Compañía
Si cierro los ojos, puedo sentir el suelo bajo mis pies. Con un poco de esfuerzo, puedo recordar lo que era caminar, no simplemente moverse, simplemente ir de un lugar a otro. Curioso. Muy curioso. Sin embargo, es divertido poder ir a donde se te antoje cuando quieras. Me elevo con solo pensarlo.
Ver todo desde arriba, sin nada que te limite, sin nada que te detenga es una sensación surreal. Si cierro los ojos, puedo imaginar cómo sería atravesar las nubes, tocarlas, olerlas incluso. Estar muerto tiene sus ventajas.
Me siento con cuidado al borde del abismo al lado de los amigos de un día que acabo de hacer. Las siempre se han visto distintas cuando las miras desde arriba, una sábana blanca y gris que lo cubre todo. Que lo esconde todo.
No soy alguien que hable mucho, así que prefiero escucharlos comentar cómo fue su día, qué hicieron, reírme por sus bromas, saber a dónde fueron... Siempre me da ideas para la próxima vez que salga.
Es curioso que lo único que me recuerda lo que soy es un fino hilo plateado que sale de mi pecho. Más fino que un cabello, infinito, no me impide ir a ningún lugar, pero me hace volver todas las noches, cada vez que el día termina, a lo que fui una vez.
Aunque sea solo por unos minutos, revivir tus últimos momentos no es una experiencia placentera. Cuando toca la doceava campanada en el pueblo, vuelvo al baño en donde todo terminó. Es como si mi cuerpo jalara desde el otro extremo, enfurecido por mi ausencia.
Invocado por mis recuerdos, el eco lejano de mi hogar llega a mis oídos. La vibración recorre cada partícula de mi espíritu, y me pregunto de nuevo por qué nosotros somos los únicos a los que les pasa esto.
Las almas que me acompañan me miran sin entender por qué mi contorno se desdibuja tras la segunda campanada, cada vez más errático, como si algo convulsionara adentro de mí. Yo solo puedo sonreír al escuchar la tercera. Ya no tiene ni caso disculparse o decirles que no se preocupen. Aunque volviera a este lugar ellos no estarían para entonces.
—Gracias por la compañía —digo con desgano, mi voz acompañada por un eco antinatural. Ya han sido cuatro.
Mi visión se desdibuja, puedo sentir el hilo tensándose más aún. Me pregunto si ellos también pueden verlo, o si ellos tienen uno también, para empezar. Mis miembros tiemblan al sonar la quinta campanada.
—¿Qué te pasa? —Seis. Mis ojos deben parecerse a las cuencas vacías de mi cabeza, porque ya casi no veo nada. La voz del muchacho es apenas audible tras la séptima campanada, así que no escucho lo que dice después.
El frío llega con la octava, y la oscuridad con la novena. Es curioso, muy curioso, porque con la décima siento la presión. El hilo debe estar tenso del todo porque siento que mi corazón está por salir de mi pecho.
En un acto reflejo, inhalo profundo al escuchar la campanada número once, tan fuerte y clara como si estuviera en la cima de la torre del reloj, el ojo blanco que todo lo ve. El repiqueteo me desorienta más aún, si cabe, y con el último siento que me jalan desde otro lugar. Un lugar muy, muy lejano.
Sé que aprieto los ojos solo porque es lo que solía hacer cuando algo me daba miedo. Me aterra volver a ese lugar constantemente, volver todas las noches solo para alejarme de nuevo, solo para empezar desde cero una vez más.
Es curioso. Pasé tanto tiempo queriendo alejarme, y ahora algo me retiene allí, y me encantaría saber qué. La experiencia no es dulce, ni bonita, ni remotamente agradable. Honestamente, ¿a quién le gustaría recordar su asesinato?
Cuando vuelvo, el dolor está allí, como si sintiera las apuñaladas una vez más. A estas alturas puedo contarlas sin problemas. Dos en el pecho, una en la mano, una en el brazo, dos en el vientre, un golpe en la cara, un escupitajo, caigo al suelo, y una patada en la entrepierna.
Pierdo el aire, mis ojos se cierran, mi cuerpo se enfría, y algo cálido, líquido, me baña allí donde estoy. Es el olor de los baños públicos en donde me robaban la dignidad cada vez que ellos querían, el olor de las noches en que tenía que escapar para conseguir el pan de cada día, el olor de los insultos, las risas, las miradas, las palizas, las patadas y cada una de las cortadas que cubrían mis piernas, y que todavía las cubren.
Los segundos pasan rápido, pero siento cómo cada uno de mis poros chilla antes de que tiren del gatillo. Mis ojos quedan fijos en el suelo cuando exhalo por última vez, y por alguna razón puedo sentir la sangre salir de mi boca. Por alguna razón, puedo ver el charco rojo que crece alrededor de mí. Por alguna razón, sé que sigo llorando a pesar de estar muerto.
De todas maneras iba a terminar así. Me había mordido una semana antes y mi pierna izquierda estaba totalmente podrida. Pensé que podría retrasarlo si tomaba algo, si hacía ejercicios, si meditaba y si rezaba, pero estaba condenado de todas maneras.
Si cierro los ojos, puedo sentir el suelo bajo mis pies. Con un poco de esfuerzo, puedo recordar lo que era caminar, no simplemente moverse, simplemente ir de un lugar a otro. Curioso. Muy curioso. Sin embargo, es divertido poder ir a donde se te antoje cuando quieras. Me elevo con solo pensarlo.
Ver todo desde arriba, sin nada que te limite, sin nada que te detenga es una sensación surreal. Si cierro los ojos, puedo imaginar cómo sería atravesar las nubes, tocarlas, olerlas incluso. Estar muerte tiene sus ventajas.
Me siento con cuidado al borde del abismo al lado de los amigos de un día que acabo de conocer antes de mirar al frente. Las nubes siempre se han visto distintas cuando las miras desde arriba, una sábana blanca y gris que lo cubre todo. Que lo esconde todo.
No soy alguien que hable mucho, así que prefiero escucharlos comentar cómo fue su día, qué hicieron, reírme por sus bromas, saber a dónde fueron... Siempre me da ideas para la próxima vez que salga.
Es curioso que lo único que me recuerda lo que soy es un fino hilo plateado que sale de mi pecho. Más fino que un cabello, infinito, no me impide ir a ningún lugar, pero me hace volver todas las noches, cada vez que el día termina, a lo que fui una vez.
Aunque sea solo por unos minutos, revivir tus últimos momentos no es una experiencia placentera. Cuando toca la doceava campanada en el pueblo, vuelvo al baño en donde todo terminó. Es como si mi cuerpo jalara desde el otro extremo, enfurecido por mi ausencia.
Invocado por mis recuerdos, el eco lejano de mi hogar llega a mis oídos. La vibración recorre cada partícula de mi espíritu, y me pregunto de nuevo por qué nosotros somos los únicos a los que les pasa esto.
En todo este tiempo, no he visto a nadie pasar por lo que yo, o cualquier de los que vivimos en el pueblo, tenemos que pasar todas las noches. Por un tiempo me sentí frustrado, luego quise sentirme especial, único y diferente, pero ya es molesto. Plenamente molesto.
Las almas que me acompañan me miran sin entender por qué mi contorno se desdibuja tras la segunda campanada, cada vez más errático, como si algo convulsionara adentro de mí. Yo solo puedo sonreír al escuchar la tercera. Ya no tiene ni caso disculparse o decirles que no se preocupen. Aunque volviera a este lugar ellos no estarían para entonces.
—Gracias por la compañía —digo con desgano, mi voz acompañada por un eco antinatural. Ya han sido cuatro.
Mi visión se desdibuja, puedo sentir el hilo tensándose más aún. Me pregunto si ellos también pueden verlo, o si ellos tienen uno también, para empezar. Mis miembros tiemblan al sonar la quinta campanada.
—¿Qué te pasa? —Seis. Mis ojos deben parecerse a las cuencas vacías de mi cabeza, porque ya casi no veo nada. La voz del muchacho es apenas audible tras la séptima campanada, así que no escucho lo que dice después.
El frío llega con la octava, y la oscuridad con la novena. Es curioso, muy curioso, porque con la décima siento la presión. El hilo debe estar tenso del todo porque siento que mi corazón está por salir de mi pecho.
En un acto reflejo, inhalo profundo al escuchar la campanada número once, tan fuerte y clara como si estuviera en la cima de la torre del reloj, el ojo blanco que todo lo ve. El repiqueteo me desorienta más aún, si cabe, y con el último siento que me jalan desde otro lugar. Un lugar muy, muy lejano.
Sé que aprieto los ojos solo porque es lo que solía hacer cuando algo me daba miedo. Me aterra volver a ese lugar constantemente, volver todas las noches solo para alejarme de nuevo, solo para empezar desde cero una vez más.
Es curioso. Pasé tanto tiempo queriendo alejarme, y ahora algo me retiene allí, y me encantaría saber qué. La experiencia no es dulce, ni bonita, ni remotamente agradable. Honestamente, ¿a quién le gustaría recordar su asesinato?
Cuando vuelvo, el dolor está allí. Siento las apuñaladas una vez más. A estas alturas puedo contarlas sin problemas. Dos en el pecho, una en la mano, una en el brazo, dos en el vientre, un golpe en la cara, un escupitajo, caigo al suelo, y una patada en la entrepierna.
Pierdo el aire, mis ojos se cierran, mi cuerpo se enfría, y algo cálido, líquido, me baña allí donde estoy. Es el olor de los baños públicos en donde me robaban la dignidad cada vez que ellos querían, el olor de las noches en que tenía que escapar para conseguir el pan de cada día, el olor de los insultos, las risas, las miradas, las palizas, las patadas y cada una de las cortadas que cubrían mis piernas, y que todavía las cubren.
Los segundos pasan rápido, pero siento cómo cada uno de mis poros chilla antes de que tiren del gatillo. Mis ojos quedan fijos en el suelo cuando exhalo por última vez, y por alguna razón puedo sentir la sangre salir de mi boca. Por alguna razón, puedo ver el charco rojo que crece alrededor de mí. Por alguna razón, sé que sigo llorando a pesar de estar muerto.
De todas maneras iba a terminar así. Me habían mordido una semana antes y mi pierna izquierda estaba totalmente podrida. Pensé que podría retrasarlo si tomaba algo, si hacía ejercicios, si meditaba y si rezaba, pero estaba condenado de todas maneras.
Decidí cumplir un último capricho, un pequeño gesto de cariño que solía negarme para poder hacer todas las compras. Tomé un chocolate de los estantes de la tienda antes de volver a la casa, y se me cortó el aire. Ya era de noche. Había oscurecido más rápido de lo que creía, y escuché los disparos. Maldije mil veces al empezar a correr. Tenía que alejarme de allí, pero tropecé por culpa de los cortes.
Abro los ojos por un segundo, solo por un momento, para darme cuenta de que sigo estando en el mismo lugar. Desde hace tiempo que dejó de funcionar la electricidad, pero veo perfectamente las manchas de moho por las paredes y el espejo al lado de la ventana, la pintura que se desconcha de las paredes y los hongos que crecen por todo el suelo. Es incluso curioso que esté saliendo una flor en donde solía estar mi ojo izquierdo. Todavía es un capullo, pero tiene un bonito color morado. La sensación es... extraña, pero ya no me molesta.
Puedo quedarme allí dentro, pero es más fácil moverse sin tener que arrastrar un cuerpo. Lo he intentado demasiadas veces como para seguir haciéndolo, y a veces mis músculos tampoco responden. No tiene caso perder el tiempo en ello, así que solo me deslizo y soy libre una vez más.
Cuando estoy por irme atravesando una de las paredes, escucho que la puerta se abre. Cruje como si nunca la hubiesen aceitado, y supongo que así debe de estar después de tanto tiempo. Veo una sombra que entra con torpeza, un cuerpo que se mueve como si estuviera a punto de caerse, y entonces lo reconozco.
Le falta la quijada, la lengua ennegrecida le cuelga como si de una corbata se tratara, y solo tiene un ojo, pero aún tiene el mismo rostro, o parte él, supongo. Me quedo, solo porque la escena me fascina. Sus pasos torpes se acercan cada vez más a mi cuerpo tirado. Seguro le causo la misma impresión. El cuerpo humano no es muy atractivo después de un año de haber muerto. Y sigue caminando hasta quedar en frente de mí.
Su cara se voltea por un segundo, como si analizara la situación, y se desmorona tal y como esperaba. Me quedo allí, porque si me ha estado buscando tanto tiempo, lo menos que puedo hacer es esperar a que su espíritu salga.
Sonrío cuando vuelvo a ver sus ojos color café y su cabello pelirrojo. Eran los mismos ojos que solía ver a escondidas en clases, los ojos que quería que me devolvieran la mirada, y los ojos con los que soñaba todas las noches.
También sonríe. Ya eso debe ser un buen inicio. Puede que la eternidad sí valga la pena entonces, pero primero hay que ponerse al día. Por primera vez en mucho tiempo, sonrío sinceramente ante la idea de tener compañía.
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