Capítulo 3


Seis meses.

Han pasado seis meses desde esa noche en la que me perdí a mí misma. Veinticuatro semanas desde que ellos se apoderaron de mi cuerpo y de mi alma a su paso, 183 días desde qué fui ultrajada y humillada de la manera más vil y despiadada.

Después de esa noche no volví a ser la misma, literalmente. No queda ni rastro de la chica feliz y alegre que era. Mis padres creen que es una etapa de mí "adolescencia", que tengo un corazón roto o sigo alguna moda. Y es que mi cuerpo, que ahora ya no es mío, ha cambiado también. He sabido aprovecharme de ello, para olvidar, para borrar las huellas que noche a noche ellos dejan.

Mi tormento no acabó cuando ellos lo hicieron dentro de mí. Porque cada uno se tomó su tiempo y dijeron que lo disfrutaron. Me lo repitieron con cada embestida, con cada golpe de sus caderas. Yo, yo sólo sentí el más horroroso dolor y pérdida. Con cada empuje mi corazón y mi alma se fracturaron. Intenté cerrar los ojos, intenté gritar, intenté defenderme; pero no lo logré. Ellos ganaron, ellos me destruyeron, y siguen haciéndolo. Sus sucias palabras, sus no bienvenidas caricias, sus no deseados besos, vienen cada noche —que les es posible— y vuelven a romperme. Una y otra vez. Nunca acaba, nunca termina.

Esa noche, cuando Didier —el último en lastimarme— dejó mi habitación, Hector regresó para volver a hacerlo hasta que el sol asomó por la ventana. Mis padres no llegaron hasta la media mañana, cuando ya no había nada que rescatar, que resguardar, que salvar de mí.

Me levanté, aun cuando mi cuerpo protestaba por el dolor, arrojé las sábanas ensangrentadas a la basura —después de haberlas despedazado— y lave mi cuerpo hasta que mi piel se tornó dolorosamente roja. Limpié los condones, que los desgraciados no fueron capaces de recoger, y me encerré todo el día dentro del baño de mi habitación. Vomitándolo todo, junto a las lágrimas que caían de mis ojos.

Papá y mamá subieron varias veces para ver que sucedía conmigo, les mentí y dije que había comido demasiado la noche anterior y me sentía mal. Lo dejaron estar. Pregunté por mi abuela y supe que se encontraba bien. Didier tampoco salió de su habitación hasta la hora de la comida, cuando mamá nos obligó a bajar. No quise ir, invente mil excusas, pero la hora de la comida era importante para mi madre; y terminó por hacer que me sentara en la mesa, frente a Didier y su malvada sonrisa.

Las náuseas no se hicieron esperar, la ira tampoco. ¿Cómo podría él, sentarse en la misma mesa que yo y sonreír, actuar como si nada hubiera pasado? ¿Acaso no había sangre en sus venas? ¿Cómo podría sostenerles la cara a mis padres, cuando hace unas horas me había lastimado de esa manera?

Pensé que estaba drogado, ebrio o cualquier otra cosa, pero no. Él estaba muy consciente de todo y de todos. Su pie no dejaba de tocarme bajo la mesa y sus ojos, a pesar de su sonrisa, no dejaban de advertirme que debía permanecer callada. Lo hice, sólo por esa noche.

A la mañana siguiente me reporté enferma y le dije a mi madre que necesitaba hablar con ella. Las lágrimas caían de mis ojos cuando me senté en la sala y busqué su abrazo. Pero antes de que pudiera abrir mi boca mi padre llegó, nervioso y asustado, diciendo que alguien había intentado atacar a la abuela. Habían entrado a su casa, afortunadamente ella seguía en el hospital, rompieron todo lo que pudieron encontrar a su paso; no robaron nada, por lo que supe que habían sido ellos. Cuando el alboroto pasó, mamá regreso a nuestra conversación, volví a mentir y dije que un chico me había roto el corazón.

Esa noche, Didier volvió a visitarme y no fue para leerme un cuento.

Regresé al colegio tres días después, no hablaba con nadie. Mi cabeza sólo recordaba una y otra vez sus palabras, sus cuerpos sobre mí. Repetía y repetía todo. Tenía miedo de que alguien me tocara, me notara, me hablara. Creía que también me lastimarían de esa manera.

Christian intentó hablarme, mi corazón tartamudeó por unos minutos, antes de recordar el daño que un hombre puede hacerme y salí huyendo de su presencia. No volvió a intentar conversar conmigo nunca más.

Kate, Nia y Emy también intentaron averiguar que sucedía conmigo, pero me alejé de ellas. Al fin y al cabo una era la hermana del monstruo que había acabado conmigo. Insistieron por un par de meses, pero luego se dieron por vencidas. Aunque aún en los pasillos, cuando cruzamos miradas, puedo ver el dolor y las preguntas en sus ojos frente a mi cambio radical.

Y es que ahora soy toda una figura en la escuela.

Soy la golfa, la come hombres, la puta.

Y es que, ¿qué otra opción tenía?

De alguna manera debía quitar sus marcas de mí, no dejar que mi cuerpo sólo les perteneciera a ellos. No permitirles tenerme. Cuando lo entendí gracias a Cecilia, la golfa número uno del colegio, me permití ser dueña de mí misma por esos momentos. Así que lo hice con Aarón, Sebastián, Juan Gabriel, Leonardo, Andrés, Julio y todos los demás chicos que querían probarme.

Los dejé tenerme, no porque no tuviera opción, lo hice porque en realidad era mi decisión y no la de ellos.

Cambié mi modesta ropa, por una más atrevida. Mi mente se perdía de los feos recuerdos nocturnos cada vez que un chico coqueteaba conmigo; en el día yo era una estrella de la actuación, siempre feliz, siempre coqueta. En las noches, dejaba que ellos me destruyeran y luego me acurrucaba a llorar y tratar de remendar mis heridas.

He vivido este juego por los últimos meses, y aunque me alivia por unos momentos, la herida y el dolor nunca cesan.

—Eso fue... ¡guau! —jadea Iván. Salé de mí y se deja caer a mi lado, en su cama.

—Lo sé. Así de increíble soy .—Finjo una sonrisa, al igual que fingí el orgasmo anterior. Este chico puede ser muy lindo, tener un buen cuerpo, pero es un completo idiota.

Me levanto de su cama y busco mi ropa. Me visto frente a él, rodando mis ojos al ver la estúpida y petulante sonrisa.

No me hiciste ver nada, idiota.

Mejores he tenido.

Debí haberme ido con Steven, el sí sabe qué hacer con una chica en su cama.

—¿Por qué te vas? Puedes venir aquí y repetir en unos minutos.

—No repito, lo siento —murmuro y salgo de su habitación, estrellando ruidosamente su puerta.

Afortunadamente sus padres no están.

—¡Que perra eres! ¡Ni que fueras una diosa del sexo! —grita. Lo escucho bajar las escaleras tras de mí. Me vuelvo y con la más fría de mis sonrisas le espeto

—Por lo menos no soy un polvo de gallo.

Su rostro se colorea, aprieta sus puños y gruñe. —Perra.

—Sí, sí. Eso no me afecta.

Salgo rápidamente de su casa y camino de regreso a la mía.

Al infierno.

A mi tormento.

Y no tengo un chico lindo y sexy en quien pensar cuando él tome lo que quiere de mí.

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