CAPÍTULO 30

Cuando apenas transcurren las primeras clases de la universidad, ya ha habido tiempo en muchas de ellas para ratificar las sospechas, las peores sospechas, que cobijaban en este ciclo lectivo que puede considerarse el primero en la “nueva normalidad” pospandémica, con cursados presenciales y con varias cohortes de alumnos surgidos del accidentado bienio 2020-2021.

Esas sospechas se traducen en que en muchos casos –en carreras en que la exigencia por comprender, dedicar horas de estudio y probar sus conocimientos en las evaluaciones que se les presentan– los jóvenes estudiantes fracasan masivamente en exámenes que en años anteriores eran realmente para iniciados.

Los propios docentes, según el mismísimo testimonio de estudiantes de esas carreras, fueron los que les transmitieron su lamento a los alumnos. Dicen, estos profesores universitarios, que no saben cómo van a remontar ese nivel, y temen que, de seguir con el nivel de complejidad creciente que exige la propia carrera, sería imposible –ante este panorama– pensar que esos jóvenes pudieran rendir satisfactoriamente los exámenes previstos para el final del primer año en las materias de esas carreras.

Tal vez, estemos viviendo una idiocracia claramente visible. En estos días en que todo el mundo busca narraciones de evasión y no me extraña, se hacen listas sobre lo mejor del año, y se promete mejoría, vuelven las películas de Hugh Grant y las tranquilizadoras maldades de los Gremlins, creadas con un futuro en la cabeza, uno en que nadie se cuestionaba que llegaríamos al año 2100 más viejos, más sanos, más humanos.

Es por eso que quisiera recordar una obra que nos avisó. No es un clásico contemporáneo, no nos hace sentir bien. No está diseñada para eso. Se trata de 'Idiocracia', un filme de 2006 dirigido por Mike Judge. En la película, dos voluntarios de un experimento científico son criogenizados con la intención de ser devueltos a la vida un año después, y que por error permanecen congelados no un año, sino 500. Al despertar, todo ha cambiado mucho: la evolución natural del ser humano no ha conservado a los más inteligentes, como podríamos pensar, sino de los más estúpidos. El neoliberalismo rige el mundo. No hay sanidad, ni educación, ni instituciones, solo comida basura, 'realities' que dirigen el país y un presidente completamente absurdo, entre gladiador y chiflado total, Dwayne Elizondo Mountain Dew Herbert Camacho, estrella del porno y campeón de lucha.

'Idiocracia' fue una película muy controvertida durante su estreno. Se cree que no fue distribuida adecuadamente por el estudio Fox por la visión negativa que se extrae del uso de marcas como Gatorade o la cadena de televisión Fox News, pero se ha transformado en una película de culto.

Hoy, es complicado creer en un mundo en constante progreso cuando se mata a niños en las fronteras y los barcos no encuentran puerto. Qué mayor imagen de distopía que una costa cerrada, impermeable a lo humano, mientras las especies se extinguen y la gente se mira las manos.

A día de hoy, tenemos a 'Idiocracia' por únicamente un documental. Incluso hay concursos para distinguir las frases entre Camacho y Trump. ¿Quién dijo qué? Sin duda, 'Idiocracia', la premonición.

Benjamín Angeli, el idiota que participó en el asalto al cenado de Buenos Aires vestido de indio mapuche que lució tatuajes de símbolos que suelen lucir los neonazis de medio mundo, lo debe estar pasando mal durante su detención. Este hombre es conocido, además de por su madre, por popularizar la teoría conspiracionista de cloacas del Estado, a saber: existe un estado profundo en Argentina y en todo el mundo, uno satánico y pedófilo, bajo algunas de las instituciones del Estado hay mazmorras donde, entre sesión y sesión del Congreso, bajan a desahogarse los congresistas demócratas con menores de edad a los que tienen secuestrados. ¿Que cómo sabe esto? La duda ofende.

Si se indaga, en la teoría surgida de entre las filas de la ultraderecha más delirante, podrán ver que es hija de la otra teoría que esgrimieron los mismos dementes durante la campaña electoral estadounidense que llevó a Donald Trump al poder, el pizzagate, según la cual existe un grupo de políticos demócratas pedófilos que utilizan establecimientos como algunas pizzerías para captar niños. Al final, todo ha terminado comiéndose el pizzagate, y este se ha convertido en una rama de aquel.

En todas estas teorías sospechosamente obsesivas con las redes pedófilas y satánicas que al parecer controlan todo, subyace un pánico moral que es hijo de lo que en los años ochenta se llamó abuso de ritual satánico. Este pánico moral, que se propagó por todo el planeta destrozando vidas por medio de pseudoterapias que revivían recuerdos de abusos infantiles cada vez más irreales y que llevó a mucha gente a la cárcel que finalmente tuvo que ser puesta en libertad cuando la locura empezó a diluirse, sembró su semilla en la era Reagan para renacer periódicamente con otras formas como QAnon, el pizzagate, o otro muy loco, el supuesto caso Bar España. Si se investiga un poco en este último descubrirán lo asombrosamente parecido que es al pizzagate, con sus pedófilos poderosísimos y sus cosas de Lucifer. Toda esta gente que afirma saber cosas secretas que nadie más sabe y que ellos han visto en documentos sacados a la luz por Wikileaks, como el pizzagate, por una fuente anónima como QAnon, o como en el caso Bar España, por un peluquero que malamente sabe escribir, en realidad no sabe absolutamente nada.

En este submundo del conspiracionismo de donde siempre ha surgido la extrema derecha, se dan la mano los tristemente famosos protocolos de los sabios de Sion con lo que no sé muy bien si llamar posmonazismo. Jake Angeli, decía al principio, lo está pasando mal, pues lleva desde que fue detenido sin comer debido a que las autoridades no tienen menú de comida orgánica (debe ser que algunos seres humanos pueden alimentarse de piedras), y Jake Angeli es muy delicado, dice su mamá, y si come algo que no sea orgánico, natural, sin conservantes, su cuerpo enferma aunque su mente ya llegara enferma al calabozo. Es el signo de los tiempos: idiotas capaces de erigir delirantes y laberínticas teorías de densa apariencia incapaces de entender que ningún alimento transgénico puede ser detectado por su organismo. Como su propia estupidez.

Pero... queda por hacer unas preguntas al respecto. ¿Qué lleva a un diputado a tirarle piedras al edificio de una organización que protege mujeres demandando la contratación de sus activistas? ¿Qué lleva a un diputado a agredir a una colega diputada por votar diferente? Es más, ¿qué lleva a un grupo de políticos a comportarse de la misma manera que sus predecesores autoritarios y soberbios? El poder es la droga más fuerte, codiciada y peligrosa de todas.

He visto y continúo viendo a políticos que apenas sienten un mínimo de poder se vuelven locos al punto de llegar a destruir lo que ellos mismos crearon y tanto aman; y, lo que es peor, viven cegados por aduladores que no les permiten ver más allá de su propia nariz y ego. La simple experiencia de tener poder muchas veces lleva a un político a comportarse de manera impulsiva, fuera de control e incluso, como un sociópata. ¿Por qué? Puede ser un problema de valores o moralidad, corrupción, desigualdad, educación o impunidad.

Pero no solo en Peronia hay borrachos de poder, todos los países -desarrollados y subdesarrollados- los tienen.

Cuando el poder no se puede controlar, ya sea porque no hay autocontrol, no hay sanciones sociales o porque las instituciones no castigan, es cuando se abusa del poder. Un político borracho de poder pierde el interés en los demás y únicamente le importa satisfacer sus propios deseos, eliminando cualquier sentimiento de empatía (entender lo que los demás sienten) y moralidad (gratitud, respeto, compasión). Cuando el político se emborracha de poder no comparte o coopera, sus incentivos son egoístas y transaccionales, no piensa en el bien común.

Por muchos siglos, occidente se ha guiado bajo la máxima maquiavélica de que el poder no se confiere, se toma a través de la fuerza, la manipulación o la coerción. Pero estudios como el desarrollado por el psicólogo social de la Universidad de Berkeley, Dacher Keltner, ha venido a desmitificar ese argumento. Keltner a través de 20 años de investigaciones sobre el poder ha demostrado que la habilidad de hacer una diferencia en el mundo depende en gran medida de lo que las personas piensan de uno, de la confianza que sienten y de la apertura a ser influenciados.

En este país, creemos que la única manera de ser poderoso es a través de la dominación, coerción e intimidación.

Por ejemplo, se aprueba una Ley de Servicio Militar Obligatorio sin prever las salvaguardas sociales para los trabajadores, solamente porque un grupo de políticos quiere quedar bien con algunos militares inescrupulosos.

Años después se deroga la misma ley porque un grupo de políticos quiere mostrar que es una legislación que explota al individuo, sin considerar alternativas para los que quedarán sin ingresos o trabajo. En ninguno de los casos, el poder político hizo una diferencia en la calidad de vida de los trabajadores y sus familias.

En fin, los políticos podrán tener poder, pero muy pocos son respetados por la población, son cínicos.

Y yo también soy cínico, al igual que todos, me faltan pelotas.

Las manos de Glez huelen a huevo. Su formación le impide ignorar la
metáfora.

El grupo entra en el coche a todo correr, pero Ramsés no arranca.

—¿Dónde mierda está Twain? —grita.

Efectivamente, Twain no está con ellos, y tampoco lo ven por las inmediaciones. Lo han perdido en algún punto entre la manifestación y el lugar donde habían aparcado.

—¡Arranca, por Díos! —suplica Leyes.

Detrás de ellos, los otros conductores se han detenido. Se oyen cláxones y voces. Los antidisturbios, superados en número, corren de un lado a otro. Si no fuera por las porras y por los escudos, provocarían lástima.

—¡Mirá! —dice Conrad.

Unas veinte Blancanieves han aparecido de la nada, literalmente. Llevan la máscara habitual, que cada vez les provoca más espanto, abrasada a la altura de las mejillas, derretida y coagulada como una vela negra, y cargan útiles para el enfrentamiento: bates de beisbol, cadenas, cócteles molotov. Suenan las primeras sirenas de ambulancias, los comercios cierran, la gente se resguarda en los portales. Una columna de humo asoma desde el final de la avenida. Huele a neumático.

Glez, ansioso por volver a casa, mira hacia arriba. Entonces las ve.

Docenas de banderas con la M y la W.

—Conoce el protocolo de evasión. Nos encontrará. Sal de aquí de una buena vez —dice.

Ramsés trata de avanzar, pero la calle está cortada unos metros por delante. Gira a la izquierda, entrando en el carril contrario. Otro coche viene de frente y se detiene un poco antes de chocar con ellos. El vehículo se queda cruzado, en punto muerto, sin posibilidad de moverse.

—Estamos atrapados —dice.

—Hay que dejar el coche —propone Glez.

—Mis huevos —responde Ramsés—. Todavía lo estoy pagando, y esas zorras son capaces de todo.

—¿Y qué carajo quieres hacer? ¿Quedarte acá?

Las Blancanieves se acercan. Una de ellas mueve en círculos la cadena que tiene, sobre su cabeza, como un vaquero a punto de atrapar una res desviada.

—Okey. A la mierda. Vámonos.

Se ponen otra vez los pañuelos y salen del coche. Corren en dirección a un callejón transversal que está a unos cincuenta metros de su posición, camuflándose entre el resto de personas que se mueven, enloquecidas, a su alrededor.

—¡Es Twain! —señala Conrad a medio camino.

No es Twain: es una pelea ilegal en la que Twain está participando, para ser  más precisos. A tres. En la esquina izquierda, con casi cien kilos de peso, con la espalda pegada a la pared y protegido por el cartel de desayunos ecológicos de una panadería, el profesor de repetir piñas, el sexto miembro del equipo. En la esquina derecha, con aproximadamente trescientos kilos de peso repartidos en seis o siete cuerpos, una banda de Blancanieves con polleras cortas y botas militares, el pelo recogido en moños, máscaras terribles y objetos en las manos que ninguno puede ver con claridad. En el centro, con ciento sesenta kilos de carne, plástico reforzado y kevlar, dos antidisturbios armados con porras, lanzando golpes en todas direcciones, sin saber exactamente quién es el enemigo. Las Blancanieves saltan sobre ellos por la espalda, arrancándoles los cascos y tratando de quitarles las armas. Twain se protege como un boxeador, rotando la cadera, soltando golpes rápidos con el puño izquierdo, cubriéndose la cara con los antebrazos, pero son demasiadas y, cuando logra impactar de forma leve en el rostro de alguna, otras dos se agarran a sus piernas para inmovilizarlo. Lentamente, lo aíslan entre un coche y la pared, dejándolo sin defensa. No tienen escrúpulos: usan los puños y las botas, pero también las rodillas, y las uñas, y los codos. Una de ellas se ha subido la máscara para poder usar los dientes. Pelean como salvajes.

—¡Dispersarse! —grita Glez—. No podemos hacerles frente. Escóndanse donde puedan, y nos reunimos dentro de media hora en el coche, cuando todo haya pasado.

—¿Y Twain? —pregunta Leyes.

—Es apto para pelear, estará bien. Saldrá de esta.

Conrad y Ramsés corren en direcciones opuestas. Leyes se apoya en el coche para recuperar el aliento.

—Voy a ayudarlo —dice Leyes.

Glez deja de mirar el tumulto que rodea a Twain y camina rápido hacia el sur, con la esperanza de encontrar un local donde refugiarse mientras dure el alboroto. El ruido de los gritos es insoportable. Tropieza con un carro de la compra abandonado, y al pasar sobre él pisa una caja de leche que explota con un sonoro «plop». Nadie le recrimina nada: la gente se divide entre los que graban videos a cierta distancia y los que huyen, y eso es todo. Parece una película con decenas de extras.

Ve una puerta abierta y entra. El corazón le late tan fuerte que lo siente en los ojos, como un parpadeo muscular empachado de oxígeno. Respira. Cierra la puerta sin pedir permiso, se da la vuelta y observa lo que está sucediendo al otro lado del cristal.

Más antidisturbios. Blancanieves corriendo, huyendo de ellos o destrozando el mobiliario urbano. Hombres arrodillados, intentando volverse invisibles. Cristaleras rotas. Papeleras por el suelo, descuajadas de raíz. Coches con los intermitentes encendidos y la carrocería combada como plastilina. Mujeres saltando sobre ellos, con el puño en alto. Pequeños incendios. Placajes. Detenciones.

No puede ver si Leyes ha conseguido recuperar a Twain, o sí lo han capturado.

—Tienes miedo, ¿eh? —dice una voz.

Glez se gira y descubre dónde está. Es una peluquería. Hace un cálculo rápido: dos chicas con uniforme, jóvenes; tres señoras que seguramente superan los sesenta años; un chico con una escoba. Territorio amigo.

—Joder, se ha liado una ahí afuera —responde.

Quien le interpela es una de las mujeres mayores. Tiene fragmentos de papel de plata en la cabeza.

—Se lo tienen merecido. Todos ustedes, machitos.

—No digas eso —interviene otra de las mujeres—. El jóven seguro que no
tiene culpa de nada, y mira cómo están dejando la calle. Yo estoy en contra de
esto.

—Pues a mí me parece bien. Ya era hora de que las mujeres hiciéramos algo.

—Cómo se nota que eres viuda.

Glez no sabe si tiene que hablar o callarse.

Poco a poco, el ruido de fuera se mitiga. Parece que las Blancanieves se han desplazado a otra zona y han arrastrado con ellas a los antidisturbios. A través del cristal se ven algunas personas heridas, pero de poca gravedad: contusiones, brechas superficiales, rasponazos. Los coches empiezan a moverse. Antes de salir de la peluquería, Glez hace una pregunta general al público, como un test.

—¿Por qué lo merecemos?

La primera mujer sonríe mientras su cabeza devuelve los reflejos naranjas de un coche de bomberos.

—Revisa tus privilegios, querido.

El aire huele a nafta. Leyes está apoyado sobre la puerta del copiloto del coche de Ramsés, que se acerca desde el fondo de la calle. Glez los saluda discretamente, levantando la mano.

—Cagón de mierda, ¿y el resto? —pregunta Leyes.

—No lo sé —dice Glez—. Podemos esperar un poco más.

Ramsés se acerca maldiciendo.

—Vamos a matar a estas hijas de puta. Vamos a hacerles la vida imposible. ¿Se han creído que la calle es suya, que pueden hacer lo que les venga en gana? Vamos a meterlas en campos de concentración, se los juro. Para cojer, para chupar pitos, para todo lo que digamos que tienen que hacer. ¿Han visto lo que han hecho? ¡Histéricas! ¡Perras! No he pasado más miedo en mi puta vida, mierda. El ministro de Interior va a tomar medidas, estoy seguro. Menos las niñas y las viejas, el resto me puede soplar la verga. Las viejas, a residencias. Y las niñas con cuidado, que están muy despiertas. Bajo vigilancia. Con correas, como los perros. ¿En qué puto mundo vivimos?

Eso mismo se pregunta Glez.

Unos metros más lejos aparece Conrad, que sujeta a Twain por la axila, ayudándolo a caminar. Leyes les hace señas para que se aproximen. Twain está bastante mal. Tiene los dos ojos cerrados, hinchados como pelotas azules, sangre reseca en la boca y una cojera notable. La camisa de Twain está hecha trizas. Cuando alcanzan el coche, Glez comprueba que tiene la cara desfigurada por múltiples heridas. Probablemente tiene los pómulos infectados y necesite puntos.

—¿Vamos al hospital?

—No es necesario —balbucea Twain—. A casa de Vladimir. Seguro que estaremos bien ahí.

El grupo monta en el coche. La casa de Vladimir está lejos, pero recuperarse en ella les parece la mejor idea posible. Ramsés, al volante, no deja de blasfemar, lo que puede inferirse por la intensidad de los rezos de Leyes: «Perdónalo, padre, porque ha pecado. Y porque sigue pecando». A lo lejos, la batalla continúa: oyen cómo la policía realiza una serie de peticiones a través de los megáfonos y cómo la multitud responde con gritos. El centro de la ciudad es un caos. Cuesta conducir. Algunos coches siguen parados en mitad de la calle y otros circulan a una velocidad exagerada, sin atender a las indicaciones de los agentes ni a los semáforos, como si las reglas de tráfico estuvieran suspendidas.

De repente, cuando entran en una arteria principal sin atascos y Ramsés acelera, se cruzan con un grupo de Blancanieves que tratan de cortar la calzada. Doce, quince. Tal vez más. Los coches de delante frenan sin aviso. Ramsés gira el volante y se escurre por el carril de la izquierda, pisa el acelerador, se salta una señal de stop, derrapa, maldice su vida y vuelve a girar el volante para no perder tracción.

Se oye un golpe seco junto a la puerta del copiloto.

Ramsés aprieta el pedal.

—¿Qué ha pasado? —grita.

Nadie dice nada. Glez mira hacia atrás, achicando los ojos para enfocar hacia la montonera de cuerpos femeninos apilados que, según se alejan, son cada vez más pequeños, más pequeños, más pequeños.

Uno de ellos, en el suelo, no se mueve.

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