CAPÍTULO 15

Ramsés es médico. Ginecólogo. Se define como progresista, aunque vota indistintamente al centro izquierda y al centro derecha en función del discurrir de los tiempos. Glez y Vladimir le llaman «Ramsés» porque casi todas las veces que le ven lleva en la mano un ramo de flores y aparentando ser casi un faraón: enorme, vistoso, colorido. A él no le molesta el sobrenombre.

—Es que ayer me pasé con mi eña —dice.

Ramsés es un maltratador psicológico en serie. Dice que nunca le ha puesto la mano encima a su mujer y ellos le creen, porque es fino como una cuchilla de afeitar y no parece propenso al esfuerzo físico. Se cansa rápido, tiene asma, solo entra en bares donde pueda sentarse. Cuando vuelve del baño o de la barra, resopla. Más aún si lleva con un par de pintas. Tiene dolores crónicos en la espalda, en la muñeca izquierda, en el cuello y en la planta de los pies. Como todos los hombres de baja estatura, tiene también muy mal carácter.

—Si no fuera por los niños, tiraba a esa hija de puta a la calle. A que haga lo único que sabe hacer bien.

A pesar de que su mujer es maestra jardinera y los fines de semana, mientras sus hijos están en tenis, trabaja de voluntaria en una residencia para la tercera edad, según dice Ramsés, es una lame alfombras que vive para ofrecerse a cuanta mujer se le ponga por delante. Para referirse a ella utiliza tal número de calificativos que estuvieron a punto de llamarlo «Diccionario de sinónimos», pero era demasiado largo. Ramsés le controla el celular y la notebook, revisa cada cuarto de hora sus estados de Instagram, sabe de quién recibe llamadas o mensajes y a quién escribe, pero cuando es ella quien le llama por cualquier motivo, él revienta de ira, acusándola de controladora, de obsesa, de histérica, y cuelga. Es peor cuando responde:

—¿Qué mierda querés? Te digo que fuí a tomar algo con unos amigos. ¿No tenés a nadie que te contagie una ETS? Anda a la mierda.

Glez y Vladimir se fijaron en él una noche a primera hora, en una terraza, cuando empezó a increpar a una camarera porque se había confundido con el cambio. «Puta inútil», «si estás con Andrés quédate en casa» o «vete a lavar platos, chorra» fueron algunas de las sentencias con las que expresó su malestar ante la mirada atónita del resto de clientes, que hacían ver que no escuchaban nada. La camarera no pasaba de los diecinueve años. Ramsés gritó tanto que tuvo que venir el encargado a pedirle que se marchara, pero él continuó firme y no se dejó atropellar por lo que, a todas luces, era una execrable humillación hacia su persona, así que siguió gritando hasta que consiguió que le trajeran el libro de reclamaciones y un plato de maní «por las molestias». Se comió el maní uno a uno, muy despacio, y cada vez que la camarera pasaba por delante de él para atender alguna de las mesas, murmuraba:

—Oh, si yo fuera tu padre…

Sin duda, tenía la actitud adecuada para formar parte del club.

Lo siguieron hasta el siguiente bar y allí empezaron a hablar con él, mostrándose entusiasmados con su comportamiento en el local anterior, felicitándolo por su cuajo viril, su contundencia y su sentido de la justicia. Ramsés aguantó de pie cinco minutos, agradeciendo los halagos con humildad, antes de invitarlos a sentarse los tres juntos en una mesa libre. Unas horas después, ya estaba totalmente convencido de que era necesario tomar partido para evitar que las mujeres convirtiesen el mundo contemporáneo en un patio de recreo cubierto de tampones y condones usados. Como seguramente hacía la bruja de su esposa, cuando estaba sola, con la taza del inodoro.

Fue él quien les presentó a Leyes, uno de sus clientes.

A Leyes le molesta el lenguaje con que Vladimir y Ramsés se refieren a las mujeres, ese exceso de malas palabras y epítetos ofensivos, impropio, a su juicio, de hombres rectos. Es un arquetipo de disciplina jesuítica, delgado como un cristo, liberal, conservador y, en todas sus intervenciones, comedido. Se acuesta pronto y se levanta temprano, como el buen profesor de literatura que es. Guarda gafas de repuesto en la gabardina y en el auto, además de los pares que tiene diseminados por toda su casa y en el chalet del pueblo, por lo que pueda pasar. Le apasionan el coñac, los puritos y La vuelta de Perón.

—Si me permiten, me gustaría matizar… —suele decir.

Su educación puede resultar exasperante.

No comparte todas las ideas del resto del club y, desde luego, menos aún sus formas. Para él las mujeres son diosas de la fertilidad, y como tales han de ser tratadas: en tanto que vientres donde crecerá la semilla del varón, es trabajo de todos los hombres protegerlas, cuidarlas y no permitir que se desvíen de su sagrada encomienda (sic), lo que incluye alejarlas de vicios eminentemente masculinos como el alcohol, el tabaco o el juego, y negarles el acceso al mercado laboral, escenario en el que, como está demostrado, sus aptitudes no están desarrolladas para el adecuado cumplimiento de las tareas y, lo que es peor, tienden a olvidar, por distracción o inercia, su verdadero lugar en el mundo. Que no es otro que el hogar y los niños, por supuesto.

Glez estuvo a punto de eliminarlo de la lista porque le parecía poco preparado, pero Leyes tiene un punto débil: las feministas. Con ellas, pierde totalmente la razón. Su fobia hacia lo que llama «las antimujeres» es tan visceral que se convierte en una caricatura de sí mismo, y fluctúa entre el comportamiento sin mácula del seminarista y el burbujeo incendiario de un hincha de River Plate toxicómano, como una reproducción cómica de Charly García y su bigote bicolor. Todas las demandas feministas lo soliviantan: el aborto libre, las cuotas, la igualdad salarial, los sustantivos inclusivos. Sospecha de cada mujer con el pelo corto o con ropa amplia, salvo que estén superando un cáncer o en avanzado estado de gestación, situaciones que acepta con reservas. Siente un asco feroz, virulento, hacia el vello femenino. Cuando excede los límites de su moral y amenaza con la hoguera y la muerte y un potro de tortura a alguna mujer manifestándose por sus derechos, se avergüenza al instante y pide perdón a sus compañeros:

—No debí decir eso… Lo siento. Pero con todo respeto se lo merecía.

Por eso Leyes forma parte del club: Glez piensa que le da un equilibrio especial a su pequeño ejército.

Vladimir cree que es el momento de empezar a actuar. De hacer cosas. Su primera propuesta es consistente: revisar las redes sociales, acudir a la primera concentración de mujeres que esté programada y bañarlas en pintura blanca.

—Como si fuera semen para esas negras —dice.

En general, la idea convence. Glez toma la palabra, y todos le escuchan porque es el promotor y, por lo tanto, el líder espiritual de la cruzada.

—Tenemos mucho por delante, pero es importante que recuerden algo. Que se les quede grabado a fuego: debemos ser invisibles. Anónimos. Sin rostro. No podemos permitir que nos reconozcan.

—¿Por qué? —pregunta Ramsés—. Yo no tengo nada que esconder.

—Lo sé. Yo tampoco. Pero la sociedad es hipócrita, y las autoridades han cedido a las minucias contestatarias de las putas mujeres.

—Esa boca… —susurra Leyes.

—Todos tenemos un trabajo del que dependemos, y una familia, y una vida social fuera de este club. Aunque nuestra reivindicación es tan lícita como cualquier otra, por el momento debemos actuar en la sombra. No queremos que peligre nuestra integridad, ni nuestro salario, ni nuestra clientela. No queremos que el enemigo nos ponga nombre y acose a nuestros seres queridos. Cuando seamos más, cuando tengamos la certeza de que nos apoya un número indiscutible de hombres y nuestras acciones estén refrendadas por esa mayoría silenciosa, entonces sí, podremos dar la cara. Hasta entonces, sombras.

El grupo asiente.

—¿Y qué sugieres, para empezar? —pregunta Vladimir.

—Calentar el ambiente. Hagan perfiles falsos en todas las redes sociales. Pongan carteles sin firma en sus muros, en vuestros lugares de trabajo, en las puertas de los comercios, por la noche. Compren teléfonos desechables en las tiendas de afganos y siembren las líneas de siembra. Escriban cartas con nombres aleatorios a los periódicos y a las radios. Lo que sea, con una única intención: recordar a las mujeres quiénes mandan. Quiero que se sientan humilladas. Quiero que se desesperen. Quiero que se enciendan como fósforos, que se enfaden, que se pongan histéricas. Y que luego bajen la cabeza y vuelvan a casa llorando, como hacen siempre. Porque es lo único que saben hacer.

El toque épico funciona. Glez recibe una salva de aplausos.

—Y una cosa más —dice—. Miremos. Miremos bien: no tenemos el físico de unos Schwarzeneggers. Seamos realistas, estamos por debajo de la media. Si queremos llevar a cabo acciones contundentes, inolvidables, necesitamos músculo. Búsquenlo.

—Músculo, el que tengo acá colgando —dice Vladimir.

Garbo respira como un conspirador.

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