Abstinencia
Josefa caminaba suavemente por el pasillo, con cuidado de no hacer demasiado ruido mientras regresaba del baño a su dormitorio. No es que fuera difícil; había trabajado en esa casa durante trece años y, pasando allí diecinueve horas al día, había llegado a conocerla como la palma de su mano.
Ni siquiera había encendido las luces del pasillo para ir al baño a pesar de que estaba casi en total oscuridad.Y fue en la oscuridad que notó esa franja de luz iluminando una pequeña porción de la pared. Intrigada, identificó la fuente de la luz y vio una puerta entreabierta por la que se filtraba el suave resplandor ámbar. Era la puerta del cuarto de la señorita.
Todavía recordaba cuando esa niña había llegado allí años antes, toda delgada, con aire desconcertado y asustado. Casi se había compadecido de ella. Sus grandes ojos cafés estaban llenos de ese dolor desesperado, el cual había visto muchas veces en los ojos de los niños de su pueblo natal. Niños que solo han visto lo peor del mundo y que no saben lo que significa vivir felices.
Tal vez ella misma había tenido esa mirada en su infancia, no podía saberlo.
El señor Higurashi había trabajado mucho con esa pequeña para que su mirada cambiara. La había mimado, amado desde el primer momento que pisó esa casa, tratando de borrar la tristeza de su rostro.
Con el tiempo, sus esfuerzos fueron recompensados y la mirada de la niña cambió. Josefa la había visto cambiar su expresión asustada por algo diferente, algo nuevo. Algo que no pudo identificar.
La niña se había convertido en una joven fuerte y segura de sí misma, pero ahora, aunque el desconcierto y el miedo habían desaparecido de sus ojos, la mirada fría y calculadora que los había reemplazado la inquietaba.
El cuarto de la señorita estaba siempre perfecto y ordenado, por lo que Josefa a menudo se preguntaba si la chica realmente dormía allí. Fue la curiosidad lo que la impulsó a acercarse a la puerta y, lentamente y con aire circunspecto, acercó su rostro a la puerta entreabierta, asegurándose de que su ojo derecho, el ojo bueno, pudiera asomarse al interior de la habitación.
La joven estaba de pie frente al espejo junto a su cama, completamente desnuda. Ni siquiera movía un músculo, solo estaba allí de pie mirando el reflejo de su cuerpo en el espejo.
Detrás de ella, la cama desarreglada y, un torrente de papeles y algunos manuscritos inundaban su superficie. Una gabardina y una camiseta azul yacían abandonadas en el suelo frente a la cama junto con un par de mallas negras atadas a otra cosa.
Josefa nunca había visto la habitación de la joven en ese estado y solo podía preguntarse si al día siguiente le tocaría a ella ordenarla. Esperaba que los cajones estuvieran abiertos para el día siguiente, al menos tendría una excusa para mirar dentro antes de cerrarlos.
La joven siempre había sido muy clara en ese punto, no debía abrir los cajones si estaban cerrados. Josefa no tenía dudas de que se daría cuenta hasta del más mínimo error, por lo que siempre había respetado esa regla suya.
Con un toque de envidia, Josefa siguió observando el cuerpo de la joven. Nunca había tenido un físico así, ella apenas llegaba al metro sesenta, no podía describirse a sí misma como hermosa. Esa era una de las razones por las que la joven la había dejado asombrada la primera vez que la vio. La señorita era ‘demasiado’ hermosa. Dueña de una belleza que en su país la habría convertido en la estrella del pueblo, con decenas y decenas de pretendientes dispuestos a casarse con ella.
Con ese cuerpo hermoso, bien proporcionado y exquisitamente juvenil, la joven podría haber tenido el mundo entero a sus pies. Pero ella no quería el mundo. Todavía vivía con su padre, trabajaba para él y lo ayudaba con los asuntos “legales” de sus empresas. Nunca había llevado hombres a casa para presentarlos a su padre, él tampoco había sacado el tema, que ella supiera. A estas alturas ya estaba convencida de que la joven era lesbiana, pero ni siquiera había tenido confirmación de eso.
La joven se apartó el cabello de los hombros. Sus mechones ondulados se apartaron respetuosamente para mostrar una larga marca púrpura que le manchaba la piel entre el omóplato y el pecho izquierdo.
Josefa reconoció en ese signo la huella de un amante.
La chica pasó sus dedos sobre la marca, como si tratara de recordar el beso que había plasmado dicho arte en su piel. Sus ojos no mostraban ni siquiera una emoción, solo las cejas levemente fruncidas indicaban una especie de leve perturbación.
Luego, con un breve suspiro, la chica se agachó y recogió del suelo una sencilla bata blanca de satén y se la puso. Empujó las sábanas del lado izquierdo de la cama, para luego acostarse y cubrirse con ellas. Cuando apagó la lámpara, la habitación y el pasillo volvieron a quedar envueltos en la oscuridad y Josefa decidió regresar a su habitación.
**
Ginta terminó otra lata de limonada y miró la luz que entraba por la ventana del décimo piso. Cuando miró el reloj del auto, apretó sus labios para no gritar. Eran las cuatro y treinta de la mañana y el pendejo seguía despierto.
«¿A caso ese hombre era un vampiro?»
Se preguntó Giunta.
No podía entender qué me hacía despierto tan tarde. ¿Veía películas porno? ¿Hacía bricolaje, ganchillo, autoerotismo? Llevaba poco tiempo vigilando a ese maldito psicólogo y, sin embargo, cada día que pasaba, no veía la hora de que el jefe diera por concluido su trabajo.
Mientras sacudía la cabeza para alejar la pesada somnolencia, vio que Hakkaku no había sido capaz de resistirse al sueño. Completamente desplomado en el asiento, dormía plácidamente con la boca abierta y un pequeño hilo de baba resbalando por su barbilla.
—¡Mierda, Hakkaku! ¡Despierta! —exclamó Ginta golpeándolo con el codo tan fuerte que saltó.
—¡¿Vamos a cenar?! —murmuró Hakkaku casi poniéndose de pie y golpeándose la cabeza contra el techo del auto.
—¡Ay! ¡Maldita sea! —siseó frotándose la cabeza.
—¿Ya apagó las luces? —preguntó con lágrimas de dolor brillando en sus ojos.
Ginta sacudió la cabeza.
—No, pero igual tienes que estar despierto. No puedes vigilarlo mientras duermes—respondió.
Hakkaku apretó los dientes y asintió.
—Sí, sí... por culpa de ese pendejo soy un trapo todo el día, duermo casi toda la mañana y corro peligro de perder mi trabajo con el señor Wolf. ¿Cuánto tiempo va a durar esta maldita cosa? —preguntó Hakkaku con tono molesto.
Giunta solo se encogió de hombros.
—No lo sé. Supongo que será hasta que el jefe nos ordene dejar de seguirlo.
Hakkaku resoplo.
—Muy bien, entonces probablemente envejeceré en este maldito auto.
Su tono era desconsolado y gracioso, tan así que Ginta se echó a reír.
—No te lamentes tanto, al fin y al cabo el jefe te paga mucho más que el señor Wolf.
Hakkaku negó con la cabeza.
—No es eso, es que casi no tengo tiempo para estar con mi hijo y mi novia. Como mucho estoy con él unas horas después de cenar.
Ginta lo miró sorprendido. No creía que un chico tan joven pudiera tener un hijo y preocuparse tanto por él. Generalmente, los jóvenes que recurren a ese tipo de trabajo, lo hacen por cosas banales, como el dinero, las drogas o el poder.
—¿Es por tu hijo que estás aquí? —preguntó Ginta.
—No quiero que termine como yo. Le he abierto una cuenta de ahorros y estoy invirtiendo casi la mitad de mi salario en ella, para que al menos pueda elegir seguir el camino que quiera cuando sea mayor.
Ginta sonrió, dándole una palmada en el hombro.
—Eres un buen chico, me alegro por ello. Pero ahora tengo que ir a mear, me he bebido como un litro y medio de limonada y siento que voy a explotar. Vigila al cabrón desvelado —dijo antes de abrir la puerta y bajarse del coche.
Corrió hacia la esquina del edificio, en el rincón más oscuro que encontró, y contra la pared abrió su bragueta y las bajó junto con sus bóxers, abriendo las piernas para evitar que lo bajaran por completo.
Casi quiso gritar de alivio mientras se deshacía del peso, teniendo cuidado de no ensuciarse los zapatos. Cuando terminó, mientras se abrochaba el pantalón y el cinturón, escuchó un par de pasos provenientes de su derecha.
El auto y Hakkaku estaban a su izquierda, por lo que decidió permanecer en las sombras.
El sonido de pasos se hizo cada vez más intenso hasta que Ginta vio a un hombre salir de la esquina y, con cautela, marchar hacia la salida de emergencia del edificio donde vivía el insomne. Decidió no actuar, después de todo podía ser un inquilino que usaba la entrada de servicio para no ser notado por el portero, o para no tener que tocar el intercomunicador y que su esposa abriera la puerta después de una escapada.
Se quedó escuchando, atento al más mínimo sonido. Sus oídos chasquearon cuando no escuchó el sonido de un manojo de llaves, sino el ruido de algo rompiéndose. Sin hacer ruido, extrajo la pistola de la funda y sacó el silenciador del bolsillo del interior de la chaqueta. Lo montó en la boca del arma en segundos, y cuando el arma estuvo lista para disparar, salió de las sombras.
Lentamente y sin hacer ruido, se colocó detrás del hombre, que mientras tanto casi había logrado forzar la puerta de emergencia.
—Date la vuelta —ordenó.
El hombre jadeó y levantó sus manos. Se giró lentamente y sus ojos se llenaron de terror al ver el arma apuntándole al pecho.
—¿Qué coño haces aquí? —preguntó Giunta.
el hombre sonrió. Era un chico negro de unos treinta años, con una hermosa sonrisa cándida y un rostro tranquilizador.
—Vamos hombre, acabo de perder mis llaves y no quiero despertar a mi esposa, de lo contrario me daría un largo sermón hasta el próximo mes —explicó el hombre.
—Sí, por supuesto. Yo te creo porque soy un idiota. Ábrete la chaqueta —ordenó.
El hombre volvió a sonreír y negó con la cabeza.
—Oye, hombre, mira yo vivo aquí… — balbuceó el desconocido.
Ginta sabía que el sujeto estaba mintiendo. En su vida había apuntado con el arma a muchas personas y había aprendido a reconocer y comprender sus emociones. El hombre estaba demasiado tranquilo y relajado para ser inocente. Por lo general, cuando apuntaba con un arma a un inocente, este se arrodillaba y le rogaba que no le disparara. Ese hombre estaba escondiendo algo.
—Dije que abras tu chaqueta. Si no te apetece, puedo hacerlo después de hacerte un nuevo agujero en la cabeza.
El hombre asintió y bajó ambas manos sobre la cremallera de su chaqueta.
—Está bien, pero no entiendo que es lo que buscas...
En un movimiento repentino, el desconocido golpeó el arma de Ginta, y, aprovechando el efecto sorpresa creado, se apresuró a escapar lo más rápido posible.
—¡Maldito bastardo! —siseó Ginta, ignorando el dolor en su mano.
Levantó su brazo herido y apuntó. El tipo era rápido, sin embargo, no podía ser más veloz que una bala.
Ginta caminó tranquilamente hacia el sujeto que ahora se encontraba en el suelo, tratando de controlar la sangre que salía de su muslo herido.
Ginta sonrió con satisfacción por el buen tiro, luego lo coronó con una patada en la mandíbula, haciendo que el pobre hombre gritara de dolor.
—¿Para quién trabajas?— preguntó Ginta y, al ver que el tipo dudaba en responder, lo instó a hablar presionando su pie contra su muslo lesionado.
—¡Naraku! Naraku spider —gritó el hombre.
Los ojos de Ginta se agrandaron al escuchar ese nombre. Sin decir una palabra, disparó un tiro a la cabeza del del hombre y de inmediato dejó de retorcerse.
El tiro había sido disparado desde una distancia demasiado corta y ahora quedaba muy poco de su frente. La sangre rápidamente se acumuló alrededor de su cuerpo.
**
Sesshomaru no había podido dormir durante dos noches. No podía, no cuando no sabía dónde estaba ella. Había estado comprando periódicos todas las mañanas durante dos días en una búsqueda morbosa y desesperada de un artículo de periódico con su foto. Esperaba que los informes le dijeran que ella estaba desaparecida y que revisara los informes del crimen, pero una vocecita espeluznante en el fondo de su mente le decía que revisara los obituarios.
El alivio de no encontrar nada en los periódicos que hablara de ella, sin embargo, no duró mucho, pronto fue reemplazado por una sensación de ansiedad que le carcomía el corazón. Durante esos dos días no salió de casa e incluso se llevaba el celular al baño, esperando y esperando recibir su habitual y extraña llamada telefónica en la que ella le pedía volver a encontrarse con él. deseaba desesperadamente liberarse de la culpa que lo atenazaba y deseaba más que nada disculparse con ella.
Era obvio hasta qué punto su encuentro había sido un terrible gran error. Eso era lo que Sesshomaru se repetía a sí mismo, aunque en realidad no lo decía en serio. Lo único que realmente lamentaba fue haber sido demasiado brusco con ella, pero dadas las circunstancias, reconoció que su reacción había sido básicamente bastante normal y natural.
Sabía muy bien que, aunque ella no se había negado a él, ciertamente no había sido demasiado activa durante el sexo y, en retrospectiva, entendió que ella ciertamente no sentía la misma pasión por él.
Darse cuenta había sido tan doloroso como una bala en el pecho, pero se obligó a aceptarlo. No podía cambiar esa situación, nunca podría cambiarla a ella. Solo le quedaban ahora los recuerdos y un gran deseo de volver a verla y saberla viva, solo para ser traspasado una última vez por esos ojos chocolates tan profundos como cráteres volcánicos.
Siendo consciente del final de su “relación”, Sesshomaru dedujo que el peligro para él ya había pasado, y quizás era fue la única nota positiva de aquellos terribles días. Nadie lo seguiría por las calles de Nueva York una vez que supieran que ya no tenía nada que ver con ella. E incluso si lo hicieran y le preguntaran por ella, ¿qué podría decir?:
¿No la conozco, no sé quién es? ¿La he conocido en un puñado de veces y nos resulta difícil definirnos como conocidos?
Casi mecánicamente, fue directo al botiquín y lo abrió. La lata de Lexoten estaba en primer plano, brillante y tentadora como una manzana de caramelo en medio de un mar de coliflores.
La mano de Sesshomaru se detuvo justo a tiempo antes de agarrar el paquete y corrigió su trayectoria para luego descansar sobre el frasco de píldoras de valeriana que estaba justo al lado del Lexoten.
Se tragó tres pastillas y se fue a la cama. El efecto llegó después de treinta minutos exactamente como se indicaba en la caja y se durmió en un sueño inquieto y aterrador, hecho de sombras negras y rojas, ojos oscuros y felinos que aparecían y desaparecían a la luz de los destellos de sangre que salpicaban el negro.
En el sueño, Sesshomaru la escuchó llamarlo por su nombre tres veces y la última vez fue tan intenso que despertó convencido de que ella estaba a su lado. Encontró la cama vacía y la primera luz del alba anunciando otro día sin ella.
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