35. Mi milagro
Había pasado un mes desde la partida de Rita, y me hallaba en el convento recostado en el jardín, estaba allí recordándola, pensándola, sintiéndola.
Ámbar se había quedado en la ciudad pues tenía que estudiar para unos exámenes, yo me había venido en tren y pensaba regresar esa misma tarde. Absorbí en un suspiro aquel aroma que me recordaba todo a ella, todo a sus enseñanzas, todo a sus palabras.
—¿Tienes sueño, Mariano? —me preguntó esa mañana.
—Anoche me quedé hasta tarde pensando en la historia que me dijiste. En que Jesús devolvió la vista a ese hombre que era como yo. Le pedí toda la noche que lo hiciera también conmigo, pero cuando desperté... todo seguía oscuro. Estaba seguro de que me había escuchado en la noche —hablé con la tristeza de un niño que esperaba su magia.
—Niño de mi vida —dijo Rita acercándose a mí, se sentó en el césped y me sentó en su regazo. Me abrazó y besó mi mejilla, yo sonreí. Las caricias se sentían bonitas, los besos eran como cosquillitas en la piel—. Ya te expliqué que todo sucede por algo. No siempre Dios nos da lo que pedimos, pero siempre nos escucha y sabe lo que es mejor para nosotros. Él te dará lo que es mejor para ti cuando sea tu momento.
—¡Pero lo mejor para mi es ver! —rezongué.
—Eso es lo que tú crees, y puede que sea así, o no. Pero estoy segura que un día podrás ver mucho más allá de lo que se ve con los ojitos, Mariano. Un día serás capaz de ver todo con el corazón, y no hay mejor forma de ver las cosas que desde el fondo del corazón. El corazón es el ojo del alma, Mariano.
—¿El corazón puede ver como los ojos? —pregunté confundido.
—No, puede ver mejor que los ojos. Los ojos a veces se engañan por las cosas físicas, se dejan llevar por la apariencia de alguien, por su forma de vestir o de ser, por si alguien nos parece bonito o no tanto, por si está bien peinado o no. Sin embargo eso no nos dice nada de cómo es en verdad la persona. El corazón, por su parte, es capaz de ver quien es en realidad cada uno de nosotros. Tu corazón puede verme a mí y sabe cuánto te quiero, eso es más importante que como me veo, ¿no te parece?
—Mi corazón dice que tú eres muy bonita —dije abrazándola.
—Es porque tu corazón me quiere mucho, igual que el mío te quiere a ti. Los ojos solo pueden ver lo externo, pero aquellos que ven con el corazón son los más sabios, los que ven mejor. Quizás Dios cree que tú eres mejor viendo con el corazón, por eso te dio uno tan grande y hermoso.
—¿Mi corazón es grande? —pregunté.
—Es grande, puro y hermoso.
Las lágrimas escapaban ante aquel recuerdo, ante la sensación del beso en mi mejilla, ante el calor de su abrazo y las sonrisas que me generaba ella desde el fondo del alma. Entonces entendí que ya tenía el milagro que siempre le había pedido a Jesús.
Me levanté, me sequé las lágrimas y corrí hasta la estación del tren. Volví a casa desesperado e ingresé acelerado, entusiasmado, lleno de ilusión. Todo había quedado claro para mí.
—Llegaste temprano. —La voz de Ámbar me llegaba clara desde la cocina. Caminé hacia ella.
—Ámbar... Tú sabes que siempre esperé un milagro, ¿no es así? —pregunté ansioso buscándola, siguiendo el sonido de su voz.
—Sí... me habías dicho que rezabas para que Dios te devolviera la vista... como a los ciegos de la Biblia.
—Sí, pero hoy recordé una conversación que tuve con Rita cuando era pequeño. Ella me hablaba de que lo importante era poder ver con el corazón —añadí eufórico.
—Qué lindo... eso es hermoso —dijo y me acerqué a ella. Ella al darse cuenta de mi presencia se pegó a mí y la abracé.
—Cuando estábamos en el campanario me dijiste que darías lo que fuera para que yo tuviera mi milagro, incluso tus ojos si pudieras, ¿lo recuerdas?
—Lo recuerdo... y lo sostengo —contestó ella sacándome los lentes y acariciándome los ojos.
—Tú eres mi milagro, Ámbar. Dios sabía lo que yo necesitaba, lo que mi corazón anhelaba. Él sabía que necesitaba de ti y de tu amor. Tú eres mis ojos, tu eres la luz en mi vida oscura, cuando estás conmigo no necesito ver, con solo abrazarte o escucharte hablar es más que suficiente para mí. Tú y yo hemos podido vernos, reconocernos y amarnos con el corazón, y el corazón es como los ojos del alma. Tú y yo nos hemos sabido ver con los ojos del alma. Tú eres mi milagro.
—Y tú eres el mío... —dijo ella sonriendo mientras nos besábamos con amor y pasión. Cuando nos separamos ella colocó sus manos en mi rostro—. Rita me dijo algo de que tú te darías cuenta de que tenías el milagro que siempre habías pedido.
—Porque eres tu... y ella lo sabía —dije acercando mi frente a la suya.
—Tu fe y la de toda la gente que te rodea me hace pensar mucho y plantearme cosas que jamás había pensado antes. Aun no puedo llamarme creyente, pero definitivamente me agrada ser tu milagro.
—¡Cásate conmigo, casémonos ya! Déjame presentar nuestro amor ante un altar —dije desesperado, mientras tomaba su rostro entre mis manos y la besaba.
—Cuando quieras, Mariano... No hay nada que quiera más que ser tu esposa —respondió haciendo que mi corazón diera un brinco de emoción.
—Me haces el hombre más feliz del mundo —agregué sonriendo y la volví a besar.
El beso se tornó caliente y cuando nos dimos cuenta estábamos en el sofá. Nos besábamos con ansias y las prendas fueron volando una a una. Aun en ropa interior nos abrazamos y nos acariciamos con locura y placer. La certeza de la promesa que nos acabábamos de hacer estaba calando en nuestros corazones, estaba llevándonos más allá de las fronteras que nosotros mismos nos habíamos impuesto.
Yo seguía cuidando a Ámbar y su bienestar físico y mental era lo que más me importaba. Sabía que ella iba lentamente bajando sus barreras dejándome ingresar cada vez un poco más. Nos conocíamos, yo sabía a la perfección como era su cuerpo desnudo, conocía sus lunares, sus imperfecciones, conocía sus valles y sus llanuras, navegaba en sus ríos y me perdía en sus bosques cada vez que quería, cada vez que ella me lo pedía. Pero no habíamos traspasado aun la última frontera... su miedo era todavía una barrera, era una puerta cerrada que yo no pensaba abrir si ella no me daba la llave.
Pero esta era una situación diferente. Sin pensarlo ya estábamos desnudos, su cuerpo empapado de deseo me llamaba de una forma casi imposible de ignorar. Me gustaba palparla, olerla, besarla. Adoraba zambullirme en su esencia y exprimir todos mis sentidos en su piel. Sus piernas me envolvieron acercándome, nos rozábamos irradiándonos fuego e intenso calor.
—No puedo, necesito más... No sé cómo será ni que sucederá en el proceso, pero ya no aguanto —rogó apretándose aún más a mí.
Iba a hacerlo, iba a dejarme llevar... iba a probar nuestros límites, iba a amar y dejarme amar. Pero entonces decidí esperar.
—Primero, quiero llevarte al altar.
—¿Qué? —preguntó alterada, confundida.
—No te enojes —sonreí besándola con ternura, intentando calmar las ansias que nos devoraban a los dos.
—Pero... pensé que...
—Te deseo, Ámbar... lo sabes... Sólo quiero hacerlo bien... Quiero hacerlo lo mejor posible.
—No te entiendo...
—Cuando te haya prometido amor eterno frente al altar, sabrás que ya nada nos podrá separar. Te daré la certeza de que pase lo que pase estaré para ti, de que puedes tener la confianza plena para entregarte a mi... que te amaré y respetaré por el resto de tus días.
—Pero... —Ámbar estaba frustrada y confundida, pero ella no entendía la magnitud de mis palabras.
—Casémonos, ya mismo... Cuando tú digas —ofrecí. Ámbar rio abrazándome y nos volvimos a besar.
—El sábado —agregó sonriente.
—El sábado será.
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