CAPÍTULO 31

Celebramos el cuarenta cumpleaños de uno de mis mejores amigos. Como él dice: «Lo grave es que estoy tan cerca de los veinte como de los sesenta». No le falta razón.

Rebeca iba a venir conmigo, pero dice que le duele la espalda.

Me pregunto por qué.

El Polo Fálico se ha tomado una semana de descanso. Después de la algarada de la última vez, lo merecíamos. Vladimir nos recibió en su casa con tabaco, alcohol y bocadillos. Nos contó que había conseguido escapar fingiendo un retraso mental severo, lo que provocó numerosos chistes y relajó el ambiente. Vladimir es bueno con las imitaciones. Mientras merendábamos, pusimos la televisión: todas las cadenas se hacían eco de los disturbios, matizando determinados bulos que habían corrido por las redes sociales y subrayando el conflicto inminente al que la sociedad estaba expuesta. No: nunca se sodomizó a ningún varón. No: no se ató a nadie a un poste. No: los bancos no se vieron afectados, no hubo robos, no hubo secuestros.

El grupo festejaba la supervivencia con champán y asado, pero yo estaba inapetente, consumido por la angustia. Lo único que quería saber era si la Blancanieves a la que habíamos golpeado con el coche estaba bien, o si habíamos cruzado una línea que me superaba. Esperé cada nueva noticia con el corazón encogido, imaginando mi reacción ante las palabras muerta, víctima o fallecida entre las risas apáticas de mis compañeros, hasta que al final, en una última hora que se me hizo eterna, un reportero anunció que una joven de veinte años había sufrido heridas de diversa gravedad por el impacto de un vehículo. Estaba despierta y furiosa. Viviría. El incidente se estaba investigando. Después de aquello respiré, y pensé por primera vez en abandonar el grupo. A fin de cuentas, ¿no había cumplido todos mis objetivos? Quería provocar a las mujeres: hecho. Quería enojarlas tanto que pasaran de la resistencia pacífica a la acción violenta: hecho. Quería que la lucha feminista se convirtiera en algo solemne: una conquista radical, respaldada por la fuerza revolucionaria, defendida por milicias que no aceptaran el statu quo y promovieran una modificación de los roles históricos: hecho. O, por lo menos, eso estaba pasando. Las Blancanieves se multiplicaban. Recibían apoyos de todo el mundo. Mi trabajo había terminado. ¿Qué más podía hacer? ¿Seguir reuniéndome con esta banda de misóginos irrecuperables? ¿Seguir mintiendo a todos los que quiero? Decidí que renunciaría unos días más tarde, pasada la efervescencia de la euforia, cuando bajara el subidón, para no tener que dar explicaciones.

—¿Estás bien? —me pregunta Gonzo, el cumpleañero.

Respiro con dificultad, con los pulmones llenos de interrogaciones y nervios de nicotina.

—Sí. Algo cansado, nada más. ¿Queda vino?

Me siento fuera de lugar. Llevo una doble vida de la que nada saben mis amigos, la gente con la que he crecido, las personas de mi máxima confianza, ni por supuesto mi novia. Esto es sintomático: si le he ocultado a Rebeca lo que estoy haciendo es porque me avergüenzo de lo que estoy haciendo. Es como vivir en una ficción. Soy incapaz de sacar un solo tema o de participar en un diálogo. Me muevo como un insecto invisible entre los hombres, que están hablando de sus dificultades para conciliar el sueño, los niños, que corretean descalzos desde el saltarin inflable hacia las masitas dulces, y las mujeres, que se han sentado en círculo para dar el pecho a los bebés. Soy el otro, lo residual, el tango con mal ritmo.

—No tienes buena cara.

Lo dice con amor, con la sinceridad que nos permiten más de veinte años de noches en vela y borracheras incómodas. No tiene ni puta idea de lo preciso que es su análisis.

—Voy a por vino —le digo.

El miedo es contagioso: salta de uno mismo a los otros por el aire, como un virus.

Decido acercarme al grupo de mujeres para averiguar si están hablando del único tema que me interesa. ¿Suscribirán todo lo que está pasando? ¿Estarán indignadas por la violencia? ¿La crianza las habrá vuelto inmunes al sonido del mundo? No he vuelto a verlas desde aquel mediodía en que convertí una apacible reunión social en una bronca fabulosa, así que no descarto que quieran evitarme.

Su conversación es casi un susurro colectivo, porque participan todas pero lo hacen con la voz muy baja, como si no quisieran molestar a los bebés que cuelgan de sus brazos o ser oídas por el resto. Me sitúo a una distancia razonable, ni demasiado cerca ni demasiado lejos, para que noten mi presencia sin sentir que deben incluirme.

—A mí intentaron violarme en el baño de un bar. Con quince años.

—Mi tío me manoseaba en las comidas familiares, con mis padres delante, que no se enteraban de nada. O eso quiero creer.

—No conozco una sola mujer a la que no le haya pasado algo.

Soy incapaz de distinguir quién dice qué. Es un murmullo monocorde, sin compasión, un registro de accidentes y miserias, de vejaciones y crímenes. Parece el coro de las desposeídas, el despacho de un fotógrafo que amontona, una sobre otra, con la tristeza del hábito, docenas de imágenes cotidianas que nadie quiere mirar, porque ya no importan, o porque son antiguas, o porque hay fotografías nuevas, con niños, con juguetes. Todos los colores son el mismo.

—Más de una vez me han hecho arrepentirme de la ropa que llevaba. Me han jadeado en la oreja mientras se rozaban, me han agarrado un pecho aprovechando una multitud, me han intentado besar sin mi consentimiento. También me han insultado por rechazar una proposición. Me han insistido, coaccionado y chantajeado para hacer algo que me resultaba incómodo o que no me gustaba. En el trabajo, me han obligado a vestir de cierta forma, a ser agradable con los que se estaban pasando de la raya. Cuando voy por la calle sola, siempre estoy alerta. Evito ciertas rutas porque me siento vulnerable. Y todo esto desde los once años, desde que tuve tetas, si es que aquellos bultos pequeños eran tetas, aunque lo eran para ellos, desde luego, y no porque me lo dijeran, no les hacía falta, bastaba con mirarme así, de forma obscena, convirtiendo mi cuerpo en un objeto. Lo aprendemos desde niñas: están en su derecho, cualquier corro de hombres tiene legitimidad para decirle todo lo que quiera a una mujer que pasa, da igual su edad, da igual cómo se sienta. Los protege una jurisdicción histórica. Y cuando asumes que puedes decirlo todo, no tardas en asumir que también puedes hacerlo todo. De eso se trata. Es una pirámide perfecta.

No hay ira en sus palabras. No levantan la voz. Su resignación me insulta. Mi garganta se abre sin control, sin dejar espacio para el pensamiento, ofendida de manera egoísta porque la gobierna mi riguroso sentido de la ética, el único válido, el que tiene todas las respuestas. No es mi boca: es la boca de un hombre ejerciendo su papel de hombre. Soy un estúpido que rompe a hablar cuando nadie lo pide.

—¿Qué putas están diciendo? ¿Están haciendo terapia? Esto no es un club de alcohólicos anónimos, mierda. Están normalizando la violencia contra las mujeres, haciendo equipo. Yo te cuento mi mierda y tú me cuentas la tuya, y así nos desahogamos. ¿Por qué tan tranquilas? ¿Por qué no se levantan de una reverenda vez y hacen algo al respecto? Esto es una vergüenza, joder. Deberían sentir rabia. Deberían salir a la calle y cortar la cabeza a cada hombre que les haga sentir mal, o inútiles, o agujeros en donde meterla. No pueden dejar pasar ni una. ¡Ni una! ¿Cómo es posible que hablen con tanta naturalidad de esto? Es injusto. Es injusto y es peligroso. Están completamente equivocadas.

En mi fantasía, la arenga incendiaba los ánimos. Ellas me daban la razón, me aplaudían. Me abrazaban con fuerza. «Bien dicho», gritaba una con lágrimas en los ojos. «Por fin alguien sabe lo que hay que hacer.»

Sin embargo, mis palabras generan una reacción emocional distinta. Inesperada. Me miran en silencio, como si habláramos en lenguas diferentes, como si estuviéramos compuestos por sustancias irreconciliables. Y por primera vez desde que las conozco reaccionan de forma simultánea, sin pacto previo. Se levantan despacio, una a una, desalojan el círculo, se alejan con sus niños y sus historias de terror, ignorándome sin delicadeza, sin parpadear, erguidas, llenas de asco.

Me quedo solo. El tiempo se detiene.

Veo la cara de Rebeca como los místicos veían el rostro de Díos, entre brumas, esperando la verdad que debía ser revelada.

—Yo te amaré, te seguiré a todas partes. ¡Porque soy un militante de nuestra liberación! —me dice mi subconsciente.

Esto soy yo.

Esto soy yo explicándole a una víctima cómo dejar de serlo.

Esto soy yo explicándole a una mujer lo que es una víctima.

Me ahogo. Me ahogo en mis propios pensamientos. Llevo meses hablando en nombre de terceros. Necesito aire. Corro entre las mesas, sin prestar atención a mis amigos, ni a sus hijos, ni a las sillas. Empujo una bandeja de comida, que vuela por la sala y forma un arcoíris de fideos y albóndigas. Necesito aire. Salgo. Desaparezco.

El piloto rojo se dispara: yo tampoco distingo los colores.

Mis pies se mueven tan rápido como los impulsos eléctricos de mi cerebro. La calle se convierte en una pista de atletismo, pierdo la visión periférica, me concentro en un punto lejano del horizonte. El corazón me baja al estómago, y de ahí al intestino.

Mírate. Eres tu propio resumen de crímenes: ahí están las bromas sexuales, la usurpación, los silencios cómplices, todas las veces que no has escuchado lo que te decía una mujer, tu condescendencia. Ahí estás, usando la magnitud de tus conocimientos para volver al pecado original, sintiendo el poder que ejerces sobre ellas cuando hablas, disfrutándolo: «Quiero que me obedezcas, quiero controlarte, quiero educarte. Quiero usar lo que sabes en mi beneficio». No has sido un aliade, sino un hostigador. Tu liberación cognitiva es un fraude. Has dejado de mirar a los hombres, cuando era sobre ellos donde debías situar el peso bruto de tu testimonio. Has dejado de mirarlos porque los hombres nunca son objeto. Has dejado de mirarlos porque los hombres son el sujeto de una frase que llevas pronunciando décadas, de la que tú siempre has sido el verbo del tango.

Así que mírate.

Paro de correr cuando noto cristales en las piernas. Me tumbo en el suelo, boca arriba, intentando abrirme las costillas para dejar espacio a los pulmones.

Me mareo.

Y antes de perder el conocimiento, porque sé que lo voy a perder en uno, dos minutos, oigo cómo respiran a mi alrededor, cómo intentan moverme, cómo llaman por teléfono a los paramédicos. Muevo una mano para decirles que estoy bien, que no me pasa nada. Solo necesito aire. Un poco de espacio. Algo de tiempo para admitir que me he comportado como un monstruo, y que por tanto, dado que ya no puedo corregir esta monstruosa realidad, esta montaña de contradicciones que han terminado por convertirse en la definición exacta de mi culpa, es justo que le devuelva al mundo todo lo que le he quitado, es justo que me señalen y que me persigan, y que mi último acto de responsabilidad sea, he dictado sentencia, ser el monstruo.

Hacer de mí un ejemplo, un símbolo, un molde que romper.

Cuando me levanto no soy yo, ni él es Glez.

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