5. Manzanas

                  

La chica que Mamama eligió no me terminaba de convencer, habiía algo en ella que me generaba una sensación un tanto desconocida que no podía controlar, y las cosas que me salen de control, tendían a ponerme bastante nervioso.

El día de nuestra primera reunión llegó bastante puntual, eso era un punto a su favor. Ingresó a la oficina y luego de saludar se acomodó en la silla en frente a mi escritorio. Desde esa distancia, escritorio de por medio, me llegó un dulce aroma a manzanas. Podría afirmar que venía recién bañada y quizás hasta traía el cabello mojado. Su aroma a frutas me envolvió por completo haciéndome sentir un fuerte impulso por acercarme, por tocar su piel, sentir su textura.

—Bueno... ¿Por dónde empezamos profesor? —habló sacándome de golpe de aquellos extraños pensamientos que ni siquiera sabía dónde se formaban.

—Ehmmm... bien, estos son los apuntes que pasaremos en la primera clase del siguiente semestre para la materia de Literatura Universal. Tenemos que preparar una presentación, debe ser agradable para los alumnos.

—Entiendo...

—Bien, puede trabajar en el ordenador que está a su derecha, iremos leyendo el material y resumiéndolo a medida que vayamos armando las diapositivas.

La hora pasó más rápido de lo que imaginé, debo admitir que Ámbar Vargas es una joven expeditiva, muy inteligente y bastante eficiente. Manejaba los programas con gran facilidad y por tanto habíamos terminado mucho más rápido de lo que me esperaba. Con el tiempo a nuestro favor organizamos el resumen de la siguiente presentación para otra de mis materias, la continuaríamos en la siguiente reunión, pero habíamos avanzado mucho más de lo que había planeado y eso me gustaba.

—Muy bien, Señorita Vargas, creo que esto es todo por hoy, estoy bastante contento con su trabajo.

—Gracias, profesor. En realidad yo estoy muy feliz de poder trabajar con usted. Gracias por darme la oportunidad.

—Por nada, la espero pasado mañana a la misma hora, ¿está bien? —pregunté.

—Sí profesor, nos vemos... —dijo y luego pareció pensar lo que había dicho y se silenció. Pude sentir su incomodidad.

—No se preocupe, es solo una expresión —hablé con naturalidad. En realidad la chica cuando no estaba trabajando era bastante torpe.

La escuché salir y después de un rato sentí los pasos de Mamama en el despacho.

—¿Cómo te fue con Vargas? —preguntó.

—Increíble, es bastante eficiente, trabaja rápido y entiende todo sin necesidad que se lo repita, parece muy inteligente.

—Ya lo creo, te dije que no ibas a arrepentirte de esta elección.

—Esperemos un poco más para juzgar —bromeé sabiendo que mamama ponía toda su confianza en aquella muchacha, aunque no sabía bien por qué.

—Mariano, me llamó la Hermana Martha...

—Sobre mi cumpleaños y las fiestas, ¿no es así?

—Sí... me dijeron que te esperan en el convento.

—Aún faltan meses para ello —exclamé sonriendo. Sabía que las hermanas pensaban y rezaban por mí, se preocupaban por mi vida y estaban siempre en constante comunicación con mamama para saber de mí.

—Sabes que son ansiosas, quieren asegurar que vayas. Iremos, ¿no es así? —preguntó ella como si la respuesta no viniera siendo la misma desde hace años.

—Por supuesto. ¿Dónde más podríamos ir por mi cumpleaños y las fiestas?

—Martha estará contenta, me dijo que iban a cocinarte tus comidas favoritas y el pastel de manzana de la Hermana Rita que tanto te gusta. —Mamama sonaba contenta.

—Pues confirma nuestra presencia. Iremos una semana antes, necesito tomarme algo de vacaciones y ya lo he hablado con el rector. Creo que me hará bien volver a las raíces por unos días.

—Me alegra oírlo, en realidad creo que debes tomarte un descanso.

Mamama se retiró del despacho y yo me quedé allí en silencio recordando un poco de mi infancia. Amaba a aquellas monjitas, ellas eran todo lo que yo tenía en mi vida y por más que no fuera en realidad mi cumpleaños, adoraba creer que sí y festejarlo como si lo fuera, ya que mi verdadero cumpleaños no era una fecha que me gustase recordar.

Intenté evocar el aroma del pastel de manzanas de la Hermana Rita, recordé la primera vez que lo probé, hacía dos semanas que había llegado al convento. La hermana Rita era una mujer de unos treinta años en aquel entonces.

—¿Te gustan los pasteles? —me preguntó.

—Nunca comí un pastel —admití.

—Entonces te has estado perdiendo de una de las mejores cosas de la vida —sonrió.

—¿A qué sabe? —le pregunté.

—El que más me gusta sabe a manzanas. ¿Vamos a buscarlas?

—¿A quiénes? —pregunté confundido.

—A las manzanas —contestó amable—. En el huerto tenemos algunas, te enseñaré a recoger las mejores para que el pastel sea el más delicioso.

Me tomó entonces de la mano y me llevó al pequeño huerto que tenían en el patio trasero. Había muchas plantas y ella me las fue mostrando una por una, me dejaba tocar las hojas, sentir los tallos, oler las flores o los frutos.

—Dios no hace nada mal, ¿lo sabes? —mencionó con ternura. Llevaba poco tiempo allí pero estas mujeres me habían enseñado sobre la existencia de un ser superior que según ellas creían nos veía y nos cuidaba a todos. Decían que podíamos pedirle lo que quisiéramos, que si era su voluntad nos lo daría y que no había nada imposible para él. Me leían historias de un libro que llamaban Biblia y apenas tenían oportunidad, me hablaban de él.

—Aja... —murmuré sin creerlo del todo, Dios había permitido que yo perdiera mi visión y eso no lo entendía... Si ellas decían que era un ser bueno, ¿por qué lo había permitido?

—Cuando Dios nos saca algo nos da siempre algo mejor. Por ejemplo tú, ya no puedes ver, pero estoy segura que Dios te dio un oído y un olfato mucho mejor que el de nosotros. Si aprendes a usarlos podrás manejarte en la vida como si pudieras ver, podrás seguir los sonidos o identificar los olores mejor que cualquier persona.

—¿Lo crees? —le pregunté.

—Te enseñaré a identificar los aromas —dijo y me guio entre aquellas plantas haciéndome olfatear las hojas del naranjo, el olor de una manzana y los miles y miles de diferentes aromas que provenían de las plantas.

Desde ese día fui con ella todos los días al huerto y recolectábamos lo que se usaría para comer, pronto aprendí a identificar cada fruta o verdura por el olfato y luego que las probaba relacionaba su sabor con el aroma. Pero la primera vez que olfateé las manzanas y que luego probé aquel pastel, fue simplemente increíble. Desde entonces no hay cumpleaños sin pastel de manzanas de la hermana Rita. De solo pensarlo, se me hacía agua en la boca.

Y es que cada una de aquellas mujeres me enseñó algo sobre la vida, fui el hijo de todas ellas y les debo todo lo que soy. Me gustaría encontrarme con ellas más a menudo pero las distancias y el trabajo no me lo permiten, ellas son las únicas que sacaron y siguen sacando lo mejor de mí, una persona que solo soy cuando estoy con ellas y con mamama.

Ellas me mostraron un mundo tan distinto al que estaba acostumbrado, un mundo lleno de amor, donde nadie me castigaba, donde nadie me maltrataba y por el contrario, me consideraban, se preocupaban por mí. Pero el mundo es cruel, fuera de las puertas del convento las cosas nunca eran igual, la gente seguía siendo malvada, seguía aprovechándose de mi... por tanto decidí cerrarme, decidí que nadie vería la persona que era en realidad, sino lo que ellos querían ver. Y la gente solo respeta a aquellos a los que teme, eso era lo que yo había aprendido.

Cuando me llamaron para preguntarme si me gustaría dar clases, el miedo se apoderó de todo mi ser. Imaginé alumnos burlándose a mis espaldas sin que yo los pudiera ver, gente mintiendo y saboteando mi profesión. Los alumnos siempre buscaban la forma de burlar a sus profesores, eso era una norma... y más aún si este no podía ver ni enterarse. Tuve que buscar una opción, y esa opción era ser el maestro inflexible y exigente del cual no podían burlarse. Y esta era la persona en quien me había convertido en realidad... porque era así como vivía a salvo.

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