CAPÍTULO 22

Rebeca llega a casa furiosa, pero no quiere que yo lo note.

Apenas me mira a los ojos cuando me habla: a la barbilla, sí; al pecho; a un punto situado a medio palmo de mi cabeza. No es una persona particularmente risueña, pero conmigo le surgen hoyuelos en las mejillas cuando está feliz, despreocupada. Hoy no tiene hoyuelos. Se mueve como una autómata, de forma brusca, sin cuidado, abriendo y cerrando armarios ruidosamente, dejando las luces encendidas al salir de las habitaciones.

Mientras no me cuente lo que le pasa, fingiré que no lo sé.

En estos casos, hablar con ella resulta difícil, porque su tono de voz no distingue matices y uno nunca sabe si la respuesta es agresiva por el contenido de la pregunta o si es fruto, simplemente, de su mal humor. Lo mejor es darle espacio, como ella hace conmigo todas las mañanas hasta que me hace efecto el café, y esperar a que inicie por su cuenta una conversación. Me hago el distraído mirando el teléfono.

@femmenisto
En un mundo feliz, abortar varones debería ser legal hasta el mismo día del parto.

Rebeca se sienta frente a mí, mira su celular durante un rato, retuitea a @femmenisto y luego deja el móvil sobre la mesa. Se ha lavado la cara: todavía tiene gotas de agua en las pestañas. Está seria, nerviosa. Tiene los globos oculares inyectados en sangre, como si se hubiera tallado las retinas.

Sé cuál es la frase que no debo pronunciar.

—¿Qué tal la semana? —me pregunta—. Desde que volví de Libia he estado liadísima, y casi no nos hemos visto. ¿Quedaste al final con tus amigos?

Está haciendo un esfuerzo por sonar amable. Agarro el guante.

—Sí. Además quería hablarte de eso.

—¿Por? ¿Pasó algo?

—Bueno, hubo una jocosa discusión, podría decirse…

—¿Qué has hecho esta vez?

Me enciendo un cigarro.

—Te juro que no sé cómo pasó —me río.

—Sí. Seguro.

—Empecé a preguntarles por la educación de los niños, y una cosa llevó a la otra. Les pregunté por la diferencia de género y cómo resolver el conflicto entre lo que se enseña en casa y lo que sucede en el mundo… real.

—¿Otra vez?

—No pude evitarlo.

—Creo que estás demasiado obsesionado con el tema. Además, no es tu tema.

¿No lo es? ¿Cómo no podría serlo? Borro de mi memoria su última frase, como si no tuviera importancia. Trato de seguir con el debate.

—Tal vez. Pero planteé una cuestión interesante. Quería saber tu opinión.

—Dime.

—Si tu hijo te dice, no sé, a los cuatro años, que no quiere ser un niño, que él se siente una niña, ¿qué haces?

Rebeca se incorpora y mueve la cabeza hacia los lados, describiendo círculos. Oigo crujir su cuello, cinco, seis veces. Me provoca escalofríos, pero sé de dónde viene. La imagino sufriendo el ataque diario de mis compañeros, en la universidad, en la cafetería, en los baños de los bares, tal y como lo planeé. La imagino entrando en un bucle de rabia que ahora, delante de mí, intenta moderar.

—Buf, eso —me dice.

Su voz es seca.

—No pasa nada. Era solo una duda. Podemos ver la tele un rato.

—No, no. Te contesto. Ya sabes lo que pienso del género: no es algo natural, sino adquirido. Las diferencias biológicas no definen nuestro género, porque el género es una construcción ideológica, una herencia social.

—Lo sé. Por eso crees en un futuro sin…

—No me interrumpas. Y sí: creo en un futuro sin género, o sin géneros binarios. Una utopía, seguramente. Pero si soy coherente con este razonamiento, si asumo que los órganos genitales no significan absolutamente nada, lo que tiene ese niño es una enfermedad del discurso. Una contaminación.

—¿Qué decís?

—¡Lo sé! Suena horrible. ¡Es un puto niño! Y nunca lo diría en público, pero es que estoy harta. ¡Estoy hasta la puta madre, hasta la puta coronilla!

Tiene los ojos muy abiertos y las manos crispadas. No creo que esté hablando conmigo. Ha recibido un total de cincuenta mensajes, repartidos entre cartas a su despacho, notas en la pizarra, frases pronunciadas por hombres anónimos en lugares de paso y pintadas. La hemos linchado minuciosamente.

—¿Hasta la puta de qué?

—Mira: ese niño no está contento con su cuerpo, con su pito, porque el mundo que le rodea le ha dicho que pija significa un determinado comportamiento. Es lo mismo que la gente que se opera de estética por insatisfacción. Como no encajan en el canon de belleza, se mutilan para encajar. La felicidad a través de la amputación, del maltrato al cuerpo. De modificar la carne. ¿Qué mierda quieres que le diga a ese niño? ¿Que me parece bien que le corten los huevos y le pongan una concha? ¿Que le explique que con un buen agujero todo va a cambiar?

—Tranquilízate Rebeca, te entiendo pero no vivimos en un futuro sin binarios. Los transexuales…

—¡Ese es el puto problema! Los transexuales, los maricones, los bisexuales, todas esas putas minorías están ocupando el espacio mediático, y el público compra su discurso. Porque está de moda. Porque debemos cuidar de sus derechos. Estoy cansada de mi puta vida: las mujeres deberíamos ocupar ese espacio, aunque sea por antigüedad. ¿No hay más mujeres que maricones? ¿Va a venir un puto arquitecto millonario a contarme que está muy cansado porque le gusta chupar pijas y no le dejan comprarse un útero? ¿En serio?

Dice cosas que no quiere decir, o que no quiere pensar. Está sobresaltada. Se ruboriza. Le tiemblan las manos y las rodillas. En mi cabeza se enciende un piloto rojo que intenta avisarme de que debo parar; pero no la conversación, sino todo lo demás. Lo ignoro.

—Una lucha no invalida las otras —digo.

Me mira con tristeza.

—Tienes razón. Ese es el reverso oscuro de colectivizarse. Como con las naciones. Cuando aceptas formar parte de un grupo, excluyes al resto. O soy una nacionalista radical, o soy una humanista utópica que no se compromete, pero no puedo ser ambas cosas. Aunque sé que debería aspirar al espacio intermedio. Los seres humanos somos una puta mierda…

El último mensaje lo ha recibido hace un par de horas. En un bar. Leyes la estaba vigilando. Cuando ha entrado al baño y ha levantado la tapa, se ha encontrado, otra vez, escrita en una hoja de papel, la frase con la que estamos acosándola desde hace días.

«Deberías sonreír más, corazón.»

Puede parecer una nimiedad, pero sé que a Rebeca se le hiere con lo simbólico. No soporta lo que significa la amabilidad femenina. El propio término le espeluzna: amable, «merecedora de ser amada». Las mujeres que sonríen todo el tiempo le parecen yeguas lobotomizadas.

Todavía deben de dolerle los riñones.

Según Leyes, ha cerrado la tapa con tanta fuerza que la ha partido. Uno de los camareros la ha oído gritar y ha intentado calmarla. Estaba fuera de control: ha revisado todos los urinarios y, al ver el resto de mensajes, la ha emprendido a patadas con ellos. La han sacado del local a la fuerza.

Le digo que me voy a la cama, que quiero madrugar, que ya seguiremos charlando otro día. Ella me pide perdón por su vehemencia.

—Te quiero vehemente —le digo.

Me sonríe. Poco, pero me sonríe.

Ahora sí: sé cuál es la frase que no debería pronunciar.

Con todo el amor que soy capaz de mostrar en un gesto, en el timbre de mi voz, en la manera de mirar a la mujer que quiero, me levanto, le doy un beso en la frente y le digo, en voz baja:

—Me gusta verte sonreír.

Ella no responde. Se queda sola, quieta, en silencio, como una muerta.

En casa no se prodigaban las caricias. No recuerdo haber sido acariciado más que cuando, en presencia de visitas, yo respondía rápido y acertadamente a cualquier requerimiento de mis padres. Lo normal era que me solicitaran para cantar alguna canción delante de amigos o parientes. Habían intentado que aprendiera tango, y lo cierto es que yo me había esmerado en complacerlos, aprovechando al máximo el curso en que me habían inscrito. Aprendí enseguida a dar esos ridículos pasos, y a poner posturitas y caritas serías. Me llamaban y ordenaban que me vistiera el traje y en un momento dado me anunciaban a los invitados, con los primeros compases de un tango de Gardel en el tocadiscos. Todos aplaudían cuando yo emergía por entre dos sillones de la sala, saludando cortésmente, estirando la pierna izquierda hacia adelante y abriendo los brazos en forma de pinzas. Luego bailaba un rato y, cuando querían que terminara, iban bajando paulatinamente el volumen de tal forma que parecía haber llegado realmente el final de la pieza. Yo conocía bien esa señal, y entonces me moría automáticamente, como desmayándome con languidez sobre la alfombra. Después me levantaba, saludaba de nuevo, impostando un rostro de dramatismo exagerado, y de golpe me ponía muy tieso, levantando el mentón y sonriendo al tendido. Luego venían las palmaditas en la espalda, las ligeras caricias en la cabeza y las frases de rigor, ya dirigidas a los convidados. «¿Ya vieron? Martina cada día lo hace mejor. Es fascinante lo rápido que aprende, y la gracia que tiene. Es un superdotado». En ese instante dejaban de mirarme y ya se embarcaban todos en una conversación acalorada y festiva sobre mis habilidades, mientras yo entraba a formar parte del mobiliario del salón, una pieza más —sin mayor significado o interés que el resto— del conjunto de objetos decorativos que acompañaban mudos aquellas encantadoras veladas. Dejaba de existir, como antes de aparecer en escena, y me quedaba en un rincón, sin saber qué hacer, con la cabeza gacha.

Una de esas tardes de tango me tocó actuar para un invitado de mis padres que yo no conocía. Era un amigo reciente, casado con una mujer aparatosa y habladora. El hombre era especialmente educado, su voz era suave y profunda y, al hablar, accionaba sus manos con armonía, de manera que yo no podía dejar de observarlo, hipnotizado por el movimiento de batuta que imprimía a sus brazos. Aprovechando unos segundos de algarabía y acaloramiento en la conversación general, el señor se dirigió a mí y yo me acerqué a él como una autómata. Me tomó la mano y me acarició el rostro tan dulcemente que todavía hoy, tantos años después, puedo recordarlo como si me estuviera pasando ahora mismo. Acercó su cara a mi mejilla y me dio un beso con la boca entreabierta. Me acuerdo bien, porque nadie me había besado así antes, con tanta fuerza y tanto empeño, casi dejándome el surco de su huella en el moflete. No era un beso como los otros, casi sin rozarme, hola bonito, qué lindo estás, cuánto has crecido, muac muac. No, este no era un beso de compromiso; no era un adulto besando a un niño sin percatarse realmente de su presencia. Era el beso de un señor a una niña con nombre, a mí. Un beso personalizado. Nadie, digo bien, nadie, ni siquiera mis padres, me había besado así antes. Y me quedé paralizada, con los ojos fijos en los suyos, intentando descubrir de qué extraña raza era. Luego me tomó por la cintura, me atrajo hacía sí y me dijo, con esa voz de terciopelo que tenía, susurrándomelo en el oído, que era una niña especial, que él lo había visto, que yo era es-pe-cial. Se llamaba Duque, y esa tarde, con siete años, me enamoré por primera vez.

A partir de ese momento, y cada vez que mis padres anunciaban visitas en casa, yo preguntaba sus nombres. Cuando el de Duque se encontraba en la lista, el corazón se me aceleraba y ya no vivía hasta el instante en que este asomaba por la puerta de la calle. Yo buscaba más besos como aquellos, más miradas, más frases personalizadas como las que me dedicó el primer día. Ahora sé que buscaba sentirme real, interesar por mí mismo, ser valorado no como una marioneta graciosa que hace lo que le dictan, sino como una niña o no un niño, alguien sensible y delicada, dispuesta a entregarse sin recelo al afecto de alguien. No por lo que hace, sino por quién es y por lo que es capaz de sentir.

Mis padres eran gente de mundo. Con un nivel cultural por encima de la media, y a pesar de que su nivel económico —bueno sin duda— no les permitía cumplir con sus auténticos delirios de lujo exquisito, no se privaban de nada. Tenían caprichos caros, que surgían unos detrás de Otros, como una cascada sin fin, y enseguida se aburrían de las cosas.

Cuando mis actuaciones dejaron de ser una novedad y ya no impresionaban a sus amigos, se desentendieron de mi carrera como bailarín, que por esa causa llegó a su final abruptamente. Al darme cuenta de su desinterés, yo mismo me desmotivé, ya que en realidad bailaba con el único aliciente de agradarles, sin vocación verdadera, y no hubo ningún problema en que abandonara mis clases, Así, tiré aquellos zapatos negros a la basura con desapego, sin el más mínimo sentimiento de pena, aunque sí con un cierto sabor de fracaso.

Pero me tenía que buscar otra ocupación llamativa con la que poder seducir y contentar, con la que poder ganarme mi lugar en la familia. Porque sin ella yo no era nada o, por lo menos, no era digna de ser tenida en cuenta ni de concitar la atención de mis padres, aunque solo fuera por escasos lapsos de tiempo. Así que me dediqué a la pintura. No es que lo decidiera conscientemente. Es que una tarde de domingo que estaba pintando se me ocurrió hacerle un retrato a mi padre. Me fui a su despacho, me escondí detrás de un sillón y dibujé su rostro mientras él hablaba por teléfono. Él no se dio cuenta de mi presencia porque yo era silenciosa como un topo y estaban acostumbrados a no verme aunque estuviera en la misma habitación; formaba parte indisoluble del paisaje, así que pude hacerlo sin problemas.

Cuando llamaron a la cena dejé mis lápices y hojas encima de una mesa, y al terminar, yéndome ya a la cama, mi madre descubrió el retrato de mi padre y dio un grito de asombro: «¿Esto lo has pintado tú?» Yo callé, como de costumbre, porque no sabía cuál iba a ser la reacción de mi madre, e hice como si no hubiera oído. Pero ella insistió y no me quedó más remedio que asentir con un hilo de voz. «¿Has visto, querido, qué maravilla? Eres tú calcadito. Es tu misma expresión, esa que pones cuando estás concentrado en algo». Y mi padre se acercó a verlo y empezaron a hablar excitadísimos, ponderando mi trabajo con el frenesí de dos descubridores de un tesoro egipcio. «¿Le vas a hacer uno a mamá? ¿Verdad que sí?», preguntó febrilmente mi madre. Y yo respondí asintiendo con la cabeza, encantada de ser útil de nuevo, aunque con cierta sensación de agobio en el estómago. Tendré que esmerarme mucho, pensé para mis adentros. Tendré que llegar a hacerlo a la perfección.

Desde ese domingo me dediqué al retrato. Y cuando había visitas, yo salía con un enorme cuaderno que me habían comprado para la ocasión, y retrataba a todos los asistentes. Era agotador, y no todos me gustaba igual. Pero yo producía retratos como churros, lo digo por la cantidad, que la calidad era magnífica, por lo menos así lo aseguraban los invitados. Cuando llegó la ansiada visita de Duque, mi técnica había alcanzado las cotas de virtuosismo técnico de un pintor flamenco y una vehemencia en los rostros digna del mejor expresionista.

A la hora de cumplir con mi cita obligada de retratista de la corte, obvié al resto de los presentes y me dirigí resueltamente hacia el lugar que ocupaba Duque. Me senté delante de él y lo retraté como si estuviera pintando la Capilla Sixtina. Puse lo mejor de mi arte y cuando culminé mi obra se la mostré orgullosa. Duque quedó perplejo. Enmudeció unos instantes y por fin reaccionó, dándome un beso profundo, con los labios abiertos, mojándome ligeramente la mejilla. Al sentir el contacto de su húmeda boca en la piel de mi cara noté que esta comenzaba a arderme de forma inusual, como cuando te pones colorado por algo de lo que sientes vergüenza y te da la sensación de que vas a acabar envuelto en llamas, teniendo que ir corriendo a ponerte debajo del grifo para acallar el fuego y el ardor que te domina. Mientras tanto Duque, que pareció haberse dado cuenta de mi enrojecimiento, acudió en mi ayuda como un auténtico caballero, y me pidió que le trajera un poco de hielo para su copa. Así pude salir huyendo de allí, con mis manos aferradas a un cubo plateado, camino de la cocina. Pero, una vez a salvo de cualquier mirada, no podía recuperarme de ese beso caliente que había prendido la llama de mi rostro. Y de pronto noté una presión muy fuerte en el pene, como si fuera a hacerme pis de golpe sobre las baldosas del ofis. Reprimí el deseo, pues el tiempo apremiaba, y corrí a casar los cubitos para Duque, que esperaba mi vuelta.

A mi regreso a la sala, todos parecían estar entretenidos en escuchar la graciosa anécdota que en ese momento narraba a uno de los invitados, así que pude acercarme a mi caballero sin hacerme notar, puesto que además daba la casualidad de que estaba sentado en el lugar más apartado del salón, el más alejado de la concurrencia. Le puse el cubo delante y él me pidió que le sirviera dos cuadraditos de hielo en la bebida. Como estaba tan alelada ante su presencia, se me olvidó tomar las pinzas de plata que mi madre empleaba en esos menesteres y que habían quedado abandonadas sobre la mesa del mueble-bar. Así que metí la mano en el cubo y aprehendí el primer trozo con los dedos, sintiendo el frío y la humedad del hielo en mis yemas. Lo dejé caer sobre el vaso con todo el cuidado de que fui capaz, pero el güisqui salpicó la mano de Damián y también la mía. Me puse tan nerviosa por haberlo hecho mal que quise limpiar su mano frotándola con la mía, pero no hice sino mojarlo más, torpemente. Sin embargo, él no parecía molesto. Me miraba con intensidad y sonreía dulcemente. «Tienes unas manos preciosas», me dijo, «suaves y frescas como los pétalos de una rosa mojada por la lluvia». Al oír esa frase, me descendió su música desde el oído, por el interior de mi cuerpo, hasta el vientre, resonando como el eco de un prodigioso acorde de violín, tensándome los músculos y poniéndome alas, provocándome un hormigueo en la nuca que se me despeñó hacia abajo tirándose de cabeza al mar de mi vejiga. Tanto me repercutió en la médula de todo mi esqueleto aquel calambre de excitación que no pude reprimir la presión de la orina que aguantaba desde hacía rato. Y se abrieron las compuertas sin que yo pudiera poner remedio. Sentí la orina atravesar mis ropas y bajar por las piernas, desnudas por debajo de mi vestido. Solo Duque se percató del líquido chorreando sobre la alfombra, porque los otros reían en ese momento la culminación del chiste, y yo no podía dejar de mirar hacia abajo, tan avergonzada que deseaba volatilizarme en una décima de segundo, con las lágrimas a punto de saltárseme de horror por el calibre de las consecuencias que, sin más tardar, se iban a derivar de mi irresponsable actitud, y sobre todo, porque mearme delante de Duque era el mayor de los desastres que el destino me enviaba. En esa posición pude ver, asombrada, como Duque se agachaba disimuladamente y tocaba el charco, impregnándose la mano de mi orina tibia, para luego llevarse uno de los dedos humedecidos a la boca. Allí se lo relamió un instante y luego, acto seguido, me pidió que le enseñara dónde estaba el baño. Me resultó extraño, porque él conocía perfectamente su ubicación, pero obedecí sin rechistar, pues era mi segunda oportunidad para salir huyendo del peligro, posponiendo así el inevitable enfrentamiento con mis padres.

Duque me tomó de la mano y yo lo arrastré hacia la zona de la casa donde se encontraba el baño principal, notando los churretones de pis tirándome de la piel de los muslos y el líquido embalsado en mis zapatos. Por el camino él me pidió que lo llevara a mí cuarto de baño y yo, sin meditar su inusual comportamiento, cambié la trayectoria sobre la marcha para acabar en el baño situado junto a mi habitación.

Al llegar allí me dijo que entrara con él, y de nuevo yo obedecí sumisa. Cerró la puerta con pestillo y se sentó sobre la taza del váter. Me agarró de la mano y me expuso sus planes. Me iba a ayudar a cambiarme para que nadie se diera cuenta de lo que me había ocurrido. Me contó que a él le había pasado exactamente lo mismo de pequeño y que se había sentido tan mal que todavía podía recordar la violencia que le había producido aquella situación, por la reprendida que le habían echado sus padres y por la vergüenza que le había generado su propia orina mojando el piso del salón delante de todos los invitados. También me dijo que no me preocupara, que era algo natural, e incluso hermoso, dejar salir el pis en torrente, abandonarse al placer de cumplir una necesidad imperiosa del cuerpo. Me contó que muchas veces las normas sociales van en contra de nuestra propia naturaleza, y que aunque tenemos que cumplirlas porque vivimos en sociedad, cuando se nos escapa el instinto por entre las piernas no debemos sentirnos mal o inadecuados. Y para acabar de rematar su explicación me metió las manos por debajo del vestido, me bajo la ropa interior, me las quitó, se las acercó a su cara, y finalmente se las restregó por la nariz y la boca con expresión de éxtasis, como quien aspira la fragancia de una rosa y después chupa sus pétalos de terciopelo. Luego mé pasó lo mismo por mis mejillas y pude sentir la humedad y el olor amargo de mi orina y de pronto no mé pareció tan horrososo el pis, sino que lo sentí como algo mío, una parte de mí con la que volvía a encontrarme después de varios años de ausencia.

Después Duque miró el reloj y dijo que debíamos darnos prisa. Luego continuó su labor apresuradamente. Me quitó los zapatos y los calcetines mojados. Llenó de agua el bidé, me sentó en él y me lavó con tierna delicadeza, como nunca me habían lavado antes. Se puso un buen chorro de jabón líquido en la mano y me lo untó por los muslos y por el escroto y por las nalgas. Con solo recordar esta escena me humedezco de placer, sintiendo las manos de Duque, pringadas de gel, tocarme la entrepierna. Pero con siete años una experiencia así se vive de otra manera, aunque en realidad sea el primer estadio de lo que puede sentir un hombre o mujer adulto al que dieran el mismo tratamiento. La sensación de placer sexual es un chip de memoria con el que convivimos desde que nacemos, pero de niños no sabemos ponerle palabras, y en la medida en que no forma parte de nuestro incipiente lenguaje tampoco somos capaces de racionalizarla, de traducirla al idioma de la consciencia, porque no es el momento. Esa es la barrera de la niñez. Y eso es lo que hace que ahora yo pueda poner nombres, verbos y adjetivos a lo que un niño, aun dotado de una gran precocidad, jamás podría llegar a narrar de esta manera.

Por eso yo viví a Duque, viví sus dedos sobre mi piel, sus manos enjabonadas frotándome, como lo que era para mí en aquel entonces. Un héroe que me rescataba de las garras de la vergüenza, un héroe de carne y hueso que me enseñaba a desear mi orina, a amar mis impulsos más primarios, que me descubría el tesoro más hermoso de cuantos yo había conocido. Un héroe que me lavaba con la ternura de una madre a su cervatilla temblorosa. Que me calmaba la herida del miedo más terrorífico con sus mimos serenos y juguetones. Por eso yo viví a Duque como la mano tendida en mitad de la soledad del universo. Una mano que conforme me acariciaba entre las piernas me explicaba más sobre mí que cien mil enciclopedias juntas.

Al terminar de limpiarme me invitó a que me meara encima del agua del bidé, que parecía un caldero hirviendo lleno de pompas de espuma. Lo miré interrogativamente, como no acabando de creer lo que me pedía, y él asintió sin decir palabra, con un guiño de complicidad en la mirada. Entonces yo dejé de pensar en lo que estaba bien o mal, en lo que debía o no debía hacer, en lo correcto lo incorrecto de mi existencia, y empujé con toda la fuerza de que fui capaz, pues todavía sentía que llevaba mucho dentro de mí; y lo hice en su honor, con el ostentoso orgullo de un torero que brinda las dos orejas y el rabo a la novia que lo admira desde el tendido. Al comprobar que el pis caía ya sobre el agua turbia del bidé, Duque metió sus manos bajo el chorro, en forma de cuenco que se fue llenando hasta el borde de líquido amarillo, y se lo llevó a la boca y bebió a sorbos su contenido, como si se estuviera tomando su tercer güisqui de la noche, pero esta vez humeante y sin hielo. «¿Lo ves?», me dijo. «Este líquido es el jugo de tu vientre. Nada de lo que hay en tu cuerpo es feo o sucio».

Confieso que cuando vi a Duque beber mi pis me quedé estupefacta. No podía entender que aquel hombre fascinante y maravilloso, tan guapo y cortés, estuviera allí conmigo dedicándome toda su atención. Yo no era merecedora de tan gran honor y esa verdad se me había revelado hacía mucho tiempo. Nadie había gastado ni diez minutos de su existencia para ayudarme en mis problemas. Siempre que mis padres me atendían era para cubrir mis necesidades básicas o porque yo hubiera generado un conflicto que en el fondo les atañía directamente. Pero que además de acudir en mi ayuda, Duque se bebiera mi meada, ese líquido miserable que yo no podía evitar llevar dentro y que me veía compelida a expulsar en un momento dado sin apenas control, era una experiencia que jamás hubiera imaginado vivir.

Ante ese gesto extravagante yo no tenía más que dos posturas para adoptar. La primera, pensar que Duque era un loco que disfrutaba con las cochinadas de la vida, que era justo lo que los demás rechazaban visceralmente; y la segunda, considerar que Duque estaba en lo cierto y que los locos eran los otros. Como ya podéis imaginar, me decidí por la segunda opción. Tal vez por propia intuición o porque la verdad escoge extraños medios para anunciarse, pero fundamentalmente porque Duque era mi salvador, y alguien que acude en socorro de otro merece no ser tenido por loco.

En el momento justo en que Duque, tras ordenarme que fuera a mi cuarto en busca de una vestimenta y unos calcetines limpios, me vestía como a una muñeca, me decidí por él, por sus manos cálidas y finas, firmes y arrulladoras, por su voz rasgada y sabia, que parecía contener todos los sueños hechos realidad, por su mirada melancólica y atenta, por su porte exquisito. Y conforme me decidía por él, me embarcaba en su mundo, en su modo de entenderlo todo, me afiliaba a su secta, me entregaba en cuerpo y alma a su modelo de ver las cosas. De manera que me alejaba infinitamente de los otros, y armaba una barrera contra ellos. Y ya presentía que a pesar de la dicha de aquellos momentos compartidos me habría de sentir todavía más sola frente al universo, porque ese tomar partido por Duque me excluía automáticamente de los esquemas de casa, y también porque Duque —único compañero en mi aventura— se iría de mi lado en unos pocos minutos.

Al despedirse, me dio un beso de mariposa en los labios, tan ligero que las alas de su boca fueron arrastradas por el viento antes de que yo pudiera darme cuenta de su portentoso toque, del hercúleo poder de su roce. Y luego se marchó por el pasillo, ajustándose la corbata y adoptando la pose de un intachable caballero.

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