29. Mi pasado.

La tenía en mi regazo, acurrucada en mi pecho. Podía sentir su aroma impregnando mi alma, podía acariciar su espalda y sentir sus labios rozando los míos. Con la punta de su nariz recorría mi rostro en caricias suaves, absorbiéndome por completo y yo... emocionado, feliz, ansioso.

Nunca había experimentado esta plenitud a la cual te transporta el poder amar y sentirte amado. Nunca había pensado que yo podría sentir aquello que estaba escrito en los libros. Jamás imaginé que yo tendría mi propia historia de amor.

Cuando llegué a la estación estaba helado, temblaba de frío y miedo, de la ansiedad y el temor que me producía la posibilidad de fracasar, de humillarme públicamente ante gente que me podía ver, después de todo la Estación de trenes era un sitio público. Roberto me guio hasta un sitio y luego se detuvo, allí puso su mano en mi hombro y me dijo al oído que si hablaba desde allí, Ámbar me escucharía, que ya me estaba viendo.

Eso solo hizo que me temblaran aún más las entrañas, ya no sabía si era el frío por salir desabrigado y el viento de la moto o el miedo al rechazo que me invadía. Decidí no pensarlo, decidí que la quería conmigo y debía jugarme por ella. Hablé, grité y en la oscuridad de mi vida esperé una reacción. Lamenté no poder ver su rostro cuando le dije aquello, pero podía sentirle cerca. ¿Se vería feliz?, ¿sorprendida? ¿Le habría gustado? ¿Se iría igual, me rechazaría?

Un apretón amistoso en mi hombro me hizo entender que lo había logrado y de repente todo el calor de su cuerpo y su presencia invadieron mi espacio. Me besó, ella lo comenzó y yo la seguí. De la forma más romántica, tierna y a la vez salvaje posible, nos enredamos en ese beso que ambos habíamos anhelado por tanto tiempo. Fue un momento mágico porque me entregué a ese acto, era entregarme a alguien y eso nunca lo había hecho. Además sentir su sabor era el éxtasis, sentir la textura de sus labios, de su lengua, era el manjar más delicioso que hubiera imaginado. Mis sentidos en pleno estaban alterados.

Luego de interminables expresiones de tierno y dulce cariño en el taxi, llegamos a casa. Cuando entramos, saludé a Barny —el portero— y después me dirigí al ascensor. Tuve la sensación de que había pasado una vida desde que estuvimos allí juntos por última vez cuando me había enfermado. El ascensor estaba vacío y Ámbar se aferró a mí besando mis labios con pasión e intensidad. La recosté por una de las paredes y tomando su rostro entre mis manos seguí aquel beso devorándola como pudiera.

Las puertas se abrieron y riendo como un par de adolescentes hormonales salimos de la mano. Llegamos al departamento y lo abrí. Entramos y luego de cerrar la puerta la llevé hacia el sofá. Ahora estaba en mi espacio y sabía dónde estaba todo, me senté y la senté de nuevo en mi regazo, como veníamos en el taxi. La abracé, con fuerzas, como si abrazara su alma, como si quisiera unirme a ella por el resto de mis días.

—Por Dios, Ámbar... yo... estoy enamorado y... —No dije nada más, me daba vergüenzas admitir que a mi edad era la primera vez que sentía todo aquello.

Ella no respondió, seguimos abrazados, nos besamos un montón de veces más, explorándonos, respirándonos. Acaricié su rostro y paseé mis dedos por su sonrisa. Me dijo que estaba feliz.

Luego de un buen rato, no sé si fueron minutos u horas, decidimos que teníamos hambre. Llamé al delivery de pizzas porque no teníamos ganas de salir, no queríamos separarnos. Y después de aquello ella me habló con dulzura.

—Mariano, hay muchas cosas que debes saber...

—Bien, lo sé... pero puedes decirme cuando lo sientas, no hace falta que te presiones... Nada de lo que me digas me hará cambiar lo que siento por ti —respondí con ternura, quería darle seguridad.

—No estés tan seguro... De todas formas creo que cuanto antes mejor... ¿Puedo quedarme aquí esta noche? Ya no tengo donde estar, liberé el departamento.

—No pensaba que fuera de otra forma, Ámbar. Y con respecto a lo de hablar, te escucho... Cenemos y luego conversamos tranquilos, ¿quieres? —dije besándola en la frente, la notaba ansiosa.

—Me parece genial.

Cuando llegó la pizza ella y yo nos movimos al unísonos y tan coordinados que parecía que convivíamos desde hacía tiempo. Yo saqué los platos y vasos, ella buscó cubiertos, los colocamos en la mesa y en cuestión de segundos todo estaba listo. Comimos riendo, le conté lo mal que me sentí cuando se fue y como Roberto me instó a que la buscara. Le debíamos esto al chico, había que aceptarlo. Teníamos muchas cosas que decirnos, pero había tiempo... teníamos tiempo.

Cuando terminamos de comer ella quiso lavar los cubiertos, pero la convencí que lo dejara. No era momento para esas cosas, ya lo haría yo después. La llevé de nuevo a la sala y nos sentamos uno al lado del otro. El silencio nos invadió, había llegado su hora de hablar pero yo no pensaba presionarla, ella debía hablar cuando se sintiera lista. Busqué entonces su mano, aquella que me hacía sentir tan pleno y seguro... Aguardé.

—Mariano... yo... fui... abusada cuando niña... Desde los tres hasta los seis años, repetidamente abusaron de mí. —Pude sentir su corazón partirse en miles de pedazos al pronunciar esas palabras, sentí sus lágrimas caer como si las pudiera escuchar golpeando contra la superficie del sofá. Sentí su vergüenza al admitirlo, sentí el dolor de sus palabras. Me quedé inmóvil, ¿cómo alguien podría hacer eso con una niña tan pequeña?

—Tranquila... no tienes que contarme si no quieres. —La consolé.

—Sí, quiero... sólo... es difícil, nunca se lo conté a nadie. Es decir, Rob sabe lo que pasó pero no los detalles...

—Pero no quiero que te sientas mal... —insistí abrazándola.

—Necesito hacerlo... —Asentí y esperé en silencio a que continuara—. Soy hija única, vivíamos en una casa grande, mis padres, yo, mis abuelos y mis dos tíos, hermanos de mi madre. La casa era de los abuelos y supongo que vivíamos allí hasta que mis padres se independizaran. Mi mamá trabajaba mucho y mi papá también, yo me quedaba con la abuela y los tíos. Uno tenía veinte y el otro diecisiete. —Se detuvo y aspiró para tomar fuerzas, apreté más fuerte su mano—. Yo no recuerdo mucho, solo los últimos episodios porque ya era mayor. Mi tío, el de veinte años, era quien más jugaba conmigo, pero a veces, me llevaba al depósito del abuelo y allí me hacía cosas. Recuerdo que mi abuelo tenía muchas cabezas de animales en ese sitio, era donde guardaba sus cuestiones de cacería, para mí era un sitio tenebroso, lleno de animalitos muerto con ojos de vidrio que parecían presenciar todo aquello.

—Dios... chiquita... —La atraje hasta mí y la envolví en mis brazos, pude sentir sus lágrimas en mi cuello.

—Aquella tarde le dije que no quería más jugar a ese juego que él me obligaba. No quiero recordar todo lo que me hacía hacer, duele mucho... Simplemente le grité y le dije que iría a contarle a mi abuela que él era malo conmigo. Me sujetó por los hombros zarandeándome y dijo que si yo abría la boca, él usaría el arma de mi abuelo para convertir mi cabeza en una de esas cabezas colgantes que estaban en el sitio. Me puse a llorar y él me obligó de nuevo. Me sometió y me lastimó mucho en esa ocasión específicamente, pues estaba enfadado.

»Yo tenía mucho miedo, temía lo que me había dicho que haría... era solo una niña pequeña. Estaba muy adolorida pero mi padre llegó antes del trabajo aquella tarde y me llevó a la plaza. Yo me sentí feliz de poder salir de ese sitio y traté de no pensar en el dolor. No quise jugar demasiado, subir a los juegos me hacía doler. Cuando volvíamos él notó que mis pantalones estaban manchados. Me preguntó si me había lastimado y le respondí con mucha vergüenza que no. Dijo que iríamos a buscar a mamá para que me revisara pero yo no quería. Tuve un ataque de histeria por el miedo a pensar que lo descubrirían y mi tío me convertiría en una cabeza colgante. Mi padre se dio cuenta de que algo sucedía y logró —no sé cómo— sacarme la información. Le dije que el tío me había lastimado.

»Se puso como loco y me llevó a la clínica. La doctora le confirmó sus temores y entonces según él me contó después, su mundo colapsó. Me dejó en lo de su madre y fue a la casa a buscar a la mía. Le contó lo sucedido y luego golpeó a mi tío hasta casi dejarlo inconsciente. Terminaron en la comisaría, mi papá quedó arrestado un día por agredir a mi tío pero nadie quiso hacer la denuncia por abuso infantil. Mi madre le pidió a mi padre que no se apurara, que eso sería el caos para su familia. Ella intentó que él callara pero mi padre no lo hizo, mi papá denunció a mi tío y presentó todas las pruebas. También solicitó mi tenencia, y cuando se logró confirmar que yo había sido en efecto abusada sistemáticamente y por varios años, se la dieron.

»El juicio fue largo y pasé por muchos psicólogos y cámaras Gesell... Me apartaron de mi familia, me dejaron con los abuelos paternos mientras tanto. Aún recuerdo la tarde en que le dieron la tenencia, vino corriendo y llorando con un papel en la mano. Me abrazó fuerte, me levantó por los aires y me prometió que ya todo estaría bien, que nunca más me sucedería nada malo. Mi papá sentía tanta culpa por no haberlo evitado que su corazón nunca volvió a juntarse. —Narró todo aquello entre sollozos que sonaban lastimeros y que partían mi alma en miles de pedazos. Nunca pensé que el pasado de alguien podría dolerme tanto.

—Gracias a Dios tu papá estuvo allí para ti —comenté y ella asintió.

—Viajamos. Papá juntó nuestras cosas y volamos lejos, para empezar de nuevo dejando atrás todo el dolor. Mi madre, aunque tenía permiso para verme, no vino nunca, no sé por qué prefirió defender a su hermano en vez de a su hija... pero lo hizo así. Mi padre trató de cubrir su lugar y de que yo volviera a sonreír. Jugaba mucho conmigo, me llevaba a pasear, me compraba lo que quería y además me hizo seguir tratamiento psicológico por mucho tiempo. Pero yo... yo solo guardé en el fondo de mi alma todo aquello y me prometí salir adelante en otras cosas, olvidando eso.

»Al principio fue fácil, hice nuevos amigos y fui una niña normal. Eso de viajar y empezar de nuevo había funcionado. Cuando llegó la adolescencia llegaron los problemas. No... puedo, no quiero disfrutar del sexo... tengo mucho miedo. Digamos que me mentalicé que no lo necesito. Tuve algunas parejas pero nunca me enamoré, por el mismo miedo a que me daba hacerlo. Enamorarse implica entregarse y yo no puedo entregarme... Estoy rota, incompleta... lastimada. Simplemente es algo más fuerte que yo. El sexo y todo eso siempre me dio asco, repulsión. Me gustaba un chico pero de forma platónica, si se hacía real huía... no quería llegar a nada —admitió con la voz rota, pude percibir el temor en sus palabras.

—Cariño, no te preocupes —Besé su frente y esperé a que continuara, acaricié sus cabellos con cariño.

—Tú has cambiado mi mundo... A tu lado siento muchas cosas, tú despiertas demasiadas cosas en mi vida, en mi piel, en mi alma. Pero no sé si llegado el momento yo pueda... No lo creo, no creo que pueda, Mariano. Y no sería justo para ti. Además eres un hombre que seguro está acostumbrado a estar con distintas chicas, eres muy guapo —hablaba rápido y con tono nervioso.

—¿En serio piensas eso? ¿Qué estoy acostumbrado a estar con chicas? —pregunté confundido—. ¿Por qué?

—Eres guapo, un profesor... Todas las alumnas quieren contigo —dijo ella casi en un murmullo inseguro.

—Las apariencias engañan, cariño. Pero ya que me dices todo esto voy a contarte un secreto un tanto vergonzoso. No he estado nunca con nadie, Ámbar... No de esa forma —admití.

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