Décimo fantasma


El despertador sonó como hacía tiempo no lo hacía, y aunque quería seguir durmiendo, Lucía se levantó de la cama con ganas.

Era el primer día de clases, y tenía una mezcla de sentimientos en su interior. Por un lado estaba feliz, pues un nuevo año empezaba, lo que siempre es motivo de alegría; por otro lado, ese día en especial, el vacío en su interior se sentía más grande, y le producía una familiar sensación de tristeza. Ella ocultaba sus penas bajo una fuerte capa de alegría, y según ella, le iba bien.

Dedicaba todo su tiempo y su amor a sus niños los pequeños a los que enseñaba, ellos eran su mundo, y pasar el verano sin ellos, le pareció aburrido. Ese año en particular, iba a ser diferente a los demás; por primera vez en su corta, pero excelente carrera, su clase incluiría a una pequeña con Síndrome de Down.

Pensando en el reto que le esperaba, y confiando en sí misma, Lucía retomó su rutina abandonada un trimestre atrás, levantándose de la cama y dando oficialmente inicio a su día.

A unos cuantos kilómetros de ella, terminando de preparar su indispensable café matutino, Miguel estaba más nervioso que nunca. Su única hija ese día empezaría la escuela. La pequeña Luz era, como su nombre lo indica, quien iluminaba su vida. Su alegría infantil le dio paz en los momentos de mayor oscuridad. La niña se convirtió en su principal motivación, en la razón de su vida.

Sentía deseos de protegerla siempre, de ser capaz de evitarle todo sufrimiento, aunque sabía que no siempre sería así. En el fondo tenía miedo de que la pequeña entrase a la escuela, de que creciera y tuviese que enfrentarse al mundo sin su ayuda.

Miguel fue a la habitación de su hija, y al verla, se borró de su mente todo aquello que lo perturbaba. Se acercó a la niña y la despertó con un beso en la frente.

– Buenos días, princesa. ¡Hora de levantarse! ¡Arriba!

La niña se estiró en su cama y lentamente abrió los ojos. Lo primero que vio fue una deslumbrante sonrisa.

– ¡Papá! –exclamó Luz, enroscando sus pequeños brazos alrededor del cuello de su padre. Éste la levantó en brazos de la cama y le dijo:

– Hoy, empieza un juego nuevo. ¿Estás lista para la... escuela? – preguntó, poniendo un énfasis "siniestro" a la última palabra–

– ¡Sí! – respondió enérgica, abrazando de nuevo a su padre.

– Perfecto. Anda a bañarte, vestite, y te espero para desauyunar, ¿está bien?

– ¡Sí, papá precioso! – y depositando un sonoro beso en la mejilla de su padre, salió de su pieza, dejando a éste pensando, en las dudas que volvían a su mente mientras su hija se dirigía al cuarto de baño.

...

Lucía llegó al colegio media hora antes de que sonase el timbre, como de costumbre. Mientras se disponía a leer, llegó Sara, su ayudante, quien con voz alegre la saludó.

– ¡Buen día!

– ¡Buen día! ¿Qué tal, Sara?

– Volviendo al juego – respondió entre risas la joven, poniendo un termo en la mesa.

Trabajaban juntas desde el año anterior, y se llevaban muy bien. Tenían pocas diferencias, y buscaban siempre un punto medio si surgía alguna discusión.

Transcurrieron veinte minutos, en los que las docentes tomaban tereré y contaban las últimas novedades. Sonó el timbre, y salieron al patio junto a las otras maestras. Muchos niños ya estaban allí, acompañados de sus padres.

Empezó la ceremonia de bienvenida; los niños jugaron, cantaron, bailaron y entraron a la clase a conocer a sus maestras.

Al terminar de entrar los 23 niños a la sala del jardín, Lucía y Sara cantaron una canción de saludo y se presentaron.

– Yo soy la profe Lucy...

– Y yo soy la profe Sara...

– ¡Y vamos a ser sus profes este año!– dijeron al unísono.

–Ahora –continuó Lucía, dirigiéndose a una punta del semicírculo–, cada uno de ustedes se va a parar, va a decir su nombre y su animal favorito. Vamos a empezar por acá...

El primer niño se levantó.

– Yo soy Giacomo, y mi animal favorito es el perro.

– ¡Guau! ¿Y tenés un perro?

– Sí, un perro grande que se llama Calígula.

Se fueron sucediendo varios niños, hasta que le tocó el turno a Luz, quien se levantó y dijo:

– Yo me llamo Luz, y me gustan los pajaritos.

– ¡A mí también! – dijo una voz grave y poco articulada desde la otra punta del semicírculo.

– Qué gusto, mi amor, pero todavía no es tu turno. Vamos a esperar, ¿sí? –dijo Lucía pacientemente.

La niña que había respondido a destiempo no contestó, pero Lucía se dio cuenta de que acató la indicación. Redirigiéndose a Luz, le preguntó:

– ¿Y vos tenés un pajarito en tu casa, Luz?

– No. Mi papá dice que a los pajaritos no les gusta estar en las jaulas, pero que le gustan los árboles, por eso en mi patio hay muchos árboles y los pajaritos vienen a cantar.

– ¡Ah, me encanta! – dijo Lucía.

Siguieron presentándose los otros niños, y llegaron a la otra punta del semicírculo, donde se encontraba Sara abrazando a una niña muy atenta, pero muy inquieta. No hizo falta que le repitieran la pregunta, pues la pequeña se levantó de la silla y dijo, apenas articulando las palabras:

– Yo soy Clarita, y a mi me gustan los pajaritos.

– ¡Qué hermoso! ¿Y tenés un pajarito?

– No, un gatito, Michi.

– Qué gusto, mi amor –dijo Lucía, y dio por concluida la presentación entre alumnos y profesoras.

Sonó el timbre que indicaba la salida, y Sara se acercó a la puerta, donde ya estaban algunos padres. Los niños jugaban mientras esperaban a que los buscaran, y Lucía se sintió muy bien al ver que Clarita, la pequeña con Síndrome de Down, pese a sus limitaciones, presentaba las mismas habilidades sociales que los otros niños. Hablaba alegremente con Luz, según lo que escuchó, de pajaritos. Luz le contó que plantó un arbolito con su papá durante las vacaciones, que era pequeño y no parecía un árbol, pero que crecería y muchos pajaritos irían a su casa a visitar su árbol.

Sara llamó a Lucía, quien fue junto a ella a la puerta de la clase. Vio a un hombre alto, trigueño, risueño y de mirada sincera. Le pareció atractivo, aunque quiso borrar ese pensamiento al instante.

– Hola, profes. Yo soy Miguel Cáceres, el papá de Luz –dirigía su mirada a ambas mujeres, las responsables de su hija– quiero nomás que siempre me mantengan al tanto de cómo se porta Lucita, y si hace todas sus tareas. Siéntanse libres de...

– ¡Papi! –gritó la niña, abrazando a su padre.

– ¡Hola, princesita!

– Ella es la profe Sara –dijo la niña señalando a la mujer más próxima al marco de la puerta– y ella es la profe Lucy –dijo señalando a la otra. Ellas son mis profes.

– Sí, ya les conozco, y les dije que yo les doy permiso de que te estiren de la oreja si te portas mal.

– Yo me porto bien, papá –replicó la niña.

Miguel rió alegremente, se despidió de las profes y se dirigió a su auto.

De camino a casa, la conversación giraba en torno al primer día de clases de Luz, Miguel quería saberlo todo, desde qué comían sus compañeros hasta el color de las paredes del aula (que ya había visto). Sintió especial curiosidad por Clarita, la nueva amiga de Luz, y –debía admitir–, una de las maestras de su hija le resultaba atractiva.

Por su parte, Lucía y Sara estaban felices de haber concluido el primer día de clases con éxito. Ambas coincidían en que Clarita sería un reto, pero que todo iba a salir bien, teniendo en cuenta que (al menos durante ese día, y con la excepción de la breve interrupción), la niña se portaba de maravillas.

Los días fueron pasando, y con el tiempo los niños se conocían cada vez mejor, al igual que los padres. Miguel, siempre buscaba alguna razón para quedarse un poco más de tiempo hablando con Lucía, y Sara, quien se daba cuenta de las intenciones de Miguel, no perdía oportunidad de hacer bromas a su compañera al respecto. Ella, por su parte, no quería admitir que le atraía el padre de su alumna.

Luz ayudaba a Clarita, quien aprendía a un ritmo más lento, con las tareas de la clase. La amistad de ambas niñas llegó a un punto tal, que hasta Miguel la trataba como a su hija, y no se interesaba solo de los progresos de Luz, sino también de los de Clarita.

Luz era una niña inteligente, de eso no había duda, pero su padre descubrió la perspicacia de su hija cuando ésta, durante el almuerzo, un día durante las vacaciones de invierno, le hizo una pregunta crucial:

– Papá, ¿por qué vos y la profe Lucy no son novios?

El hombre casi se atragantó con su jugo.

– ¿Qué?

– Yo le pregunté la vez pasada, y la profe Lucy no tiene novio. Mi mamá ya no va a volver más, así que...

– Luz Aramí –le cortó Miguel. Sos muy chica para esas cosas.

Miguel no sabía si sentirse feliz de que su hija aprobara su enamoramiento, o impresionado por su forma de pensar. Sí, siempre fue sincero con ella respecto a su madre, pero eso no ocultaba el hecho de que Luz era muy despierta para su edad.

Se quedó pensando durante el resto de la tarde, mientras Luz jugaba con Clarita y su niñera, quienes los habían ido a visitar.

Decidieron ir al parque. Miguel los acompañó, pues necesitaba despejar su mente. Luz, Clarita y su niñera fueron hacia los columpios, y Miguel empezó a caminar.

Su mente no se vio tan despejada al ver a la profe Lucy, sentada en uno de los bancos de la plaza. Sin pensarlo dos veces, Miguel fue a sentarse a su lado.

– Hola, profe Lucy.

– Hola, señor Cáceres, ¿cómo le va?

– Bien. Decime Miguel nomas, y tratame de vos, (si no te molesta, claro), porque el "usted" me hace sentir viejo.

– Bueno, Miguel. Entonces decime Lucy, porque me siento rara al hablar de usted a alguien que me tutea –rio. ¿Cómo está Luz?

– Allá está, jugando con Clarita.

– Me encanta la amistad entre ellas. Lucita le ayuda muchísimo a Clarita, más de lo que cree.

Miguel sintió algo especial al escuchar a Lucía hablar tan bien de su hija. Siguieron hablando de variados temas mientras estaban allí. Él le contó que es profesor de Historia en la universidad, y ella le contó que además de ser parvularia, toca la guitarra. Los temas vanales daban paso a otros más profundos, pero ninguno de los dos parecía incómodo, es más, estaban a gusto conociéndose más el uno al otro. En un momento, Miguel se decidió a hacerle la pregunta que se le ocurrió desde que la vio por primera vez.

– Y... ¿Tenés novio? ¿Esposo? ¿Algo?

Lucía no sabía qué decir. Hacía demasiado que no tocaba ese tema, pero por alguna razón, confiaba tanto en el hombre que tenía al lado, que se sinceró.

– No, él falleció hace dos años.

– Ah... perdón...

– No importa, ya pasó, hay que... superar...

– Sí...

– Disculpame pero... me doy cuenta de que siempre vos te ocupás de Lucita. ¿Y su mamá?

– Nos abandonó después de que Luz nació. Dijo que no estaba preparada la maternidad.

Lucía no podía creer lo que escuchaba, un caso totalmente opuesto al de ella.

– Yo tuve un aborto espontáneo, y poco después falleció mi novio.

Ambos quedaron en silencio. No era un silencio incómodo, sino agradable. Ambos se sentían cómodos así, pero Miguel sintió la necesidad de hablar.

– Lucía... capaz sea pronto, yo sé. Es la primera vez que hablamos tanto y...

– Creo que sé a dónde querés llegar, y me gusta la idea.

– ¿En serio?

– Claro. Siempre es bueno recomenzar. No digo que vamos a ser novios desde hoy ya, pero...

– Entiendo –dijo Miguel, dedicándole una hermosa sonrisa, a la que Lucía respondió con una igual.

Llegaron junto a ellos Luz, Clarita y la niñera. Llegada la noche fueron a cenar a un restaurante todos junto a los padres de Clara. Parecían una gran familia feliz, y tanto Lucía como Miguel, se dieron cuenta de que ese era el comienzo de lo que se volvería una hermosa relación.

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