CAPÍTULO 29
Mientras leía el séptimo tomo de ‘Transmetropolitan‘ me imaginaba viviendo en su ciudad. En una sociedad donde la empatía brilla por su ausencia y si alguien se suicida a nuestro lado solo nos preocupamos por el morbo que da. Un lugar donde hay más locos fuera del manicomio que dentro, y donde si se te ocurre pensar diferente tienes cientos de miradas detrás diciéndote «únete a nosotros». Una urbe en la que te drogan con medicamentos y la religión impide el progreso. Una metrópolis sucia, descuidada y llena de zombies que no saben ni por dónde caminan por estar inmersos en su propio mundo.
Luego me di cuenta de que ya estaba en ‘Transmetropolitan‘.
El prodigio de Warren Ellis no es haber escrito una —y dos, y tres— de las mejores historias del cómic estadounidense de las últimas décadas. Lo realmente destacable es su manera de meterse en la realidad a través de elementos que nos parecen tan lejanos como un periodista drogadicto en una ciudad distópica.
Y eso, por si no ha quedado claro con los anteriores números, es lo que consigue una y otra vez a través de los increíbles capítulos que conforma en su obra. ‘Transmetropolitan‘ es la obra magna de un descerebrado, de un hombre que se aleja del estigma impuesto y denuncia absolutamente todo lo que ve a través de los ojos de un álter ego calvo y con gafas de cristales rojo circular y verde rectangular.
Lo cierto es que en cualquier página de esta amplia colección puede verse tal portento. La declaración de intenciones queda clara desde el primer número y se amplía con los siguientes. Pero, en concreto, este es uno de los más destacables a nivel social. Porque, por fin, Spider Jerusalem no tiene grilletes.
El protagonista del cómic acaba de ser vetado por el gobierno de El Sonrisas y expulsado de La Palabra, diario donde producía su columna «Odio todo esto», la que vendía más periódicos y daba tema sobre el que hablar durante las siguientes semanas. Ahora, con su anterior periódico en lo más bajo de la cadena alimenticia y los medios de comunicación aprovechando su desaparición para producir contenido amarillista sobre su persona, Jerusalem tiene un objetivo que debe cumplir a toda costa: derrotar al Presidente.
El de la mueca perenne, el hombre que tacha artículos de la Constitución sin ton ni son y vende que «La libertad debe estar limitada» bajo una campaña de marketing inmejorable, ha declarado la guerra al periodista más gamberro del país. Y, para Jerusalem, esto es todo un honor. Así que agarra su mayor arma, la escritura, y combate para acabar con la tiranía del hombre que se lo ha arrebatado todo.
Porque, recordemos, fue por culpa del actual máximo mandatario del país que murió Vita Severn, la única mujer por la que Jerusalem ha sentido un afecto que podría considerarse amoroso. Todo por su campaña electoral. Por una campaña llena de mentiras que consiguió llevarle al éxito gracias a su manera de llegar a la población.
Pero la gente comienza a darse cuenta. Las primeras medidas del Sonrisas están evidenciándolo como un hombre muy lejos de lo que vendía ser antes de llegar al poder. Y no es que el poder le haya corrompido, es que ha sacado a la luz su verdadera cara. Su sonrisa maníaca.
Así que Jerusalem combate, junto a sus lectores más fieles, contra el tipo que le quitó lo que más quería. Aunque no tiene un papel donde escribir su nombre, busca su aliado en internet, a través de una web pirata donde puede expresar libremente lo que le viene en gana.
Este, quizás, es el punto más débil del tomo. Internet ha evolucionado mucho, muchísimo, desde finales de los años 90. Ahora mismo se daría por supuesto su respaldo en las redes sociales, pero en aquel momento ni existían. En este sentido, puede decirse que ‘Transmetropolitan‘ ha envejecido mal. Sin embargo, es solo un detalle que puede o no tenerse en cuenta bajo una amalgama de genialidades que lo tapan a la perfección.
La primera parte de este volumen versa sobre esto mismo. Sobre la puesta en marcha del nuevo Spider Jerusalem que ya no solo quiere dinero sino acabar con su objetivo primordial. Pero la segunda es todavía mejor. Ellis, como acostumbra a hacer, aprovecha hasta tres capítulos continuados para presentar historias de la ciudad donde vive nuestro esquizofrénico periodista.
Uno de ellas es, probablemente, el capítulo más trágico de todo ‘Transmetropolitan‘. Su título, ‘Tema’, no dice nada. Pero dentro encontramos un reportaje a pie de calle sobre la prostitución infantil. En la sociedad de Spider Jerusalem se ha propagado a niveles inverosímiles. Niños con 10 años ya practican sexo a cambio de dinero. Y, lo que muchos no se atreverían a contar, Warren Ellis lo explica con pelos, señales y una ambientación que se adapta perfectamente al resto del ejemplar.
Podría catalogarse de morboso, si a algún estúpido le diera por criticar las historias explicadas en un cómic de ficción de finales del Siglo XX. Pero lo que oculta este capítulo es una dura, pura y puta realidad que se oculta en las mejores ciudades, en los mejores países y en las mejores familias. No solo es Spider Jerusalem el que trae el tema del que hablar a su ciudad. También lo hace Ellis gracias a su manera de narrarlo todo. Tan natural como corrosivo. Tan jodido como realista...
Podría decirse que muchos son, junto al mar, como el joven Hiperión, que se pierde en la contemplación del horizonte como si en él se abriera un acceso calmo a lo infinito. En quietud permanece distraído y al mismo tiempo está atento ante algo cuya visión en realidad, aunque se dirige hacia fuera, abre algo en sí mismo, como si el infinito al que mira estuviera dentro de sí. Y usted que me lee podrá preguntarse y con razón a qué me refiero con infinito. El personaje de Hölderlin considera que más que concepto es un sentimiento que apunta a una forma de integración con aquello que, aun siendo más grande que nosotros y cuyos límites desconocemos, nace hasta tal punto de nuestro interior que parece ensancharnos, como si por dentro albergáramos mayor espacio, más diáfano y claro al abrir un acceso ya existente pero no siempre presente. Pero de pronto, dice Hiperión, con la reflexión ese acceso se cierra cuando se genera una distancia entre lo sentido y lo pensado. Cuando siento me identifico con el sentimiento, pero cuando pienso me diferencio de lo pensado.
Si Kant leyera estas líneas nos diría que este sentimiento, como el de la belleza, no se produce por la mera contemplación del horizonte o de una obra de arte (¡como si hubiera cosas bellas por sí mismas!), sino que tiene que ver con quien mira y no con lo mirado. La belleza está en nosotros o, mejor, es a través de nosotros mismos como podemos acceder a ella. Exactamente por lo mismo cuando Mark Rothko piensa en los murales que integrarán la capilla de Houston (1964-1967) es fiel a su idea de que la obra por sí sola no tiene valor porque la experiencia estética solo se produce en el encuentro entre la pintura y el espectador “activo”. De ahí que, buscando la experiencia del infinito (religioso) en la capilla, emplee un acceso estético. Sus murales son pistas de despegue o de “ascensión”, por recordar a Viola, para que, independientemente de las creencias que se tengan, quien los contemple conecte con “lo trascendente” desde las oscuras superficies monocromas.
La experiencia narrada por Hölderlin se asemeja al sentimiento de lo trascendente que querrá evocar Rothko, es decir, a la necesidad de todo ser humano a salir de sí para encontrar una vinculación incluso en lo más profundo de uno mismo. Lo sentido nos hace grandes o, al menos, si hablamos de experiencia estética, hace que nuestros sentidos puedan ir más allá sin destruirnos. Nos sentimos excedidos, aturdidos, y nos emocionamos. En esa contemplación desaparezco al identificarme con lo que siento y me integro después como persona que “ha sentido”. Ante una obra o una representación nuestra cotidianidad pasa a un segundo plano y nos abrimos a otras ajenas cotidianidades, abandonamos nuestro yo para sentir también al otro y salir de nuestra perspectiva. Lo trascendente puede por tanto encontrarse en las más variadas experiencias estéticas, en el arte, en la naturaleza, o en las creencias religiosas.
Si esta necesidad de trascendencia puede colmarse a través de la experiencia estética y, en ocasiones, de la religiosa, también existen sucedáneos cuyos efectos son los contrarios de los descritos anteriormente. Cuando a falta de elementos que nos acerquen a la plenitud utilizamos sucedáneos que nos vampirizan, estos no generan espacio, sino vacío, no sentido sino hastío. La atención distraída se convierte en la distracción basada en la atención a cada nuevo estímulo, cuando son tantos que es imposible centrarse en uno, cuando si esto sucede, lejos de hacernos crecer nos angostamos y sentimos agotados que nos han extraído algo, cuando nos vemos reforzados en nuestros prejuicios, cuando nuestro mundo se ha empequeñecido, cuando no hay transformación sino homogeneización.
Nada tiene lógica, salvo el azar: corría el año 1986 y yo perpetraba un programa de televisión en Santo Domingo, of all places. Era un programa sobre política internacional, asunto del que no sabía nada y los panelistas invitados sabían menos que nada. Se podría decir entonces que era un programa sobre la nada misma o, visto de otro modo, uno de corte autobiográfico.
Nada más pisar el aeropuerto de Las Américas, entregué mi pasaporte al agente de migraciones, solo para descubrir consternado que carecía de una visa actualizada para entrar en esa isla en la que me ganaba la vida diciendo embustes en la televisión.
Fui severamente informado por un agente de copioso sudar que, según las leyes dominicanas, debía ser arrestado y deportado en el más breve plazo al lugar donde se originó mi viaje bucanero, Miami, capital de América Latina.
No opuse resistencia cuando dos agentes con visibles síntomas de ebriedad me condujeron a un cuarto diminuto, desprovisto de toda comodidad, donde debía sobrevivir malamente hasta el momento en que me deportasen a Argentina por carecer de un visado al día para ingresar al país.
Horas más tarde, rogué a los agentes alicorados que me permitiesen pasar aquella noche en un hotel, acompañado de la dotación policial necesaria para evitar mi fuga, y ofrecí solventar todos los gastos, los míos y los de mis custodios, lo que nos permitiría pasar una noche de severa obediencia a la ley, pero también, y al mismo tiempo, de merecido esparcimiento.
Recibí sorprendido la noticia de que mi petición había sido aprobada por los altos mandos policiales del aeropuerto dominicano, quienes ordenaron mi inmediato traslado a un hotel del malecón, en compañía de un solo agente, conminándonos a volver a primera hora para proceder a mi deportación.
Fue en tan azarosas circunstancias como conocí al oficial de la policía dominicana Hipólito Peynado de los Santos, atento servidor de la ley, de contextura más bien rolliza, ya entrado en los cuarentas, casado y padre de tres hijos, portador de arma de fuego, tartamudo, al parecer fatigado, se diría que carente de una inteligencia chispeante y encargado de pasar conmigo una noche en un hotel del malecón.
Si algún improbable televidente me hubiese reconocido en la recepción del hotel cuatro estrellas, acompañado de Hipólito Peynado, registrándonos en habitación compartida pero con camas separadas, y mirándonos con creciente simpatía, tal vez habría pensado que nos disponíamos a pasar una noche lujuriosa, no exenta de violencia física, disparos al cielo de su pistola y apretados merengues en el balcón.
Una vez instalados en la habitación, y después de que Hipólito escogiese cama y se resignase a que nos tratásemos de tú, ordenamos una cena pantagruélica de la que dimos cuenta mirando en la televisión un juego de pelota o béisbol que yo no entendía y libando cerveza helada en un clima de confraternidad cívico-policial que me permitió olvidar por un momento mi oprobiosa condición de malhechor, estatus que recordé en forma inesperada cuando fui al baño y detrás vino presuroso Hipólito con pistola, habiendo sido aquella la única vez en mi vida que meé bajo vigilancia policial.
Acabada la cena, y en vista de la euforia del oficial Peynado, cuyo equipo de béisbol salió victorioso, me permití sugerirle, con el debido respeto, una corta visita al cabaret del malecón, famoso por los bailes a pecho descubierto de unas mulatas de fuego, para mitigar así los rigores de mi captura, sugerencia que él acogió con entusiasmo, a los gritos de “vamos a ver tetas, chico, que la vida no dura cien años”.
Tras caminar unas cuadras en las que Hipólito Peynado aprovechó para hacerme confidencias sobre su vida doméstica (por ejemplo, que no le alcanzaba la plata para pagarle una operación de hemorroides a su esposa Usnavy Bendita, cuyo exótico nombre procedía de los buques de la marina norteamericana que los padres de Usnavy supieron admirar, surcando las aguas de Puerto Plata en los años del dictador Trujillo, alias El Chivo), nos acomodamos en el cabaret elegido, pedimos cerveza helada, admiramos la belleza de las bailarinas de ébano y nos abandonamos a una conversación vocinglera y escabrosa sobre los presuntos hábitos amatorios de la mujer dominicana.
No bien las chicas concluyeron su rutina de baile, Hipólito Peynado aplaudió con virulencia, en un estado de sobreexcitación que parecía reñido con su uniforme policial, pues ya entonces nos hallábamos ligeramente borrachos y enardecidos por esas cimbreantes mulatas, dos de las cuales no tardaron en acercarse y ofrecernos mimos y caricias a cambio de que pagásemos un precio obsceno por un par de botellas de champagne, las que por supuesto compré sin chistar, porque esa fue la orden de mi meneante superior y captor beodo, el agente Peynado de los Santos.
Cuando las damas de compañía nos propusieron modosamente visitar los apartados de aquel antro copetinero para permitirnos una conversación más íntima, salpicada quizá de brotes de ternura o efusiones de deseo erótico, Hipólito no tuvo empacho en marcharse, apretujando a su morena acompañante y abandonándome a mi suerte, en clara desobediencia de sus obligaciones, pues pude entonces huir a toda prisa por el malecón, pero naturalmente preferí pasar a otro escondrijo pecaminoso en compañía de la bella Panam, la bailarina que me tocó en suerte porque Hipólito eligió a la otra, Braniff, más dramática en curvas y maquillaje.
Tan pronto como cumplí mi tiempo con Panam, advertí que faltaba poco para el amanecer. Traspuse entonces las cortinas del cuchitril vecino y sugerí a Hipólito que nos retirásemos de ese puticlub hospitalario y volviésemos al hotel, pero mi sugerencia cayó en saco roto porque el agente Peynado, en visible estado de ebriedad, y con una morena ovillada a su lado, me pidió de un modo imperioso que pagase una hora más con su amiga, muy pródiga al parecer en caricias y arrumacos, orden que no vacilé en cumplir, pasando por caja y pagando otros miles de pesos para no desobedecer a tan estimable representante de la ley.
Despuntaba el sol en el horizonte cuando volví al furtivo rincón donde se solazaba mi captor con aquella aguerrida mulata, solo para hallarlo tumbado entre unos cojines, con la camisa abierta, el pantalón mal abrochado, apestando a trago, sin pistola ni dama de compañía, roncando como un cosaco.
No dudé entonces en despertarlo bruscamente a los gritos gallardos de:
-¡Hipólito, párate, tienes que deportarme!
El alcoholizado oficial abrió un ojo, me miró de un modo patibulario y sentenció, enfadado:
-¡No jodas, chico, déjame dormir!
No me dejé intimidar por su aliento e insistí, a riesgo de provocar una riña:
-Pero tienes que deportarme, Hipólito. ¡Es lo que manda la ley!
Fue en vano, pues ya el amigo Peynado había vuelto a roncar pesadamente, ignorando mis exhortaciones a que cumpliera su deber. No me quedó más remedio que sacudirlo con vehemencia, sacándolo un instante del pasmo espirituoso en que se hallaba, y preguntarle, en el tono más repetuoso:
-¿Qué debo hacer mientras duermes, Hipólito?
Para mi sorpresa, el admirable policía no dudó en despejar mi curiosidad con voz enfática y aguardentosa:
-Vete pa'l carajo.
Comprendí entonces que había recuperado mi libertad.
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