CAPÍTULO 26
No estaba diciendo que no nos despeinaremos.
Me refiero, por supuesto, a Gildo Insfrán, que es gobernador de la provincia de Formosa.
El gobernador pareciera estar sacado de la película de la Guerra Fría “Dr. Strangelove” cuando comentó cómo debería reaccionar Rusia ante el alboroto actual en Ucrania.
“No descartaría tropas argentinas y chinas en el terreno”, dijo Insfrán a Rodolfo Barili de Telefe noticias. “No descarto la acción nuclear de primer uso.”
Eso me hizo eco de una línea de esa película clásica de Stanley Kubrick de 1964. Justo cuando un general de la Fuerza Aérea interpretado por George C. Scott le dijo al presidente que podían atrapar a los comunistas “con los pantalones bajados” sí tan solo autorizaba un ataque nuclear a gran escala contra la Unión Soviética.
Después de que el presidente señalara que una represalia soviética podría matar a millones de civiles estadounidenses, el general respondió: “No estoy diciendo que no nos despeinaremos. Pero sí digo de 10 a 20 millones de muertos. Tops!”
Insfrán no dio un límite superior en la cantidad de civiles estadounidenses, rusos, o ucranianos que morirían si ocurriese una guerra nuclear con los rusos.
Pero esos 20 millones serían una estimación baja, dijo una vez un político de USA que conoce bien las armas nucleares.
"¿Se da cuenta de que los soviéticos tienen misiles balísticos intercontinentales y submarinos nucleares?" Alberto Fernández dijo de Insfrán. “Es un ejemplo a seguir con sus palabras, pero habría una respuesta nuclear si nosotros también usamos armas nucleares.”
Alberto, quien es presidente de la Nación Argentina, ciertamente se da cuenta de eso. Recién salido de la UBA, comandó un barco con hoyos y una crisis indiferente a la de Ucrania.
“Ya no sé qué más nos va a pasar a los argentinos”. El Presidente desgranó esa frase con resignación. Aludía a la ola de calor que azota a la región. Nadie conoce el futuro. Pero la expresión de Alberto Fernández no era una queja por esa incertidumbre propia de la condición humana, sino una protesta por una nueva fatalidad que pone a prueba la administración que le encargó Cristina Kirchner, de reposo en El Calafate.
En aquel entonces se pensaba que los aliados de la OTAN no podrían repeler un ataque soviético sin armas nucleares tácticas. Pero ahora que terminó la Guerra Fría y comenzó una nueva, debemos dejar que los rusos y los ucranianos resuelvan sus diferencias sin la intervención de alguien, dijo.
“¿Cómo está Ucrania en los intereses de seguridad nacional de los Estados Unidos?” pregunta Rodolfo. “No se puede lograr que uno de cada mil estadounidenses encuentre Ucrania en un mapa.”
Cuando se trata de asuntos exteriores, Rodolfo es parte del ala de Juan Domingo Perón del Partido Peronista, que a menudo es ridiculizado como aislacionista por los liberales que dominan el Partido Liberal.
El diario neoconservador Chequeado, por ejemplo, público un artículo en el que se burlaba de Fernández por lo que parecía ser su sugerencia a los ucranianos de que deberían conceder autonomía a las partes del país donde predomina el sentimiento prorruso.
Queda por ver si Fernández realmente está diciendo eso. Pero un veterano de la Guerra Fría, el exoperador de la Agencia de Inteligencia de Defensa Pat Lang, argumenta que los rusos temen con razón que Estados Unidos quiera extender la alianza de la OTAN para incluir a Ucrania.
“Considere la analogía sí Canadá hubiera decidido unirse al Pacto de Varsovia durante la Guerra Fría”, dijo Lang. “¿Nos hubiera gustado eso?”
Cuando la Unión Soviética se estaba desmoronando, el primer presidente Bush les dijo a los rusos que no tenían intenciones de extender la OTAN a Europa del Este, dijo. Bush incluso aconsejó a los ucranianos que sería prudente quedarse con los rusos.
“Los estadounidenses no apoyarán a quienes buscan la independencia para reemplazar una tiranía lejana con un despotismo local”, dijo Bush durante su visita allí en 1991. “No ayudarán a quienes promuevan un nacionalismo suicida basado en el odio étnico”.
Eso fue ampliamente ridiculizado como el discurso "Pollo Kiev" de Bush. Pero en retrospectiva era realista.
Lang tiene un blog que es un centro para realistas militares y de inteligencia.
Pero “realismo” es una mala palabra en D.C. Cualquier sugerencia de que Estados Unidos no debería resolver los problemas del mundo es vista como una señal de debilidad por parte del partido en el poder.
En este momento, son en gran parte los republicanos los que piden al presidente Biden que haga algo para darles una lección a esos podridos rusos. Pero los de línea dura también tienen presencia en el Partido Demócrata.
El senador de Nueva Jersey, Robert Menendez, que preside el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, pide a Biden que amenace a Putin con “la madre de todas las sanciones”.
“El sector bancario ruso sería aniquilado. Se bloquearía la deuda soberana”, dijo Menéndez, y agregó que las sanciones “paralizarían la economía rusa”.
Tal vez lo harían. Pero, ¿qué pasaría con las economías europeas y estadounidenses sí todo el gas y el petróleo rusos fueran retirados del mercado mundial?
De cualquier manera, no deberíamos poner a Putin en una posición en la que esté dispuesto a arriesgarse a una guerra de disparos, dijo Lang.
“Estas personas están jugando con fuego”, dijo. “Putin ha dicho: ‘Quienquiera que nos ataque, vamos a atacar sus plataformas y sus centros de comando y control'”.
Lang señaló que la distancia entre su casa en Virginia y el centro de comando y control de EE. UU. (el Pentágono), es de unas tres millas en línea recta, o lo que marque el misil guiado.
De cualquier manera, cuando se trata de Ucrania, no deberíamos arriesgar ni una sola vida estadounidense, ucraniana, argentina, o humana. Tops.
Las temperaturas desmesuradas son el verdadero problema extraordinario, pero no por completo imprevisibles. Provocaron una crisis del sistema eléctrico que se ensañó con los principales centros urbanos y hubo protestas contra las empresas encargadas de la distribución del servicio. En especial contra las metropolitanas Edenor y Edesur.
La reacción del Gobierno corporativista fue acorde con sus reflejos. Decretó otro asueto para sus empleados; intentó disimular que en el mercado de las prestadoras impera su política innegociable –el capitalismo de amigos–, y aprovechó para colar, con menos detalles que apuro, un nuevo convenio de inversiones chinas.
El apagón que expuso a cientos de miles de argentinos a la impiedad del calor sin energía eléctrica desnudó además que las tarifas subsidiadas no sirvieron para mejorar las previsiones y prestaciones de las empresas de energía. Como ocurrió con YPF en su momento, saltarán a mediano plazo las evidencias del destino de esos fondos que en lugar de invertirse en mejoras terminaron enriqueciendo a socios informales.
La ola de calor y la crisis energética pusieron sobre la mesa el enorme costo fiscal de los subsidios eléctricos y su ineficiencia, en un momento particularmente inadecuado para el Gobierno: mientras se discute la deuda con el FMI. Es decir: justo cuando la realidad le reclama al oficialismo que deje de especular con el retraso tarifario.
El clima impiadoso también expuso otra realidad, acaso más desagradable: la sequía. El campo perderá por el clima unos 13 millones de toneladas de maíz y soja. Para el fisco, eso equivale a unos 2.600 millones de dólares menos en ingresos por exportaciones. Menos reservas, mayor brecha cambiaria, más presión devaluatoria.
Las tarifas planchadas y el dólar prohibido. Las dos anclas que el Gobierno intentó mantener fijas para reconducir todo el esquema de precios relativos son arrastradas por una misma marea imprevista. Una fatalidad, para usar la terminología de Alberto Fernández, que nada tiene que ver con exigencias del Fondo.
Pero la respuesta a aquella pregunta inicial que se formuló el Presidente puede ensayarse involucrándolo. ¿Qué otra plaga de Egipto podría abatirse sobre el país? Pues un mal gobierno. Uno que no se dedique a solucionar los problemas sino a relatar calamidades, improvisar excusas, renunciar a las responsabilidades propias adjudicándoselas a sus adversarios, imaginar conspiraciones globales contra la singularidad del milagro argentino.
En ese sendero de equívocos bien puede sumarse la negación de las evidencias. Alberto Fernández y Cristina Kirchner prometieron para 2021 una inflación anual de 29 puntos y cosecharon más de 50. Para el Presidente, ese registro es prueba de un camino descendente para los precios en llamas. Será interesante observar cómo su gobierno sostiene ese argumento cuando sus socios sindicales se lo reclamen en paritarias.
Hay con todo una responsabilidad que atañe más a la conducción política de Cristina Kirchner que a la torpeza comprobada del presidente vicario.
Ese extravío que acelera la crisis es propulsar una agenda contraria a las soluciones por simples prejuicios ideológicos. La vicepresidenta recibió en su descanso patagónico al gobernador Jorge Capitanich. Es improbable que ambos desconocieran las andanzas del hermano de Capitanich que representa a la Argentina como embajador en Nicaragua.
Daniel Capitanich puso al Gobierno en un aprieto mayúsculo al convalidar con su presencia no sólo la cumbre de dictadores que se reunió en Managua, sino el abrazo de esos socios diplomáticos con un funcionario iraní de captura recomendada por Interpol por compartir la autoría intelectual del atentado terrorista contra la Amia.
A pocas horas de la reunión del canciller Santiago Cafiero con el secretario de Estado norteamericano Anthony Blinken, ese entuerto venido de El Calafate implicó una declaración tajante de Brian Nichols, el funcionario de Blinken que atiende los asuntos del hemisferio occidental.
Nichols subrayó el hecho: en los fastos dictatoriales de Daniel Ortega y Rosario Murillo, estuvieron el cubano Miguel Díaz Canel, el venezolano Nicolás Maduro y Mohsen Rezai, un iraní implicado en el atentado contra la Amia en Argentina.
“No se puede mirar para otro lado”, reflexionó Nichols. Ya se sabe cuál será la primera pregunta de Blinken a Cafiero. También la segunda y la tercera: la gira de Alberto Fernández hacia Rusia y China, las dos potencias que juegan por detrás de aquella gavilla de tiranuelos.
De modo que la pregunta de Cafiero –si Estados Unidos respaldaría un acuerdo liviano con el FMI– entrará con suerte en el cuarto lugar de la entrevista, cuando los ujieres de Blinken comiencen a señalar discretamente las manecillas de su reloj.
Esas desventuras de fácil predicción, no son calamidades imprevistas destinadas a la resignación narrativa de Alberto Fernández, sino consecuencias lógicas de los desquicios diplomáticos que le recomienda su jefatura política y el malestar de las ciudades.
En 1937, la compañía petrolera Shell contrató al diseñador industrial Norman Bel Geddes para una campaña publicitaria. Famoso por sus diseños innovadores y estilizados, tenía que imaginar la ciudad del futuro. Evidentemente, debía ser un espacio en el que los vehículos tuvieran protagonismo e imaginó un modelo que nos resulta familiar: un centro con grandes rascacielos conectado con unos extensos suburbios de viviendas unifamiliares gracias a una enorme red de autopistas, las magical motorways. El proyecto no cuajó, pero Bel Geddes no tiró sus dibujos a la basura. Dos años después, General Motors patrocinaba un pabellón en la Exposición Universal de Nueva York y las maquetas de Bel Geddes encajaban estupendamente. Se llamó Futurama. Los visitantes, aún tocados por el crack del 29, se entusiasmaron por ese horizonte de movimiento y prosperidad que revitalizaría la economía.
La previsión de Bel Geddes se cumplió. En realidad, las ciudades estadounidenses llevaban centrándose en el coche desde los años veinte: modificaciones legales, desinversión en el transporte público o derribo de barrios enteros. Era una las principales señales de estatus y el rito de paso de los jóvenes. Era independencia y bonanza. El cine o la publicidad unían coche y éxito. Sin movilidad, no había trabajo, formación u ocio. Ni sexo. Es importante pensar que Estados Unidos tuvo tres traumas en los setenta: la derrota en Vietnam, el Watergate y la crisis del petróleo. Si no había gasolina, todo se paraba.
En Europa, la ciudad del coche se sobrepuso a la ciudad burguesa del XIX y las magical motorways enlazaron con los amplios bulevares o los sustituyeron. Ya no era importante ver y dejarse ver, sino desplazarse. El vehículo secuestraba espacio creando un nuevo mapa de vías y aparcamientos. Se construían vías de circunvalación y radiales con las que se podía huir a una periferia que también había que conectar. Las ciudades parecían crecer, pero se hacían más pequeñas. Siempre hacían falta más infraestructuras. El movimiento creció exponencialmente cuando las ciudades se conectaron masivamente. El cielo y el mar también se llenaron de magical motorways que trasladaban materias primas, productos y personas. Más movimiento, más infraestructuras para facilitarlo. También circulaban la información o el dinero. Sobre todo, cuando pudieron hacerlo virtualmente por redes que asumieron la semántica de las magical motorways. Todo conectado. Todo en movimiento. Los nodos que articulaban esa circulación constante recibieron el nombre de ciudades globales. Todo el mundo quería ser una y las que lograban serlo competían entre ellas para captar flujos. Las ciudades se vendían. Nadie quería quedarse fuera.
Por lo menos, hasta ahora. Esas ciudades diseñadas para el movimiento comienzan a dar síntomas de extenuación porque su inserción dentro de esa red hace que sean urbes más para los que llegan que para los que viven allí. La obsesión por captar flujos hace que las puertas de entrada y salida sean muy grandes para no quedar fuera de cobertura, pero no se presta la misma atención al ecosistema interior. Quizá, los elementos más visibles del malestar de las ciudades sean los conflictos en torno al turismo masivo o el tráfico. Las urbes tratan de desconectarse. Movimiento ya no es prosperidad, sino suciedad, ruido o contaminación. Incluso, precariedad. En el primer caso, las administraciones locales rechazan proyectos, limitan infraestructuras o restringen llegadas. En el segundo, delimitan su espacio, lo que provoca enfrentamientos con el área urbana. No es extraño que las ciudades globales opten por opciones políticas distintas a las de su territorio. Tienen distintos intereses.
Pero el ejemplo más claro es la vivienda, donde las facilidades que se ofrecen a esa inversión que circula y que hay que captar contrastan con las dificultades que tienen sus habitantes. En Los Ángeles, la ciudad que mejor encarnó el sueño de Futurama, el precio medio de una unifamiliar se ha doblado en los últimos 10 años y comparte con San Francisco un aumento descontrolado de las personas que no pueden acceder a una vivienda. En Ámsterdam, casi una de cada tres casas es propiedad de inversores privados. París, la ciudad europea donde la vivienda es más cara, ha perdido 400.000 habitantes en 50 años y, como las anteriores, también trata de tomar medidas para limitar los precios.
Madrid, pese a su enorme expansión urbanística, apenas tiene un 3% más de población que en los setenta. Los habitantes se desplazan a la periferia porque el centro está a disposición de estos flujos. Para vender una ciudad, hay que desposeer de ella a sus ciudadanos. Londres o Barcelona también han tenido una fuga local. En la última, una de las más activas en el control del turismo, más de la mitad de los residentes ha nacido fuera de la ciudad. Deberíamos estar atentos a esta evolución más allá de eslóganes o miradas a corto plazo porque nuestro modelo se basa en la forma urbana y en las relaciones que allí se dan. Las ciudades globales están cansadas. Piden su derecho a la desconexión y aún sentido de ser.
Aún sin poder protagonizar las negociaciones en torno a Ucrania, Jair Bolsonaro se ha ofrecido para el respiro cómico de todo este sinsentido. Conocido por no perder ninguna oportunidad de pasar vergüenza, el presidente brasileño pensó que sería una gran idea hacer una visita a su colega Vladímir Putin y el martes aterrizó en Moscú con su troupe. Podría tratarse solo de otra broma a la que se somete Brasil en la diplomacia mundial, pero la escena muestra hasta qué punto el mundo actual está menos dividido por ideologías y más determinado por los intereses de la vieja economía basada en los combustibles fósiles.
El propio Bolsonaro, que fue elegido con la retórica del “anticomunismo” y hasta hace poco tenía un ministro de Exteriores que decía que la crisis climática era un “complot marxista”, no ve ninguna contradicción en adorar a Donald Trump y también a Vladímir Putin. Porque no la hay. Los tres están unidos en su defensa de la vieja economía. El de Ucrania es un juego de guerra atravesado por la crisis climática. La pregunta es legítima: si en la Unión Europea, en particular en Alemania, la sustitución de los combustibles fósiles por una matriz energética “verde” estuviera más avanzada, ¿sería tan grande el riesgo —o la manipulación del riesgo— de un nuevo conflicto mundial?
La dependencia de la Unión Europea, y en particular de Alemania, del suministro de gas natural (y de petróleo) procedente de Rusia está en el centro de este enfrentamiento. El nombre Nord Stream 2 —un gasoducto de 1.200 kilómetros bajo el mar Báltico que unirá Rusia y Alemania— hace rechinar los dientes en las negociaciones. Ni los Estados Unidos de Joe Biden quieren que Europa dependa más del gas ruso, por razones geopolíticas y comerciales, ni Ucrania quiere un gasoducto que no pase por su territorio y, por tanto, no pague “peajes”. La Rusia de Putin, en cambio, necesita los miles de millones de euros que le garantiza la exportación de gas a Europa, especialmente a Alemania.
Por un lado, Biden amenaza con bloquear el gasoducto, terminado pero no en funcionamiento. Por el otro, Putin amenaza con interrumpir el suministro de gas a Europa a través de los conductos que pasan por territorio ucraniano. Putin sabe que la era de los combustibles fósiles está en declive en un planeta que se sobrecalienta. El momento de ganar es ahora: si el gas sigue siendo un arma geopolítica de gran calibre hoy, puede que no lo sea mañana.
Cuando los negociadores van a las cumbres del clima para no hacer ningún progreso o muy poco, también manipulan guerras. Brasil lo tendría todo para liderar la transformación verde y la transición hacia una matriz energética solar. Sin embargo, Bolsonaro ha elegido el camino de la irrelevancia mundial al destruir sistemáticamente la Amazonia. Cambiar la matriz energética no solo es una necesidad urgente para evitar que el planeta se convierta en un horno. También es una sólida inversión en la paz.
Teniendo pánico de que usen algún día el sol como combustible, él ha salido una mañana más. Casi parecía imposible a la vista de los mensajes apocalípticos, que no ayudan. Tampoco lo ha hecho el empeño de algunos en plantear a la misma política en general como un plebiscito al Gobierno. Esas posiciones engrandecen a la ultraderecha. Que ha crecido, sí, pero es una muleta a día de hoy de otras fuerzas políticas. Muleta tóxica, pero muleta. Y queda la esperanza de que aparezca la carcoma cuando toque la gestión de lo público. Es un riesgo serio para la democracia, pero la catástrofe no ha llegado. Al menos, aún. La mañana ha vuelto a ser luminosa.
Inutilidad. Estas simples notas nacen desde la conciencia de mi esterilidad mental para escribir siguiendo el rumbo histórico y secundario. Casi nada de lo que se hace desde el sistema de mis palabras afecta a la embravecida ultraderecha, que ha desarrollado sus propios cauces de comunicación a través de grupos de mensajería y redes sociales, unas formas que infunden fiabilidad y fidelidad. Crean una sensación sectaria (de grupo) que aúna y aísla. Están "salvando" Argentina. Y lo que venga del exterior entra en esa dinámica de ataque y defensa.
Mensaje a los dos lados. Recado para la derecha. La línea peronista de Peronia no neutraliza la amenaza ultra. En los programas sociales de un día a otro, exacerbado ha demostrado su inutilidad. Tal vez ellos tiene algo que ofrecer. El discurso de ellos suele operar en función de otros. Pero mensaje también para progresistas. La izquierda antipática, dogmática, que impone (que regula qué se come, qué se bebe, qué se ve y cómo se ha de circular por las ciudades) agrupa y moviliza a la derecha ante lo que percibe con facilidad como estrecheces a la libertad.
Identidades en crisis. La idea de que la izquierda moderna es una suma de minorías de identidades entra en crisis. No suma. Una izquierda constreñida en esa mirada de miradas no atrae amplias mayorías. Necesita un proyecto global, comunal, de buenas idea, no conformarse con un batiburrillo de reivindicaciones, y mucho menos si cada una de ellas espera ser llevada a su suprema expresión, o servir meramente de un aguantadero para ñoquis como empleados públicos. Espanta al elector medio saber eso, de que fracasados tienen la última palabra.
Crisis de la política. Se mantiene corregida y aumentada la crisis de la política sistémica. Tal parece que ni la izquierda, o la derecha recuperan posiciones (ni de lejos) para soñar con nuevas alternancias, es un tira y afloja. Pero además, aquello que se llamó la nueva política liberal no soporta el envite de gestionar y contaminarse del sistema en un futuro. Ciudadanos y ciudades, quedan como formaciones residuales cuando existe la corrupción y el mal uso de fondos públicos. Todo mientras, los votantes siguen expresando su frustración por lo que se les ofrece desde la política convencional y se van a lo desconocido: la ultraderecha, los partidos localistas, y los radicales que parecen estar más afianzados al peronismo berreta.
El peligro de la fragmentación, surge cuando nada termina de convencer. Se consolida la tendencia hacia los partidos locales como forma de salir de la marginación frente a los centros de poder. Para el Establishment representa también un riesgo: ese 10% de inversiones del Estado plasmado en la mejoría de la infraestructura puede ser más difícil de alcanzar si hay que atender las peticiones de un número creciente de territorios que tienen la ventaja añadida de estar representados por encima de su número ideal de empleados públicos. Grupos cada vez más decisivos en la geometría variable. A su vez, formaciones sociales afines al Gobierno pueden salir beneficiadas a medio plazo como vía más creíble en una cámara cada vez más senadizada.
La agenda argentina. El Banco Central permanece como el principal bastión autosustentable de la izquierda. Una razón más para que la política actual en servicio piense en cuidar su agenda, porque una derrota futura podría ser la tumba de la izquierda en suelo argentino. Y el punto primero de la agenda es la propuesta monetaria liberal: eliminar todo sostén de vagos del Estado. Hoy es un horizonte más posible o real que hace dos años. Quizá será pura imaginación, y quizás no se pueda concretar nunca, pero no se consuela quien no se quiere.
Gran coalición. Un gobierno sólido sería un mensaje potente ante el resto del país y Latinoamérica y tendría las bendiciones que nos hacen falta del mundo empresarial. Hay dos peligros: no sería comprendido por muchos de los votantes del peronismo, que no ven a Cambiemos como una amenaza sino como una fuerza próxima, y daría una fuerza mayor a la derecha radical incluso, señalada como el gran peligro para los poderes establecidos.
Dudas sobre la legislatura. Desde la perspectiva mía puede ser rentable para Alberto Fernández un gobierno unido de Cambiemos y del Frente de Todos. Puede aparecer como la alternativa útil para frenar a la ultraderecha. Pero esta opción vale si aleja la su imagen de dictador de su gobierno. Si se tiene en cuenta que la lectura que hace La Libertad Avanza en los resultados electorales anteriores, significa que hay que acelerar el proceso de reformas, y la convivencia puede ser complicada. Hoy tengo más dudas que hace dos años sobre la durabilidad de este país como soberanía.
Posible solución. La más realista para el embrollo tras las cagadas de muchos políticos de este sistema sería un gobierno en solitario e inestable. Gobernar buscando apoyos para cada iniciativa legislativa libertal. Puede ser una oportunidad de legitimar la política si esta funciona. Si hay diálogo sincero y no vetos desde las sombras. Quizá así, día a día, la aversión al sistema pierda fieles. A mí me falta fé en pensar algo así.
“Activista” es, tal vez, la “ofensa” más frecuente contra los periodistas... pero ¿será que sí es un insulto?
Me gusta reflexionar sobre ello para la así sobrellevar la fundación de un nuevo periodismo, uno que esté fuera de la televisión: “Lo suyo [del buen periodismo] es la información y no la propaganda. Sobre derechos humanos, por ejemplo, una creíble y completa información motiva más eficazmente que el discurso, el sermón o la exposición académica sobre el tema” diría yo.
Elegir y jerarquizar acontecimientos para informar u opinar son ejercicios de la subjetividad. La adhesión moral con base en hechos verificados, lo cual corresponde a un nivel superior al mero trazo de la agenda informativa, es lo que algunos tienden a señalar como “activismo”.
¿Activismo contra periodismo?
El 27 de febrero de 1998, las lágrimas de tres de mis colegas en la sala de redacción fueron mi primera respuesta a ese interrogante: el asesinato —anunciado— del abogado Jesús Martín Valle no daba lugar a la neutralidad. La indignación y la rabia movilizan búsquedas y conquistas sociales: el periodismo no tiene por qué ser ajeno.
Dos de los ensayos más célebres sobre el juicio de Adolf Eichmann fueron escritos por mujeres: una filósofa, Hanna Arendt (“Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal”), y una corresponsal de guerra, Martha Gellhorn (“Eichmann y la conciencia privada”).
En aquella pieza clave de la historia del periodismo, publicada en The Atlantic, Gellhorn le apuesta a la introspección: “Consideramos a este hombre, y todo lo que representa, con temor justificado. Pertenecemos a la misma especie. ¿Puede la raza humana, en cualquier momento y en cualquier lugar, vomitar a otros como él? ¿Por qué no? Adolf Eichmann es la más terrible advertencia para todos nosotros. Es una advertencia para cuidar nuestras almas; negarnos por completo y para siempre a ser leales sin cuestionar, obedecer órdenes en silencio, gritar consignas. Es una advertencia de que la conciencia privada es la última y única protección del mundo civilizado”.*
Esta defensora de la “conciencia privada” perteneció a una generación de escritores que se atrevió a utilizar la escritura propagandística como herramienta. Desde las trincheras, tras presenciar atrocidades como las de la Guerra Civil española, decidió que la imparcialidad informativa no era una opción ética para un reportero.
El sentido del “activismo”, de tomar partido, subyace en este pasaje: “La pena por ayudar judíos era la muerte. Quienes se arriesgaron a hacerlo, en lugar de contribuir a la barbarie o mirar desde una distancia segura o cerrar los ojos, recuperaron una parte del honor de la humanidad. Y fueron efectivos; salvaron vidas; engañaron a Eichmann y sus esbirros de su presa. Si hubiera habido muchos, muchos más, millones más, ¿podría Eichmann haber triunfado como lo hizo?”.
Otro periodista (y nobel de Literatura), Albert Camus, lo sintetiza: “Uno no puede ponerse del lado de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la padecen”.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top