CAPÍTULO 16

Mi madre se ha ido de vacaciones.

Bueno, no exactamente. Se ha marchado de finde con sus amigas, de viernes a domingo, dos noches. A cincuenta kilómetros de su casa. Pero tal y como lo cuenta, son unas vacaciones muy locas. Me ha dicho que no quería saber nada del pescador, ni del niño, ni de nadie, que necesitaba respirar y que no la llamara hasta el lunes.

No sabía que mi madre tuviera amigas.

Rebeca también está fuera. Tiene que sumar puntos para aspirar a un puesto en la universidad y está participando en un congreso en Libia, cinco días, todo pagado de su bolsillo: viaje, hotel, comidas y copas. Conociéndola, hará una romana dieta basada en carbohidratos para invertir el dinero sobrante en vinos de la tierra y reforzar su agenda. El universo académico nunca dejará de sorprenderme.

Yo sigo sin trabajo. He dado por muerto al ser que fui y ahora estoy enteramente dedicado a mis nuevos labores.

Conclusión: he convertido la casa en una bóveda de máxima seguridad.

De un lado, el aparataje informático: una computadora viejo, el teléfono secundario y la tablet. Con ellos controlo todo lo que los miembros del club están perpetrando e implemento nuevas áreas de actuación, al margen de mi pseudónimo en Twitter. He creado más de un centenar de identidades nuevas, enlazadas entre sí vía Facebook, Linkedin y otras redes sociales que ni siquiera conozco pero que usa la juventud. Vladimir nos ha explicado cómo hacerlo sin que nos detecten, o al menos sin que nos pueda detectar un usuario común. Llevo un detallado registro en un bloc de notas de cada una de esas identidades, protegido mediante contraseña, porque soy extremadamente activo y no quiero confundirme.

Del otro, los útiles de producción: cartelería, globos, cinta aislante, cuerda, bridas, una toalla, un balde, una bastón extensible, dos linternas, un consolador enorme con forma de pene de caballo de color negro, rotuladores, pastillas para dormir, un mástil de bandera, tres docenas de huevos, un pañuelo verde, condones, calzoncillos sucios, betún, una petaca, varias botellas de cristal de treinta y tres centilitros, una sábana blanca, una navaja, aceite industrial, bolitas, una pistola de clavos, guantes, auriculares, un mosquetón, crema para manos, un megáfono pequeño, dos gramos de MDMA, una caja de gomas elásticas, sobres prefranqueados, varios encendedores, cuatro camisetas negras, las matrículas del viejo Renault de mi abuelo, un altavoz Bluetooth, ibuprofeno, aspirinas, curitas. Es mi parte de los suministros.

Por el suelo, un mapa de tres metros por dos de la ciudad.

Chinchetas azules: los lugares donde solemos reunirnos.

Chinchetas negras: los lugares donde vivimos.

Chinchetas verdes: los lugares donde trabajamos.

Chinchetas rojas: los lugares donde suele haber concentraciones feministas.

Chinchetas moradas: los bares solo para mujeres.

Chinchetas blancas: los objetivos específicos.

He marcado con líneas rojas las avenidas principales, las comisarías y los pasadizos que las acotan. En verde, las calles con mayor probabilidad de escape en caso de persecución. He dividido el mapa en cuadrantes y los he fotografiado uno por uno. He anotado en los márgenes las fechas de las próximas convocatorias de grupos en defensa de los derechos de las mujeres.

Estoy agotado.

Me levanto y miro a mi alrededor: la sala parece el sótano de un terrorista libanés amateur o de un niño hiperactivo.

Si Rebeca volviera de repente y me encontrara así, rodeado de herramientas y papeles y aparatos electrónicos, no sería capaz de inventarme una excusa sólida para explicarle los motivos del despliegue que estoy llevando a cabo. Lo más probable es que, además, se diera cuenta rápido de mis intenciones: su especialidad es el análisis de textos, y todo es texto, como diría ella, desde el pañuelo verde hasta el color de las chinchetas, desde las botellas de cristal hasta la navaja. ¿Sería el fin de nuestra relación? ¿Debería ser sincero con ella?

Agarro un papel y escribo una serie de respuestas que podrían hacerme ganar tiempo y servir de coartada:

Trivial: «Estaba intentando organizar mis porquerías».

Severa: «No me molestes ahora, te lo cuento mañana».

Escueta: «Asuntos míos».

Elegante: «Haces bien en preguntar, pero no es momento de responderte».

Ofendida: «Tengo derecho a la privacidad».

Tramposa: «No mires, es un regalo para tu cumpleaños».

Inaudita: «Me he metido a los juegos de rol».

Viciosa: «Tú lo que quieres es morir».

Por alguna razón que aún no sé cómo vocalizar, porque intuyo una brecha en mi discurso pero no soy capaz de situarla, cuando escribo la palabra Honesta dejo en blanco el resto de la página.

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