12. En las montañas
Esto simplemente se estaba dando, eran de esas cosas que temes que sucedan pero cuando suceden no quieres que se interrumpan. Ver a Galván en esa Iglesia fue una sorpresa muy grata e inesperada, pensaba que me alejaría unos días de él y que eso enfriaría las cosas entre nosotros... A pesar de que los últimos días él había estado muy distante.
Roberto me instó a que le escribiera y le dijera para hacer algo al día siguiente. Yo no me animaba, me parecía demasiado, pero para Rob era como una aventura, algo divertido y peligroso.
—Si yo pudiera lo haría, le invitaría a salir. ¿Qué tienes qué perder, Ámbar? Por el contrario, podrías divertirte... —dijo aquella noche cuando llegamos a la posada donde yo me estaba alojando. Él quedaba en lo de su hermana pero la casa era demasiado pequeña, y para no molestarlos yo decidí alojarme en una pequeña posada.
—No lo sé... ¿Estás seguro? —pregunté dubitativa.
—No, pero como te digo: ¿qué tienes que perder?
—¿Mi trabajo? —respondí enarcando las cejas.
—No lo vas a perder por pasearte con él por el pueblo, además siempre puede no aceptar. Tú solo inténtalo —insistió.
Así fue como me animé y le envié el mensaje, pero apenas se fue, me arrepentí. Galván me confundía, la mayoría del tiempo no parecía ser de esas personas que permitieran ninguna clase de acercamiento, pero luego y por momentos parecía ceder. Me imaginaba que era un hombre muy solitario, y esa clase de personas tienden a ser muy mañosas.
Eran casi las diez de la mañana, habíamos quedado en vernos a esa hora en la Iglesia, la verdad estaba en la esquina desde las nueve y cuarto. Llegué más temprano de lo que debía por la ansiedad que me generaba todo aquello. Observé desde la esquina por si lo veía ingresar, pero no había llegado aún. Fiel a la hora me encaminé al sitio y para mi sorpresa, él ya estaba adentro. ¿A qué hora habría llegado si yo no lo vi entrar? Y eso que estoy aquí hace bastante tiempo.
—Hola, profesor —lo saludé y él se giró al oír mi voz. Se veía guapo en esa tenida casual. Traía puesto un jean azul marino y un pullover de lana fina de color negro que tenía cuello alto, llevaba puesta una gorra y una campera bien abrigada, y sus gafas de siempre.
—Hola, Vargas, espero que venga abrigada. Vamos a ir a la montaña y pronostican nevada para hoy.
—Sí, lo he pensado, y como sufro mucho el frío me he traído todo encima —sonreí.
—Bueno, no hay más tiempo que perder. Debemos caminar hasta la estación donde tomaremos el bus de color amarillo, ese es el que sube hasta la montaña.
—Bien, no sé dónde queda la estación pero siempre podemos preguntar —respondí.
—No se preocupe, yo sí lo sé —sonrió él dejándome ver por segunda vez esa sonrisa tan hermosa que iluminaba todo su rostro—. Lo único es que deberá avisarnos cuando vea el autobús amarillo.
—Eso lo puedo hacer —añadí sonriente.
Caminamos uno al lado del otro en silencio, me impresionaba la seguridad que emanaba, como se manejaba por las calles sin problema alguno. De repente una sensación de sentirme protegida y a salvo me inundó por completo. Cuando íbamos a cruzar la calle él lo hacía como si nada, se detenía, escuchaba los sonidos y cruzaba sin siquiera titubear. Mi corazón se agitaba en una mezcla de temor y ansiedad, no quería guiarlo pues lo veía muy independiente, pero a la vez no estaba acostumbrada y me daba miedo. Unas cuadras más adelante tuve la certeza de que él sabía perfectamente lo que hacía, y dejé de pensar en aquello para disfrutar de su compañía.
El viento frío golpeaba mi rostro y arrastraba su aroma varonil hasta mis fosas nasales, aquel aroma a menta ingresaba a mi sistema dejándome con ganas de más. Sentía su piel llamando fuertemente a la mía y tenía ganas de tocarlo, de aunque sea rozar mis manos con la suya. Era una necesidad intensa y apabullante, algo que nunca me había sucedido y que me asustaba en demasía.
Cuando llegamos a la estación no debimos esperar demasiado, el autobús amarillo estaba subiendo pasajeros. Se lo dije y corrimos hasta él como dos niños, divertidos, riendo. Una vez arriba lo tomé de la mano para indicarle donde habían asientos libres, teníamos guantes así que nuestras pieles no se tocaban, pero su mano encerrando firmemente la mía se sentía maravilloso. Los asientos eran pequeños y nosotros estábamos demasiado abrigados así que quedamos muy juntos. No me soltó la mano, no le solté la mano... hasta que unos segundos después parecimos darnos cuenta de aquello y nos liberamos suavemente.
Cuando llegamos al inicio de la montaña tuvimos que subir a otro ómnibus preparado para ese camino más sinuoso y húmedo por la nieve. Volví a sujetarlo para llevarlo a un sitio y me gustaba que él se dejara guiar sin problemas. Nos sentamos de nuevo y anduvimos en silencio hasta la parada. Cuando llegamos pude observar aquel asombroso sitio, nunca había estado en un lugar así. Todo era blanco a mi alrededor, nieve por todas partes y no podía ver donde terminaba la tierra y comenzaba el cielo.
—¡Wow!, este sitio es fantástico —comenté asombrada.
—¿Le gusta? —preguntó—. Es un lugar mágico, me gusta pensar que es el sitio más cercano al cielo.
—Se ve como tal profesor. ¡Me gustan los teleféricos de allá! ¿Cree que podríamos subir?
—Nunca he subido a esa cosa, siempre vengo solo y... no tendría sentido si no puedo apreciar las vistas. —Me sentí confundida ante aquello, no sabía qué decir pero pronto se me ocurrió algo.
—Quizá podría sentir esa sensación de libertad de estar suspendido en el cielo —comenté.
—Libertad, creo que usted sobrevalora mucho esa palabra —dijo probablemente recordando mi ensayo.
—Amo la libertad... ¿Quiere intentarlo? —insistí.
—Para serle sincero temo hacer el ridículo subiendo a un aparato cuyo objetivo es mostrar las buenas vistas desde arriba. Pero puede subir usted sola —respondió de manera cortante.
—¿Hacer el ridículo, profesor? ¿Quién se fijaría? ¿Acaso es usted de esas personas que viven pensando en el qué dirán? Vamos, se me ocurre una idea —agregué tomándole de nuevo de la mano.
Lo llevé entonces hasta el sitio donde se compraban los pases para el teleférico y compré dos. Luego fuimos a la fila y sin necesidad de que esperáramos mucho, pronto subimos a uno. La máquina era como una cápsula trasparente en la que entraban cuatro personas. Subimos él, yo y dos jovencitas. Cuando estuvimos allí saqué una pañoleta que traía ajustada a mi cuello y me la até por alrededor de los ojos. Antes de dejar de ver pude observar el rostro confuso de las jovencitas ante lo que hacía, pero no me importó.
—Profesor, présteme sus manos —dije hablándole a Galván que lucía inquieto a mi lado. Le tomé una de las manos y le saqué el guante, sus dedos estaban fríos al tacto. Lo guié hasta mis ojos para que tocara la tela que los cubría.
—¿Qué hace, Vargas? —preguntó sorprendido.
—Experimento la libertad de estar suspendida en el aire sin poder ver —respondí sonriendo.
—No debe hacerlo, no se pierda las hermosas vistas que usted podrá apreciar —añadió algo confundido.
—Disfrutaré de esto tanto como usted —dije sonriendo. Galván dejó sus manos en mi rostro unos segundos más que a mí me parecieron eternos y hermosos. Su tacto frío en mi mejilla me hizo estremecer.
Unos segundos después sentí el movimiento del aparato, se meneaba ligeramente de un lado al otro de una forma tan sutil que resultaba relajante. Me dejé llevar por esa sensación de estar volando y me sentí realmente libre. Entonces mis manos cobraron vida propia y con una de ellas tomé la mano de Galván, él envolvió mi mano en la suya. Eso se sentía hermoso, pleno, libre...
Cuando llegamos a la cima me saqué la venda para poder guiarnos. Salimos de allí para pasear por la parte más alta de la montaña a la que solo se llegaba de esa manera. Era cerca del medio día y allí había un restaurante.
—¿Tiene hambre? —pregunté sonriendo.
—Un poco, ¿hay algún sitio para comer aquí? —inquirió.
—Sí... ¿vamos? —dije guiándolo.
—Bien... —asintió sonriendo. No parecía sentirse molesto y eso me agradaba.
Ingresamos al sitio y nos sentamos allí. No sabía cómo reaccionar ya que él no podía leer el menú, me pregunté como lo haría normalmente y supuse que preguntando al mozo.
—¿Quiere que le lea el menú, profesor? —pregunté avergonzada.
—No es necesario, no quiero molestar —respondió de forma seca, quizás él también se sentía incómodo en esta situación.
—Le leo los trabajos prácticos de los alumnos y los exámenes, profesor. No es nada.
—No es lo mismo, ese es su trabajo. — Lo observé allí sentado, quieto, mordiéndose el labio por la incomodidad. No parecía acostumbrado a esta clase de situaciones, me generó una sensación parecida a la ternura. Su mano derecha reposaba en la mesa al lado de su plato, coloqué mi mano encima a modo de darle confianza.
—No es lo mismo, pero no es molestia. Disfruto de mi trabajo porque hago lo que me gusta junto a una persona tan preparada e inteligente como usted, alguien a quien realmente admiro. Pero también disfruto de estar aquí, profesor, de poder leerle el menú o guiarlo si lo necesita. Usted también me ha guiado por el pueblo hasta llegar a la estación, yo no conocía nada y me sentí muy segura de que no iba a perderme yendo a su lado. Sé que esto le resulta incómodo... pero... ¿por qué no intentamos que sea divertido y dejamos de lado las incomodidades? La estoy pasando genial y espero que usted también —hablé tratando de tratando de calmarlo.
—Así es, Vargas, a pesar de no estar acostumbrado a estas situaciones... estoy pasando bien. Léame el menú por favor —aceptó.
Sonreí y empecé a leerle las opciones.
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