Capítulo 3

Bendito seas, hechicero

En ocasiones me preguntaba si me había vuelto una ninfómana, o si era promiscua, e incluso, alguna que otra vez llegué a autotildarme de puta, y para salir de dudas y un poco que definirme, me conocía al dedillo sus conceptos:

Puta: La palabra (en latín, putta) se convirtió hace siglos en sustituto biensonante de «mujer pública».

Ninfómanía: Se trata de una adicción al sexo en las mujeres (en los hombres se conocía como satiriasis) que las vuelve aparentemente insaciables en lo que a sexo se refiere y que, como toda adicción, crea dependencia que puede incapacitar y afectar la calidad de vida de la persona. En la actualidad, el término ha evolucionado y una persona ya no padece ninfomanía sino hipersexualidad, algo así como un adicto al sexo con un apetito sexual voraz.

No era mi caso. Yo follaba por placer, no para aliviar un malestar físico y mucho menos mental.

Promiscuidad: Se denomina la conducta o comportamiento de un individuo que cambia con cierta frecuencia de pareja o que suele tener relaciones poco estables. Se dice que los valores morales que responden a principios religiosos que han imperado por siglos en la sociedad, han tenido su carga de culpa a la hora de establecer este concepto.

Sin embargo, actualmente la Organización Mundial de la Salud establece, que una persona promiscua es aquella que mantenga relaciones con más de dos parejas en seis meses. ¡Uy!

También leí que existen dos tipos de promiscuidad, la activa y la pasiva. La activa es la que practican las personas que viven a plenitud su revoleteo de cama en cama, lo que significa que disfrutan de una sexualidad libre, hedónica, con encuentros frecuentes con una o varias personas, sin crear vínculos afectivos o emocionales, y que participan en distintos tipos de actividades sexuales.
Esta gente sí que habían sabido definirme.

Aunque pienso que, en parte, fui un poco de todo eso una vez que me sacudí de Henry y fui libre de acostarme con quien me daba la gana. Por supuesto, siempre cuidando mi salud y sin dejar a un lado mis estudios, pues para ese entonces, ya la universidad ocupaba la mayor parte de mi tiempo libre.

Me había decidido por estudiar la carrera de Gastronomía y Gestión Culinaria, con el firme propósito de convertirme algún día en chef profesional.

La cocina era otra de mis grandes pasiones. Había aprendido algo observando a mi abuela, para mí, la mejor en eso de convertir la comida en una obra de arte para el paladar.
Recuerdo que de niña no me gustaba comer nada que hubiera sido elaborado por manos diferentes a las de mi abu. La malcriada e insoportable Sally aparecía, incluso si era mi mamá la que debía cocinar.

Pienso que, en parte, esa necesidad que surgió en mí de aprender a preparar los deliciosos platos de la abuela, nacieron de mi negativa a probar la sazón de alguien más. Obviamente, si no te gusta lo que otros hacen para comer, tienes que hacerlo tú misma.

No me avergüenza reconocer que académicamente hablando era una estudiante de la media. Sin destacar sobremanera, sin notas de alumna estrella, sin actividades extracurriculares en el expediente que me hicieran clasificar como una chica popular.

En cambio, mi vicio por el sexo seguía latente y buscaba aplacar mi sed todo el rato, siendo las facultades donde se forman los ingenieros mi principal campo de «caza». Hasta ese minuto todo continuaba como siempre, disfrutando el sexo diverso, pero sin encontrar lo que consideraba mi propia ballena blanca: los orgasmos.

No obstante, no me tenía permitido obsesionarme con ese tema, prefería disfrutar la libertad, sobre todo esa que llega cuando cumples 21.

Me encontraba cursando el tercer curso cuando empecé a pasar mi tiempo libre jugando tenis de mesa con los amigos de la facultad. Era una buena manera de ocupar la mente, y, además, me encantaba.

Aquel día parecía una tarde normal. Ahí estaba yo, mostrándole al mundo las pocas dotes que tuve siempre para practicar deportes, pero feliz. Del otro lado del salón, creo que a mi derecha, -aunque igualmente pudo haber sido a mi izquierda, así que yo ustedes no me fiaría de ese dato-, lo vi.

Vestía un short holgado y una camiseta sin mangas que hacía que la curva de sus bíceps me distrajera por completo del partido que se disputaba en mi mesa. No les voy a mentir, era tan atractivo que me parecía un acto criminal no mirarlo, no admirarlo.

Por un momento levantó el pedazo de tela que le cubría el torso para secarse el sudor del rostro, entonces fue cuando su abdomen me obligó a olvidarme absolutamente de todo lo demás a mi alrededor, hechizada, como nunca antes lo estuve, por aquella escultura de carne y hueso que se semidesnudaba ante mí.

Cuando me di cuenta que me miraba ya era demasiado tarde para intentar disimular. A él le bastaron solo un par de segundos para darse cuenta del efecto que me causaba, y entonces me sostuvo la mirada con toda intención de provocarme, de convidarme a un duelo que sabía de antemano, ganaría. Un par de segundos bajo el escrutinio de esos ojos perfectos y habían sido mi perdición. Me rendí.

No creo en esa cursilería del amor a primera vista, pero la atracción instantánea sí que existía y a mí, esos ojos negros y saltones, más su cara de chico serio, me atraparon al vuelo.

Lo primero que supe de aquella beldad en sus aparentes y apetitosos 19 años, tras convidar a mi amiga Abby a ayudarme a realizar una investigación exhaustiva, fue que era de nuevo ingreso, que lo suyo era Ingeniería Química y que respondía al nombre de Aaron Miller.

Me negaba a creerlo, pero de allá para acá había ocurrido un fenómeno parecido, por lo que no es de extrañar que siempre que coincidíamos, cualquier excusa era buena para mirar fijamente en dirección al otro.

Era un juego de seducción cuyos efectos fueron creciendo de a poco y que, al parecer, a ambos se nos tornaba excitante y adictivo, aunque también era peligroso, porque Aaron, no era un hombre soltero.

Cuando supe que tenía novia sentí un golpe frío en medio del pecho. Tonta de mí, cómo se me ocurría pensar que un chico así andaría en plan lobo solitario por el mundo.

Al principio me negué rotundamente a dejarme llevar por mis deseos. No podía con la idea de ser la tercera en discordia; sin embargo, le bastaba con mirarme fijamente para hacer que mi buen juicio cayera en picada. Cada vez era más difícil ser discretos y cada vez estaba más claro lo que quería uno del otro.

Por suerte, o por desgracia, no teníamos amigos en común que nos presentaran y eso nos ayudaba a mantener el pie puesto en el freno de nuestro instinto animal. No obstante, sabíamos que era cuestión de tiempo que encontráramos la manera de acortar la distancia y acelerar cuesta abajo, usando el deseo como combustible.

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Hasta aquí por hoy. Ruego porque estos dos capítulos hayan sido de su agrado y que regresen a por más. La siguiente entrega promete un gran encuentro, no se lo vayan a perder. Los espero 🥰

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