CAPÍTULO 4
Empiezo a obsesionarme con las pequeñas situaciones incómodas de la vida cotidiana. Entro en el colectivo y ocupo una plaza. Al cabo de dos paradas, una mujer mayor que yo entra y echa un vistazo a su alrededor: no tiene dónde sentarse. Se queda de pie. Espero a ver si alguien reacciona y no, nadie se inmuta. La gente mira su móvil o por la ventana. Está nublado. Las nubes siempre son entretenidas. Me pregunto si debo ofrecerle mi sitio, pero me entran dudas. Si lo hago, ¿le daré a entender que la considero demasiado vieja? ¿Que la he visto demasiado cansada, o agobiada, o necesitada? Noto que me sudan las mejillas, igual que cuando pruebo algo picante. Me armo de valor y, mirándola a los ojos, amago con dejarle que se siente en mi puesto. Es un gesto rápido, premuscular. Ella niega con la cabeza.
—No hace falta —me dice.
—No me importa —le digo.
—Que no gracias.
Me hundo en el asiento y bajo la cabeza. No vuelvo a levantarla. No sé si la he ofendido por hacerla sentir débil, si la he ofendido por un exceso de caballerosidad innecesaria, propia de otros tiempos, si la he ofendido por mostrarme demasiado protagonista o si, por el contrario, está encantada conmigo. El colectivo se llena y yo me bajo tres paradas antes de lo que me gustaría. Siento rabia porque no me gusta sentirme inseguro, no estoy acostumbrado. Decido no volver a sentarme nunca.
Adelanto: hoy voy a acabar pegando a alguien.
Para mi consuelo, porque pegar a alguien siempre es desagradable, he quedado con mis amigos.
Y mis amigos son gente estupenda. Aunque, si he de ser sincero, con el paso del tiempo cada vez tenemos menos cosas en común, salvo un pasado de alcohol y drogas y anécdotas juveniles inacabables que siempre mantienen el tono distendido de nuestros encuentros. Aquella vez que hicimos tal. El amigo que se quedó en el camino y por el que brindamos. Esa despedida de soltero, con el futuro novio echando a patadas a la estríper de la habitación de hotel. Dos de ellos tienen hijos, autos, casa. Profesiones serias. El otro es un alien: ni pareja, ni trabajo estable, ni domicilio fijo. El clásico mochilero canalla, viajero, que alterna medio gramo de hachís diario con bebidas energéticas y hamburguesas de seitán. No nos parecemos físicamente. Tampoco nuestras cuentas bancarias. Yo soy el único que sigue viviendo como cuando teníamos veinte, veinticinco años, y eso les motiva para molestarme, hecho que acepto con la serenidad de un paciente psiquiátrico medicado con antidepresivos. Nunca me preguntan por mi trabajo, porque les aburre. A mí también. Tengo ahorros: quizá podría pedirme una excedencia y dejar de hacer el pajero ocho horas al día en la oficina. Lo anoto en mi cuaderno mental.
—He conocido a alguien —les digo.
Revuelo. Un pequeño interludio sobre tetas, penes, animales de granja y métodos anticonceptivos. Hablo con ellos usando frases cortas, por deformación profesional: me gustan los titulares, los listados, las enumeraciones; me gusta poner en orden las ideas, organizarlas por colores, subrayar la noticia. Su actitud me relaja: sé que si les confesara un crimen de sangre bromearían un buen rato antes de echarme una mano con las palas y la sierra mecánica. Sigo con lo mío.
—Llevamos muy poco. Quiero decir que llevamos poco tiempo cogiendo. Pero me gusta. Y estoy aprendiendo mucho.
Lo de «aprender» les estimula, porque ellos ya han aprendido todo lo que la vida tenía para enseñarles. Lo que no sabes a los cuarenta, me dicen, ya no lo sabrás nunca. Las rondas caen una detrás de otra. Después de varias botellas de vino hemos hecho una pausa para degustar un abanico de licores de hierbas, lo que me ha revuelto el estómago, y ahora estamos cayendo lentamente en la somnolencia de los cócteles. Noto que mi lengua se espesa y le cuesta pronunciar las erres, pero no soy el único. Uno de ellos, cuando alcanza estos niveles de alcohol en sangre, ha llegado a reventar una slam de poesía y amenazar de muerte al speaker; nada demasiado grave, salvo que acompañaba a una amiga que estaba recitando y, básicamente, la dejó en ridículo delante de todo su entorno. La típica noche que se te va de las manos.
—Sobre ser mujer en el mundo, principalmente —continúo.
No me atrevo a pronunciar la palabra que empieza por efe. No es momento ni lugar para un discurso profundo, y la verdad es que a estas horas de la noche todo empieza a darme un poco igual: feminismo, patriarcado, privilegios. Estamos de risas, la vida es susceptible de convertirse en broma. Invoco al payaso de circo que hay en mí. Pero como somos gente educada y activa políticamente, y como siempre estamos al tanto de los titulares sensacionalistas de los periódicos, y puesto que comentamos la actualidad como si fuéramos opinólogos profesionales, todo lo que decimos se delibera con imprecisa solemnidad. Es la forma que tienen los casados de no hablar de su vida sexual, mientras a los solteros nos acribillan a preguntas.
—¿Han escuchado la rueda de prensa del presidente?
—¿A esa musa le gusta por el orto?
Interpreto que mis amigos emparejados omiten los detalles de sus hábitos venéreos porque conozco a sus mujeres y quieren respetar su intimidad. Su discurso es liberal, feminista sin exclamaciones, obvio. Son caballeros del siglo XXI, casados y con hijas. La ablación es una barbaridad. Las mujeres tienen derecho al aborto. El maltrato es una lacra social. Ambos géneros somos, básicamente, iguales. Es fácil entenderse con ellos.
Cuando nos cierran el último bar, ponderamos sobre si recluirnos en un after party o disolver la asamblea. Revisamos los pros y los contras y el dinero en efectivo, porque los cajeros están lejos. Nos decidimos por la segunda opción. Mañana abren un parque infantil y es mejor llegar a primera hora, que luego falta lugar.
De camino a casa, todavía juntos, en una avenida principal: una escena.
En la acera de enfrente un hombre y una mujer discuten. Los observamos. Algo dentro de nosotros se tensa. Y cuando el hombre levanta la mano y le da una especie de sopapo estúpido a la mujer, casi un manotazo al aire, en realidad, echo a correr, cruzo la carretera sin mirar si vienen coches y me choco, literalmente me empotro, contra el tipo. No tengo la menor idea de por qué lo he hecho. Mis amigos corren detrás de mí. No le he pegado. Simplemente he aprovechado la inercia de mi carrera para chocar con mi hombro izquierdo contra su columna, de manera que el hombre, visiblemente borracho, ha salido despedido varios metros hacia delante, sin saber siquiera de dónde ha venido la fuerza del impacto, ha ejecutado un tirabuzón en el aire y ha caído contra el suelo con todo su peso, algo menos de cien kilos, como un saco de tierra. Mis amigos llegan. La mujer está gritando, insultando al sujeto. Creo que se nos ha pasado la borrachera.
—Eso no se hace —le dice uno de mis amigos al hombre.
El gorila no habla con claridad. Le ayudamos a levantarse mientras exponemos algo parecido a una tesis sobre el comportamiento cívico y el respeto a las mujeres y el exceso de alcohol. Apestamos a vodka, pero somos cuatro y quién va a discutirnos nada. La mujer se acerca a él y empieza a atizarle. El simio se cubre la cara mientras ella le da puñetazos, patadas, mientras le araña la cara y le tira de la camisa. El tío parece un espantapájaros maltratado por una jauría de lobos. Ella se muestra tan agresiva que acabamos rodeando al tío, protegiéndole de la paliza, y le pedimos a la mujer que se marche, que se vaya a casa. Que nos ocupamos nosotros. Por supuesto, quién si no.
Cuando recupera la estabilidad y el habla, sangrando por la nariz y con la camisa rota, el tío nos cuenta su película. Que ella es muy celosa. Que no le deja beber, ni salir. Que es cierto que esa noche se ha pasado con la cerveza, pero que se ha juntado con su primo y ya sabemos cómo son los primos. Que ella le pega habitualmente. Que él solo se estaba defendiendo, que lo lamenta, pero que no podía hacer otra cosa. Que le da vergüenza que ella le humille en público. Que qué van a pensar sus colegas.
Uno de mis amigos destaca la cuestión de raza: es un culo abierto, un turro, un villero. Tienen otra cultura.
Empiezo a marearme.
Al final, no sé cómo, acabamos pidiéndole perdón al tío y dándole un abrazo. Especialmente yo, que me siento culpable por el empujón. Nos dice que tiene miedo de volver a casa, que sabe que le va a caer una buena. Nosotros le quitamos importancia, le damos ánimos y le vemos marchar, haciendo eses. Perplejos.
—Para que luego digan que a los hombres no los maltratan —sonríe uno de mis amigos.
Antes de que yo abra la boca, otro se me adelanta.
—Man, no es lo mismo. Esto es un caso excepcional.
—Ya, ya. Pero la ley de violencia machista protege a las mujeres de los hombres, no al revés. Y todos sabemos que hay muchísimas denuncias falsas.
—¿Muchísimas? —pregunto.
—Sí. Muchísimas. O bastantes. Las mujeres se aprovechan de la ley para asustar a sus parejas. Míralo nomás, carajo. Conozco un par de casos. Ellas pueden hacer lo que quieran.
—Las estadísticas dicen que las denuncias falsas representan el 0,1 % del total de denuncias —replico, sin conocer realmente la estadística.
—Eso es porque los hombres no se atreven a denunciar. ¿No has visto cómo estaba este? ¡Si le daba vergüenza hablar con nosotros! ¿Tú lo denunciarías si le pegara una piña a su mujer?
Uno de mis amigos imita el tópico de una chica pegando puñetazos, con la muñeca doblada, sin fuerza. Aunque no quiero reírme, reconozco que su interpretación es bastante buena.
—Entonces, ¿te parece mal que exista una ley de violencia machista? —insisto.
—Pues no lo sé. Si todos somos iguales ante la justicia, es lo mismo que una mujer pegue a un hombre que que un hombre pegue a una mujer, ¿no?
Nadie habla. Yo quiero decir algo, pero no sé muy bien el qué: mi mente es como un enfermo de Párkinson tratando de construir un cisne de papel.
—Esa ley no es feminista, porque el feminismo exige la igualdad —añade.
Estoy demasiado borracho como para responder. Sé que podría usar algo de lo que he escuchado estos meses para puntualizar su alegato, pero tengo el cerebro lleno de agua.
—Igual esa jermu lo mata esta noche —dice otro de mis amigos.
Se valora llamar a la policía. Yo permanezco en un rincón de la conversación, distante, con la mirada en otro sitio. Los oigo fantasear con las diferentes maneras en que ese hombre puede morir dentro de unas horas: unas tijeras en la garganta, un golpe seco en la cabeza, una cuchillada en la ingle. Se establece un consenso de la indolencia, apático: en realidad no va a pasar nada, es la típica relación pasional, nosotros no tenemos nada que ver con ellos. Me acusan de ser un bruto, un inconsciente, un buscalíos. Se ríen a mi costa, y a costa del marido, y a costa de la mujer.
«Son de otra cultura, tienen otros códigos», oigo. Y luego chistes. Somos muy divertidos bajo los efectos del alcohol.
Cuando llego a casa, solo, nada tiene gracia.
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