Capítulo 1: La Caída


El dolor fue lo primero que sintió.

No como una herida física, aunque el impacto contra la tierra lo había sacudido por completo, sino como algo más profundo, más visceral. Adel abrió los ojos, encontrándose de cara con el frío suelo. La tierra húmeda se pegaba a su piel desnuda, y el viento helado cortaba su cuerpo como cuchillas invisibles. Respiró hondo, cada inhalación una lucha contra el dolor que ardía en su pecho.

Intentó moverse, pero sus músculos no respondían. Cada parte de su ser estaba paralizada por la experiencia de una sensación que jamás había conocido: la vulnerabilidad. En Solaris, el dolor no existía. Los vigilantes no podían sentir más que la calma y la certeza de su perfección. Pero aquí, en la Tierra, todo era diferente. Todo era crudo.

Se forzó a levantarse, apoyando las palmas en el suelo para impulsarse hacia arriba. El mundo a su alrededor era oscuro, iluminado solo por una luna pálida que parecía demasiado lejana para brindar cualquier tipo de consuelo. El aire estaba cargado de humedad, como si acabara de pasar una tormenta. Los árboles, retorcidos y ancianos, se alzaban como sombras amenazantes a su alrededor.

El frío calaba hasta sus huesos. Y ahí estaba, una vez más, el latido.

Adel se llevó la mano al pecho, sintiendo su corazón palpitar de nuevo. No era como en Solaris, donde la vida era eterna y perfecta. Aquí, cada latido significaba que su vida estaba ligada al tiempo, al desgaste, a la muerte.

Pero no la muerte que él había conocido. Esta sería diferente. Dolorosa. Infinita.

Con esfuerzo, Adel se incorporó completamente, tambaleándose al ponerse de pie. Estaba solo en ese bosque oscuro y desconocido, pero sentía la presencia de algo más, algo que lo observaba desde las sombras. Por primera vez en su existencia, se sintió... vulnerable.

Los humanos viven así todo el tiempo, pensó. ¿Cómo podían soportarlo?

El viento sopló con fuerza, arrancando hojas de los árboles y haciéndolas volar en remolinos a su alrededor. Adel cerró los ojos, sintiendo el aire helado azotar su rostro. Era incómodo, casi insoportable, pero era real. Era tangible. Esto es lo que soy ahora, pensó. Uno de ellos.

Abrió los ojos y observó el cielo. Solaris parecía tan distante como sus recuerdos. La luz pura, el calor constante, las miradas altivas de los que ahora lo habían condenado... Todo eso quedaba atrás. Ahora, solo le quedaba la Tierra y su humanidad recién adquirida.

Entonces escuchó un ruido. Un crujido, apenas audible, pero suficiente para poner en alerta sus sentidos agudizados. Giró la cabeza bruscamente hacia el origen del sonido, su mirada buscando a través de las sombras.

—¿Quién está ahí? —preguntó, su voz áspera por la falta de uso.

Silencio.

Adel dio un paso hacia adelante, su cuerpo todavía tembloroso por el impacto de la caída. Pero algo lo detuvo. Una presencia, intangible pero poderosa, lo rodeaba.

Y entonces, una figura emergió de entre los árboles. Un hombre, vestido con una capa negra que se fundía con la oscuridad del bosque. Su rostro estaba oculto bajo la capucha, pero Adel pudo sentir que lo observaba.

—Así que este es el gran vigilante caído de Solaris —dijo la figura, su voz cargada de burla.

Adel frunció el ceño. Su cuerpo aún dolía, pero no dejaría que eso lo debilitara más de lo que ya estaba.

—¿Quién eres? —preguntó, intentando que su voz sonara firme.

El hombre dio un paso adelante, acercándose lo suficiente como para que Adel pudiera ver los contornos de su rostro bajo la capucha. No parecía humano. Había algo extraño en él, algo que no encajaba en este mundo. Sus ojos brillaban con una luz antinatural.

—Un viejo conocido —respondió el hombre—. Aunque dudo que me recuerdes. No solías prestar atención a los que caminaban por las sombras.

Adel apretó los dientes, la rabia burbujeando en su interior. Claro que no lo recordaba. Nunca había tenido que preocuparse por nadie antes. En Solaris, él era intocable. Aquí, las reglas eran diferentes.

—¿Qué quieres? —exigió, manteniendo su mirada fija en la figura.

El hombre sonrió, una sonrisa fría y calculadora.

—Estoy aquí para darte la bienvenida. A tu nueva realidad.

Adel no respondió de inmediato. Su mente todavía luchaba por adaptarse a todo lo que había cambiado tan repentinamente. La caída. El dolor. El latido en su pecho. Todo era un recordatorio constante de lo que había perdido. Y ahora, este ser, quienquiera que fuese, estaba frente a él, recordándole aún más su condena.

—No necesito una bienvenida —respondió finalmente Adel, su voz cortante—. No soy uno de ellos. No soy como tú.

El hombre inclinó ligeramente la cabeza, su sonrisa desvaneciéndose.

—Oh, pero lo eres. Lo serás. Eso es lo que significa tu condena, Adel. No puedes escapar de lo que eres. No ahora.

Adel sintió un nudo formarse en su garganta. Sabía que el hombre tenía razón. Pero no podía aceptarlo. No aún. No mientras todavía sentía algo de Solaris dentro de sí, una chispa de lo que solía ser.

—¿Por qué me sigues? —preguntó Adel, su voz baja, casi un susurro.

El hombre se rió suavemente.

—No te sigo. Simplemente estoy esperando. Como muchos otros. Verás, tu caída no es solo tuya. Afecta a todos. Y algunos de nosotros estamos aquí para asegurarnos de que completes tu destino.

Adel lo miró fijamente, sintiendo una oleada de inquietud recorrer su cuerpo. ¿Qué destino?

Pero antes de que pudiera preguntar, el hombre dio media vuelta y se desvaneció en las sombras, dejando a Adel solo una vez más en el frío bosque.

Adel miró hacia el lugar donde había estado el extraño. Algo dentro de él había cambiado en ese momento. Una certeza silenciosa, una verdad innegable. No estaba solo en su condena. Otros lo vigilaban. Otros esperaban su caída final.

Respiró hondo, y comenzó a caminar hacia lo desconocido.

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