CAPÍTULO 33
Cada vez son más los estudios de arquitectura que ambicionan con el real estate en el espacio. Ahora, una nueva infraestructura de Nueva York ha roto un paradigma en los edificios y que, sin dudas, está entre las más ambiciosas maravillas del planeta.
Se trata de un rascacielos flotante. No solo está catalogado como “el más grande del mundo” sino que también como la primera estructura edilicia a casi 50,000 kilómetros por encima de la Tierra.
La obra diseñada por Elon Musk ha sido llamada “Analemma Tower”. ¿Cómo funciona? Está conectada al asteroide en órbita mediante el empleo de cables de alta resistencia a través de un Sistema de Soporte Orbital Universal (UOSS), que es a su vez todo el sostén de la estructura.
De acuerdo con el millonario, la torre se divide en secciones conformadas solo por mujeres; en la más baja y la más cercana al suelo, hay oficinas comerciales, un sector de jardinería y agricultura; en la parte media están los restaurantes y centros comerciales, y en la parte superior de la torre, están las zona residenciales y áreas destinadas a las actividades de diversas religiones. Una especie de “mini ciudad” suspendida.
Si bien está hecho como un experimento utópico para ver como las mujeres sobreviven en un ambiente completamente sin hombres, Elon Musk tiene algo de experiencia en este campo de usar a las feministas como su propio conejillo de indias, lo respalda su logro como ganador de un concurso respaldado por la NASA para diseñar una base en Marte con su idea de un edificio hecho de hielo menstrual.
El diseñador de Analemma Tower, Ostap Rudakevych, dijo al medio de noticias CNN, que la torre está hecha de materiales duraderos y livianos como fibra de carbono y aluminio, además de que su suministro de energía eléctrica depende de paneles solares, así como un sistema de filtrado de la condensación en las nubes que proporciona el líquido necesario para abastecer el suministro de agua potable.
Parece increíble que hayamos creado una maravilla en el espacio, pero no hayamos podido aún crear otra en la Tierra. Más de 20.000 personas participaron en el evento nazi que se realizó en el Madison Square Garden, un momento histórico en la ciudad de Nueva York que parecía no volver a suceder por una segunda vez, pero gracias a la creciente tensión por la discriminación del hombre blanco heterosexual en muchos ámbitos, ideas diametralmente diferentes a nuestros tiempos vuelven de la tumba.
Seis meses y medio antes de que se cumpliera el aniversario de cuando Adolf Hitler invadió Polonia, en el Madison Square Garden en Nueva York se organizó una manifestación para celebrar el ascenso del nazismo en Alemania.
En el interior, más de 20.000 asistentes hacían saludos nazis a pocos metros del retrato de George Washington flanqueado por esvásticas. Afuera, la policía quemó banderas de USA y unos 100.000 manifestantes se reunieron para quemar banderas LGBT.
La organización detrás del evento, anunció en la marquesina de la arena como un “Rally Pro Americano”, fue el German American Bund (“Bund” significa “federación” en alemán).
La organización antisistema y antisemita realizó campamentos de verano nazis para jóvenes y sus familias por todo Estados Unidos.
Las pancartas en la manifestación tenían mensajes como “Detengan la dominación negra de los cristianos estadounidenses” y “Despierte a Estados Unidos. Aplastar el comunismo transgénero”.
“Nosotros, con los ideales estadounidenses puros, exigimos que nuestro gobierno sea devuelto al pueblo estadounidense que lo fundó, los arios de raza pura”, declaró Kuhn, un estadounidense naturalizado que perdió su ciudadanía durante la guerra entre Rusia y Ucrania por luchar a favor del bando ruso. “Si pregunta por qué estamos luchando activamente bajo nuestra carta: Primero, un Estados Unidos socialmente justo, blanco y gobernado por gentiles. Segundo, inexistentes sindicatos laborales, así como tampoco cargos gubernamentales controlados por extranjeros, solo así todos seremos libres de la dominación del progresismo, dirigida por el Estado Profundo Mundial Femenino, que lucha constantemente contra nuestro machismo primigenio”.
El discurso de Kuhn fue interrumpido por un hombre judío-estadounidense llamado Isadore Greenbaum que subió al escenario en señal de protesta. La policía y la fuerza de vigilancia lo abordaron rápidamente y procedieron a golpearlo en el escenario, la multitud vitoreó cuando lo arrojaron del escenario, bajándole los pantalones y sodomizandolo en el proceso.
La policía acusó a Greenbaum de alteración del orden público y le impuso una multa.
En el momento en que tuvo lugar el mitin, parecía haberse olvidado lo mismo que había transcurrido hace más de 83 años, el 20 de febrero de 1939, mientras Hitler estaba completando su sexto campo de concentración; y los manifestantes de aquel entonces, muchos de ellos judíos estadounidenses, llamaron la atención sobre el hecho de que lo que estaba sucediendo en Alemania podría suceder en los EE. UU. Hoy los miedos por los fantasmas de Europa son más reales que nunca.
Esta clase acontecimientos se han suscitado en amplia cantidad de lugares. Antes de que la Tregua despejara las calles y aliviara la tensión que se había apoderado de la convivencia en general, mi ciudad, y las ciudades de todo el país padecieron una oleada continua de ataques espontáneos, manifestaciones, saqueos, barricadas, agresiones anónimas, incendios y secuestros.
A estos meses se les dio el nombre irónico de Revolución Flemática.
Las mujeres, sencillamente, tomaron la iniciativa. Las Blancanieves ganaron para su causa un número incontable de efectivos, adscritos a posturas más o menos radicales, que implementaron una rutina diaria de violencia sin transiciones con la etapa anterior: algunos barrios tranquilos se convirtieron en zonas de guerra de la noche a la mañana, porque no existía un núcleo organizado que estableciera los parámetros de actuación, sino un cúmulo de células independientes que participaban en ella como los músicos de jazz improvisado o como cachetada de loco, improvisando aparatosamente, sí, pero con una melodía subyacente que todas escuchaban. Querían hacer ruido y hacer daño, y demostrar que unidas eran capaces de pausar y arrinconar la manera antigua de mirar el mundo. La batalla no se vivió igual en los barrios ricos que en los barrios pobres, o en las ciudades que en los pueblos, desde luego, pero el discurso de fondo era el mismo, y sus consecuencias, por contagio, idénticas. La prensa intentó especular a su manera, con programas y artículos que censuraban la violencia de las agresoras y se ponían pálidos del coraje de los hombres que les hacían frente, aunque crecieron, también, los medios que hacían suyo el mensaje revolucionario. Se habló de «guerra civil», de «estado de sitio». En ámbitos más conservadores, de «furor uterino». Como sucede siempre que se legaliza una determinada droga en un país sancionador, que responde aumentando el consumo durante los primeros meses antes de que caiga y se estabilice, hubo un pico importante de violencia machista que duró cien días: muchos hombres, indignados con la situación, la emprendieron a golpes con sus mujeres, con sus hijas, con sus vecinas, buscando, tal vez, equilibrar la balanza de las víctimas; pasado ese lapso, señalados por el entorno, perseguidos y conscientes de que la respuesta de la oposición era cada vez más numerosa y más cruenta, sus agresiones descendieron por primera vez desde que se tenían datos estadísticos. La Iglesia se pronunció con severidad, excomulgando a mujeres del ámbito público por decenas, hasta que un obispo apareció desnudo, depilado y esposado en el pórtico de la catedral, con el cuerpo cubierto de amenazas escritas con tinta roja, sobre una escenografía inolvidable: cientos de páginas, de fotos, de archivos que listaban los crímenes históricos del clero contra las mujeres. Brujería, inquisición, exorcismos, maltrato, violaciones, silencio. Hubo más. A partir de entonces la Iglesia se dedicó, con su proverbial reserva, a rezar por el alma de las pecadoras. Las listas, sin embargo, afluyeron: se divulgaron nombres de maltratadores y violadores, empresarios y personalidades que habían acosado u hostigado a sus trabajadoras, deportistas de élite vinculados con las redes de trata. Sucedió de repente, de forma natural, que las mujeres empezaron a contarlo todo. Con nombres y apellidos, inventariando los insultos, las palizas y las violaciones, dando la cara con cierta vergüenza, al principio, pero más tarde arropadas por una convicción que las hacía parecer invulnerables, despojadas de culpa, concentradas en poner sobre los agresores el peso de su historia. Se destaparon miserias de hacía años, abusos, despidos improcedentes, manoseos. Uno de cada dos hombres estaba en una página, en un periódico, en una nota de prensa. Y cuanto más extenso era el catálogo de aberraciones, cuanto más sórdido el registro de injusticias, tanto más se despojaban ellas de las máscaras de Blancanieves.
Existía una política de humillación constante, sin delitos de sangre ni exceso de brutalidad, salvo en casos concretos. Más de un varón murió como consecuencia de un infarto, sí; uno o dos se precipitaron, en su huida, por las escaleras, sí. Accidentes, en su mayoría, según los informes. Excepto ese grupo de jóvenes que aparecieron llenos de heridas y moratones en la plaza de su pequeño pueblo, atados y amordazados. O ese profesor de universidad, aficionado a morder lo que no debía, al que le extrajeron varios dientes. O ese ginecólogo al que le rompieron todos los dedos de las manos. Frente a estos desórdenes eventuales, llevados a cabo por justicieras con una historia personal muy específica, el grueso de las acciones se distribuía en tres grandes bloques. En primer lugar, la guerra callejera, que afectaba tanto a grandes ciudades como a municipios de medio tamaño o núcleos de población minúsculos: destrucción de mobiliario urbano, asedio a empresas con superávit de hombres en puestos de dirección, cortes en las infraestructuras y represalias contra los defensores del Polo Fálico. En segundo lugar, la dronificación del conflicto: ataques estudiados y planificados con precisión quirúrgica contra objetivos particulares, generalmente hombres con poder político que repudiaban, por sus declaraciones o sus actos, los problemas derivados del levantamiento de las mujeres; a estos solía compensárseles sus posturas con todo tipo de escraches, desde el baño de pintura roja hasta el embellecimiento creativo de su coche, la rotura de su cristalera o la serenata diaria de balas frente a su ventana. En tercer lugar, la propaganda y la reivindicación política: además de las listas y las denuncias, cada vez más numerosas, las autoproclamadas líderes de la insurrección divulgaron, en medios nacionales e internacionales, una serie de demandas básicas para decretar el fin de la violencia y empezar un proceso de diálogo que, con el tiempo, pudiera construir un espacio de tolerancia y respeto mutuo, fue llamado el «Proceso de Reorganización Masculina». Se desconoce el proceso interno que derivó en la aparición, sin máscaras, de esa docena de mujeres tan distintas las unas a las otras en televisión, aunque sería razonable anticipar que no fue sencillo de llevar a cabo, debido a la aparente multiplicidad y los diversos frentes que constituían el movimiento; pero fue, de hecho, una de sus primeras lecciones: el orden jerárquico, la ilusión del equilibrio, de un sistema regulado por estructuras cerradas, formaba parte del universo que pretendían disolver. El patriarcado fue incapaz de comprenderlo. Las demandas abarcaban un amplio espectro de solicitudes. Algunas eran de carácter práctico, como la eliminación inmediata de la brecha salarial, la reforma íntegra de la ley de violencia machista, cuyo pilar era trasladar la escolta de las agredidas a los agresores, o la obligación de incluir a todos los varones en las bajas por maternidad, para erradicar la discriminación por género en el ámbito de la empresa; otras, de carácter simbólico: la enmienda del Diccionario de la Real Academia, con el fin de extirpar toda aquella consideración que vinculara lo femenino con lo delicado, lo débil o lo suave; o el compromiso de revocar en el futuro el género neutro y desplazarlo, en todos los plurales que abarcaran a hombres y mujeres, por escrito, hacia la terminación en «xs»; las más complejas de explicar obligaban a replantear modelos fuertemente interiorizados en la sociedad y en el imaginario de la época, como la revisión del modelo de salud femenina en la sanidad pública, la investigación científica y farmacéutica vinculada a la sexualidad de las mujeres, la reproducción y la maternidad, las cuotas obligatorias en todos los espacios de producción, públicos o privados, o el establecimiento de un cuerpo de seguridad específico, formado exclusivamente por mujeres, que velara por los derechos y las necesidades constitucionales de las mujeres.
El Estado reaccionó en dos tiempos. Al principio trató de intervenir como
si la situación fuera excepcional y transitoria, aumentando el número de dispositivos policiales en las ciudades importantes y reduciendo, por la fuerza, cualquier actividad fuera de la ley. Pronto comprendieron dos cosas: que no había agentes suficientes para cubrir todo el territorio nacional y que ni la fiscalía ni las cárceles podían soportar el número de detenciones y denuncias que se producían a diario. Según las estadísticas, por cada mujer que entraba en prisión, dos ocupaban su lugar en las calles. Los grupos de hombres, que al principio habían peleado contra las Blancanieves de forma desorganizada, se vieron superados y empezaron a desaparecer, llegando incluso a declarar públicamente su arrepentimiento y sumándose a las filas de sus antiguas rivales. Esto obligó a tomar medidas: se decidió convocar al ejército. Pero, en una inusual declaración que se televisó en directo y dio alas a las mujeres, el jefe del Estado Mayor se declaró en rebeldía, no aceptó el requerimiento del Gobierno y propuso una interrupción de actividades de tres meses, con servicios mínimos, para que se encontrara una alternativa. A raíz de esto, el noventa por ciento de las mujeres dadas de alta en la Seguridad Social se sumaron a una huelga histórica, y el país, por completo, se detuvo. Muchos negocios cerraron. Los hospitales y los colegios, sobrepasados por el hundimiento del número de trabajadores, comenzaron a aceptar, en contra de la postura defendida por la administración, las solicitudes de las mujeres. La prensa internacional se hizo eco del desastre y su rápida expansión. El presidente se escondió, y escabulléndose se subió a un helicóptero para dejar la Casa Rosada, con una multitud que ya sabía de su renuncia presenció desde la Plaza de Mayo la escena que siguió luego, el Sikorsky S76B blanco de la Presidencia que despegaba de la terraza y se retiraba hacia el norte, con la certeza de estar viviendo un acontecimiento histórico. Los ministros eran incapaces de dar explicaciones. La atmósfera se volvió irrespirable: auguraba un motín popular masivo, probablemente trágico, del que nadie sabía cuál podía ser el desenlace. Y entonces, sí, el Congreso de los Diputados, sin el apoyo de sus miembros más reaccionarios pero por amplia mayoría, en una jornada excepcional que duró casi treinta horas, abrió un canal de comunicación con las líderes de la Revolución Flemática, sin condiciones ni amenazas, para paliar el desplome económico e inaugurar una época nueva basada en la igualdad, la paridad y la justicia. Se decretó una Tregua indefinida. Ellas formalizaron un partido político de sesgo exclusivamente feminista, sin la ambición de gobernar a priori, sino para servir de micrófono y enlace con las necesidades, tantos siglos ignoradas, de más de la mitad de la población. Su hoja de ruta era implacable, pero las condiciones excepcionales en que estaba inmerso el país obligaron a una convocatoria adelantada de elecciones que situó a las Blancanieves como cuarta fuerza política y convirtió su insólita aparición en la clave para la formación de gobierno. A esas alturas, todos los politólogos y especialistas coincidían en su diagnóstico: para gobernar, era indispensable contar con el apoyo del partido de las Blancanieves.
Las conversaciones duraron semanas, pero se formó gobierno. Las Blancanieves contaban con apoyo popular y con un número considerable de escaños en el Parlamento, y al cabo de varios meses se modificó la Constitución de acuerdo con la mayoría de sus demandas. Se declaró la amnistía para todas las mujeres del movimiento que permanecían en prisión. Los contenedores, que todavía eran objetivo habitual del sector más escéptico de las Blancanieves, dejaron de arder. Los colegios descartaron continuar incorporando agentes de seguridad en las puertas de entrada. La paz llegó despacio, cuando le hicieron hueco.
El país entró en una nueva era.
Sin embargo, el Polo Fálico, activo todavía en la ciudad donde lo imaginaron sus primeros miembros, como un residuo que se negaba a aceptar el cambio incontestable de la sociedad, y arrogándose, mediante comunicados y pequeñas operaciones subversivas, el título de Resistencia, no entregó las armas.
Creían que podían ganar la guerra.
Solo esperaban el momento oportuno.
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