9. Leamos juntos

Esos días fueron por demás raros, y aunque incómodos, en algún punto resultaron «refrescantes». Sí, esa es la palabra... sentirme cuidado me hizo sentir bien, me hizo sentir parte de este todo al que llaman mundo y en el cual siempre me he sentido un extraño.

Los días que le siguieron a ese fin de semana todo volvió a la normalidad, trabajamos arduamente pues debíamos dejar todo listo para los días de receso por Navidad. De todas formas algo se sentía diferente, era como si Vargas hubiera derribado alguna de mis muralla, las miles que había creado a lo largo de toda mi vida para mantenerme alejado de todas las personas y que nadie se acercara a mi corazón, a mi verdadero yo.

Me encontraba preguntándole cada segundo a mi celular la hora, a modo de contar los minutos que faltaban para que ella ingresara por la puerta de mi despacho, tan fresca y amena como siempre, lista para trabajar con su tan acostumbrada buena predisposición. Un par de veces nos encontramos entablando conversaciones sobre libros que tratábamos en las clases que preparábamos. Realmente me sentía cómodo a su lado, me parecía una persona inteligente, y aunque conmigo siempre se mostraba respetuosa y nunca intentaba franquear la relación docente-alumna, se notaba una persona bastante divertida y extrovertida.

Me descubrí a mi mismo imaginando su rostro, su figura, el color de su piel y su cabello más de una vez, asustándome del rumbo que tomaban mis pensamientos. Los fines de semana se me hacían largos esperando con ansias la llegada de la jornada laboral, solo para poder estar de nuevo en su compañía, y aquello no era bueno.

Aquella tarde la estaba esperando, como siempre. Ya solo faltaban dos semanas para las vacaciones, pero solo una para que yo me marchara a Társago, el pueblo donde había vivido gran parte de mi vida. Nos separaríamos por tres o cuatro semanas, y eso me tenía un poco apabullado. Nunca me había sentido de esa forma y aunque por un lado me resultaba agradable, sabía que se estaba volviendo peligroso.

—Permiso, Mariano —ingresó Mamama.

—Sí, dime —sonreí.

—Ámbar Vargas se reportó enferma y no podrá venir. De hecho se ha retirado temprano de la Universidad, parece que no se sentía bien.

—Ahm... okey... ¿Sabes qué le sucede? —No puedo negar que una sensación de desazón y frustración se apoderó de mí, ansiaba sentir su presencia y escuchar el armonioso sonido de su voz.

—No... ¿Quieres que se lo pregunte? —Sé que mamama sonreía, sé que me equivoqué al preguntárselo, yo jamás me interesaba en la vida personal de mis alumnos ni asistentes y eso le parecería extraño de inmediato. Por supuesto, nunca le había contado lo sucedido aquel fin de semana en el que ella no estuvo.

—No, no es necesario —dije tajante e intentando sonar como siempre.

—Bien... ¿Hay algo que pueda hacer por ti? ¿Necesitas que te ayude con el trabajo de Vargas?

—No es necesario, puedes retirarte. Ella está muy adelantada con el trabajo.

—Bueno, tú también deberías ir a descansar —dijo mamama en tono cariñoso.

—Iré enseguida —contesté.

La oí salir del despacho y minutos más tardes pasó a despedirse. Cuando se fue me pregunté qué sería lo correcto de hacer, quizá podría llamarla y preguntarle qué le sucedía, quizás eso sería demasiado...

Pero pensando en que ella se preocupó por mí y me cuidó de la forma en que lo hizo, a lo mejor no era tan mala idea. Tenía el número de su celular agendado en el mío por cualquier necesidad, pero obviamente jamás la había llamado. Sentí que las manos me sudaban y el corazón se me disparaba cuando tomé el aparato en mis manos y le hablé.

—Llamar a Ámbar Vargas —ordené.

—Llamando a Ámbar Vargas —dijo la voz computarizada de mi celular y seguidamente el sonido de una música melódica y armoniosa sonó indicando que efectivamente estaba por comunicarme con Ámbar.

Las manos me sudaron más, estaba ansioso, nervioso, emocionado. Ni siquiera sabía lo que le diría, estuve tentado a colgar pero justo en ese mismo instante pude oír su voz desde el otro lado de la línea.

—Profesor Galván... hola... —saludó algo tímida.

—Vargas... yo... Usted no se ha presentado hoy. —Mi voz sonó más dura de lo que hubiera querido. Aquello parecía un reproche.

—Sí... bueno, le avisé a Sonia... es que estoy un poco... uhm... Indispuesta —habló con un dejo de temor—. Si quiere voy, puedo llegar en diez minutos si me necesita urgente.

Me sentí tentado a aceptar aquella ridícula propuesta, pero entonces me di cuenta que parecía temerme. No era lo que quería, no me gustaba eso.

—No, disculpe... Creo que no me supe expresar. Yo solo... quería saber si usted se encuentra bien... Digo, teniendo en cuenta lo mucho que se preocupó usted por mí cuando estuve enfermo... Si hay algo que yo pueda hacer por usted. —Me sentía un tonto exponiéndome demasiado. Me ataje la cabeza regañándome internamente.

—Estoy bien, profesor... Gracias por preocuparse.

—Pero... ¿Está engripada o es otra cosa? —quise saber más que nada porque aún no deseaba cortar la comunicación.

—No... es solo... estoy indispuesta. Esas cosas que nos pasan a las mujeres una vez al mes, ¿sabe? Sólo, me ha llegado con muchos dolores esta vuelta.

Okey, aquello era demasiada información. No debí preguntar y ella no debió ser tan sincera. Me sentía incómodo hablando de algo tan íntimo con una alumna. Meneé la cabeza en busca de alguna palabra que pudiera sacarme de aquel apuro, pero nada aparecía en mi mente y no supe qué decir. Me sentía como un adolescente perdido.

—Bueno... quizás no debí darle tanta información. —Fue ella quien finalmente habló.

—Supongo que... debería... tomarse un té o algo —agregué aun confundido. ¿Qué diablos me estaba sucediendo?

—Mañana estaré de nuevo por allá profesor. Gracias por preocuparse y tomarse la molestia de llamarme.

—No es ninguna molestia Ámbar, espero que se mejore pronto —agregué llamándola por su nombre de pila por primera vez. Eso pareció sorprenderla pues quedó en silencio unos instantes.

—¿Ya está usted en su casa, profesor? —preguntó de repente.

—No... estoy en la oficina aún...

—Hace frío, debería ir a descansar ya... quizá leer un buen libro —agregó distendida, natural, espontánea.

—¿Qué libro me recomienda, Vargas? —pregunté sonriendo.

—Creo que es usted el que debe recomendarme alguno —respondió ella avergonzada.

—Volveré a leer «Orgullo y prejuicio». Lo leí cuando era muy joven y hace poco una alumna presentó un trabajo bastante interesante al respecto, quizá deba volver a leerlo.

—Es un buen libro... —agregó.

—¿Es su favorito?

—La verdad no puedo decidirme por uno solo, decir que un libro es mi favorito sería decirle a todos los demás que no lo son... y cuando estoy leyendo algo que me envuelve, que me absorbe... en ese momento ese libro es mi favorito.

—Interesante... ¿Puedo preguntarle algo personal, Vargas?

—Sí, claro... —murmuró insegura.

—¿Qué edad tiene usted?

—Tengo veintitrés años, profesor.

—Pensé que era más joven —respondí con sinceridad.

—Es que vengo de otra universidad, me toca equiparar algunas materias, por eso estoy en algunas de primero y de segundo —explicó.

—Entiendo... ¿Y qué es lo que más le gustó de ese libro?

—Me gustan las historias de amor, profesor... pero esa historia me transportó a un tiempo y a unas costumbres que no logro imaginar. Me pregunto cómo es que aquella gente se enamoraba así, sin conocerse, sin entablar ninguna conversación demasiado íntima... y luego de un corto noviazgo pasaban a casarse, y esos matrimonios duraban eternamente.

»Sé que no es el único libro que retrata esa época, simplemente lo leí en una etapa un poco difícil de mi vida y me llevó a reflexionar en todo eso, y en cómo hoy los matrimonios duran tan poco a pesar de que las parejas se conocen mucho más cuando se casan, incluso algunos viven juntos desde mucho antes. Bueno, el análisis no es desde el punto de vista literario, es más bien una reflexión personal... —explicó y me pareció que sonreía.

—Tiene mucha razón, eso es quizá porque en aquella época se regían por las reglas y las normas. Las cosas se hacían o no, porque se debían hacer o no, y eso se respetaba —añadí.

—En parte eso es bueno, en parte quizá no... Me quedo pensando en las altas tasas de divorcios actuales. ¿Se trata entonces de que se ha perdido el sentido de lucha? ¿Será que en aquella época se hubieran divorciado si les era permitido? —inquirió. Me agradaba el rumbo que estaba tomando la conversación.

—No lo sé, el matrimonio no es algo en lo que haya reflexionado mucho —respondí.

—¿No cree en el matrimonio, profesor? —inquirió curiosa.

—Creo en que no es para todos, y yo soy uno de aquellos que no fue diseñado para ello —añadí.

—¿No será esa solo una excusa para vivir una vida desenfrenada, profesor? —preguntó divertida y fue en ese momento en el que me di cuenta que estaba de nuevo hablando de cosas personales con una alumna. Carraspeé nervioso—. No lo tome a mal, solo fue una broma —se excusó ella.

—Bien, Vargas... creo que es mejor que la deje descansar.

—¿Y si leemos esta noche? —inquirió antes de cortar.

—¿Qué quiere decir? —pregunté confundido.

—«Orgullo y prejuicio», leamos un poco esta noche... así leemos juntos —propuso y sonreí. Hice silencio un rato, necesitaba procesar aquello—. Perdón profesor, fue solo un...

—Sí, me parece bien, Vargas. Nos encontramos en el libro —contesté interrumpiéndola, obviamente mi silencio la había amedrentado.

—Bien, nos encontramos allí... y gracias por llamar.

Cuando cortamos me di cuenta que tenía una sonrisa estúpida pintada en los labios, me levanté de mi silla y me puse el saco. Guardé algunas de mis pertenencias y salí en dirección a mi casa. Al llegar me preparé algo para comer y luego busqué aquella novela entre mis libros en Braille, me di una ducha, me puse algo cómodo y me senté en la cama para perderme en la lectura. Pero esta vez no estaba solo y eso lo hacía diferente.

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