Capítulo 36

PASADO 35

Una señora mayor que iba manejando por la calle presenció todo el atraco y se apiada de nosotros. Ni siquiera se me ocurre que puede ser parte de la tramoya también y confío en ella, o más confío en la providencia. Con torpeza arrastro a Tomás al puesto de atrás del carro de la señora y me siento al lado de él.

Le doy la dirección de mi casa. Voy todo el camino temblando y rezando en mi mente. Los ojos de Tomás no brillan como antes. Están abiertos pero perdidos. Solo sé que sigue conmigo de una forma u otra porque no deja de abrazarme.

La señora tiene que ser un ángel del cielo. Nos deposita en la entrada de mi edificio y se espera hasta que entremos. Toco el botón del intercomunicador de mi casa incesantemente. La noche se envuelve alrededor de mi cuello y me sofoca. Siento como que somos carne de cañón esperando los tres en plena acera.

El que atiende es Salomón en vez de uno de mis papás.

—¿Quién es?

—Soy yo, ábreme.

—¿Y tu llave?

—La perdí —espeto, exasperada.

El sistema zumba y la puerta de entrada se abre. Me volteo hacia la señora.

—Muchísimas gracias, ¿cómo puedo pagarle?

—No hay de qué, mija. Entra.

A prisa, ella se regresa a su carro y yo corro con Tomás a través de las áreas comunes, como si aquí también nos pudieran salir asaltadores de entre las macetas de plantas.

Salomón nos espera a la entrada del edificio, jugando con las llaves en su mano.

—¿Con que éste es el famoso novio?

—Ahora no, Salomón. —Muerdo mi labio. Tomás se ve demasiado pálido. Como si no estuviera respirando bien.

Ahí es cuando mi hermano se da cuenta de que algo no anda bien.

—¿Qué le pasó?

—Nos atracaron. —Presiono fuertemente el botón del ascensor. Volteo mi cabeza pero nadie nos sigue. Aprieto fuertemente la mano de Tomás y le digo—: Ya pronto llegamos a mi casa, aguanta, ¿sí?

Él no da ninguna señal de haberme escuchado.

—¿Qué? —Salomón chilla y empieza a palmearme la cabeza, un brazo, la espalda, como si estuviera buscando un hoyo de bala—. ¿Estás bien?

Una risilla aguda como un cuchillo sale de mi garganta.

—Bien es un término muy amplio.

El ascensor llega y Salomón nos empuja hacia dentro como si fuera un guardaespaldas. Con mi mano libre agarro la de mi hermano y me doy cuenta de que la mía está sudada. De que, de hecho, estoy completamente empapada de sudor como si hubiera corrido desde 5 de Julio hasta la Zona Norte.

—¿Y a él qué le paso? —La voz de Salomón es sorprendentemente suave.

Mis ojos también empiezan a sudar. Aprieto los labios para atrapar el sollozo en mi garganta.

—Se interpuso entre la pistola y yo —logro contestar a duras penas.

Lo siguiente es como un torbellino. Salomón nos guía hacia el apartamento de mis padres y es él quien recuenta lo poco que he logrado explicarle. Mis papás nos sientan a Tomás y a mí en el sofá de la sala. Sé que mami está llorando y no para de decir «ay, Dios mío». Papi está mudo. Su expresión congelada en ojos abiertos de par en par y quijada apretada.

Tomás no suelta mi mano. Lo único que ha cambiado es que ahora tiembla. Paso mi mano por su cara y consigo que su piel está gélida. No es por aire acondicionado porque no tenemos en la sala. Es como si la vida se estuviera drenando de su cuerpo.

¡Sus medicinas!

Mierda, seguro estaban entre las cosas que saqué de su bolsillo para que el malandro nos dejara en paz.

—Tengo que llamar a sus papás urgente —anuncio e intento levantarme, pero Tomás no me suelta.

—¿Te sabéis el número?

—No, pero creo que lo tengo en un cuaderno de hace varios semestres —contesto a Salomón—. Ve al estante de mi cuarto, creo que en la segunda repisa de más abajo. Es un cuaderno de marca Mead con portada azul.

Mientras Salomón hace lo que le pido, vuelvo a colapsar en el sofá.

—Mami, tráele a Tomás un vaso de agua con azúcar a ver si le ayuda.

Ella asiente y se va a la cocina. Desde aquí la oigo que empieza a rezar el rosario en voz alta.

Papi por su lado se sienta en la poltrona frente a nosotros. Se soba las manos como nervioso. O preocupado. O los dos.

—¿Qué les hicieron?

—¿Te puedo explicar mañana? —Trago grueso pero sigo sin poder hablar bien.

Okay.

Salomón y mamá regresan a la vez. Pongo a mi hermano a que llame a los papás de Tomás y les explique la situación. Para esto él es muy bueno, porque siendo periodista tiene nervios de acero que no tenemos los demás. Mientras lo escucho darles nuestra dirección, mami y yo intentamos que Tomás tome un sorbo del agua con azúcar.

—Tomás, abre. —Sobo su espalda mientras mami empina un poco el vaso, pero es como si no estuviera aquí. Su mente y su alma se han ido a otro lado y solo queda su cuerpo.

Rompo a llorar. Alguien nos trae una cobija y la pone sobre nuestros hombros. Mamá sigue rezando y me le uno. Unas palabras que nos dijo la señora que nos trajo a casa más temprano hacen ronda en mi mente. Pero estamos vivos. Estamos vivos. No ha pasado nada. Estamos vivos.

Los papás de Tomás llegan en tiempo récord desde La Virginia. Su mamá intenta estrecharlo hacia ella pero Tomás no le deja, sigue anclado a mi mano.

—¿Qué pasó? —La voz del papá de Tomás es dura, como si estuviera arrecho. Pero en sus ojos solo hay terror.

—Venga conmigo. —Salomón lo sienta en la mesa del comedor y a voz baja le explica lo que sabe.

La mamá de Tomás se sienta del otro lado en el sofá, ahogada por grandes sollozos. No puedo imaginar lo que siente. Esto es una pesadilla.

—Tomasito —susurra su hermana con voz temblorosa, de rodillas frente a él—. No seas así, ve que me prometiste que mañana íbamos al Sambil.

Es verdad. Se me había olvidado que mañana la iba a conocer en el Sambil con Tomás.

El timbre de la entrada resuena más estridente de lo normal. Mi mamá corre a ver quién es y abre la puerta con velocidad. Valeria, la esposa de Salomón, entra sola. Ya mi hermano le debe haber explicado porque sin instrucciones, ella viene a la sala y se agacha para observar a Tomás.

—¿Ya le dieron los medicamentos?

—Se rehúsa a abrir la boca —contesto.

—¿Usted quién es? —La mamá de Tomás suena un poco irritada.

—Ah, disculpe. Soy Valeria Machado, esposa del hermano de Dayana. También soy psicóloga profesional.

La señora se desinfla.

—¿Me das un permiso? —le pregunta a Andrea, y ella se levanta. Valeria me da los lentes de Tomás y le inspecciona los ojos—. Es como si estuviera reviviéndolo todo.

Me volteo hacia Tomás con tanta rapidez que me mareo. ¿Eso es lo que tiene? ¿Su mente sigue atrapada en el atraco?

¿O peor aún, en el secuestro?

—Hay que hacerle tomar sus medicinas porque sí.

—Mami, agua —pido por un lado, y por el otro—: Señora, usted sosténgale la cabeza. Andrea, ayúdame a abrirle la quijada.

Entre las tres lo logramos y Valeria deposita la dosis de su medicina en la boca de Tomás. No se ahoga con el agua, aunque sí se derrama una buena parte por su cuello. Lo seco con la misma cobija enrollada sobre nosotros.

—Creo que lo mejor es que se quede aquí esta noche —oigo a Valeria explicarle a los papás de Tomás y los míos—. Se ve que la única ancla que tiene a la realidad es Dayana. Lo mejor sería que cuando él se despierte ella esté ahí para él.

A regañadientes su familia accede, pero también quieren estar aquí para que cuando Tomás despierte lo puedan llevar al hospital. Yo también soy consciente de que esto va a requerir más que dos pequeñas pastillitas.

Mi pecho se comprime ante la posibilidad de que a la tercera haya sido la vencida, de que ahora sí se haya roto la mente de Tomás irreparablemente.

Acomodamos a los papás de Tomás en mi cuarto y en el que era de Salomón. A Andrea le toca dormir en el apartamento de la Señora Violeta, en el cuarto que era de Valeria. Mis papás arriman la poltrona para que pongamos las piernas encima de ella durante la noche y traen todos los ventiladores de la casa para que no nos cocinemos.

—Cualquier cosa pegáis un grito —dice mami y me da un beso en la frente. Hace una pausa para mirar a Tomás, que finalmente se ha dormido—. Pobrecito, ojalá mañana despierte mejor.

Asiento. Es lo único que logro hacer sin estallar en llanto otra vez.

Papi me da un abrazo y acomoda la sábana sobre Tomás y yo. Apagan la luz y se retiran a su cuarto. La oscuridad es iluminada solo por una tenue luz que entra de la calle y hace cuadros sobre el techo por donde se filtra entre las rejas de la ventana. Se parecen a las rejas de una cárcel. Como Tomás, que está atrapado en la cárcel su mente y no sé como sacarlo.

Desfallezco del cansancio. Lo último que recuerdo es que estaba rezando para que Tomás volviera a mí.

En mis sueños el desenlace del atraco no fue tan feliz. Primero sueño que me disparan a mí y el dolor desgarrador de los ojos de Tomás se clavan en mi mente para siempre. Intento despertarme pero el sueño empieza otra vez, y en esta ocasión al que matan es a Tomás. Una punzada agudísima en mi pecho me despierta de golpe.

Jadeo y mi corazón está a punto de reventar. Los rayos del sol mañanero me sacan lágrimas. O quizás es el dolor en mi pecho.

Tomás. Necesito a Tomás.

Volteo mi cara y...

Su cabello está alborotado. Tiene algo de barba. Sus ojos están abiertos. Y me miran.

Me miran. Con lucidez.

Un grito sale de mi garganta y me lanzo sobre su pecho. Su aliento sale de golpe pero ciñe sus brazos alrededor de mí. Por su propia cuenta.

—Regresaste.

—Sí. —Su voz suena áspera y ahogada, y es el sonido más hermoso que he escuchado en mi vida—. Perdóname por haberme ido.

Beso su cuello, su boca, su mejilla. Oigo pasos detrás de mí. Sollozos. Un aplauso. Y nada de eso me importa. Solo el calor de su cuerpo, su aliento contra mi cuello, el rítmico latido de su corazón golpeteando mi pecho.

—Lo que importa es que volviste. Vuelve a mí siempre.

—Lo haré —murmura con su cara contra mi cuello.

Toda la adrenalina que corría por mis venas se drena y esta vez desfallezco yo en sus brazos.

NOTA DE LA AUTORA:

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