CAPÍTULO 20
Los hijos de mis amigos son el arancel revolucionario de la amistad.
Cada cierto tiempo, nos reunimos todos en una calle común para que los muchachos puedan correr a su antojo, y nosotros, los adultos, vigilarlos de cerca mientras tomamos unos vinos y hablamos de nuestras cosas. Siempre a mediodía, antes de comer. Es una de las pocas ocasiones en las que puedo estar, también, con mis amigas, manteniendo una conversación de más de cinco minutos sin interrupciones.
Me gustan los niños. Me gustan lo suficiente como para plantearme tenerlos alguna vez, sobre todo con Rebeca: creo que podríamos hacerlo bien. Pero no me importa reconocer el tedio que supone, al menos en estas edades, tratar de combinarlos con la vida social. El mayor de todos tiene cinco años y es fácil perderlo de vista. Hasta yo me alarmo, sin querer, en mitad de una frase, cuando lo dejo de tener localizado en el horizonte. Me pregunto si el instinto de protección es algo contagioso.
Discuto mucho sobre paternidad y educación, sobre todo con ellas.
@feminazco
Te voy a sustituir los derechos, machito. A ver si así lo entiendes.
Son gente moderna, inteligente, que no se deja llevar por la inercia con la que fueron educados en su época. Me hablan de permisos por lactancia y de suspensión para poder estar con sus hijos durante el primer año, de reducciones de jornada, del gasto en pañales, ropa y leche. Me lo tomo como un maestro de la labia. Plantean temas sugestivos, apoyados en estadísticas: edades para escolarizar, lecturas apropiadas, modelos de enseñanza, alimentación, ocio. Ensimismado como estoy en mis obsesiones, les pregunto por el reparto de los tiempos: ellos, no me cabe duda, salen más; por lo tanto, beben más; por lo tanto, tienen más válvulas de escape, por llamarlo de alguna forma.
—Es algo temporal —me dice una de mis amigas—. Los primeros años, con la teta y el pezón, es lógico que los niños pasen más tiempo con nosotras y los hombres puedan salir más a menudo.
Pregunto si la intensidad de la crianza les pagará factura en el futuro, por la escasez de espacios para su desahogo, y pongo en duda que vayan a recuperar ese tiempo perdido, a lo que me responden que no es tiempo perdido, sino invertido en otras actividades. El argumento me convence. Entonces me centro en la teórica discriminación por géneros: ¿colores para la ropa, azul y rosa? ¿Balones para ellos, muñecas para ellas? ¿Superhéroes y Princesas?
Como digo, son gente moderna. Apuestan por la libertad y el sentido común, es decir, que los niños y las niñas escojan en función de sus gustos y sus necesidades, sin prejuicios históricos, y que aprendan a empaparse del entorno social que los rodea, aunque eso implique, en general, reproducir patrones de comportamiento que segregan por géneros. Ellos, como padres, estarán atentos a no legitimar conductas que pongan a unos por encima de otros, y alentarán una convivencia igualitaria, tanto en lo público como en lo privado, de manera que la próxima generación no herede los vicios de las anteriores, al menos desde la familia.
Todos los padres de hoy son pedagogos.
Su discurso es perfecto, pero no dejo de observar que los niños varones están jugando al fútbol, con una niña mayor que no conozco, cierto, y que las niñas están congregadas en torno a una muñeca que habla. Asumiendo que existen excepciones, lo señalo. Les comento una tesis que me explicó Rebeca sobre la capitalización de algunos espacios públicos infantiles: los patios de los colegios están ocupados, en su mayoría, por un campo de fútbol, con sus líneas y sus porterías, de manera que quienes no quieren jugar se ven relegados a la periferia de ese campo, a los rincones; así pues, las niñas que prefieran no patear un balón durante su descanso entre clases asumirán, de forma inconsciente, que el centro del espacio público corresponde a los chicos, puesto que son ellos los que, por amplia mayoría, juegan al fútbol. Intento expresar mi escepticismo. ¿No es un esfuerzo inútil? Quiero decir: si la sociedad está construida sobre estos parámetros binarios, y dado que el individuo, salvo anomalías, acaba cediendo autonomía en virtud de su integración, ¿sirve de algo educar a los niños para un mundo que no existe, o que dejará de existir cuando cumplan seis, siete, ocho años? Tengo la impresión de que, por mucho que hagan, no podrán evitar que sus hijos sean machistas en potencia, o sus hijas, sumisas estoicas. La experiencia personal y el imaginario colectivo decidirán por ellos.
Quizá he venido a este mundo a discutir, y lo disfruto, pero hay algo en lo que acabo de hacer que no me gusta: he usado una conversación previa con Rebeca para imponer un tema. Me parece oler el perfume de mi padre y mis tíos. ¿He omitido a propósito que mi novia fue quien me contó esta historia?
Antes de llegar a ninguna conclusión, me doy cuenta de que he tocado hondo. A partir de mis palabras, nadie se pone de acuerdo. Me convierto en abogado del diablo.
—Mi hijo nunca será un maltratador.
«Hasta que una chica le diga que le gustan los malos.»
—La igualdad total llegará en el futuro.
«Dentro de cuatro siglos. No la verán ni tus nietos.»
—Enseñaré a mi hija a no resignarse.
«Porque si fuera hombre no tendrías que hacerlo.»
—El mundo está evolucionando.
«Y con cada guerra, involuciona. El héroe es siempre masculino.»
—Debemos tener paciencia.
«Eso es: silenciosas y pacientes. Para no interrumpir la rutina de fuerzas que nos ponen a cada uno en nuestro sitio.»
—No se puede cambiar la sociedad de un día a otro.
«Díselo a Julius Robert Oppenheimer.»
De alguna forma, consigo que todos se molesten. Principalmente conmigo, pero también entre ellos. Soy un parlanchín terrible, porque interrumpo todo lo que dicen como si yo también tuviera hijos, sin escucharlos. Intuyo que es el momento de desaparecer sin hacer amagos de abrazar ni despedirme, aprovechando que nadie mira. Pero se me ocurre una última pregunta.
—¿Y si su hija le dijera que quiere ser un chico, o viceversa? ¿Qué harían?
He roto más hondo. Se pisan al hablar unos a otros. Los grupos nos miran porque estamos levantando la voz. Uno de los niños nos escucha con atención, desde abajo, apenas a un par de centímetros de mis rodillas. Es tan pequeño que me avergüenzo de lo que he provocado, porque su mundo es tan pequeño como él. Les digo que regreso en un momento, pero es mentira. Doy una vuelta ridícula para que no me vean y salgo de la calle común, con la cabeza hinchada, lleno de dudas. Los veo discutir mientras me alejo.
Necesito hablar con Rebeca. Y esta sensación empieza a ser perturbadora, porque Rebeca no es mi terapeuta, ni mi profesora, ni mi madre. ¿Acaso soy incapaz de formarme una opinión sin usar las suyas? Para qué pensar, si la tengo a ella. Para qué leer, si ella me cuenta lo que lee. Para qué invitarla a estar con mis amigos si puedo sustituirla con cuatro frases, con varios titulares, con la repetición amena de nuestras conversaciones. ¿Estoy haciendo desaparecer a Rebeca?
No, yo no soy esa clase de hombre. Me resisto a creerlo.
Yo soy el ser más feminista del mundo. Rebeca y yo nos queremos, lo compartimos todo. Hasta las palabras.
Estamos en igualdad de condiciones.
Esta frase, sin embargo, no resuena en mi cabeza como una afirmación.
Para distraerme recuerdo cuando era pequeño, y que una de las cosas que más me llamaban la atención, que más nítidamente percibía, era la impaciencia de mis padres. Lo querían todo ya, rápido y bien. Había muy poco tiempo para hacer las cosas. Si no ocurría así se irritaban. Si yo no comía deprisa, un bocado detrás de otro, como el soldado que prepara el arma en una acción sincronizada bajo el férreo control de un cronómetro, si yo no hacía caca nada más sentarme en el orinal, a toque de corneta, si yo no me dejaba vestir sin oponer resistencia, como una guasca elástica y bien domada, entonces las manos de mis progenitores se crispaban, y me agarraban con desespero, me transmitían un inmenso desasosiego, y el mundo parecía tambalearse. De todo este montaje de la prisa me quedó claro —ya desde edad temprana— que para no irritar a mis padres debía responder a paso ligero a todas sus demandas. Porque no había nada más desolador y terrorífico que su reacción violenta cada vez que yo tardaba más de la cuenta en realizar los actos cotidianos. Me zarandeaban inmisericordemente, como si fuera una máquina que funcionara mal, probando a ver si con el meneo acababan de ajustar mis cables y se producía la conexión adecuada. Cada reacción destemplada de esta índole venía a ser para mí como meter los dedos en un enchufe, vuelto picana eléctrica de mis torturadas carnes. Y como lo que más anhelaba yo era la paz, un entorno tranquilo, sosegado, por eso me apliqué siempre en ser «lo más rápida». Claro que, con tanta rapidez, nunca me daba tiempo a pensar las cosas. Las hacía. Sencillamente las hacía. Y eso es lo que he hecho siempre. Hacer, hacer, hacer, sin poder pararme a pensar, o pararme a sentir lo que yo verdaderamente quería.
Para poder ser rápida urdí una serie de sistemas. Porque no es tan fácil hacer deprisa las cosas y no fallar, sobre todo para un niño pequeño de incipientes recursos. Y algunas no eran técnicas relacionadas con el desarrollo de la aceleración de movimientos o con la mejora de los reflejos, sino un simple método de previsiones que me permitieran anticipar riesgos sobrevenidos accidentalmente. Si yo preveía los acontecimientos, podría reaccionar con más premura. Así pasaba, por ejemplo, con el desagradable trámite de tener que hacer pis. Quiero aclarar que el acto de mear yo no lo vivía como una necesidad física natural, sino como una maldición del destino, un hecho degradante que venía a perturbar la perfección de la existencia. Porque cuando sentía ganas de orinar, se producía una presión perentoria en el bajo vientre que me invadía sin yo poder evitarlo. Y cada experiencia de este estilo, esto es, cada asunto no controlable, me generaba una importante zozobra. Por otro lado, lo que no era controlable tenía que ver siempre con el cuerpo, de tal modo que empecé a aprender a desconectarme de mis necesidades físicas. Vivir de forma inmaterial era mi sueño, mi fantasía más patente, la meta que buscaba a toda costa. Y creo que lo conseguí al cien por cien, porque mi cuerpo un buen día se fue de mí. De pronto conquistar un mundo mental donde poder vivir relajadamente se convirtió en mi necesidad más ciega, mucho más importante que la de hacer pis. Y digo lo de hacer pis porque era un auténtico problema de intendencia. Cada vez que yo expresaba deseos de orinar fuera de casa, conocía de antemano la reacción de mis padres. Irritación, por supuesto, ya que había que buscar un lugar para que yo cumpliera con el estúpido ritual de bajarme el calzoncillo y expulsar ese líquido amarillo y caliente sobre la taza de un váter desconocido. Por eso aprendí a controlar mi necesidad de mear. Antes de salir de casa yo mismo pedía que me llevaran al baño. Actitud que mis padres aplaudían, y hasta presumían de mi precocidad ante las visitas: «¿Saben que Prestofelippo ya pide para ir al baño, y tan pequeñito?», decían con una sonrisa de satisfacción en los labios. Yo sabía que si hacía pis en casa pasarían unas horas antes de que volviera a necesitarlo, lo cual ya me daba un cierto tiempo de ventaja. Aprendí además cuál era el símbolo que en un local público se correspondía con la presencia de los aseos. Un remedo de hombre esquemático, cuatro palos y una cabeza sin pelo o un rectángulo que representaba un tronco. Y siempre me aguantaba hasta que finalmente lo veía. Sabía que si había un aseo cerca el trámite de llevarme a mear no iba a resultar tan gravoso para mis padres, y su irritación disminuiría considerablemente. Por ese motivo, lo importante para mí en la vida no era atender a la presión del líquido en mi vejiga para poder expulsarlo, sino la representación de un símbolo, una etiqueta pegada en una puerta. Empecé entonces a asumir mis prioridades. Y mis prioridades estaban claramente orientadas a centrarme en el significado que los hechos adquirían, no a los hechos en sí, de forma que los hechos se me desdibujaban, y su significado con respecto del entorno se amplificaba.
Recuerdo un día en que aun habiendo pedido para hacer pis antes de salir de casa, pasadas unas horas sentí ganas de mear. Como siempre, puse en marcha el mecanismo de esperar la llegada de ese símbolo liberador que me permitiría pedir para ir al baño sin producir grandes descalabros en los planes de mis padres. Pero, por desgracia, el tiempo de espera fue mayor que el de mis habituales previsiones, y como yo no estaba dispuesta a abrir la boca así me mataran, la vejiga se encargó de hacer su trabajo. Al sentir el líquido que resbalaba por mis piernas no pensé nada. Hubo un segundo de querer pensar, eso sí, en mi culpabilidad, pero se apoderó de mí una sensación gozosa de placer de tal calibre que me abandoné a la riada del pis en toda su plenitud. Y no solo dejé que el líquido saliera por inercia, no, yo mismo puse de mi parte y empujé con todas mis fuerzas, abrí los muslos para poder dejar que saliera el pis con mayor facilidad y presioné glotonamente hacia fuera, manejando ese dispositivo natural con la extraña sensación de quien descubre un nuevo y maravilloso juguete entre las piernas. Y conforme iba resbalándome la orina, atravesando el tejido del calzoncillo y el del leotardo blanco, notaba su humedad y su calor en la piel, y al mismo tiempo seguía saliendo líquido interminablemente, y yo quería que saliera más y más todavía, para seguir sintiendo esa sensación de placer recién estrenado. De tal magnitud fue la cantidad de pis vertido que se me mojaron los zapatos y pronto mis pies empezaron a nadar en un lago caliente. Cada vez que daba un paso era como chapotear en un charco del parque un día de lluvia. Un día de lluvia amarilla.
Por supuesto, no dije nada. No confesé mi villanía, entre otras cosas porque yo había aprendido a callar, y ese callar yo lo aplicaba a todo. Por tanto, y como mis padres no se habían percatado de mi accidente, se demoró el descubrimiento de la verdad hasta llegar a casa. Una vez allí, al ir a desnudarme, mi madre se dio cuenta, cuando me quitaba el primer zapato. El estallido fue salvaje. Tanto que perdió los nervios, me llevó de una oreja junto a mi padre y me bajó el leotardo y el calzoncillo dejándome desnudo de cintura para abajo y mostrándole a él el resultado de mi crimen. «Mira, mira tu hijo, qué asqueroso, se ha meado encima y no dijo nada», le espetó a mi padre, que inmediatamente, sin dejar pasar una décima de segundo, sin cambiar el gesto de su rostro petrificado, me soltó una trompada. «A la cama sin cenar», terminó diciendo con el mismo rictus de asco y desprecio con que acompañara el golpe. Mientras me iba a mi cuarto oí que comentaba: «Cómo habrá dejado el asiento del auto…»
Desde ese día se me quedó grabado que sentir placer al hacer pis era malo. Yo era un asqueroso porque me había dejado llevar por una fuerza interior que me salía del cuerpo. Y esa era la primera lección de que no debía dejarme llevar por ninguna fuerza interior, ni por esa ni por otra que me sobreviniera.
Lo que ocurre con los actos que se reprimen es que, tarde o temprano, salen de golpe cuando menos lo esperamos. Y salen de la peor manera, aumentados, desaforados, para luego hacernos sentir la más terrible de las vergüenzas, lo mismo que cuando aguantamos las ganas de hacer pis durante largo tiempo, finalmente la meada que expulsamos es una catarata inagotable, y a veces se nos escapa en mitad de la calle, ante los ojos de los viandantes.
Aparte de la prisa, no recuerdo gran cosa de mi infancia. Es como si se hubiera borrado la parte de la cinta de la vida de esos años. Siempre he pensado que mi infancia debió de ser bastante poco original, y aburrida hasta la médula, de forma que la borré de mi memoria por una cuestión de amor propio. Nunca he soportado la vulgaridad, conque, anulando la parte más mediocre de mi existencia, me libraba para siempre de su indigna presencia en mi currículum. Pero desde hace poco tiempo esa razón ya no me vale. Hay otro motivo que visita mis razonamientos actuales. Es posible que no haya tenido ni siquiera necesidad de borrarla. Tal vez es que no tuve infancia. Y lo que conservo es la secuela de un inmenso vacío. De todas formas, ese hueco sin rellenar es un abismo impenetrable del que emanan retazos de vivencias muy concretas. Y todas tienen que ver con el cuerpo; más tarde con el sexo. De hecho, si tengo que destacar las imágenes que de mi vida pasada más nítidamente guardo, son aquellas relacionadas con la sexualidad. Son las que revivo con mayor exaltación, con más alto regodeo, como si fueran mis únicos nexos con lo real, aquellas experiencias que demuestran que he vivido. Y ni mis logros en el terreno profesional, o los amores pasados, han llegado a dejar una huella tan sólida y tangible como la que el sexo me ha impreso en la piel y en la mirada.
Es curioso que alguien como yo, acostumbrado desde pequeño a eludir mis necesidades físicas en favor de las intelectuales, se aferre con semejante potencia a esas imágenes carnales que conforman el mapa de los años vividos. Esa colección de besos, caricias, orgasmos y penetraciones sobre mi piel y la de otros, ese trasiego de la carne, ese entregarme con los demás, son todos elementos de un catálogo extraño, pero tan mío como mi propio nombre o mi fecha de nacimiento. Configuran el álbum de lo que he sido. No soy sino un fragmento de pieles compartidas, de momentos de goce efímeros, de suavidad y lujuria, de abrasión dosonál. Un saco de cenizas eternamente calientes vestido con retales de carne magreada. Más la vergüenza, la sensación de ser inadecuado, pecaminoso, impuro, indecente, degenerado, asqueroso, puto, vicioso.
Y si eso es lo que soy, aquí lo expongo. Mi catálogo de desnudeces, unidas por el hilo de una historia invisible.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top