CAPÍTULO 12

El hijo de mi hermana está escalando el sofá para poder lanzarse en plancha, desde el respaldo, contra el otro sofá. El suelo del salón está cubierto de pinturas de cera pisoteadas, agua y pañuelos de papel llenos de mocos. Mi madre está arrodillada, intentando limpiar una mancha rosa de la alfombra que, según mi experiencia con los tampones, no va a desaparecer fácilmente. La veo sudar y frotar frenéticamente.

-Samuel, los zapatos...

Después de perseguirlo durante un rato en un empeño inútil de evitar que destrozara los sofás, ha tratado de pactar con él: que sí, que de acuerdo, que puede seguir saltando, pero bajo la condición de que se quite los zapatos, que viene de la calle y quién sabe lo que habrá pisado. Excrementos animales, barro, restos de basura. El niño ha respondido, a su manera, que no podía hacerlo. Que sin zapatos le faltaba impulso.

Yo no hago nada. Me cuesta mucho, lo reconozco, porque me gustaría casarlo de las piernas, voltearlo, zarandearlo y encerrarlo en el cuarto de baño para poder hablar tranquilamente con mi madre, pero en el fondo su presencia me conviene. He venido aquí con un propósito y el caos que me rodea puede ayudarme a cumplir mis objetivos.

-Qué lindo es lo que haces, mamá -le digo.

Ella me mira con las rodillas todavía en el suelo, desde abajo. Yo me siento en una silla.

-Bonito el qué.

Espero hacerlo bien.

-Todo esto. Cuidar de Samuel. Cuidar de todos nosotros, en realidad. Aprovechar tu vida para lo importante, entretenernos, alimentarnos. Cuando yo era niño, ay...

No. No te pongas nostálgico. Busca otra cosa.

-Quiero decir que no me imagino un trabajo más satisfactorio que el tuyo. Que el de ustedes, las mujeres. Vernos crecer desde la cuna, ver cómo aprendemos a hablar, a caminar, incluso a saltar de sofá en sofá, como Samuel. Ver cómo nos hacemos mayores, lentamente, día tras día, año tras año. Imagino que a veces puede suponer un grsn sacrificio, no lo sé, dormir poco, no tener tiempo apenas para nada que no sea mantener la casa en orden. Pero la casa es el hogar, y el hogar es el centro de la vida, de la familia. Creo que les tenemos envidia.

Se incorpora.

—¿Que nos tienen envidia? ¿Quiénes?

—Nosotros. Ya sabes, los hombres. Nosotros no podríamos hacer lo que hacen ustedes. No lo llevamos en la sangre. El cuerpo siempre nos pide estar por ahí, a lo loco, con los amigos. Somos unos salvajes. Por eso las admiramos. Por eso las queremos a todas. ¿No escuchaste nunca a un hombre decir «a mí me gustan todas las mujeres»? Pues claro, cómo no. Son capaces de llevar a un niño dentro durante nueve meses, y de dar a luz, y de cuidarlo durante toda su vida. Eso es algo maravilloso, que no puedo ni imaginar. Y todo lo que viene después: los pañales, el colegio, los juegos… Dan su vida para dar la vida a otro. ¿Qué puede haber mejor que eso?

Abre la boca como para decir algo. No se lo permito.

—Y qué decir de los abuelos. También a ellos los cuidan. Recuerdo los últimos años del tata, cuando ya no podía andar y se hacía encima. Ahí estabas tú, cada día, lavándolo, cambiándole el pañal, haciéndole la comida. Y luego volvías a todo correr a casa para hacernos la comida a nosotros y a papá, que estábamos muy poco tiempo y nos íbamos; y por la noche, cuando volvíamos, todo estaba limpio y la cena lista. Qué increíble capacidad de responsabilidad, cuánto amor. De verdad: cuánto amor. Un hombre habría contratado a una asistenta, o a dos, una para el tata y otra para la casa. Conociéndonos, seguramente una muy joven y muy bella, para alegrarnos la vista. Pero ustedes no. Ustedes han nacido para esto, están genéticamente preparadas para los cuidados.

Aunque esté delante el niño, que ha decidido usar el sofá como cama elástica, mi madre se enciende un cigarro. Creo que es la primera vez que lo hace. Inhala una honda y exhala una nube de humo en dirección al muchacho. Samuel tose.

—Lo mejor de todo es que lo hacen sin protestar. Supongo que porque les sale de dentro, de muy dentro. No digo que sean sumisas, claro que no. Igual que son… dependientes. No específicamente del dinero y del trabajo de los hombres, que puede ser, sino, sobre todo, de esta forma de vida. Necesitan cuidar porque para ustedes es como respirar. Es su oxígeno, y todos necesitamos oxígeno. Por eso digo que son dependientes.

—Mira, hijo…

—No me hables, mamá. Por favor. Estoy hablando yo. Desde el corazón. El otro día me dijiste que te hubiera gustado ser madre más tarde, ir a la universidad, esas pavadas. ¿Para qué? ¿Para qué ir a la universidad teniendo, por derecho, el mejor trabajo del mundo? Te lo digo yo, que he ido a la universidad y he estado de fiesta cientos de veces. Bueno, sí, en la universidad aprendes un montón de cosas y conoces gente. O haces un doctorado, si puedes permitírtelo. Pero luego, ¿qué? Buscar trabajo como un tonto, aceptar sueldos miserables para ganarte un puesto, dar vueltas y comprar porquería que no necesitas. Fue horrible, te lo juro, empezar a vivir solo y dar fiestas en casa, fiestas a las que venía todo el mundo, y levantarse por la mañana y descubrir que la casa no se limpia sola. O aprender a plancharme las camisas. Fue horrible. Con lo bien que estaba, que estábamos todos, aquí, contigo. Si volviera a nacer me quedaría siempre a tu lado, para que me cuidaras. Y creo que tomaste una decisión muy valiente quedándote embarazada tan joven. Las mujeres de hoy se lo toman con mucha más calma, quieren vivir, o eso dicen. ¿Vivir? La verdadera vida es la que tú has tenido. Eras tan joven que ahora podrías cuidar de tus nietos, si los tuvieras. ¿No es eso lo que quieres? Puta madre, eras tan joven que incluso podrías cuidar de tus bisnietos. Qué bonito es el mundo de las mujeres, mamá.

Hago una pausa. Quiero ver cómo responde. Samuel dice que tiene hambre y que fumar es malo. Como no le hacemos caso, lo grita. Sin descanso, como un rezo.

—Dale algo al niño este, a ver si se calla de una vez. Y, ya de paso, prepárame algo a mí. Que esta mañana he escrito un artículo y no he tenido tiempo de bajar a comprarme la comida. Pero que sea elaborado, ¿eh? Algo rico. No tengo prisa.

Mi madre aplasta el cigarro contra el cenicero. No lo apaga: lo prensa, lo tritura. Creo que necesita apoyo.

—Cuando pienso en ti siempre te imagino en la cocina. Y me entra hambre.

Y explota. Al principio no le salen las palabras, está tan furibunda que solo logra articular frases que no acaban. Tartamudea. Yo la miro con condescendencia.

—Mamá, no me hables en el dialecto de las mujeres. Ya sabes que los hombres no podemos entenderlo. ¿Vas a hacernos la merienda?

Los ojos se le nublan. Esperaba un rubor en sus mejillas, algo tópico, literario, pero en lugar de eso veo que su cara se oscurece. No como a los adictos o a las personas con problemas hepáticos, sino como si le hubieran brotado, de repente, manchas de nacimiento, una corteza irregular de olivo viejo, una máscara.

No, no es eso: creo que en realidad ha vomitado una máscara.

En ese momento su garganta se abre y empieza a gritar. A gritarme. Encadena insultos, palabrotas, listas de decepciones, sueños rotos, reproches cuyo origen desconozco, amenazas, penas enquistadas. Se mueve por el salón moviendo objetos. Coge un marco de foto. Lo levanta. Lo deja otra vez en su lugar. Lo observa. Lo cambia de lugar. Lo vuelve a observar. Lo lanza contra la pared. El niño llora sin parar. Ella sigue gritando improperios, intenta encenderse un cigarro pero lo rompe. Se enciende otro. Le dice al niño que se calle o le pegará un cintazo, así, tal cual, con esas palabras, me señala con el dedo, se acerca mucho a mí, noto cómo su saliva rebota en mi frente, habla conmigo, pero sin mí, quiero decir, como si yo fuera un micrófono, un interlocutor cualquiera, una caja de resonancia. Rememora dramas de cuando era niña, o joven, o recién casada, a los que no puedo responder. Se estira como una serpiente. El niño ha pasado del llanto a la histeria, está completamente descontrolado, se revuelca en el suelo y se arruga la ropa con la microscópica suciedad. Parece un indio. Mi madre lo mira con frialdad y tengo la impresión, durante un microsegundo, de que va a pisarle la cabeza. Al final lo levanta del suelo, por la camiseta, sin ningún tipo de cuidado. Veo cómo las pequeñas piernas de Samuel se balancean en el aire. No sabía que mi madre tuviera esa fuerza.

Abre la puerta de la calle, con el niño todavía en suspensión.

Lo deposita en el exterior, como una bolsa de basura.

Entra en casa.

Da un portazo.

Se me queda mirando. Su pecho se hincha y se deshincha. No oigo sus pulsaciones, pero puedo imaginarlas. Da una larga fumada.

—¿Y Samuel? —me atrevo a preguntar.

—Que se encargue el basurero —me dice.

Y añade:

—¿Quieres un vino? Voy a explicarte unas cuantas cosas.

Llevo treinta y cinco años sin ver a mi madre hacer algo que se salga del guion. Me tiemblan las piernas. El niño grita al otro lado de la puerta, muerto de miedo.

No siento culpa: acabo de convertirme en un soldado, en la muerte misma de la tranquilidad, el destructor de la paz.

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