Tenebrae
Sango cayó al suelo, con el rifle agarrado en sus manos y la sangre que comenzaba a emanar inexorablemente de la herida que acababa de abrirse en su brazo. Había tenido una suerte increíble; puesto que la bala la había rozado y la herida era superficial, aunque dolorosa.
—¡Sigo viva, Kitty! —gritó, levantándose y apoyándose contra la pared para recuperar el aliento.
Escuchó pasos acercándose a la puerta, tenía que actuar rápido si quería salir de allí con vida.
Miró al hombre que, ahora cubierto de sangre, había perdido el conocimiento y, por la palidez que había invadido su rostro, parecía muerto o a punto de morir.
—¡Llegas demasiado tarde, cariño! —gritó para hacerse oír, arrastrándose lentamente junto a la puerta con el rifle empuñado entre los dedos, lista para atacar al primer ruido que revelara la ubicación de su contrincante.
—Sal de esa habitación, Sango, quiero ver tu cara antes de matarte. Después de todo, hace mucho que no nos vemos.
La voz de Kagome era exactamente como Sango la recordaba. Fría, calma y tremendamente sensual.
Sango sonrió al escuchar esa magnífica voz, acercándose cada vez más a la puerta.
—Me extrañaste, ¿cierto, amor? —preguntó sarcásticamente y en respuesta, Kagome rio con frialdad.
—No sabes la alegría que me da escuchar tu voz —replicó Kagome y Sango, por muy peligrosa que fuera esa situación, se echó a reír.
—Me alegra oír eso, querida. No sabes cuánto te extrañé. Aún tienes mi corazón, cariño —respondió levantándose frente a la puerta y apuntando a la madera, imaginando la posición de Higurashi.
>>No sabes cuánto lamento que te hayas ido, y cuánto lamento hacer lo que estoy a punto de hacer —agregó sonriendo sombríamente.
En el momento en que apretó el gatillo, le lanzó un beso junto con los perdigones de plomo de su cartucho.
El disparo explotó con un estruendo ensordecedor, abriendo un agujero en la madera vieja y seca de la puerta, enviando miles de astillas de madera, volando por el aire junto con los perdigones de plomo, generando una nube de polvo, letal a su paso.
Cuando tanto las astillas como las municiones encontraron su objetivo y la nube de polvo descendió hasta llegar al suelo, Sango sonrió una vez más al sentir el silencio más absoluto.
—¿Sigues ahí cariño? —preguntó sarcásticamente, acercándose a la puerta, segura de encontrar el cuerpo de Kagome lleno de plomo y astillas de madera ensangrentadas al pie de la puerta. No tuvo tiempo de poner su mano en el pomo de la manija cuando otro disparo vino desde el otro lado de la habitación y su costado izquierdo ardió como si la hubiesen marcado con fuego.
Llevó su mirada hacia su torso y, vio una gran mancha de sangre que comenzaba a expandirse, manchando por completo la camiseta que llevaba.
>>¡Mierda!… —siseó, dándose cuenta de que había caído completamente en la trampa de Kagome.
—¡Fallaste, querida! —dijo la voz de Kagome, ahora repentinamente cercana.
Sango no tenía fuerzas para cargar otra bala en el cañón del rifle, y en cualquier caso Kagome estaba demasiado cerca para darle tiempo a hacerlo. Sabía que si la encontraba en esa habitación con ese hombre medio muerto o muerto, la mataría sin piedad.
Reaccionó instintivamente, dejó el rifle y corrió a abrir la ventana.
Los pasos de Kagome detrás de ella se aceleraron, y mientras asomaba la cabeza y los hombros por la ventana, ignorando el dolor en su brazo y costado, apretando los dientes, la escuchó abrir la puerta. Sin pensarlo, se arrojó completamente por la ventana, acompañada por la explosión de otra bala que impactó en el vidrio, provocando que este explotara en miles de pequeñas estrellas de vidrio que acompañaron la caída a un contenedor de basura, afortunadamente abierto.
*
Vivir en la oscuridad, como un murciélago, no podría haber sido malo. Perpetuamente escondido en las sombras, invisible para sus presas y depredadores, hubiese sido la forma más segura de vivir.
Sesshomaru se preguntó si por casualidad, a partir de ese momento, su vida quedaría para siempre sumergida en esa perpetua oscuridad; para siempre, tibiamente sumergido en un dichoso entumecimiento corporal que se expandía a la mente, dejándolo suspendidos en el dulce limbo de la inexistencia.
Más de una vez había escuchado voces intentando romper esa dulce y suave membrana negra que lo envolvía, pero ninguna de ellas se había elevado lo suficiente como para penetrarlo.
Fragmentos de frases y palabras, sensaciones placenteras y dolorosas se mezclaban con un ritmo extraño e inconexo. Donde, a veces, esas palabras lejanas se sucedían a ráfagas, seguidas de largos períodos de silencio que desaparecían en el momento exacto en que una palabra o una sensación se escuchaba.
No quería preguntarse dónde estaba, qué era o cómo había llegado allí, realmente quería quedarse allí. Era como si una especie de instinto extraño le susurrase que hiciera todo lo posible para quedarse allí y no volver a salir nunca más, seguro de que en aquel lugar, rodeado de oscuridad, estaría a salvo.
Ya no existía como un ser identificado como “humano”, con dos piernas, dos brazos y un corazón, era solo una pequeña chispa de luz tenue en las tinieblas, demasiado pequeña para disipar la penumbra, pero lo suficientemente grande como para ser notada.
Allí, no existían alegrías ni tristezas, todo estaba envuelto en una tenue sensación de paz que había entre ambas cosas, ni dolor ni placer, solo una cálida sensación de bienestar. Pero cuando empezó a acostumbrarse a la idea de vivir el resto de la eternidad en ese dulce no universo, una voz atravesó la membrana auditiva, la escuchó resonar a través de las negras paredes de su pequeño mundo negro y silencioso.
—¿Aún no despierta?
Aquellas palabras atravesaron la oscuridad con decisión de cuchillo y la luz invadió la negrura, anulándola con su cegadora esencia blanca y luminiscente. En ese momento, volvió a ser humano y recordó ser un hombre, un hombre muy débil.
Abrió lentamente los párpados y el mundo real, aquel donde el dolor y el placer existían como dos unidades concretas y opuestas. Lo primero que percibió, aparte de un gran dolor en el hombro, fue el rostro dulce y amoroso de una mujer de unos cincuenta años, con dos ojos marrones que le recordaban a alguien.
—Doctor Taisho, ¿puede oírme? —preguntó la mujer suavemente y su rostro trajo recuerdos lejanos a la mente de Sesshomaru.
Él asintió y la mujer sonrió.
—¿Se acuerda de mí? —volvió a preguntar y en el momento en que formuló la pregunta, Sesshomaru inmediatamente recordó la respuesta.
—S-sí… Es usted Naomi —respondió con voz débil y lastimera.
—Bien, pero ahora no se esfuerce, aún está muy débil —dijo la mujer, con ese tono de voz maternal que era imposible desobedecer.
Taisho asintió y se relajó en los cojines en los que estaba apoyado. Estaba en una cama, en una elegante habitación en la que nunca antes había estado.
—¿Dónde me encuentro? —preguntó con esa voz entrecortada, cuidando de no forzar demasiado.
—Se encuentra en la residencia de los Higurashi. ¿No recuerda cómo llegó aquí?
Sesshomaru negó con la cabeza. Sus recuerdos eran demasiado confusos para concretarse en imágenes reales y plausibles.
—¿Recuerdas algo de las horas anteriores?— preguntó, Sesshomaru una vez más sacudió la cabeza y cerró los ojos.
¿Por qué esta mujer le hacía todas esas preguntas complicadas? ¿Quién era ella realmente? Solo sabía su nombre, nada más.
Fue el esfuerzo de un segundo, un destello de claridad en una tormenta de confusión. Ella era la amante de Kenta Higurashi, la había conocido en una cena organizada por el señor Higurashi, el padre de…
—¡¡Kagome!! —exclamó de repente, casi sentándose si no hubiera sido por esa abrumadora debilidad que lo obligaba a permanecer en aquella cama inútil.
—Cálmese, todo está bien…
Naomi comenzó a tranquilizarlo, pero Sesshoumaru ahuyentó sus palabras sacudiendo la cabeza como un caballo desbocado.
—¡¡¿Dónde está Kagome?!!! ¡¡Por favor, dígame dónde está!! —exclamó nuevamente.
La mujer sonrió y sus suaves manos lo presionaron delicadamente contra la cama, reiterando sin palabras la orden de mantener la calma.
—Ella está bien, todavía anda afuera con unos hombres persiguiendo a la persona que… —Naomi se detuvo, incapaz de encontrar el término exacto para definir lo que esa mujer le había hecho a Sesshomaru.
—Que me secuestró—, concluyó él y Naomi asintió—. ¿Usted sabe quién es? —quiso saber Sesshomaru.
—Sango Taijiya. Ella era una… querida amiga de Kagome —respondió, mirando sus manos cuando intentaba definir lo que había sido esa mujer para Higurashi.
—Pero ahora ya no lo es, ¿verdad? —preguntó, a pesar de que los hechos lo demostraban. Sin embargo, quería saber qué había causado que esas dos mujeres se separaran.
Los ojos oscuros de Naomi se concentraron más en sus manos y, cuando respondió, su voz delató su creciente embarazo.
—No, desde hace algún tiempo —respondió, evitando mirar a los ojos a su insistente interlocutor.
—¿Y eso por qué? —volvió a preguntar Sesshomaru, la mujer levantó la vista hacia su rostro y le dio una mirada suplicante, casi rogándole que le diera la oportunidad de no responder. Pero él le sostuvo la mirada como un niño travieso y la mujer se rindió con un suspiro.
—Fue Kagome quien la dejó. Era joven y creo que esa fue una etapa pasajera para ella, como les pasa a algunas chicas hoy en día —explicó la mujer con las mejillas enrojecidas por la vergüenza—. Además, trabajaban juntas, así que Sango no lo tomó tan bien, al inicio estaban siempre juntas, luego se encontró completamente excluida—concluyó casi tartamudeando, negándose siquiera a pensar que, además de trabajo, esas dos mujeres también habían compartido cama.
Sesshomaru no estaba seguro de poder identificar la emoción o sensación que sintió cuando tuvo la confirmación de que “su Kagome” en su adolescencia realmente había sido la amante de esa lunática. Curiosamente, el sentimiento que predominaba, entre los muchos que se arremolinaban en su interior, eran los celos. Ya fuera hombre o mujer, no le gustaba pensar que ella pudiera ser la amanate de otra persona
>>Sé que aún tiene muchas preguntas por hacer, doctor—pero esos temas privados es mejor aclararlo con la directa interesada—. Ahora descanse, para cuando despierte, seguramente Kagome habrá regresado.
Taisho le agradeció con una pequeña sonrisa y cerró los ojos lentamente, decidiendo por primera vez escuchar a esa mujer que, probablemente, había cuidado de él y curado su herida.
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