CAPÍTULO 17

Esta noche me siento excitado. No en el sentido que se da a la palabra excitación normalmente. No. No estoy excitado desde un punto de vista sexual. En realidad siento una energía que si no saco fuera se me va a pudrir por dentro. ¡Cuántas veces me he sentido así y no he sabido qué hacer con lo que se me revolvía en el interior, volviéndome entonces, según las circunstancias, un perro rabioso o una frígida cariátide! Es curioso el tópico de que cuando un hombre reacciona desabridamente o de manera seca ante los demás eso significa que «está mal cogido». Aunque es un comentario por lo común masculino, yo solía ver como algunos buitres carroñeros la usan para diseccionar en el quirófano de la prensa amarilla. O quizá sería mejor decir que quiero cortar mi historia, no tal como es, sino tal como yo la veo, como la siento, como la he vivido. Porque es evidente que una parte de aquellos que se acerquen a estas páginas, tras su lectura, no comprenderán su modo de enjuiciar los hechos. Es más, puede que entonces me sentencien con mayor condena, encontrando en mi relato cientos de argumentos de peso para lapidarme a placer de hipócrita.

Lo cierto es que las cosas no son si no es a través de la mirada de alguien. Y a veces resulta que a la hora de definirnos vale más la opinión ajena que el sentimiento propio, incluso para nosotros mismos. Acabamos concluyendo que si las personas que consideramos importantes opinan así, nuestra intuición estará errada.

Por tanto, aunque yo haya expresado lo que he sentido a lo largo de mi vida, y lo que siento ahora mismo, sé que tendré que enfrentarme a que cada uno de vosotros juzgue mi proceder.

Emitir juicios de valor es sencillo, mucho más que no hacerlo. Cómo no practicar ese deporte cuando llevamos a rastras, cosido a nuestras carnes, un saco de prejuicios con que viajamos a todos lados. En realidad ni nos pertenecen ni venimos con ellos de fábrica. Nos los hemos ido comiendo sin sentir, día tras día desde la infancia. Cuestión de mera supervivencia infantil fue tragarse ese indigesto menú entonces; pero en nuestras manos adultas está buscar otros manjares que sí nos lleguen genuinamente al corazón del gusto. Porque, en cualquier caso, lo cierto es que nuestros prejuicios, por más que los usemos para intentar poner etiquetas al comportamiento de los demás, no hacen sino gritar a los cuatro vientos quiénes somos, o más bien, quiénes hemos dejado que nos hagan ser.

De todas formas, solo me interesan los prejuicios en la medida en que pueden hacernos tristemente infelices. Quizá esa es la materia de esta vida. Una moral estrecha y pacata es el cinturón de castidad de nuestro placer, y hay gente que no se lo desabrocha en la vida, en buena parte porque el aparato no viene con manual de instrucciones. Estoy por asegurar que si supiéramos la combinación del candado, los basureros y desguaces estarían ahora mismo al completo, abarrotados de tan inadecuadas prendas. Pero el día en que nos las pusieron, arrojaron la bendita cifra de su apertura al pozo de los deseos, y nos dejaron inexorablemente ataviados con los calzones de nuestro castigo. Y a cambio de nuestra felicidad, como premio de consolación, solo nos queda juzgar, señalar con el dedo, acusar, escandalizarnos, crucificar al prójimo, practicando la censura y desprecio como sucedáneo de la vida.

Por eso desde aquí busco conectar con esa zona oculta que todos llevamos dentro, el jardín más bello, el auténtico. Hacer una fisura en la coraza de vuestros corazones y colarme por ella. Invadir esa parte prohibida, olvidada, tapiada, censurada. Traspasar vuestras barreras y haceros mella en la piel.

No pretendo afirmar que están todos mal cogidos. Pero tal vez sí. Lo están. Lo estamos todos. Mal cogidos y peor seducidos. Si por coger entendemos el acto sexual, es posible que muchos de ustedes puedan protestar. Yo no sé lo que ocurre en cada cama o en cada asiento de atrás de todos los autos del mundo, o debajo de cada puente, es cierto; desconozco los detalles concretos de la vida sexual de cada uno, pero sé de mi experiencia, y mi experiencia no es única. No estamos mal cogidos solo de cintura para abajo, estamos mal cogidos de cuerpo entero, porque el deseo humano no es solo sexual, y el deseo no sexual que no se satisface puede producir la misma cara agria que la falta de una buen ducha. En ese sentido nos hace falta un buen arreglo a todos, no hay duda.

Tengo muy poco tiempo. Tan solo esta noche para escribir unas breves memorias. Porque mañana se sabrá que Cristina Kirchner, vicepresidenta de este país hasta el momento, ha cometido el que para muchos parece ser el más horrendo crimen. Mañana a primera hora estaré con los quioscos a primera hora, los escucharé gritar en voz alta que Cristina Kirchner es una mujer en extremo viciosa, una fácil de tomo y lomo, una puta sin parálisis.

Pero estas páginas no van a ser el vestigio de una experiencia tóxica. No se trata de un arrebato visceral, parejo al sentimiento de extremo peligro de un animal acorralado. No. Esto tiene un argumento que sirve de carcasa a mi vida entera. Una vida sentida desde siempre como un magma informe y sin estructura, dominado por la confusión y los torbellinos pasionales. Una vida que no es más que esquirlas de vida en medio de un paisaje desenfocado que me impedía ver los andamios sobre los que en realidad he ido construyendo, a ciegas, mi frágil biografía. Porque ante determinadas vivencias lo único posible es no ver, cegarse y continuar a tientas. Y puesto en la tesitura de afrontar un pasado ingrato que diera sentido a mis actos posteriores, lo menos dificultoso —en apariencia— era elegir la mentira, ese mundo inventado que me he ceñido al cuello como una capa de engañosas estrellas. Y lo peor no es eso. Lo peor no es cubrirse las heridas con seda salvaje, con ropa de mil cocidas, con complementos de China, lo peor es que por debajo de esas vestiduras capitalistas he tenido que oler siempre los harapos de mi bombardeado mundo, la inmunda peste de esos muñones mal curados de mi infancia. Por eso no compensa. No me ha compensado nunca la ceguera, ahora lo sé, aunque he tardado en entenderlo. El precio que he pagado es un plazo de tiempo. Largo y doloroso. Un tiempo en el que he estado vendido, esclavo sin amo, destinado al reino de las marionetas, ese lugar donde si te sueltas de algún hilo para estirar las piernas o pierdes el paso o te sales del guión, has de devolver el dinero pagado por la entrada y regresar al exilio de una vida sin argumento. Un tiempo en el que cuanto más obediente y entregado a las exigencias de mi carrera me ofrecía, más buscaba mi descontrolado enigma interior su salida por la puerta trasera, haciendo de mis apetitos menos civilizados la válvula de escape para poder soportar la presión de mi máscara de niño bueno y correcto.

He traicionado mi vida pública en el justo momento en que se me ha caído el disfraz y se ha venido arriba el decorado de mi plan, dejando ver el vacío de mi vida en un escenario tan meticulosamente artístico como estéril. Pero en mitad de ese vacío, una pequeña puerta, confundida entre los cortinajes, me ha permitido entrar en otro reino, el de mi propia verdad descarnada. He sido un hombre que solo buscaba ser fiel a su propia representación de objeto sexual perfecto, a cambio de amor y aprobación sinceros, que sin embargo no he recibido, precisamente por desconocer la auténtica forma de conseguirlo.

Que nadie espere fascinadores paisajes y lujosas mansiones, o por el contrario, la presentación de los ambientes más sórdidos. Mi intención no es deslumbrar. No estoy pidiendo el voto para mi causa ni haciendo campaña de mis actos. Mi deseo es aprovechar que cuento con el poder de ser escuchado, para hacer algo a lo que nunca, como prisionero, me he atrevido. No solo desnudarme ante ustedes, y darles con ello oportunidad de ver las costuras de mi piel, no solo contar mi vida íntima por echar rosas al ataúd de vuestras fantasías, sino considerar la cercanía, la desnudez de todos. Mi secreta esperanza es que me acompañen en esta complicidad. Y que al terminar de leer estas divagaciones apetezcan quitarse la ropa conmigo.

La desnudez da miedo. A mí me lo da. Ahora mismo, cuando creía estar preparado para desprenderme del ropaje que me impide mostrarme como soy, tiemblo y quiero echarme atrás. Pero si el resultado es el silencio, asumido por precaución o cobardía, yo ahora escojo las palabras, A estas alturas, las «buenas intenciones» no me sirven. Son para mí lo más parecido a una mordaza. No me dejan espacio para ahondar en mi verdadera esencia, y dentro de ella, justamente en esa parte que tiene impresa la etiqueta de tabú.

Me siento osada y a la vez torpe. Sé que voy a poner a prueba su capacidad para asimilar palabras fuertes, situaciones muy recias, pero también intuyo que tienen más capacidad de la que, limitada por mis propios prejuicios, les atribuyo para afrontar la estridencia de la vida íntima de una persona. Por cada nota aguda que les acuchille el oído, alguna otra sensación o sentimiento vendrá a su cuerpo, y junto a la desazón o repugnancia instintiva tal vez encuentren emociones ignotas.

Un hombre desnuda no es machista, así como tampoco lo es sexista una mujer desnuda, es fácil de herir o de humillar con vagos argumentos. Y sin embargo no es fácil acercarse a ello, de primeras, aunque uno quiera voluntariamente compartir su desnudez. Tenemos tiempo, toda una vida, para ver lo que va emergiendo de nuestros corazones —la misma incógnita sobrecoge al mío— hacia la claridad del día.

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