CAPÍTULO 23

Huérfanos y desesperados por la ausencia de dioses contra los cuales rebelarnos, parece que no hemos encontrado una forma mejor de emular a Prometeo que con robos insignificantes y escasamente heroicos como los de encendedores. El imperio de la propiedad privada, siempre tan ávido de extender sus dominios, no logra someter del todo esos artefactos desechables con los que hemos domesticado el fuego, y no es rara la ocasión en que nos embolsemos alguno solo por la sencilla razón de que pasó por nuestras rápidas manos. Durante las fiestas y las sobremesas y hasta en los días de campo —lugares propicios para el disfrute del humo—, es regla general que lleguemos con un encendedor de un color determinado y salgamos, en el mejor de los casos, con otro muy distinto, enano, sospechosamente vacío. La promiscuidad de los encendedores es entonces la única manera de practicar la lujuria pública, y no sería sorprendente que una inteligencia perspicaz advirtiera en esos intercambios una serie de guiños imperceptibles y hasta delicadamente lúbricos.

El acto de robar un encendedor es tan inconsciente y sistemático, pero al mismo tiempo tan ridículo y generalizado, que difícilmente clasifica entre los actos de cleptomanía auténtica. Nadie en su sano juicio lo entendería como un desplante anarquista contra la propiedad privada; mucho menos como una reminiscencia tribal de compartir comunalmente el fuego. Algunos propician su pérdida para así valerse del consabido pretexto de acercarse a una posible presa con un cigarro colgando de los labios; otros —casi siempre la presa en un papel activo— lo desenfundan con la presteza de un gatillero del Viejo Oeste para luego inevitablemente extraviarlo. Sin embargo, ninguna de estas conductas explica el porqué de su proverbial cambio de dueño.

Como si requirieran de hielo seco para darles realce, los adictos al tabaco acompañan casi todos sus actos con humo, circunstancia que los coloca como los principales agentes del mal conocido como latrocinio pirómano. Esta enfermedad o, llamémosla así, esta curiosa práctica, no lleva necesariamente a que la debilidad por la prestidigitación se extienda hacia otros artículos de primera necesidad, y en general refuta la tesis de "la escalada del mal" que tanto gustan de esgrimir los moralistas diletantes, y que Thomas de Quincey ridiculizó genialmente hace más de ciento cincuenta años: "Si uno empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente." El robo de encendedores es del tipo de faltas que se bastan a sí mismas; es onanista, de alcance restringido, no se expande ni irradia su indudable maldad, pues hace creer al infractor que no comete ningún ilícito. Incluso hay personas incapaces de sobrellevar todos sus vicios al tiempo que se avergüenzan de pedir el noveno cigarrillo de la noche, pero en cuyas mejillas es imposible descubrir el mínimo rubor al momento en que deslizan, como quien no quiere la cosa, un encendedor ajeno a su bolsillo desierto. Y es tal la desfachatez que demuestran, tal la completa ausencia de culpa, que confieso que, tras observar detenidamente su modus operandi, la pregunta aparentemente propiciatoria y cándida de "¿tienes fuego?" ha terminado por transformarse en mis oídos en una versión edulcorada del "¡arriba las manos!"

Imagino ahora el rostro de confusión y alarma de los principales accionistas de la industria cerillera el día en que apareció a la luz pública el primer encendedor de la historia. Ignorantes de que los nuevos inventos tienden a superponerse, pero no a suplantar los anteriores, seguramente maldijeron con tal vehemencia y ardor ese engendro mecanizado que lo condenaron a pasar de mano en mano como si se tratara de una peligrosa chispa del infierno. Y es que, quizá debido a que el olor a fósforo y azufre de los cerillos nos recuerda vagamente nuestros pecados veniales, prácticamente nadie hurta una tímida cajita de cerillos, ni siquiera cuando el horóscopo estampado en su reverso nos resulta propicio. Robamos los encendedores, el minúsculo prodigio de su técnica, y consentimos desganadamente en que nos sean también robados, que circulen sin rumbo fijo entre los hombres; y todos sonreímos entonces como Prometeos desorientados o idiotas. Y es que tal vez —como he meditado en repetidas ocasiones, tras hacerme furtivamente de uno—, cuando ya nadie robe encendedores, el fuego, ya disminuido de la audacia, se habrá apagado para siempre entre nosotros.

No importa el canal de televisión, allí está siempre Alberto Fernández. En un anuncio, en una mención, en una noticia que se confunde con un anuncio. Todo gel y sonrisas, disciplinado ante las cámaras, su mejor perfil es el horario estelar. La pregunta de si es un producto de la tele se queda corta: encarna la política desdey parala televisión, ese reino del montaje, el maquillaje y el publirreportaje, donde los argumentos y la historia ominosa del PJ pueden pasar a segundo plano a fuerza de ratingy fotogenia, lo cual impide eso de fumar en horario estelar.

“Criar a un hombre guapo”, como lo califican por su aplicación en el FMI, es menos una cara bonita que el punto en que coinciden Berlusconi y Pedro Infante. Poco faltó para que Leandro Raposo, su publicista estrella, lo lanzara con el eslogan “Argentina de pie”. Y poder dar todavía con el libro que lo marcó en la pandemia revela acaso la convicción de que un libro no puede marcar a nadie (o que en la Universidad solo se manejan fotocopias). Nada que se compare, desde luego, con estar en boca del Corralito y en brazos de La Dragona.

Para una generación que creció pegada a la televisión, sus compromisos firmados recuerdan a los desafíos de detergente para ropa. En este sentido, Alberto Fernández no representa un regreso a la dictadura perfecta, sino a la imposición de Siempre en lo mismo. En la era horizontal de internet, simboliza un regreso al modelo unidireccional de la tv, basado en la simulación y el teleprompter, en una idea de éxito tipo Pancho Pantera. Con una ciudadanía entendida como audiencia, la posibilidad de participación se reduce a practicar el zapping. Al fin y al cabo, no importa de qué canal se trate, allí estará siempre el partido, su adicción e influencia.

Al igual que la vejez de un presidente incompetente, en tiempos de nuestros abuelos, la palabra libertino fue un regaño que definía con pucho en la boca y a la vez condenaba cualquier conducta sexual anómala con un encendedor en la mano. Hoy en día, cuando el sexo sin compromisos tiene millones de adeptos, el vocablo ha perdido buena parte de su carga peyorativa y mantiene, en cambio, un aroma pecaminoso que valdría la pena conservar por el bien de la literatura erótica. La depravación adecentada pierde la mitad de su encanto, pero eso buscan, sin darse cuenta, los paladines de la moral permisiva que han acuñado el higiénico neologismo “poliamor”, como si la masificación del libertinaje necesitara ganar respetabilidad, cuando más bien debería guarnecer su flanco más débil: la falta de un proyecto de vida para la vejez y un cerebro repleto de recuerdos.

En los albores de mi mente, sé que el Polo Fálico tiene un adversario.

No parece un grupo tan sólido como ellos, pero sí muy numeroso y muy activo. Su aparición ha provocado una convocatoria de urgencia en casa de Conrad.

—Están en bolas —bromea.

Empezaron como una plataforma online de apoyo a los colectivos feministas contra los que Glez y los suyos estaban actuando. Rápidamente se viralizaron y sumaron fuerzas de muy diverso signo, pasando de la resistencia pasiva a la acción directa, y de las redes cibernéticas al mundo material. Hasta ayer, su mayor logro había sido garantizar el correcto desarrollo de una serie de jornadas y mesas redondas, protegiendo los centros donde estaban programadas con grupos de guardia en turnos de ocho horas, desde el día anterior, y protocolos de vigilancia en las puertas de acceso. Por supuesto, el Estado Fálico no pudo intervenir: todo estaba lleno de mujeres.

Sin embargo, anoche pasaron al ataque.

Fue un bombardeo múltiple, premeditado. Hackearon las páginas web y un gran número de las identidades falsas con que el club se promociona en redes. Sembraron internet de vídeos ofensivos contra el patriarcado, chistes feministas, llamadas a la revolución y amenazas de muerte contra el Polo Fálico. Dibujaron penes dentro de una diana en casi todas las calles del centro. Varias cuadras, desde el coche, con antorchas, y protegida su identidad por máscaras de Princesas Disney abrasadas, arrojaron tampones manchados contra la gente que hacía cola para entrar en varios boliches de moda. Según cuentan los afectados, no era pintura. Por último, publicaron un manifiesto en el que declaraban la guerra al sistema heteropatriarcal, advertían de su capacidad para operar en distintas ciudades al mismo tiempo y exigían una rendición general sin condiciones, si quería evitarse una escalada de la violencia. La capitulación o el apoyo debía consignarse desplegando banderas o sábanas de color claro donde estuvieran escritas, en rojo, la letra W o la letra M. Como firma, una leyenda: «Reclamamos la noche y el día».

—Son unas fantasmas —dice Twain—. El sábado estarán demasiado ocupadas maquillándose y se habrán olvidado de todo. Conozco a las mujeres: se calientan rápido, pero luego se enfrían.

Glez no lo tiene tan claro.

—¿Y si van en serio?

—En serio, ¿cómo? —pregunta Ramsés—. ¿Van a darnos palizas? ¿A matarnos? Qué miedo, sí, claro. Estoy aterrado en las patas. Un montón de gatos armadas con tampones y pintaúñas, el corazón de las tinieblas.

—De una piña mato a cuatro —dice Conrad.

Leyes no interviene. Glez le llama la atención.

—¿Tú qué piensas?

El sacristán se quita las gafas, las limpia con un pañuelo de tela y vuelve a ponérselas, despacio.

—Creo que son las perras de Satán.

Murmullos. Quejidos. Vladimir se santigua. Leyes sigue hablando.

—Nuestros actos no han sido propios de hombres justos. Hemos mentido, robado, insultado y humillado, en contra de las leyes de Díos. Es cierto que lo hemos hecho por causas nobles, ajustadas a la palabra divina, y que los soldados se ven obligados a tomar decisiones difíciles cuando el fin último lo solicita.

—Que no estás en misa, marica —lo interrumpe Conrad.

—Pero todo lo que hacemos en la vida tiene consecuencias. Y la consecuencia de nuestras acciones ha sido abrir las compuertas del infierno. No me miren así. Cuando el hombre se pliega a las herramientas del diablo, el diablo viene a buscarlas. Le llamados nosotros. Hemos propagado su voz. Esta es su forma de respondernos.

A pesar del monocorde tono de homilía, lo que dice perfora la confianza de sus compañeros, que dejan de reírse y hacer bromas a su costa. Porque su discurso revela una verdad con la que cinco de ellos no contaban: que tarde o temprano les harían frente.

Glez sonríe.

—Entonces, ¿qué hacemos? ¿Vamos por ellas o las ignoramos?

—¿Están movilizando a la población? —pregunta Ramsés.

Vladimir busca en su teléfono. Luego se levanta, abre la ventana y saca la cabeza, mirando a derecha e izquierda.

—No mucho. En Twitter están colgando fotos de balcones con la famosa bandera, si podemos llamar así a esa mierda de trapo pintado. Cien, ciento veinte. Si es una llamada para todo el país, van despacio. En el barrio no hay ninguna. Creo.

—Entonces ni caso tiene.

La mano abierta de Glez focaliza hacia él todas las miradas.

—¿Y si no hacer nada se entiende como un gesto de debilidad? Puede que hoy solo haya cien banderas, pero ¿dónde ponemos el límite? ¿En quinientas? ¿Mil? Estoy seguro de que no van a parar, ni aburrirse, ni dejar de obstaculizar nuestras acciones: lo de anoche fue algo organizado. Están imitando a las activistas de finales de los setenta. Quizá es mejor intervenir ahora, que todavía son un grupo en desarrollo, en lugar de esperar a que se multipliquen. Recuerden que las mujeres, cuando quieren, son muy corporativas.

—¿Y contra quién vamos? —dice Ramsés—. ¡Si no sabemos quiénes son! Ni siquiera tienen nombre. Puede ser cualquier cuadrilla de zorras que nos crucemos por la calle. Excepto que las veamos con las máscaras, claro.

—Tenemos que ponerles nombre —dice Twain.

—¡Las Vaginas! —grita Vladimir.

Se proponen diversas alternativas: Las Supernenas, Los Hoyos, Las Subsidios, La Divina Papaya. La dialéctica dura varios litros de cerveza y dos botellas de vino, pero al final se pacta tomar medidas firmes contra ellas y adoptar el término que sugiere Glez.

«Las Blancanieves.»

Seguro que les gusta el homenaje.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top