CAPÍTULO 3
No suelo comer con mis padres, y mucho menos con el resto de la familia. Pero esporádicamente se organizan entre ellos en una especie de conspiración telefónica con motivo del cumpleaños de alguno de mis primos y es imposible ignorar sus llamadas. Como todos los lobbies, usan el chantaje, fundamentalmente emocional, para obtener dividendos: victimismo, depresión, cercanía de la muerte, enfermedad, nostalgia. Está prohibido hablar de política y prácticamente de cualquier conflicto social que pueda derivar en polémicas ideológicas, de manera que en estas reuniones prevalece una filosofía de lo intrascendente, como en los ascensores. Cuanto menos debas poner de ti en un tema, mejor es el tema. La consanguinidad: una represión cognitiva obligatoria para mantener la armonía en el epicentro de nuestras miserias fundacionales. Demasiado largo para una camiseta. Como es lógico, la presencia de jóvenes alivia considerablemente el intercambio de información: a los chicos, «¿tienes novia?»; a las chicas, «¿tienes novio?». La homosexualidad no se contempla ni en forma de hipótesis, y eso dice suficiente sobre el tipo de familia que formamos. Con la socialización familiar masiva del siglo XXI y sus reuniones, tal vez el psicoanálisis se ha quedado atrás en sus postulados: ya no bastaría con matar al padre o a la madre; ahora hay que matar a tus tíos.
Como todos los grupos sociales, tenemos nuestras dinámicas.
Por ejemplo: las mujeres y los niños se encargan de poner la mesa y retirar los platos sucios. Los hombres adultos ni siquiera lo intentan. Si lo hago yo, una voz femenina me ordena que no es necesario. En el caso de que una de las mujeres esté de alguna manera incapacitada de forma leve, digamos por ciática, ella misma se rebela ante su minusvalía y realiza el doble de actividades que sus compañeras. Es una cuestión de orgullo. Cuando es al revés, el discapacitado varón recibe un tratamiento exclusivo: las mejores piezas de carne, una reserva independiente de achuras, la copa de vino siempre llena.
Por ejemplo: los hombres eligen contenidos. Las mujeres aportan opiniones, desde luego, pero raramente son propositivas. Si una mujer aporta un tema nuevo a la mesa, la dinámica habitual consiste en que las otras mujeres le presten atención un determinado tiempo, por interés real o por simple condescendencia, mientras los hombres hablan de otra cosa. De cualquier modo, el magnetismo de esta segunda conversación termina por invisibilizar la primera hasta que la neutraliza.
Por ejemplo: después del postre, cuando llegan las copas, los hombres se juntan con los hombres y las mujeres con las mujeres.
Entonces sí que se pone interesante.
Frase del día: «Las feministas son lesbianas encubiertas».
No sé cómo se me ha ocurrido abrir la boca. Quizá por el vino. Quizá porque llevo dos meses asistiendo a charlas y congresos sobre feminismo y hoy he empezado a apreciar la mecánica oculta que mueve estas reuniones. Quizá porque quería llamar la atención. Pero no he podido evitarlo, y creo que el origen está en mi infancia. O no exactamente en mi infancia, sino en mí siendo adulto mirando mi infancia desde la perspectiva de mis treinta y cinco.
Localización: sala de estar, después de comer, día.
Personajes: mi padre, mis tres tíos, yo con catorce años, yo con dieciocho años, yo con veinticuatro años.
Escena: los diálogos son intercambiables.
—Muchacho, no te cases nunca.
—Eso. Si quieres seguir cogiendo, no te cases.
—A las mujeres solo les gusta el sexo de novias. Luego, se acabó.
—Siempre les duele la cabeza.
—O ni eso. Les duele algo.
—Puedes intentarlo una vez cada varios meses.
—Pero se enfadan.
—Enfadadas también lo hacen.
—Tampoco les gusta beber.
—Café. Les gusta el café.
—Y olvídate de hacer cosas raras.
—Totalmente. Misionero y que termines rápido.
—Muchacho, no te cases nunca.
Fin de la escena.
Con estos precedentes formativos, mi educación es un acumulado de reproches, bromas y juegos de poder gracias a los que posteriormente, en la edad adulta, he logrado integrarme sin llamar la atención con la mayor parte de mis iguales. Es el lenguaje jurídico aplicado a la genitalidad: solo se entiende si formas parte del grupo. En esta y otras familias, por norma, hasta los trece o catorce años un niño varón permanece en el círculo de las mujeres, que le enseñan modales, cláusulas de comportamiento, límites expresivos y aficiones artísticas; a partir de esa edad, el niño varón deja de ser un niño y se consiente que participe de las conversaciones de los hombres, que lo introducirán, poco a poco, en el análisis deportivo profesional, la búsqueda de una carrera económicamente rentable y el complejo territorio de las relaciones contra el sexo opuesto. La preposición no es gratuita. Creo que somos una familia típica. Repetimos patrones heredados de las generaciones anteriores, patrones que han demostrado ser útiles para la convivencia, y la norma dicta que los repetiremos, en el futuro, si queremos evitar problemas. Esto incluye anomalías de toda índole, como que se pueda beber alcohol hasta la inconsciencia o coger el coche en estados previos al coma etílico, pero que una raya de coca sea considerada un motivo de peso para internar a cualquiera en una clínica de desintoxicación. Cuando era niño me hablaban de un «primo drogón». A saber con qué habían pillado a mi pobre primo. Ya me habría gustado insertar un gramo de coca a la fuerza en el tabique nasal de mis mayores, alguna vez, para poder entender lo que balbuceaban a partir de la cuarta copa de malbec. De mi dedo a su nariz, como un pistolero dactilar buscando el orificio.
—Ay, qué amargura. ¡Qué amargura tan grande! —lloriquea una de mis tías.
Como digo, no sé cómo se me ha ocurrido abrir la boca.
Pero mi tío y mi padre han cometido el error de regresar a su cántico místico, el Mantra de los Hombres Sin Agujero Donde Meterla, y a mí, en lugar de asentir como uno más y darles la razón, se me ha ocurrido mover el coloquio a un nivel superior, cómo decirlo, invocar la excelencia de sus licenciaturas y elevar la cháchara de barra de puticlub a la categoría de debate intelectual. Error de principiante: no se puede cuestionar la cosmovisión de nadie sin agraviarlo en lo más profundo de su identidad. Lo apunto para la siguiente, aunque dudo mucho que me inviten.
Entonces me veo a mí mismo, con la más displicente de mis sonrisas, tratando de explicar a todos esos hombres con los que he crecido que no, que no creo que tengan razón, que a las mujeres les gusta el sexo tanto como a nosotros, que ya tengo una edad y no puedo quejarme, que sé de lo que hablo, y de alguna manera aquello desemboca en una riña soez, cruenta, salpicada de insultos y lugares comunes.
—Un periodista no va a venir a darnos lecciones de biología —me dicen.
Porque uno de mis tíos es biólogo, cómo no, y a los cuñados de ciencias se los venera con la devoción de un ingeniero supremo de la realidad, un Díos pagano, y sus conocimientos son como la cruz y los clavos y la corona de espinas: indiscutibles. El arsenal de comentarios pseudocientíficos que emplea para explicarme el porqué de las diferencias entre hombres y mujeres es demoledor por académico, pero esconde una defensa tácita de privilegios antiguos que solo puedo tomarme como un monólogo cómico: las mujeres tienen un óvulo al mes, por lo tanto no tienen la necesidad de estar buscando sexo todo el tiempo, sino de ser precisas, astutas para encontrar la pareja que merezca inseminar el óvulo. Yo me sirvo otro vino y le hago una reverencia. Estoy anestesiado. El pedagogo continúa: por eso los hombres son más infieles que las mujeres; porque al no tener la seguridad de que el hijo es suyo, es decir, genéticamente suyo, necesitan inseminar al mayor número de mujeres posible. La naturaleza misma. Disparar a lo loco, sin apuntar. Seguro que, como mínimo, una perdiz cae en la cesta. Llego a un punto de no retorno. Asumo que todos han sido infieles alguna vez y les pregunto si creen que sus mujeres lo han sido con ellos. Hiroshima desencadenada. Se crecen.
Y en ese momento, mientras me abruman con años de experiencia y análisis de conducta basados en su trayectoria vital, mientras me explican las enormes diferencias urológicas que existen entre hombres y mujeres, mientras usan a mi madre y a mis tías de ejemplo para refrendar sus tesis acerca de los hábitos parasexuales o inframasturbatorios de la raza humana, y mientras mi madre y mis tías permanecen calladas en un rincón, como si aquello no fuera con ellas, y mientras yo, sin saber siquiera de qué hablo, mezclo las ideas de Nadia, que me saluda desde los años setenta y me dice que tenemos que presentar a nuestras familias, con varios artículos de Graff, de una forma tan siniestra que Rebeca se avergonzaría, y mientras pregunto con el puño en alto hace cuánto que ninguno de ellos se ha comido una empanada, o si recuerdan cómo se hace, o si lo han hecho alguna vez, y mientras ellos parecen perdidos en una enumeración matemática de primaria, contando con los dedos, entonces, en ese momento, en ese mismo momento, veo la brecha. Y disparo:
—El feminismo dice que.
Todo lo que viene después no merece la pena. Lo cual es una lástima, porque contemplar cómo se desarticulan los pilares de mi educación emocional y todos estos hombres sensatos, familiares y prudentes dejan caer la máscara administrativa de la responsabilidad y muestran las maneras monstruosas de Jack el Destripador, tiene su gracia. Lo siento por mi tía.
—¡Ay, qué disgusto!
Que las feministas son todas unas lesbianas encubiertas es lo primero que oigo. La exhibición de atrocidades continúa: las feministas necesitan cojer más, las feministas no han trabajado en su vida, las feministas deberían ir a la universidad, las feministas pasan demasiado tiempo en la universidad, las feministas no saben conducir, las feministas son tan feas que no encuentran una buena pija, las feministas necesitan una guerra, las feministas deberían depilarse más a menudo, las feministas solo se rodean de feministas, las feministas no comen carne.
Polemizo por el placer de reírme de ellos, aunque sospecho que esto no es un comportamiento ético.
Me piden que me marche. He creado mal ambiente. Obedezco.
Cuando salgo de casa me doy cuenta de que, a nivel teórico, no he dado la talla. Qué carajo sé yo lo que dice el feminismo. Me he dejado llevar por el estómago y no por la cabeza, y he incurrido en un machismo discursivo de libro: cuando no sé de lo que hablo, finjo que sé de todo. No solo he ratificado sus posiciones, sino que he quedado expuesto como un adolescente pop, inmaduro, desconectado de la realidad. Igual es un buen momento para pedirles dinero, como cuando era niño. Tengo la certeza de que podría haberlo hecho mejor, sin provocaciones directas, sin golpear con el puño en la mesa, sin levantar la voz, manteniendo la calma.
Pero soy un hombre.
No sé cómo discutir sin un portazo.
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