Con la soga al cuello
La sala en la que se encontraban mantenía el calor dentro de ella gracias a la cocina prendida, donde la mujer probaba la sopa que preparaba para la familia. Su estómago sonó demandando que le llegara comida, pero Beatriz, sin haber servido aún los platos, comprendía que la porción que le tocaría a ella sería pequeña o nula. Primero tenían que comer los niños y su suegro enfermo.
Javier miraba con pena a su madre sintiéndose impotente por no poder hacer algo para cambiar la situación en la que se encontraban. Su hermanita llamaba su atención, Laura parecía no darse cuenta aún de la realidad que vivían y no era para menos, después de todo solo tenía un año. Sus risitas era el único sonido alegre en esa pequeña casa deprimente de dos habitaciones -baño y la sala grande que hacía de living, comedor y dormitorio-, con el techo cayéndose de a poco con goteras que mojaban la madera del suelo los días de lluvia como aquel, pudriéndola más de lo que ya estaba. El frío llegaba a calarles los huesos a todos sus habitantes siendo el único consuelo el dormir de a tres en una cama, cuidando no ahogar al abuelo que ya tocía lo suficiente estando él solo en uno de los dos colchones con los que contaba la familia de seis integrantes.
—¿Ya está lista la comida? —Preguntó Jorge, el niño que con seis años tenía un apetito difícil de saciar, característica que tendía a empeorar la situación, haciendo sentir a su padre que la soga al cuello le apretaba más y más.
—En cinco minutos estará. Pon la mesa —le dijo su madre.
Quejándose por hacer una tarea que no quería, Jorge colocó los cubiertos en los puestos de la mesa que se ocuparían. Le llevó a su madre la bandeja en la que posaría luego el plato que le llevaría al abuelo, para que tomara su sopa en cama y no perdiera así el calorcito que debía tener bajo las mantas.
Antes de servir, Beatriz miró por la ventana, su marido aún no llegaba lo cual le preocupaba. Ya eran las nueve de la noche, debía estar en casa a las ocho y media, pero por la calle no se veía ni rastros de él. Trató de convencerse de que se encontraba cerca y que era la lluvia y oscuridad la que no le permitía ver, en vez de creer que aún estaba lejos de su hogar.
—Javier, vacía los potes, por favor.
Aquella orden cualquier miembro de la familia la comprendía. El joven de 14 años se levantó dejando a su hermanita un momento sola, tomó una a una las ollas y los baldes puestos bajo las goteras, los vació afuera y con prontitud los volvió a colocar en su lugar para evitar que se siguiera mojando el piso. En uno de esos viajes a la puerta se encontró con su padre detrás de ella, pero no venía solo.
—Javi, ayúdame.
Desconcertado el chico dejó el balde que traía en su mano por ahí y ayudó a su padre que traía a un joven de unos veinte años afirmándose en él por el hombro, quien tenía una herida sangrante en la frente. Javier tomó el otro brazo del desconocido, lo pasó por sobre él y junto a Jaime lo arrastraron dentro de la casa. Beatriz detrás de ellos tiró el agua del balde que su hijo había dejado, cerró la puerta, lo colocó donde correspondía y solo entonces se dirigió al viejo sofá donde acostaron al herido.
—Jorge, trae el botiquín, Javier, apaga la cocina.
Si se trataba de dar órdenes, ella era experta y si la cosa era de curar heridas, mucho mejor. Todo aquel que la conocía se quedaba con la imagen que se creaban de ella en un hospital siendo enfermera jefe o médico. Sus padres siempre le vieron un futuro brillante dentro de un centro de salud, pero los planes se vieron rotos cuando el dinero fue insuficiente para costear sus estudios y el embarazo a temprana edad le impidió concentrarse por completo en reunir lo necesario para pagar la universidad. La decisión de dejar atrás el sueño universitario no fue difícil, prefería tener a su niño con ella a tener un título y ver al pequeño en brazos de otra mujer que lo hubiese querido adoptar.
Con cuidado, limpió la herida con lo poco que tenía para hacerlo, ni el llanto de su hija la desconcentró de su tarea ni despertó al hombre que, en ese momento notaron, venía inconsciente.
—¿Qué le pasó? —Preguntó Jorge, más curioso que cualquier otro de sus familiares.
—Lo asaltaron y golpearon —le explicó su padre en un susurro para no molestar a su mujer que trabajaba y al anciano que parecía estar dormido.
—Debería ir a un hospital —opinó Javier.
—No tenía cómo llevarlo, está muy lejos y nadie más ayudaba, tampoco tengo dinero como para pagar un taxi. Además, han dicho en el trabajo que las urgencias están atochadas de gente con enfermedades de invierno, tal vez saldría peor llevarlo.
—Sea como sea, hay que dejarlo descansar y ya veremos qué se hace mañana —sentenció Beatriz una vez que terminó la curación—. Voy a servir la cena.
Todos comieron en silencio, mirando de vez en cuando al desconocido que yacía en el sofá tapado con una frazada vieja y una manta de polar que que les regaló un compañero de Jorge cuando nació Laura. Era todo con lo que podían abrigarlo, el resto era ropa de cama para la familia, que tampoco era suficiente como para pasar una noche sin frío.
Horas más tarde la oscuridad ya se había adueñado de todos los rincones de la pequeña casa. Si no hubiese sido por la lluvia que continuaba aún después de tantas horas, el ambiente habría estado en silencio. Sin embargo, no era el agua sobre el tejado lo que despertó a media noche a Jaime, fue un quejido de dolor. Por un momento se alarmó pensando que era su padre, pero el tono parecía ser diferente al que tenía el viejo. Con cuidado se levantó del colchón puesto en el suelo donde yacían dormidas su mujer y su hija menor y se dirigió a la fuente del sonido. Provenía del desconocido que había traído a casa. A tientas llegó hasta él tratando de ver algo en la ausencia de luz, logró palparlo con mucho cuidado de no tocar alguna herida y entonces lo notó, el joven tenía fiebre.
Encendió una vela esperando no despertar a nadie, mojó un viejo pañuelo y se lo colocó en la frente, volviendo a humedecerlo cada cierto tiempo. Fueron horas de desvelo cuidando del desconocido como si fuera su propio hijo hasta que la temperatura le bajó a una más aceptable. Apagó la pequeña llamita y le pareció que logró apoyar solo tres segundo la cabeza en la almohada antes de que su esposa lo moviera por el hombro. Ya era un nuevo día en el que debía trabajar para la mantención de su familia.
—¿Qué le daré de comer si despierta? —Preguntó con preocupación Beatriz a su marido antes de que este se fuera seguido de sus dos hijos que se dirigirían al colegio— Ya no nos queda casi nada en la alacena y no te pagan hasta fin de mes, aún faltan dos semanas.
—Le darás lo mismo que le darás a mi papá y que comerás tú —respondió con simpleza como si no fuera un gran problema, pero por dentro pensaba en algún método para conseguir más dinero.
—Nos quedaremos sin nada.
—Algo se nos ocurrirá... no podemos dejarlo así, todavía esta inconsciente y herido. Si no pudimos llevarlo al hospital, lo menos que podemos hacer es cuidarlo por un día.
Beatriz quedó en aquella casa ya no solo al cuidado de su suegro e hija menor, sino que también de un joven al que no conocía y que permanecía ahí dormido tranquilamente. Empezó con sus labores diarias, mientras Jaime camino al trabajo se carcomía la cabeza en busca de alguna forma para mantener a su familia lo que restaba del mes antes de recibir su sueldo. Si de algo estaba seguro, era que no se rendiría y no los dejaría a ellos ni al chico que había ayudado, por mucho que le apretaran el cuello con la soga que llevaba puesta ya como un collar casual.
La pequeña Laura miraba con curiosidad al desconocido que aún dormía. De vez en cuando acercaba una de sus manitos y tocaba sus mejillas pálidas y heladas, en otras ocasiones tiraba algún mechón de su cabello rubio y soltaba una risita al ver cómo se fruncía su ceño.
—No, Laura, eso no se hace —la regañó en voz baja su madre cuando vio cómo jugaba su pequeña.
Tomó a la niña en brazos dispuesta a alejarla y miró al joven queriendo disculparse de algún modo con él. En ese momento en que sus ojos se posaron en él vio las pequeña señales que daba, muestra de que estaba reaccionando.
El primer sentido que volvió fue el olfato, le llegaba el delicioso aroma de una comida casera que, a pesar de que Beatriz no contaba con una gran variedad de ingredientes, esta despedía un olor que despertaba el apetito de cualquiera. Luego fue el turno del oído, al que le llegó la risa de un bebé, sonido que no acostumbraba a escuchar porque vivía solo y se relacionaba únicamente con adultos. Y así poco a poco sus ojos se fueron abriendo, permitiéndole ver por completo el panorama que lo rodeaba. Una mujer frente a él lo miraba con cierta expectación mientras cargaba a una niña en sus brazos.
—¿Se siente bien? —Le preguntó.
—Sí... ¿Dónde estoy?
—Mi esposo lo trajo anoche aquí, porque lo asaltaron y dejaron herido e inconsciente. Me llamo Beatriz... le prepararé algo de comer.
Lentamente y con algo de dolor se sentó en el sofá en el que estaba antes acostado, dejando caer sin querer las frazadas que lo cubrían. Las levantó casi al instante al sentir el frío que imperaba en esa casa de condiciones deplorables. Analizó cada uno de sus detalles, no recordaba haber estado en un lugar donde se colocara un comedor, sofás, cama y cocina en una misma sala.
—¿Cómo se llama, joven? —Le preguntó un anciano que estaba acostado en una de las dos camas.
—¿Ah?... Leandro.
—Un placer, joven. Yo me llamo José.
—Igualmente, señor.
Beatriz volvió con la bandeja que utilizaba para servirle la comida a su suegro, pero esta vez no se la llevó a él, se la entregó a Leandro para que comiera lo que había sobre ella. Pan con un poco de margarina y un vaso de agua caliente con una bolsa de té a un lado.
—Perdone usted lo poco, pero pronto estará la comida, ahí tendrá algo más contundente para comer.
—No se preocupe, gracias.
"Tenga, no es necesario que me dé de comer", "no tengo hambre, gracias". Quiso buscar la manera adecuada de rechazar los alimentos ofrecidos, pero ninguna frase lo suficientemente educada y que no la hiciera sentir mal llegó a su mente. La culpabilidad lo invadió, tenía la sensación de estar aprovechándose de las personas que lo rodeaban, que estaba quitándole la comida de la boca a los habitantes de esa casa. Sin embargo, no dijo nada para expresarse, agradeció lo que le ofrecieron y comió en silencio ante la tierna mirada de José y la pequeña Laura que jugaba con una vieja muñeca de trapo.
Esa tarde los niños llegaron del colegio corriendo porque había vuelto a llover. Javier dejó su mochila donde acostumbraba dudando en sacar el papel, en el cual una apoderada de su curso le había escrito a sus padres las cuotas impagas para costear los gastos de fin de año que traía consigo su graduación de la enseñanza básica. Jorge corrió a saludar a su madre, hermana y abuelo, quedando sorprendido y cohibido al ver al joven despierto mirándolo con curiosidad a él y su hermano.
—Hola —saludó Leandro sentado en el sofá aún esperando que su hermano, a quien había llamado horas antes, lo viniera a buscar. Tuvo suerte de haber ocultado su celular entre su ropa, de ese modo los asaltantes no se lo quitaron— ¿Cómo te llamas?
—Jorge.
—Un placer, yo soy Leandro.
—¿Qué edad tienes? —Entró en la conversación Javier luego de ocultar el cobro de los apoderados, esperando que sus ahorros, que contaría en la noche o en el colegio, fueran suficientes para pagarlo.
—Veinte.
—Yo tengo seis —le contó el pequeño mostrando también seis dedos de sus manos.
—Yo catorce y me llamo Javier.
—Un placer.
Las horas pasaban, Leandro se limitaba a conversar cada vez que lo incluían en la charla, en caso contrario guardaba silencio esperando la hora en que llegara su hermano a buscarlo para llevarlo de regreso a casa, pero con la demora parecía que se había olvidado de él. Le envió mensajes recordándoselo, pidiéndole que no tardara demasiado pues le avergonzaba tener que estar consumiendo lo poco y nada con lo que esa familia contaba.
Jaime llegó a su casa desanimado, con las palabras de su jefe resonando en su cabeza: "eres un bueno para nada, te doy trabajo, un sueldo y todavía pides un adelanto dos semanas antes de la fecha. Esto es lo último que te soporto, Hernández, lo último". Cabizbaja entró a su casa con la vergüenza escrita en su frente, incapaz de mirar a su mujer porque ese día el dinero no le fue suficiente como para comprar pan ni siquiera para los niños.
—¿Cómo te fue? —Preguntó Beatriz al verlo entrar tendiéndole una vieja toalla para que se secara en el baño.
—Bien... iré a cambiarme.
Tan sumergido estaba en sus pensamientos que no notó al joven ya consciente que aún esperaba en el sofá a que fuera su hermano por él porque no reconocía el lugar y el dinero que tenía se lo robaron cuando lo golpearon. Miró al hombre que recién había llegado sintiendo que ya lo conocía, que había visto antes ese rostro en algún lugar.
—Es mi marido, él lo trajo aquí anoche —le explicó la mujer al notar cómo miraba a Jaime.
—Ya veo...
Media hora después, luego de las presentaciones y agradecimientos por haber sido salvado, Jaime se alejó con su mujer lo más que pudo de los niños y del allegado. En un rincón de la cocina ambos hablaban a susurro, sonriéndole con nerviosismo a sus hijos cuando los miraban. En momentos como aquellos el matrimonio deseaba poder hacer una división para, por lo menos, tener un lugar privado en esa casa donde todo se compartía.
—¿Qué les daré a los niños mañana al desayuno? —Preguntó Beatriz con angustia.
—Trataré de conseguir algo, no sé...
—Por lo menos queda algo de leche para la niña...
—Los chicos son más grandes, aguantarán hasta la hora en que le den algo en el colegio.
—Pero tienen que caminar.
—Se dormirán más temprano hoy para guardar energía.
Poco convencida la mujer terminó la conversación para revolver la sopa que se calentaba en la cocina. Jaime miró a Leandro preguntándose cuándo se iría. Si bien seguiría con mala situación cuando abandone su hogar, sería una boca menos. Un amigo le había dicho en el trabajo que debía hacer que se fuera de su casa esa misma mañana o en la noche cuando llegara del trabajo, pero hacerlo le habría dejado la conciencia pesando más que todo el mundo. Mejor ayudarlo con lo que tenía a ser tacaño y consciente de ello por un largo tiempo.
—¿Cómo es tu casa? —Preguntó Jorge con curiosidad— ¿es más grande que la nuestra?
—Ahh... sí, es más grande —respondió sin querer entrar en detalles para no hacer sentir mal al pequeño.
—¿Y tienes una cama para ti solo?
—Sí.
—¿Y una habitación?
—También.
Algo golpeó en el pecho de Leandro al ver al niño sorprenderse por algo que él creía que todo el mundo debía tener. No pudo evitar preguntarse qué tan pobre podía llegar a ser esa familia a la que sentía que le estaba robando sin querer.
—¿Eres rico?
—No sabría decírtelo, tengo para vivir cómodo...
—Yo soy rico —afirmó el pequeño con total seguridad.
Creyó haber escuchado mal, pero al preguntarle al niño qué había dicho y oír exactamente lo mismo no logró comprender por qué lo decía. Lo interrogó ante la atenta mirada de su padre que se encontraba igual de confundido que él, esperando que se refiriera a que tenía muchos billetes de monopolio o algo por el estilo.
—Yo no tengo una casa bonita, pero tengo una familia bonita que es buena con la gente... cuando sea grande voy a ser el hombre más rico del mundo y voy a ayudar a los niños como yo para que tengan una cama para ellos y una habitación de verdad... y para que no tengan que comer casi todos los días sopa.
—Es un deseo... muy lindo —comentó Leandro luego de tragarse como pudo los deseos de llorar.
Emocionado Jaime prefirió dedicarse a poner los cubiertos sobre la mesa mientras su mujer servía la comida. Se preguntaba dónde habría aprendido algo así, si se perdió de algo mientras trabajaba o el pequeño estudiaba en el colegio. Haya sido como haya sido, estaba orgulloso del niño y esperaba que sus otros dos hijos pensaran igual sobre sus planes a futuro.
La cena pasó en silencio cada uno metido en sus pensamientos. Leandro miraba el reloj de la pared cada cierto tiempo para luego fijar su vista en la ventana, esperando ver en la oscuridad el auto de su hermano, pese a que ya le había avisado que tendría que pasar por él la mañana siguiente. No era creyente, pero en ese momento rogaba al ser supremo en el que muchos creían que le permitiera marcharse pronto de ese hogar, en el que sentía que abusaba de la hospitalidad de sus habitantes.
Esa noche no durmió, no solo por el dolor de cabeza para el cual no tenía ninguna pastilla que le permitiera sentirse mejor. Las palabras de Jorge rodaban por su cabeza y se preguntaba cómo podría agradecer a la familia todo lo que había hecho por él. Despertó a la mañana siguiente sintiendo que alguien lo sacudía por el hombro, por un momento creyó que todo había sido un sueño, pues frente a él estaba su hermano sonriéndole mientras le pedía disculpas por la demora.
—Karina sintió algo de dolor ayer en el vientre y pensamos que podía ser síntoma de pérdida, así que la llevé al hospital.
—¿Está bien? —Preguntó Leandro preocupado por su cuñada y futuro sobrino.
—Sí, fue falsa alarma.
Notó que toda la familia los miraba sin comprender. Se destapó, arregló el cabello y la ropa y uno a uno se despidió de las personas que lo acogieron en ese hogar sin saber con certeza cómo agradecer todo lo que le habían dado.
—Gracias por cuidar de mi hermano.
—Muchas gracias, enserio.
—No es nada, joven. Espero que ya esté bien y recupere pronto lo que le robaron —le deseó Jaime.
—Sí... ojalá.
Avergonzado y sin palabras se subió al auto de su hermano despidiéndose con la mano y dejando atrás aquella humilde casa. Cuando entró en la suya y vio todas las cosas que poseía, las paredes que dividían claramente los dormitorios, living, comedor y cocina y las decoraciones recordó las palabras de Jorge nuevamente. Les debía mucho, más que una simple palabra de agradecimiento, más de lo que pensaba, pero no sabía cómo hacerlo.
—Bien, te dejo, tengo que irme al trabajo —se despidió su hermano.
—Gracias por ir a buscarme.
—De nada, eres mi hermano.
Por la ventana lo vio marcharse, dejándolo a él entre las paredes de su casa rodeándolo y recordándole lo solo que se encontraba. ¿ Le hubiera hecho el favor de ir a buscarlo a un barrio tan pobre si él no fuera su hermano? La pregunta le carcomía la cabeza y para evitar pensar en estupideces prefirió darse un baño y ponerse ropa limpia. Tirarse en su cama teniendo espacio suficiente como para darse vuelta fue un placer del que se privó por dos noches que disfrutó, pero que le llevó a la culpabilidad al pensar en la familia de Jaime.
—¿Qué debería hacer?
***
—¡Esto ya es el colmo!, usted es un incompetente, está despedido —sentenció el hombre vestido con traje, mirando como poca cosa al empleado que acababa de correr de su empresa.
—Pero señor...
—Nada, te vas en este momento y no vuelvas ¿Entendido?
Jaime bajando la mirada salió de la oficina arrastrando sus pies con miedo y vergüenza de ver a los ojos al hombre que lo había echado recién. Camino a su casa más temprano de lo habitual buscaba la manera de comunicarle la noticia a su esposa, cómo se lo tomaría, qué haría para obtener algo de dinero y comprar la comida que faltaba para su familia y quién lo contrataría para darle un empleo y un sueldo por su servicio.
Tenía hambre, se imaginaba llegar a su hogar y sentir el olor de la comida de Beatriz, aquellos platos bien elaborados que lo recibían cuando el dinero no se ausentaba de su casa. Sin embargo, la realidad era otra y al abrir la puerta no sintió un aroma diferente, de hecho ni siquiera sentía algún aroma. Sus hijos habían llegado del colegio y hacían sus deberes en el sofá mientras vigilaban a su hermanita que esperaba a que Beatriz le hiciera un té a falta de leche.
—¿Pasó algo? —Preguntó preocupada su mujer al verlo llegar más temprano de lo normal.
—Yo...
Botó el aire que albergaban sus pulmones sintiendo la intensa mirada de sus familiares. Avergonzado se alejó con su mujer a un rincón de la zona que era la cocina y sin poder mirarla a la cara le contó la mala noticia que traía. Las lágrimas no tardaron en hacerse presente y ambos abrazados lloraron viendo ya cómo se les venía el futuro encima, uno oscuro que carecía incluso de las cosas mínimas para vivir.
—¿Cómo se lo diremos a los niños? ¿Qué haremos ahora? —Preguntaba la mujer con la desesperación aflorando, imaginándose a sí misma pidiendo a algún vecino, a sus hijos en los semáforos recibiendo limosna y tantas otras imágenes a las que no deseaba llegar.
—No sé... pero algo se nos tendrá que ocurrir.
—Yo ya no tengo ahorros... por Dios, Jaime, ya no tenemos a qué echar mano para pasar el mes, ¡se nos ha acabado todo!
—Cariño... los niños están mirando —le avisó el hombre a su mujer sintiendo la mirada de sus hijos sobre ellos.
—En algún momento se enterarán de todos modos... ay, Dios mío y mi beba ni siquiera tiene leche.
El día lo pasaron aguantando ellos el hambre por comer menos para así guardar alimentos y permitirles comer a sus hijos que no se daban cuenta del hoyo en el que habían caído. Se levantaron todos sin falta a la mañana siguiente y los niños confundidos se fueron al colegio sin comprender por qué su padre no salía también para trabajar como siempre.
—Me dieron el día libre -—es sonrió lo mejor posible.
—Qué raro —comentó Javier—. Tu jefe nunca hace algo así.
—Lo que pasa es que vio a tu papá muy cansado —intervino Beatriz.
No muy convencido el muchacho se llevó al hermano menor y caminaron hasta el recinto de estudios, pasando por fuera de una tienda donde Leandro se preguntaba qué comprar, qué sería necesario y qué no ante la mirada sorprendida de su hermano.
—Enserio no entiendo porqué lo haces.
—Debo hacerlo, me lo dice la conciencia.
—¡Pamplinas!, nunca le haz hecho caso a esa cosa, hasta preguntas a veces bromeando si no se come.
—¿Me vas a apoyar o no? —Preguntó molesto, ya listo para correrlo de algún modo y así dejar de escuchar tantos comentarios exagerados.
—Te apoyo, solo digo que el golpe en la cabeza te afectó más de lo que pensé.
—Me estás hartando.
—Es cierto, tú nunca haz hecho algo así.
—Algo así... ¿qué?
—Algo generoso.
Lo dejó sin palabras y meditando en su vida antes de conocer a la familia que tanto lo había ayudado. Siempre pensando en él, en las cosas innecesarias que pensaba que le hacían falta, el dinero malgastado en juegos, las miradas despectivas a personas de niveles más bajos que él, entre tantas cosas de las que comenzaba a arrepentirse. Eso tal vez no cambiaría el pasado, pero tenía la certeza de que sí lo haría con el futuro.
Con esos pensamientos fue a dejar a su hermano a su casa y se dirigió a la suya en el auto que su hermano le acababa de prestar, para cambiarse de ropa e ir a trabajar. En cuanto su jornada hubo terminado se dirigió a la dirección por memoria. La casita le parecía más precaria de lo que le pareció cuando la dejó, la madera se veía en mal estado y no pudo evitar proponerse que luego haría algo por solucionar eso. Golpeó dos veces la puerta y esperó en el frío a que le abrieran. Una pequeña silueta se asomó con timidez por el lado de esta cuando se abrió, la cabellera risada era inconfundible, se trataba de Jorge que medio sonrió cuando lo reconoció.
—Volviste —fue lo primero que dijo.
—Sí, lo hice y traje algunas cosas. ¿Quieres venir a ayudarme?
El niño asintió con la cabeza, sonriendo de oreja a oreja y corrió hasta el auto de Leandro. Detrás de él salió Jaime quien abrió sus ojos a todo lo que daban al notarlo.
—Usted... ¿En qué puedo ayudarle?
—Traigo algunas cosas y necesito ayuda.
Entre los tres descargaron el auto de las decenas de bolsas de supermercado y las iban dejando en el interior de la casa. Ningún miembro de la familia entendía para qué serían o qué pretendería el joven. Beatriz prefería no ilusionarse con los pensamientos que se iban formando en su cabeza, esa fue la razón por la que las lágrimas no tardaron en aparecer cuando el joven se explicó.
—Esto es para ustedes en agradecimiento por ayudarme cuando lo necesité. Sé que fui una molestia y una gran carga porque, aunque hayan sido sólo dos días, fui una boca más que alimentar y eso les debe haber incomodado y apretado más el bolsillo... yo...
—Joven... no tenía porqué —la voz se le quebró y como un niño botó las lágrimas que aliviaban el dañado corazón de Jaime, quien en todo el día había estado rogando por una ayuda para poder pasar lo que quedaba de mes.
—Tenía un porqué, necesitaba agradecerles de algún modo y si todavía necesitan algo más, trabajo, mercadería, dinero, lo que sea no duden en pedírmelo.
Ese fue el día en el que la familia de Jaime logró salir del poso en el que habían caído años antes. Consiguió un empleo con la ayuda de Leandro con un salario mayor que el anterior, el cual les ayudó a reparar y ampliar de a poco la casita en la que vivían, la cual con el tiempo dejó de ser lo que antes era para convertirse en una hermosa edificación.
La familia no volvió a ver al joven después de que consiguió el trabajo para el padre de la familia, lo último que supieron fue que decidió irse al extranjero. A pesar de la distancia, ellos recordaron por siempre a la persona que los llevó a donde llegaron y se cuentan entre ellos la historia del joven que llegó herido a su pequeño hogar y que luego de irse volvió con un saco de bendiciones para ellos.
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