No trabajo bien bajo presión
No lo hago. No soy capaz. Escribo hasta que me duelen los dedos, escribo hasta que se me cansa la vista.
Pero no es la misma experiencia.
No lo es...
No, no lo es...
Trabajo como desquiciado para acabar borrando una cuarta parte de lo que escribo. No me gusta, no me llega a convencer. No llega a la calidad que busco.
Pero yo sigo...
Y sigo...
Pensando que tal vez me saldrá
Que me conformaré banalizando una obra que puedo llevar días, semanas o meses pensando. Que me conformaré cuantificando, alegando que es suficiente. Que no me implicare más de lo necesario en la escritura de la novela, porque no me será suficiente.
Pero no soy capaz.
Vuelvo a borrar todo...
A comenzar de nuevo
Así una y otra vez, en un ciclo interminable. Cuándo tengo una fecha límite, tengo presión. Cuándo tengo presión, apuro. Y cuándo apuro, estoy disconforme. Aunque tenga cien opiniones positivas. Aunque tenga coherencia, cohesión y belleza. Aunque escriba el mismísimo Quijote, no me llenará.
Seguiré cuestionando que no está bien, que no es suficiente.
Gritaré de frustración
Gritaré de desasosiego
Gritaré, porque soy inconformista.
Porque no dejo de cuestionar que lo que escribo realmente esté bien. Porque no puedo. Leo obras completas majestuosas, examino cada expresión.
Y grito.
Grito porque sé cómo hacerlo.
Porque sé que puedo, que quiero.
Pero no me conformo.
Me exijo más
Y más.
Mi mente se agobia.
Mi imaginación se frustra.
Y yo grito.
Escribo.
Y grito.
Intento escribir algo con lo que me quede satisfecho. Algo que apague mi sed de creación, de innovación. Que no sea capaz de banalizar ni cuantificar, que no sea capaz de convertir en algo del montón. Algo que destaque sobre mis demás obras, sobre lo que ya llevo recorrido. Algo, quizás, con alma propia.
No escribo teatro porque escribo demasiado.
Lo mío no son los diálogos, es la narración. Y ahí, en esa narración que me atrapa, está el problema. Los personajes actúan, piensan. Pero no hablan.
Mudos.
Durante líneas.
Párrafos.
O páginas.
Mudos y sin voz propia, con dos diálogos metidos con calzador. No tienen una voz con la que expresarse, con la que mantener una conversación. Porque esa voz con la que hablan es la mía.
Y mi voz es la narración. Que la prosa se cante como trovadores que cuentan la más maravillosa historia de dragones. Mi voz no son los diálogos, esa raya infernal que tienes que establecer como predeterminada en word tras romperte la cabeza para aprender cómo usarla. Que las acotaciones me encantan. Pero los diálogos no. Me gusta explayarme, que la gente se entretenga con algo que no ha pensado. Que procrastinen algo y disfruten de historias de personas que no conocen.
Pero que ya aman.
Me gusta cantar poesía. Hace que la risa brote de mis labios y me divierte. Me gusta ver las formas tan metafóricas del autor de expresar algo. Que las palabras convencionales sean sustituidas por sinónimos. Que las metáforas sean puras. Puras hasta la saciedad.
No trabajo bien bajo presión. Porque mis metáforas no son lo mismo. Porque mi voz cambia intentando mejorar. Porque no me conformo con lo que logro y lo vuelvo a intentar. Más las fechas se aproximan y los días corren.
Y yo me aguanto. Escribiendo de corrido, sin pensar.
Escribiendo.
Gritando.
Y volviendo a gritar.
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