El caer del mañana

La frente poblada de arrugas horizontales del Dr. Pfannenstiel tiene una capa de sudor, por donde corren gotas que terminan en el borde de su mandíbula. Debe subir cada ciertos segundos los lentes negros gruesos, que se deslizan por su nariz grasosa y ganchuda. Desde hace días, no sale de su laboratorio. No se ha bañado, por lo que sus manos y antebrazos están cubiertos por una capa negra de restos de basura, su cabello rubio entrecano ahora se ve opaco por el hollín, y sus ojos están inyectados en sangre por la falta de sueño. Madame Bergfalk, su criada, teme que haya perdido del todo la razón.

Al Dr. Pfannenstiel, desde la ocupación estadounidense de la Alemania occidental hacia algunos meses, lo habían excluido, acusándolo de una ética cuestionable debido a sus experimentos en judíos durante la segunda gran guerra en campos de concentración. Sin embargo, eso no le había impedido continuar con sus experimentos, ahora en cadáveres de animales y alguno que otro cuerpo humano que lograba conseguir, pagándole a los sepultureros de los cementerios.

Durante la nochebuena, se había muerto el primero de los pacientes, y desde esa noche, es que el doctor no pegaba ojo ni salía de aquella habitación lúgubre y con olor a putrefacción. Madame Bergfalk se persigno aterrada, antes de tocar la puerta metálica para poder entrar. Debía mantener el calor del lugar, ya que fuera, se acumulaban varios centímetros de nieve espesa. El doctor emitió un gruñido, y Madame entro mirando el suelo, con paso ágil, dirigiéndose a la pequeña salamandra para colocar más troncos y avivar el fuego.

Madame ignoraba los gemidos moribundos de los enfermos, y respiraba por la boca para evitar aquel aroma a podrido. Coloca con toda la rapidez posible los troncos dentro, y con una vara de fierro, comienza a mover las brasas para intentar avivar el fuego.

Un grito de júbilo la sobresalta, y mira al Dr. Pfannenstiel que mira a aquel cuerpo que yace sobre su mesa con ojos desorbitados y una sonrisa que deja ver sus dientes amarillentos.

-Lo he logrado, Lena-dice el doctor sin despegar sus ojos del cuerpo.

-¿Qué ha logrado, doctor?-pregunta Madame Bergfalk, temerosa.

-Nadie creía que fuese posible, pero por fin he demostrado que sí. El Führer estaría orgulloso-dice el doctor, ignorando a Madame Bergfalk.

Madame aparta los ojos, sintiendo como sus piernas tiritan de miedo. Deseosa de salir cuanto antes de aquel lugar, deja la vara en el suelo y se da media vuelta para salir. El doctor ríe, lleno de gozo, y Madame se detiene para mirarlo. Él posa sus ojos en ella, coloca sus manos en su boca y sacude la cabeza. Extiende los brazos y esboza una sonrisa torcida, que hace que un escalofrío recorra la columna vertebral de Madame.

-Ven, Lena, no hay mejor noticia para iniciar este nuevo año que lo que acabo de lograr-le dice el doctor extasiado. Madame mira de reojo la puerta y luego al doctor. Esboza como puede una sonrisa de disculpas.

-Lo lamento, doctor, pero falta poco para que sea medianoche, y mi hija me está esperando-responde Madame. El doctor pasa sus manos por su cabello y niega con la cabeza.

-Claro, que tonto he sido, querida Lena. Por supuesto que debes irte con tu familia, y no te preocupes por mí, se colocar leños en la salamandra-dice el doctor, mirando el suelo. Levanta la mirada para fijar sus ojos en ella.- Vete, Lena, vete.

-Gracias doctor, por favor coma algo y descanse, lo necesita-le dice Madame. El doctor ríe y sacude su cabeza.

-No es momento para descansar, querida Lena, pero tu tranquila que estaré bien. Anda mujer, que ya van a ser las doce-replica el doctor. Madame le da una sonrisa agradecida, y sale con prisa del lugar.

El doctor se queda solo mirando el cuerpo del hombre que yace frente a él. de su boca sale un líquido negruzco. Su cuerpo sin vida tiene varias marcas de pinchazos que el doctor le ha proporcionado. El cuerpo de una mujer moribunda esta junto al cadáver. La mujer tose sin fuerzas. Es la única que queda viva. El doctor toma la copa de agua que tiene junto a él y la mira como si fuese oro líquido. Luego, mira a la mujer. Se acerca a esta con paso lento y una sonrisa de oreja a oreja. Se detiene junto a la cabecera. Pasa una mano por la frente de la moribunda, y esta jadea agitada.

-Tranquila, pequeña, tranquila-susurra el doctor.- Bebe un poco de agua, querida.

Coloca su mano por debajo de su cuello y la ayuda a levantar la cabeza. Le coloca la copa en su boca y la mujer da un pequeño sorbo. Luego, con sus fuerzas agotadas por el pequeño esfuerzo, echa la cabeza hacia atrás. El doctor la observa con detenimiento, mientras le quita los cabellos que se han pegado a sus mejillas de la cara.

-Haz ayudado al difunto Führer, pequeña. Alemania entera sabrá de lo que ustedes han hecho por nuestro país-susurra el doctor.

La mujer abre los ojos e intenta hablar, ya que no entiende a lo que se refiere el doctor. Pronto, comienza a sentir un dolor agudo en su pecho, y si no fuese porque no tiene fuerza alguna, gritaría. Cierra los ojos, y su cuerpo comienza a temblar, casi convulsivamente. Es como si algo la estuviese desgarrando y quemando por dentro. Abre los ojos para darle una última mirada al doctor, y al ver su sonrisa maquiavélica lo entiende. Su corazón se detiene, y de su boca y nariz comienza a salir un líquido negruzco y espeso.

El Dr. Pfannenstiel contempla con satisfacción su mayor logro hasta ahora. En poco tiempo, lograra envenenar a todos los enemigos de la Alemania nazi, y volverán a surgir con más fuerza que nunca, sin siquiera haber derramado una gota de sangre.

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