el barco está hundiéndose pero no quiere que la tripulación entre en pánico.

Vuelve a mirar por la ventana. Lo que ve no tiene sentido, no para él. Allí está Twain, quieto, casi tranquilo, mientras el coro de mujeres permanece inmóvil, como si esperaran una señal. Y entonces la ve.

Entre las filas, emerge una figura diferente. Su movimiento tiene un peso, una autoridad que parece detener el tiempo. La multitud se abre para dejarla pasar, y se sitúa al lado de Twain, mirándolo todo con una serenidad que solo hace que la escena sea aún más aterradora.

Glez contiene la respiración, y durante un segundo, su visión parece desenfocarse, como si la realidad misma estuviera cediendo bajo el peso de su presencia.

Es ella.

Bajó del cielo.

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