33. La hermana Rita

Todo estaba saliendo perfecto. Las semanas pasaban y mi relación con Ámbar se afianzaba cada vez más. Incluso a mí me resultaba difícil pensar que fuera tan sencillo para ambos estar juntos. En un principio nos habíamos mantenido alejados pensando que estábamos rotos, que estábamos demasiado dañados para una relación... sin embargo, estar juntos era fácil para los dos. Como si nos hubiéramos conocido desde siempre, como si desde el inicio hubiéramos sido en realidad uno solo y algo nos hubiera separado, estábamos juntos y todo parecía perfecto y exquisito.

Ámbar se iba abriendo en todos los aspectos a mí con lentitud, pero yo no tenía apuro. Teníamos toda una vida para vivirla juntos y este ritmo hacía que pudiéramos descubrirnos con más ansias y con mayor intensidad.

Aquel domingo amaneció nublado. Una sensación de tristeza inundó mi cuerpo desde que desperté. Algo no estaba bien y yo lo podía percibir. Nos quedamos hasta tarde en la cama como siempre. Para éste momento Ámbar y yo vivíamos juntos. Ella iba a buscarse un sitio, pero no tendría mucho sentido, así que lo habíamos decidido y estábamos experimentándolo juntos, como todo en nuestra relación.

Ámbar aun dormía cuando oí el celular sonar. Lo atendí con una sensación de presión en el pecho, sabiendo que algo no estaba bien.

—Mariano... —La voz rota de la hermana Blanca era la confirmación de mis sospechas—. Es Rita... no se siente bien... La han internado de urgencias.

—Vamos para allá, dime donde está.

La hermana Blanca me dio la dirección de la clínica donde estaba la hermana Rita internada. Desperté a Ámbar y nos alistamos lo más rápido posible para salir. Iríamos en el auto de Ámbar así podríamos llegar más rápido que si esperábamos el próximo tren o autobús a la ciudad.

—¿Qué crees que le suceda? —preguntó ella ya en camino a la clínica.

—No lo sé, ella es diabética pero se supone que se cuidaba y tomaba sus medicamentos.

—Va a estar bien, ya lo verás —intentó animarme.

De paso buscamos a Mamama para que fuera con nosotros. Cuando llegamos a la clínica encontramos a algunas de las hermanas y les pedimos que nos informaran qué es lo que había sucedido. Nos dijeron que la hermana Rita se había debilitado de repente y que llamaron al médico de cabecera del convento y él ordenó su internación.

Le pedí a Ámbar que me acompañara a hablar con el médico que estaba atendiendo a Rita y él nos atendió enseguida.

—La señora está teniendo algunos problemas en el corazón —nos explicó—. Es probable que se tenga que quedar unos días. Por suerte la trajeron a tiempo.

—¿Podemos entrar junto a ella? —preguntó Ámbar.

—Podrán entrar en un tiempo más. Ahora mismo se halla en observación y estamos trabajando con un equipo médico para definir qué será lo mejor para ella. Quizás tengamos que intervenirla y colocarle un marcapasos, pero eso lo definiremos más adelante —informó.

—Gracias, doctor. Estaremos pendientes de que nos avise cuando podemos pasar —dije antes de salir de su despacho.

Lo que quedó de la tarde estuvimos acompañando a las hermanas en sus oraciones por la salud de Rita, esperábamos noticias pero no habían demasiadas. Cerca de las ocho de la noche el médico dijo que estaba despierta y tranquila y que eligiéramos dos personas para que pudieran pasar a verla, diez minutos cada una.

Las hermanas decidieron que Bernardita y yo debíamos pasar. La hermana Bernardita era la mejor amiga de la hermana Rita y estaba sufriendo mucho. Y con respecto a mí, todas sabían que Rita y yo éramos muy unidos.

Dejé que Bernardita pasara primero y cuando salió traía los ojos llenos de lágrimas. No dijo nada, solo fue a rezar a la capilla. Me vistieron para pasar, Rita estaba en terapia intensiva así que debía colocarme el uniforme, ponerme el tapabocas y lavarme las manos antes de pasar. Lo hice con ayuda de una enfermera y luego colocando mi mano en su hombro, ésta me guio hasta la habitación.

—Mariano... —Su voz sonaba cansina y apagada, pero aun así pude sentir su alegría de verme—. Pensé que ya no te vería nunca más hijito.

—¿Cómo dices esas cosas, Rita? —Tanteando logré sentarme a su lado y busqué sus manos para tocarla. La tomé entre las mías.

—Mariano, no me queda mucho tiempo por aquí... pero eso no está mal hijo, no quiero que se pongan tristes. Quiero que en mi despedida haya mucho pastel de manzana y que no lloren demasiado —dijo sonriente.

—No hables así, Rita... por favor —rogué conteniendo las lágrimas.

—Mira, Mariano. Quiero que seas feliz, te lo mereces de verdad. Tú has tenido un inicio difícil en el mundo, pero no todo lo que empieza mal acaba mal, hijo. Siempre pensaste que no merecías la felicidad, que debías conformarte con tu suerte. Pero no es así, mi niño, todos merecemos ser felices y en esta vida lograremos lo que creemos que somos dignos de alcanzar. Tú eres digno de alcanzar todo lo que te atrevas a soñar. Haz feliz a esa chiquilla, hijo... porque ella al igual que tu parece haber empezado con el pie equivocado. No sé su historia, pero sus ojitos me dijeron que estaba triste, salvo cuando te veía a ti. ¿Te vas a casar, Mariano? Debes llevarla a la Iglesia... lo sabes, ¿no? Debes dejar que Dios bendiga esa unión, Mariano. Sé que están viviendo juntos pero tú sabes que eso no está bien a los ojos de nuestra religión hijito.

—Rita, Rita... me estás diciendo que estás por irte de este mundo, ¿y te preocupas por eso? —pregunté sonriendo y acariciando su mano.

—Tú eres lo más cercano a un hijo que yo he tenido en la vida. Mi amor por Dios es tan grande que he renunciado a muchas cosas, pero a lo que más me ha costado renunciar fue a la posibilidad de ser madre. Pero Dios me lo recompensó, te trajo al convento y me dejó cuidarte, hablarte, enseñarte muchas cosas... Tú eres el hijo que nunca tuve y por eso me preocupo por ti, quiero que seas feliz —hablaba rápido como si en cualquier momento su tiempo se fuera acabar y no quisiera quedarse sin decir todo lo que tenía dentro.

—Te amo, Rita... Tú también eres como una madre para mí. Me diste las enseñanzas más valiosas de mi vida. Me ayudaste a despertar a mis otros sentidos, me enseñaste a creer en los milagros y a no perder la fe. Vas a estar bien, ya lo verás.

—Mariano... prométeme que llevarás a esa chica al altar... Es importante para mí que me lo prometas, no me puedo ir tranquila si no —insistió.

—No vas a ir a ningún lado —sonreí y besé su mano.

—Mariano...

—Te lo prometo, Rita... te lo prometo. —Y entonces ella suspiró como si se hubiera sacado un peso de encima.

—Mañana quiero hablar con ella... Dile que venga a verme —añadió.

—Pero solo dejan entrar a dos, seguro las hermanas querrán...

—Yo quiero verla a ella... La esperaré —interrumpió con tono tajante.

—Está bien, vendrá ella.

—Señor, ya es tiempo. —La enfermera que me había acompañado se acercó para avisarme que debía retirarme.

—Bien... Rita, te quiero... no lo olvides nunca y ponte bien pronto, que quiero pastel de manzanas.

—Que Dios te bendiga, hijo. —Me acerqué y me besó en la frente.

Salí de allí con una sensación de tristeza y temor inundando mi piel. Sabía que se estaba despidiendo, lo podía sentir, lo podía palpar. No estaba listo para dejar ir a una de las personas que me demostró que yo podía ser amado por alguien y que mi vida valía la pena. Entendí las lágrimas que traía Bernardita al salir de verla e hice lo mismo, fui a la capilla y recé por ella. Le pedí a Dios que si era su voluntad y pudiera darle un poco más de vida, se la diera. Ella era demasiado buena y se merecía una oportunidad más. Pero entonces recordé las palabras de Rita cuando había muerto un vecino de la comunidad, era un señor muy amable que siempre ayudaba a las monjitas. Rita había dicho que Dios lo había elegido porque seguramente necesitaba de alguien tan amable y servicial en el cielo. Entonces con más lágrimas comprendí que quizá Dios estaba necesitando el enorme corazón de Rita en su casa del cielo, o quizá quería probar sus pasteles de manzana. Sonreí entre las lágrimas y sólo pedí que hiciera su voluntad, las palabras de Rita resonaron en mi memoria: «Dios sabe lo que hace, Mariano... si te ha quitado algo, seguro te dará cien veces más, algo que te convenga a ti aunque ahora no lo entiendas».

—Tú sabes lo que haces, solo haz lo que sea mejor para ella —dije elevando una vez más mi mirada al pequeño altar.

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