Asedio
Cuentan los bardos que primero fue un ataque relámpago. Como la ciudad se resistía tras las murallas, urdieron el asedio. Bloquearon salidas, caminos, rutas.
Carcomió las esperanzas del pueblo la hambruna. El rey reclamó los alimentos que por derecho divino le pertenecían, resguardando gran parte en los aposentos reales. El resto se fue repartiendo cada día en la plaza central.
El pueblo en un inicio hacía fila, luego se empujaba y al final se peleaba a muerte por un mendrugo. Se mancillaban casas en busca de alimentos, y batallas campales eran rutina.
El monarca, con la firmeza de los grandes líderes, rehusó la rendición. Detuvo el reparto de alimentos para atrincherarse en el palacio. Cuando los víveres desaparecieron se impuso la ley del metal. La gente llegó a la sencilla conclusión de que ellos eran la última fuente de alimento. Cada día, diversos cuerpos eran ofrecidos. Les tapaban el rostro y los abrían. Las entrañas y la sangre caían al suelo. Famélicos cuerpos se abalanzaban a comer, desconociendo si estaban devorando una madre, hermano, o un hijo.
Aún así el destino avanza, implacable. El pueblo ya se había matado a sí mismo cuando el enemigo avanzó por la ciudad, marchando sobre florecidos cadáveres. Al entrar en el palacio encontraron al rey en el trono, con la sublime corona en la putrefacta cabeza y a sus pies, los cádaveres devorados de la reina y sus hijas.
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