31. Nuestro tiempo
Los días pasaron llenos de magia y alegría, cargados de una sensación de plenitud que solo sienten aquellos que están enamorados. Nada me apetecía más que estar con Ámbar todo el día, compartir con ella, conversar, recostarme a su lado y compartir una lectura. Solíamos leernos los libros, yo le leía un capítulo de alguno y ella leía para mí, luego.
Ámbar quería aprender a leer en Braille y yo le enseñaba lo básico, era divertido para ambos y nos unía más que nunca. Antes de que terminaran las vacaciones visitamos a las hermanas y les contamos que estábamos juntos. Se alegraron muchísimo y nos desearon lo mejor, además hicieron comentarios sobre lo de que ya prepararían la boda y demás. Nosotros sólo reímos incómodos.
Cuando las vacaciones terminaron regresamos a la universidad. Lo primero que hice fue acercarme al rector e informarle sobre mi situación con Ámbar, lo que pareció asombrarlo bastante. Luego me recordó que ella no podría ser mi alumna —lo que ya sabía de antemano— y entonces me pidió reserva y cautela en el ambiente educativo, para evitar comentario entre los alumnos y demás. Después de todo, la misteriosa forma en que ella había dejado de ser mi asistente en el semestre pasado había estado en boca de todos y ahora habría más motivos para especular hipótesis. Cosa que en realidad me importaba poco.
Ámbar y yo éramos buenos en eso de disimular, así que aquello no sería demasiado complicado. Se me hacía un poco difícil acercarme a ella en los recesos y no poder darle un beso. Pero habíamos preferido mantenernos así. De todas formas, a veces ella se colaba en mi despacho para compartir algunos besos y caricias furtivas.
Nuestra relación era hermosa, nos complementábamos de una forma tal que me sorprendía a mí mismo que hubiera una persona en el mundo que parecía haber sido creada para mí, y yo para ella. Con Ámbar al lado me olvidaba de todo, de lo malo que había vivido, de mis miedos, de mis temores, de mis limitaciones. Lo único que quería era hacerla feliz y saber que yo podía hacerla sonreír.
Aun así me cuidaba; solía ser sutil en mis caricias y en mis roces, no quería que ella se sintiera mal, no quería hacer nada que le hiciera pensar que buscaba algo que ella no estuviera dispuesta a darme. La necesitaba, sí... deseaba llegar a más, por supuesto... era un hombre, y uno enamorado. Además quería palparla, descubrir su cuerpo que no podía ver. Mi vista era el tacto y yo quería saber cómo era ella, pero no haría nada que a ella pudiera lastimarle.
Estábamos allí en la cama, leyendo como siempre. Ella metida en su libro, yo metido en el mío, la cercanía de su calor y su presencia era todo lo que necesitaba para sentirme pleno. Era domingo, cerca de las siete de la tarde. No habíamos salido en todo el día, nosotros éramos así, diferentes. Nos gustaba estar encerrados, hablando o en silencio, haciendo algo o haciendo nada, despiertos o durmiendo. Era como si el mundo mismo hubiera dejado de existir para ambos y nos hubiéramos encerrado en una burbuja en la que solo nos necesitábamos el uno al otro para respirar, para seguir. Hasta las horas de trabajo o de estudio se dificultaban a veces. Yo no necesitaba nada más que tenerla conmigo, a mi lado... para sentir que todo estaba perfecto.
La sentí dejar el libro que tenía en la mano y acercarse a mí, se acurrucó a mi costado y entonces dejé el libro también. Separé mi brazo para abrazarla y ella colocó su cabeza en mi pecho, acaricié sus cabellos y absorbí su dulce aroma dejándome inundar por el calor que emanaba de su piel pegada a la mía.
No hablamos, no fue necesario. Ella metió su mano bajo mi remera y la recostó en mi abdomen. Yo me quedé allí sintiendo sus suaves caricias que apenas parecían el toque de una pluma. Mi piel se estremecía a su tacto. Bajé mi mano por su espalda y busqué el lugar donde terminaba su camiseta, metí mi mano para tocar su piel, le hice ligeros masajes en círculo y la besé en la frente.
Nuestras pieles se llamaban, se necesitaban, se buscaban. Subí y bajé con lentitud desde su cuello hasta su cintura mientras sentía la estela de estrellitas que mi toque levantaba a su paso. Siempre me limitaba a acariciarle la espalda, el brazo, la cabeza. Nunca había pasado de allí por miedo a lastimarla, a que no estuviera lista. Pero algo en esta ocasión era distinto, ella se acercaba a mí, la sentía deseosa, podía sentir su necesidad.
—Roberto me dijo que debería probar —zanjó entonces al fin.
—¿Probar? ¿Qué? —pregunté para asegurarme de que estábamos pensando en lo mismo.
—Avanzar...
—No debes escucharle a nadie, solo a ti misma. Lo sabrás, sabrás cuando estés lista.
—¿Y si ese momento nunca llega? Eres hombre... debes tener tus necesidades —añadió con voz trémula.
—Mira... no quiero que pienses en que nunca llegará, pero no es porque yo esté ansioso de que suceda. No puedo negarte mis ansias por llegar a todo contigo, pero eso no entorpecerá tu proceso. Tienes que ir lento y seguro, yo estaré aquí para caminar a tu lado, no para apurarte. No tengo experiencia, he vivido toda una vida sin esa clase de situaciones, así que puedo vivir un poco más. Además sé que cuando suceda será hermoso para ambos. Quiero que sepas que lo único que quiero es hacerte feliz, Ámbar. Además me crie en un convento, recuérdalo... me enseñaron a esperar y a dignificar el acto sexual como algo que no se hace con cualquiera sino con la persona que eliges para pasar el resto de tu vida... Me gusta creer que te he estado esperando.
—Eso es hermoso... Yo me crie creyendo que el sexo era algo malo, sucio, turbio. Que mi cuerpo solo servía como un objeto para darle placer a otra persona. No me enseñaron a dignificar mi cuerpo porque lo usaron aun cuando no tenía consciencia de ello. Me crie pensando que algo malo tuve que haber hecho para merecer lo que me sucedió —añadió con tristeza y algo de dolor en la voz.
—Las cosas pasan, no porque las merezcamos o no... Trata de no pensar así, para mí no eres un objeto, nunca lo serás. Amo tu alma y amo tu cuerpo.
—No... no puedes saber cómo es mi cuerpo... nunca me has tocado... y tú siempre dices que ves con las manos.
—Te abrazo y me hago una idea, pero no me importa como sea, me encantará igual.
—¿Quieres... tocarme? —preguntó con un hilo de voz.
—Yo quiero hacer lo que a ti te haga bien, Ámbar... Si lo que quieres saber es si te deseo, si tengo ganas de conocerte. Sí... lo hago, pero antes quiero que tú lo sientas, que lo disfrutes, que no sea para ti una mala experiencia. Eres una hermosa mujer, Ámbar —afirmé con vehemencia.
—Te amo, gracias por ser tan perfecto —añadió.
—No soy perfecto —reí ante su comentario—, disto mucho de serlo... Solo quiero ser lo mejor que pueda para ti... pero seguro que alguna vez voy a fallarte, como ya lo hice. Es parte de ser humanos.
—Yo también te fallé, supongo que tienes razón. Al menos no tengo ganas de hacerte daño a propósito y espero no hacerlo nunca —dijo acercándose para plantarme un tierno beso.
—Es lo mismo que pienso yo... y si te fallo de nuevo, me ganaré tu perdón —sonreí.
—Te amo, Mariano.
—Yo a ti. Descansa un poco, ya es tarde.
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