Capítulo 6

PASADO 5

Me tardo un mes en convencer a mi familia de que me dejen ir sola a la universidad. Tengo diecisiete años, no siete.

Esa no es la razón con la que lo logro, sino con que los horarios de trabajo de cada uno son un desorden, y aunque mis padres se alternan el cuidado de la tienda con frecuencia, las ojeras que los hacen verse como mapaches las veinticuatro horas del día delatan su agotamiento. Y por otro lado, Salomón también tiene que llevar y traer a su esposa al banco donde trabaja, aparte de todos los tumbos que tiene que dar por la ciudad entrevistando gente para sus reportajes. Al delinear todos los hechos frente a ellos, finalmente lo logro.

Hoy me estreno como transeúnte de la Ruta 6. Prácticamente atraviesa la ciudad de norte a sur y pasa al lado de la Facultad de Ingeniería. Tampoco es que tengo que montarme en varios carritos por puesto y luego más buses como he oído que algunos compañeros tienen que hacer, porque viven fuera de la ciudad.

Aún así, la semana pasada agarraron un día libre para entrenarme sobre cómo usar la Ruta. El mejor tip es saber que entre la música alta en la radio y el gallinero de los demás transeúntes, el conductor no para la mínima bola para dejarlo a uno en una parada a menos que uno no le grite «¡aguántalo!» a todo pulmón. También me dieron un montón de consejos para mantener mis peroles lo más seguros posibles.

Pero esta mediodía al salir de la casa, mi mamá no me quería dejar salir del círculo de sus brazos.

—Mami, me estáis ahogando.

En vez de soltarme, me aprieta más fuerte.

—Ay, mijita. Es que todo es tan peligroso en la calle. No me gusta este plan. —Finalmente se aparta pero solo lo suficiente como para agarrar mis hombros y observarme de pies a cabeza. Hace media hora me obligó a ponerme una franela más larga y suelta, metida dentro del pantalón para que «nadie se haga ideas», según ella. Y me mandó a cambiarme las sandalias por unas gomas deportivas, en caso de que me toque correr o patearle las bolas alguien. También sus palabras.

Inhalo profundo y exhalo rápido.

—Ya estoy grande, ma.

—Seguís siendo mi bebita. —Me da un beso en la frente y después de otro abrazo de oso logro montarme en el ascensor. Ella se queda en la casa a sacar las cuentas del cierre de mes en la tienda, mientras papi está en el centro comercial abriendo después de la pausa del almuerzo.

El sol es de esos que parten piedra y lo siento quemar mi piel marrón clara. A este ritmo se va a poner roja a medio camino y morada cuando llegue a la universidad. Es un precio pequeño que pagar por la libertad.

Doy la vuelta al bloque de edificios donde vivo hasta llegar a la parada más cercana. Me planto a esperar debajo de un cují, mi corazón latiendo con fuerza tanto por nervios como por emoción.

Espero y espero, chequeando el reloj a ver si son ideas mías o si el tiempo está pasando más lento de lo normal. El tráfico corre sin clemencia a través de la calle, carros desde muy lujosos hasta latas oxidadas con ruedas dejan de continuo nubes de smog caliente que me hacen toser varias veces. Yo me había echado una colonia de patilla que me gusta un montón pero creo que para la próxima no la voy a desperdiciar.

Al fin, un bus con todas las marcas adecuadas y repleto de gente se planta delante de mí. La cabina rebota un poco ante el frenazo. Me monto, le pago la tarifa al conductor y...

Ahí me quedo, porque no hay ni un solo centímetro cuadrado libre en este bus. Confirmo lo de que no vale la pena echarse colonia, porque un gallinero huele mejor que este bus en pleno mediodía. Una canción de Carlos Vives de vaina se entiende entre el escándalo. En eso el bus arranca y salgo disparada contra el tablero. Me agarro de ahí hasta que un rato después, el conductor tiene que dar entrada a más gente.

Los que entran son unos hombres como de la edad de mi papá y tienen pinta de venir de una construcción. Sus ropas están llenas de polvo y pintura, y yo mentalmente me despido de lo limpia que estuvo mi ropa hace unos minutos. El bus arranca otra vez, y el sudor de uno de los señores empieza a a traspasar mi ropa.

Vagamente recuerdo a mi hermano echándome vaina de que montarse en la Ruta 6 es salir oliendo a sobaco y lamentablemente creo que tiene la razón. Desgraciado. Y más todavía el hombre este que se me está como restregando mucho.

—Permiso —le digo con tono fuerte. Su espalda está hacia mí mientras conversa con los otros dos sobre algo de una mezcla de cemento chimba, no sé qué. Pero en eso veo completico cómo su mano se estira hacia atrás, abriendo y cerrando y agarrando aire donde antes había estado mi nalga.

Lo que sentí la semana pasada ante los insultos de Andrea se queda pendejo.

—Pero, ¿cómo...? —En resto de la pregunta se ahoga en mi garganta cuando en eso alguien tira de mi brazo desde atrás. Me suelto de golpe, con lo que accidentalmente golpeo al abusador. Pero en vez de hacerle caso al segundo, me volteo hacia el intruso y casi se me cae la quijada.

—¿Javier?

—Ven conmigo —prácticamente grita esto. Mi compañero de clase cierra su mano alrededor de mi muñeca y me aparta del tocón.

A empujones, Javier hace espacio entre la gente hasta el medio del bus. Ahí, me pone contra la pared y se posiciona como escudo protegiéndome de la multitud.

Mis ojos se clavan en los suyos, marrones tan oscuros como los míos. Una gota de sudor baja por su frente hacia la punta de la nariz y él la aparta con un pulgar. Las ondas de su cabello están un poco aplastadas por el vaporón y su franela se pega contra sus hombros y pecho con la humedad de su piel.

—¿Estás bien? Te vi al entrar y te llamé pero no me oías. Espero que esos viejos verdes no te hayan hecho nada.

Mi pulso da un salto.

—Este... —Mi lengua pesa como si estuviera hecha de plomo. El bus brinca sobre un hueco en la carretera y ante el desbalance, planto mi cara en el pecho de Javi. Es como una piedra que huele muy bien. ¿Cómo, si este bus huele a perro mojado?

—¡Perdón!

—Ay, disculpa.

Lo decimos a la vez y a lo que podemos nos despegamos.

A lo que levanto la cara, noto sus mejillas tan rojas como las mías deben estar. Javier muerde su labio y se empieza a reír. Aunque el ritmo de mi corazón quiere competir con el de un conejito, también me río.

Después de eso, cada vez que el conductor pasa sobre un bache, Javier y yo hacemos todo lo posible para mantener distancia. La cosa mejora cuando un grupo grande se baja del bus a medio camino y logramos sentarnos en un puesto, yo hacia la ventana y él hacia el pasillo.

—Aleluya, ya me dolían los pies de estar parado.

—¿Llevabas mucho rato en el bus?

—Unos diez minutos más que vos —contesta Javier, ladeándose para hablarme más de frente—. Vivo por Fuerzas Armadas.

—Ahh, yo por Las Delicias.

—Si queréis nos ponemos de acuerdo pa' que no tengáis que montarte en este bus sola.

Ay. Mi corazón pega otro brinquito de esos que causan cosquillas por todo mi cuerpo.

—E... —Ya ni me sale el resto de la palabra. Si Salomón estuviera viendo esto, seguro me estaría mamando gallo con toda la alharaca que armé para que me dejaran montarme en el bus sola. El rollo es que después de este jaleo, puedo admitir para mí misma que mi familia tiene algo de razón. Esto es una pesadilla. Pero tampoco quiero abandonar la poca libertad que he ganado. Así que contesto—: Bueno, sí. Por mí de perla. Pero no sé si sea mucho esfuerzo pa' tí.

—No hay peo, igual vamos al mismo sitio. —Sus hombros se sacuden con una risa y las cosquillas se expanden por mi pecho otra vez.

Vuelvo la atención hacia la calle fuera de la ventana. Si lo sigo mirando creo que va a ser muy obvio que me estoy empezando a empepar.

PRESENTE 3

Hago una pausa al cuento porque suena mi teléfono. De todas maneras, el combo Abreu Aparicio más mi hijo están en medio de la batalla campal conocida como «la cena», así que mientras los niños se pelean por quién se va a comer las últimas papitas de la orden de McDonald's que les trajo Diego, me levanto de la mesa y lentamente me traslado al patio.

—Mi amor, ya llegué a Wichita. —La voz de mi marido en mi oído hace que el bebé de un respingo. Como que lo extrañaba tanto como yo.

—Gracias al Señor. ¿El viaje tranquilo?

—Sí, pero cansón. —Suspira y automáticamente hago lo mismo. Seguro está exhausto de haber tenido que hacer conexión Miami a Dallas, y luego a Wichita, donde tiene que ir a hacer inspecciones en una de las fábricas de la compañía, así que no le voy a dar lata con lo mucho que quiero que ya vuelva—. ¿Te fueron a visitar Bárbara y los demás?

—¿Ah? ¿Cómo sabéis que están aquí?

—Porque les pedí que te acompañaran un rato.

—No sé si darte las gracias o avergonzarme de ser tan mamita. —Sobretodo en este último mes he estado que parezco velcro pegada a él todo el tiempo, y este viaje tan cerca de la fecha en la que estimamos el parto me disparó la ansiedad al cielo.

Su risa suave y cálida me regresa el oxígeno a los pulmones, como si no hubiera estado respirando bien hasta este momento.

—No te preocupes, mi vida. Voy a intentar zafarme de esto antes de lo pautado. Yo también estoy ladillado con la viajadera.

—A ver si le decís a la cuerda 'e mamaguebos esos que trabajan con vos que hagan algo pa' variar, en vez de lanzártelo todo a vos.

—Ya se los dices cuando vuelvas de permiso de maternidad. Te van a hacer más caso que a mí.

Es verdad. A pesar de que él es el ejecutivo y yo solo una manager no senior, cuando digo A se hace A, y si digo que hay que saltar me preguntan qué tan alto, cuántas veces y por cuánto tiempo. Lo pongo en la lista mental de cosas que hacer cuando me reincorpore.

—Bueno, mi vida. Seguro estáis muy cansado así que te dejo pa' que descanses. —Él hace un gemido como si no quisiera trancar y me hace reír. Le pregunto—: ¿Quién es el malcriado aquí?

—Yo, porque no descanso bien si no estás durmiendo acurrucada contra mi cuerpo.

Calor se esparce de mi pecho a mi cara. Me volteo como esperando a que Bárbara y Diego me fueran a echar vaina por algo que acaba de decir mi marido solo para mi oído.

—Deja la seducción que ya me tenéis preñada otra vez —bromeo con una risita.

—Lástima, y yo que pensaba mandar a Samuel a una pijamada con sus primos por unos días para poder recuperarme de no dormir contigo esta semana.

Inhalo agudamente.

—A ver, no es mala idea...

—Otra razón más para que vuelva antes, ¿no?

—O te apuráis o compro un pasaje de avión a Kansas mañana mismo.

El muy condenado suelta una risa de esas ásperas, con un tono grave que me deshace las piernas. Tengo que agarrarme de una de las sillas del patio para no desvanecerme como una fan que acaba de ver a su artista favorito.

—Te amo, Daya. Y ya te extraño.

—Yo también. Avísame cuando volváis pa' cuadrar con mi prima que Samuel se quede con ellos unos días.

—Traviesa.

—Tu culpa.

—Hasta mañana. —Siento la sonrisa en su voz. Después de eso colgamos y un gemido sale de mi pecho y se pierde entre el cántico de los grillos en la noche.

Ahora lo extraño más.

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