CAPÍTULO 14
En lo que concierne a Rebeca, me he apuntado a un club de lectura de ciencia ficción y he hecho amigos nuevos. Esa es la razón por la que a veces llego más tarde de lo habitual y algunos domingos amanezco sin dormir, algo extraño hasta ahora, teniendo en cuenta que casi todos mis viejos amigos, desde la paternidad, son bastante formales. A ella no le importan mis ausencias, y de hecho le parece estupendo que salga más a menudo y pase menos tiempo delante del ordenador, sobre todo porque le he dicho que son gente muy civilizada, muy culta, los clásicos intelectuales utópicos que se emborrachan pronto y quieren arreglar el mundo.
—Mejor para tu hígado graso —me dice.
No le comento que he dejado el trabajo, que estoy funcionando gracias a los ahorros de toda mi vida y que no he conseguido que la empresa me gestione el paro, porque el despido tuvo lugar por un motivo procedente: mi ausencia.
@femmenisto
¿A ustedes les mantienen los hombres?
Ojalá supiera cómo explicarle lo que estoy haciendo.
Aunque de alguna manera lo intuía después de probarlo con mi madre, no tuve claro el plan de acción hasta que hablé con Rebeca unas semanas antes de conocer a Vladimir, mientras veíamos una película de terror de bajo presupuesto tumbados en la cama. Me rondaba en la cabeza una frase que le había oído pronunciar en algún momento, «nuestra revolución es la única que ha sido pacífica. Por eso va tan lenta», y aproveché una escena en la que la protagonista, última superviviente de un grupo masacrado por un leñador vinculado a una secta adoradora de las pizzas, atravesaba el estómago de su enemigo con una escopeta, para preguntarle sobre la violencia y las mujeres.
—Históricamente, la violencia pertenece al ámbito de lo masculino —me
dijo.
Yo señalé el estómago del leñador escurriéndose como mercurio por lo que antes podría haber sido su ombligo. Rebeca continuó.
—La violencia femenina está asociada con lo monstruoso. Las mujeres, según los cánones, no somos violentas. Pero en algunos momentos, por circunstancias excepcionales, el cerebro nos chispea y entonces sí, nos ponemos la gorra. Y se nos va para atrás. Teóricamente, más que a los hombres, que asesinan de una forma más fría. Nosotras, cuando matamos, lo hacemos a lo grande, con pasión. Piensa en Kill Bill.
Cabezas cortadas, litros de sangre, amputaciones múltiples. Muy bien.
Me contó que el origen de todo esto estaba probablemente en el mito de Medea. Una mujer poderosa, inteligente, con talento, una hechicera temida y respetada, que por un destierro y una infidelidad decide exterminar a todos los que considera culpables de su caída en desgracia, y a la postre, a sus propios hijos. De una forma realmente brutal. Todo por hacer daño a Jasón. Rebeca me señaló, sin embargo, que no dejaba de tener su gracia que el germen de la locura de Medea fuera lo que habían hecho con ella los hombres. Una vez más, los grandes protagonistas de la historia.
—¿Qué peor hijaputez puede haber más que matar a tus hijos?
A partir de ahí, me explicó, la violencia ejercida por mujeres ha sido tratada como un episodio anormal, como un trance. Un rapto de locura. Una mujer violenta es alguien que no está bien de la cabeza, sometida a unos niveles de presión tan grandes que pierde el control y cede a sus instintos primarios, que deja de ser persona, si es que lo había sido alguna vez, y se convierte en monstruo. El cine y la literatura se han esmerado en difundir esta idea: La flasheaste mal, Cunningham… Las mujeres matan por celos, por venganza o porque están locas de nacimiento. Matan de forma impulsiva. Sin pensar. Porque, si pensaran, no lo harían.
—¿Por eso la revolución feminista ha sido pacífica? —pregunté.
—Puede ser. Aunque no todo lo que te digo es blanco o negro. Hay grises.
—He leído que las sufragistas inglesas tenían bastante peligro.
—¡Jajaja! Mucho. Más que las americanas y las españolas, al menos. Imagínate un grupo de barra bravas furiosos; y ahora imagínatelos con ovarios.
—No tengo valor.
—Pero me refería a otro tipo de acciones aún más violentas. Y para nada fruto de un arrebato.
—¿Por ejemplo?
—«Diana la Cazadora», la vengadora de Ciudad Juárez. Recuerdas la tasa de feminicidios en México, ¿no? Cientos de mujeres asesinadas todos los años, cientos de niñas desaparecidas o violadas. Ciudad Juárez era la capital mundial del feminicidio, hace casi una década. Pues resulta que, después de una serie de veinte o treinta violaciones y asesinatos de muchachitas cuando volvían a casa en el transporte público, una mujer decidió investigar. Y llegó a la conclusión de que los culpables eran, muchas veces, los propios conductores de los autobuses.
—Ehhh...
—Sí. Así que empieza a matarlos. A todos los que puede. Según cuentan los testigos, es una señora de unos cincuenta años que se sube al autobús y dispara. Y luego se marcha. Punto. Sin teatro.
Noto cómo se desenrolla mi escepticismo, cómo se estira y se hace largo, como un reptil.
—Eso no parece un episodio de locura transitoria.
—Exacto. Es un acto premeditado, consciente. Hasta se publicó un supuesto manifiesto. Espera, que lo busco… Dice: «Yo soy un instrumento que vengará a varias mujeres que al parecer somos débiles para la sociedad. Pero en realidad no lo somos, somos valientes y, si no nos respetan, nos daremos a respetar por nuestra propia mano. Las mujeres juarenses somos fuertes». Salió en todos los medios.
—¿Y bajó el índice de feminicidios? Quiero decir, ¿consiguió algo?
—Lo dudo. Matar mujeres es casi un deporte olímpico en Latinoamérica. Pero de lo que sí estoy segura es de que muchos de los conductores que se salvaron, y que eran culpables, vivieron con miedo durante meses. Y no se sacaron la pija de los calzones ni para mear.
Junto al manifiesto, en la pantalla del ordenador, podía ver la fotografía de una de las niñas asesinadas. Nunca calculo bien la edad de las adolescentes, pero habría jurado que solo tenía doce o trece años. Traté de imaginar al hombre que la había violado y luego echado su cuerpo a la cuneta, desde el colectivo. Era un rostro cualquiera, un padre de familia, un trabajador responsable. Quizá fue entonces cuando lo comprendí.
—¿Tú no crees que la violencia es un recurso lícito para lograr determinados objetivos? —pregunté.
—Por supuesto. Desde la Revolución francesa, casi todas las conquistas sociales se han conseguido a palos.
—¿Y por qué las mujeres se empeñan en luchar contra el patriarcado de forma pacífica? Con esta táctica, calculo que tardarán trescientos, cuatrocientos años. No acabo de entenderlo. ¿Han hecho algún voto de moderación en vuestros aquelarres? ¿Conduce lento, pero seguro? ¿Aprieta, pero no ahogues? Se supone que la revolución será feminista o no será. ¿Van a destruir el sistema pidiéndole por favor que se autodestruya?
—No es tan sencillo, pelota. No es como hacer huelga, o lanzar cócteles contra los antidisturbios, o montar desfiles. No somos obreros, ni tenemos un sindicato. Esto es un movimiento que implica a toda la sociedad, no solamente a un gobierno o a un empresario al que presentarle nuestras quejas. Es una maratón. Hay que eliminar cada uno de los pisos que el patriarcado ha construido sobre nosotras. No se trata de dinamitar un edificio y esperar a que caigan los cascotes, sino de borrar, con paciencia, todas las capas que nos han llevado hasta este punto. Es un proceso lento.
—Los franceses lo hicieron en un ratito. Con guillotinas.
Rebeca se llevó las manos a la cara y gruñó.
—Man, ¿no te cansas nunca? ¿No tienes sueño?
No. No tengo sueño, pensé.
Lo que tengo son ganas de correr.
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