19. Confesión bajo las estrellas
Luego de las doce de la noche y cuando todas las hermanas se dispusieron a ir a dormir, Ámbar y yo caminamos hasta el campanario, ella insistió en ir allí conmigo como le había contado lo solía hacer cuando era chico. Nos acomodamos en una esquina sentándonos uno al lado del otro.
—Cuando era más pequeño esto era mucho más grande —murmuré.
—O tú eras más chico —dijo ella acomodando su cabeza en mi hombro. Se disponía observar el cielo.
—Cuéntame cuántas estrellas puedes ver —sonreí.
—Una, dos, tres... mil... un millón... Uff, perdí la cuenta —bromeó y yo reí. Suspiré aspirando su aroma mezclado con el olor del campo y de la noche. Me sentía tan bien, tan libre.
—Esto se parece mucho a la libertad. ¿No es así, señorita Vargas? —pregunté
—Mmmm... no lo sé —respondió insegura.
—Amas la libertad, ¿verdad?
—Sí, poder hacer lo que quiera, ir a donde quiera sin darle explicaciones a nadie... Sin rendir cuentas, sin necesidad de volver a ningún lado.
—¿Eso es la libertad para ti? —cuestioné intrigado.
—Sí... ¿No es eso?
—Para mí la libertad es una utopía... Uno no puede ser libre nunca, siempre estará sujeto a alguien, a algo, aun cuando a uno le agrade aquello. Es decir, no eres libre porque viajes o vayas y vengas; siempre habrá algo en tu cabeza que te ate...
—Pero eso es muy negativo... —refutó—. ¿Dices que vivimos siempre presos de algo o alguien?
—Así es... de algún problema, de algún temor, de alguna discapacidad... No soy libre si no puedo ver. Estoy atado a eso y a las limitaciones que me impone.
—Pero tú eres un hombre libre, vives solo, no dependes ni necesitas de nadie... Yo lo veo así... —insistió en su punto.
—Sería libre si fuera capaz de aceptar toda mi realidad y ser feliz con ello —susurré en un suspiro melancólico.
—¿No eres feliz, Mariano? —preguntó con genuina curiosidad en la voz.
—No siempre... No soy feliz, no me siento completo —admití.
—Que no puedas ver no significa que no estés completo... A todos nos falta algo, yo tampoco me siento completa —añadió.
—Háblame de las estrellas —susurré.
—Brillan, algunas más que otras. Estoy viendo una donde creo que vive El Principito... es pequeña y muy brillante, es probable que allí esté su rosa —comentó y sonreí pues había recordado lo que le había mencionado antes.
—¿Lo crees? —respondí sintiéndome como un niño.
—Sí... estoy segura... —afirmó.
Nos quedamos en silencio por un buen rato, solo sintiéndonos, abrazándonos en medio de la oscuridad, disfrutándonos mutuamente.
—Siento tanto que no puedas ver las estrellas, Mariano... Si yo pudiera darte mis ojos lo haría —susurró y la besé en la frente.
—Cuando era niño, las hermanas me contaban las historias de Jesús haciendo milagros. Le rezaba mucho, le pedía por favor que me devolviera la vista, pero nunca sucedió.
—¿Aun así crees en él? —inquirió.
—Creo en él porque pienso que él fue quien me dejó con las hermanitas... Ellas siempre me dijeron que yo era un ángel que Jesús les había enviado para hacer sus vidas más divertidas y felices... y yo no podía creer que alguien estuviera tan feliz con mi presencia...
—Eso es dulce... —murmuró.
—Ámbar... mi madre se llamaba Melissa y mi padre Esteban, eran muy jóvenes cuando me tuvieron, ella tenía solo dieciséis años y él dieciocho. A ella la echaron de la casa cuando se enteraron que estaba embarazada y entonces mi padre la llevó a vivir a un cuarto donde me tuvieron y me cuidaron un tiempo con el trabajo que él tenía. Al principio, supongo que intentaron jugar a ser grandes, a la casa perfecta... pero con el tiempo todo se fue dificultando. Ella no se perdonó no haber terminado sus estudios por mi culpa y se lo reprochaba a mi padre, él no toleraba tener que trabajar tanto para cuidarnos y no poder vivir la vida de un chico de su edad. Me empezaron a descuidar, me tenían abandonado, no me atendían como se debe y ambos empezaron a hacer sus vidas como si yo no existiera. Los vecinos los denunciaron en varias ocasiones por ello, dicen que mamá me encerraba en la casa y salía por horas, y que yo me quedaba llorando mucho.
—Por Dios, eso es horrible —interrumpió ante mi silencio.
—Fui creciendo así, olvidado. No iba a la escuela, no los veía nunca. Comía en casa de una vecina que se encargaba de mí más por pena que por otra cosa, pero me obligaba a hacer cosas como cuidar de su gallinero, limpiar el jardín y demás actividades para poder ganarme un pedazo de pan. Si hacía algo mal me golpeaba. Pero era la única forma que tenía para comer.
»Una tarde mis padres discutieron, fue muy fuerte, él lastimó a mi mamá, la pegó y le hizo sangrar el rostro. Yo gritando llamé a la vecina por ayuda, ésta a su vez llamó a la policía y mi padre enfadado por su intromisión y por el llanto de mi madre, me tomó por la fuerza y me alzó en su moto. Yo era tan delgado y pequeño que no tenía fuerzas para soltarme de su agarre.
»Manejó con tanta rabia y a tanta velocidad que me asusté como nunca y empecé a llorar. Mi padre me llamó cobarde y me acusó de ser el culpable de sus problemas. Me dijo que me odiaba, que mi madre debió abortarme, que era el error más grande de su vida. Luego levantó la rueda delantera y yo caí... desde allí todo se puso negro.
—Por Dios, Mariano... esto que me cuentas me da tanta rabia, sufriste tanto —susurró ella tomando mi rostro con desesperación entre sus manos y besando mis lágrimas que caían por el recuerdo. Jamás había contado esto, solo a mamama y a dos de las hermanas, pero hacía muchos años atrás.
—Cuando desperté ya no podía ver, estuve en coma varios días. Luego me enteré que no solamente caí de esa distancia y a esa velocidad, sino que un auto que venía detrás no pudo frenar impactando contra mí. Los médicos dijeron que no viviría, dijeron que era un milagro que solo hubiese perdido la vista... La vecina denunció a mis padres por malos tratos y abandono, aquello fue un proceso largo y terminé en un hogar de acogida. Mamama fue quien me recibió y me dio mucho amor, yo no podía creer que alguien me quisiera y se preocupara por mí solo porque sí, sin pedirme nada a cambio, sin golpes, sin nada más que amor... gratis y puro. Luego conocí a las monjitas y todas se encariñaron tanto conmigo que Sonia quiso pedir mi adopción. No era fácil, ella no estaba casada, no tenía un hogar y su único trabajo era como cuidadora del convento...
—¿Y cómo lo consiguió? —quiso saber Ámbar.
—Esas monjitas rezaron, Ámbar, día y noche. Hicieron cadenas de oración y misas... pidieron ese milagro y se les dio. Ese es el día que ellos celebran como mi cumpleaños, ese es el día que mi vida cambió.
—En realidad es una historia muy conmovedora, Mariano... muy triste... pero al final tuvo un buen final, ¿no es así?
—Lo es... pero la infancia deja rastros. Las hermanas me hicieron tratar por un psicólogo pues al principio tenía muchas pesadillas, temores y fobias. Luego de un tiempo de tratamiento y cuando estuve mejor, me inscribieron en la escuela parroquial. Yo tenía doce años e iba a ir recién al primer grado. Todos los niños grandes se burlaron de mí, me tiraban cosas, me sacaban mis útiles y se los repartían. Aun así me propuse estudiar y en dos años terminé la primaria, los maestros decían que yo tenía una inteligencia superior al resto.
»Terminé alcanzando, y luego pasando a los niños de mi edad, y ellos aprendieron a respetarme... pero nunca nadie se acercó, yo era el chico raro. Cuando tenía quince años ya estaba en la universidad, mi vida era leer, estudiar y escribir. Y así... me cerré al mundo porque el mundo nunca fue un lugar feliz para mí. Esa es mi historia, Ámbar y es la primera vez que se la cuento a alguien —confesé sintiendo una inmensa paz en mi interior.
—Mariano... gracias por contármela... es... muy especial para mí que me tengas esa confianza. Yo... lo siento tanto, todo... —Habló con verdadero pesar. Solo la abracé con fuerza y me refugié en su aroma, respirándolo—. ¿Nunca más supiste de tus padres?
—No... no supe ni quiero saber de ellos... Siento haberles arruinado la vida, tuve que vivir con ese dolor por mucho, mucho tiempo —susurré.
—Pero tú no lo hiciste, eras inocente... ¡No tenías culpa de nada!
—Es difícil crecer sintiéndote un error —mencioné.
—No eres un error, puedes ser cualquier cosa, pero no eres un error —expresó abrazándome con desesperación, aferrándose a mi cuello y besándome la frente y las mejillas. Me sacó los lentes y besó mis ojos. Yo lloré dejándome cuidar por ella, sintiéndome solo un niño perdido, un niño dolido y lastimado. Ella me estaba curando, ella me estaba diciendo una y otra vez que yo no era un error. Recordé cuando se lo dije a la hermana Rita, cuando le dije que era un error y ella me dijo que Dios no comete errores. En ese momento no se lo creí y decidí no hablar más de aquello, pero toda mi vida lo pensé así, toda mi vida me sentí una equivocación—. ¡Sácate eso de la cabeza, por Dios, Mariano... no eres un error! —Ella también lloraba, lloramos juntos.
—Gracias, Ámbar... —Esas palabras no me parecían lo suficiente para lo que estaba pasando, para la intimidad que habíamos alcanzado.
—No me lo agradezcas, yo daría lo que fuera por ti... Si pudiera te daría mis ojos ahora para que tu milagro se hiciera realidad, para que pudieras ver las estrellas que brillan sobre nosotros...
—«Lo esencial es invisible a los ojos»,decía El Principito —recité recordando aquella frase que ahora tomaba tantosentido para mí—; y esta ha sido mi noche más estrellada, Ámbar. Con solotenerte cerca me haces ver miles de estrellas.
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